Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica
1. Tradición de la Iglesia frente al error
Todos saben, todos ven y vosotros como nadie, Venerables
Hermanos, sabéis y veis con cuánta solicitud y pastoral vigilancia los Romanos
Pontífices, Nuestros Predecesores, han llenado el ministerio y han cumplido la
misión a ellos confiada por el mismo Cristo Nuestro Señor, en la persona de San
Pedro, Príncipe de los Apóstoles de apacentar los corderos y a las ovejas; de
tal suerte, que nunca han cesado de alimentar cuidadosamente con las palabras
de la fe, de imbuir en la doctrina de salvación a todo el rebaño del Señor,
apartándole de los pastos envenenados. Y en efecto, Nuestros Predecesores,
guardadores y vindicadores de la augusta Religión Católica, de la verdad y de
la justicia, llenos de solicitud por la salvación de las almas, nada han
apetecido nunca tanto, como el descubrir, y condenar con sus Cartas y
Constituciones, llenas de sabiduría, todas las herejías y todos los errores
que, contrarios a Nuestra fe divina, a la doctrina de la Iglesia católica, a la
honestidad de las costumbres y a la eterna salvación de los hombres, levantaron
con frecuencia violentas tempestades, cubriendo lamentablemente de luto a la
república cristiana y civil.
Por esto, los
mismos Predecesores Nuestros, con Vigor apostólico, se opusieron constantemente
a las pérfidas maquinaciones de los malvados que, semejantes a las olas del mar
enfurecido, arrojan las espumas de sus confusiones, y prometiendo libertad,
aunque en realidad sean esclavos de la corrupción, se han esforzado por medio
de máximas falsas y perniciosísimos escritos, en destruir los fundamentos de la
Religión católica y de la sociedad civil; tratando de hacer desaparecer toda
virtud y justicia, de pervertir todas los corazones y entendimientos, de
apartar de las rectas normas morales a los incautos, especialmente a la
inexperta juventud, corrompiéndola miserablemente, para enredarla en los lazos
del error y, por último, arrancarla del seno de la Iglesia católica.
2. El Papa sigue el ejemplo de sus predecesores. La
Iglesia vigila.
Como vosotros bien
lo sabéis, Venerables Hermanos, apenas Nos, por un secreto designio de la
Divina Providencia, pero sin mérito alguno Nuestro, fuimos elevados a esta
Cátedra de Pedro; al ver, con el corazón desgarrado por el dolor la horrible
tempestad desatada por tantas opiniones perversas, así como los males
gravísimos, y nunca bastante llorados, atraídos sobre el pueblo católico por
tantos errores; en cumplimiento de Nuestro apostólico ministerio, e imitando
los ilustres ejemplos de Nuestros Predecesores, levantamos Nuestra voz, y por
medio de varias Cartas encíclicas, Alocuciones, Consistorios, así como por
otros Documentos apostólicos, hemos condenado los errores principales de
Nuestra tan triste época. Al mismo tiempo, hemos excitado vuestra admirable
vigilancia pastoral, y con todo Nuestro poder advertimos y exhortamos a
Nuestros carísimos hijos para que abominen tan horrendas doctrinas y no se
contagien de ellas. Particularmente en Nuestra primera Encíclica, del 9 de
noviembre de 1846 a vosotros dirigida(1), y en las dos Alocuciones
consistoriales(2), del 9 de diciembre de 1854 y del 9 de junio de 1862, Nos
hemos condenado las monstruosas opiniones que, con gran daño de las almas y
detrimento de la misma sociedad civil, dominan señaladamente a nuestra época;
errores de los cuales derivan todos los demás y que no sólo tratan de arruinar
la Iglesia católica, su saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino
también a la misma eterna ley natural grabada por Dios en todos los corazones y
aun la recta razón.
3. Los nuevos errores requieren nuevo celo.
Sin embargo, bien
que Nos no hayamos descuidado el proscribir y condenar frecuentemente estos tan
graves errores, la causa de la Iglesia católica y la salvación de las almas que
Dios Nos ha confiado, y aun el mismo bien común demandan imperiosamente, que
Nos de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para que condenéis todas las
opiniones que hayan salido de los mismos errores como de su fuente natural.
Estas opiniones falsas y perversas, deben ser tanto más detestadas cuanto que
su objeto principal es impedir y aun suprimir el poder saludable que hasta el
final de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica por institución
y mandato de su divino Fundador, así sobre los hombres en particular como sobre
las naciones, pueblos y gobernantes supremos; errores que tratan, igualmente,
de destruir la unión y la mutua concordia entre el Sacerdocio y el Imperio,
siempre tan beneficiosa para la Iglesia y para el Estado.(3)
4. El naturalismo.
En efecto, os es
perfectamente conocido, Venerables Hermanos, que hoy no faltan hombres que,
aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del
naturalismo, se atreven a enseñar que el mejor orden de la sociedad pública y
el progreso civil demandan imperiosamente que la sociedad humana se constituya
y se gobierne sin que tenga en cuenta la Religión, como si esta no existiera,
o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera Religión y las
falsas. Además, contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la
Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que el mejor gobierno es
aquel en el que no se reconoce al poder civil la obligación de castigar,
mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en
cuanto la paz pública lo exija; y como consecuencia de esta idea absolutamente
falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a
la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, llamada por Gregorio XVI,
Nuestro Predecesor, de feliz memoria, delirio(4) a saber: que la libertad de
conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado
bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los
ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la
máxima publicidad, ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera,
sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna
forma.
5. Esta libertad es perniciosa.
Ahora bien: al
sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que proclaman la
libertad de la perdición(5), y que, si se permite siempre la plena
manifestación de las opiniones humanas, nunca faltarán hombres, que se atrevan
a resistir a la Verdad, y a poner su confianza en la verbosidad de la sabiduría
humana; vanidad en extremo perjudicial, y que la fe y la sabiduría cristiana
deben evitar cuidadosamente, con arreglo a la enseñanza de Nuestro Señor
Jesucristo(6).
Y como allí donde
la Religión se halle desterrada de la sociedad civil y se rechace la doctrina y
autoridad de la revelación divina, se oscurece y aun se pierde la verdadera
noción de la justicia y del derecho, en cuyo lugar triunfan la fuerza y la
violencia, claramente se ve por qué causa ciertos hombres, despreciando en
absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se
atreven a proclamar que la voluntad del pueblo manifestada por la llamada
opinión pública o de otro modo cualquiera, constituye una suprema ley, libre de
todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados,
por sólo haberse consumado, tienen ya valor de derecho.
Mas ¿quién no ve,
quién no siente claramente que una sociedad, sustraída a las leyes de la
Religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que acumular
riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable deseo de
satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu, sirviendo tan solo a sus
propios placeres e intereses? He aquí por qué esos hombres, con odio
verdaderamente cruel, persiguen a las Órdenes religiosas, sin tener en cuenta
los inmensos servicios hechos por ellas a la Religión, a la sociedad humana y a
las letras; he aquí, por qué desvarían contra ellas, diciendo, que no tienen
ninguna razón legítima para existir, haciéndose así eco de los errores de los
herejes. Como lo enseñó con tanta verdad Nuestro Predecesor, Pío VI de feliz
memoria, la abolición de las Órdenes religiosas hiere al estado que hace
profesión pública de seguir los consejos evangélicos; ofende a una manera de
vivir recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente,
ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por
Dios (7).
Llevan su impiedad
a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los fieles la facultad de
"hacer limosna en público, por motivos de cristiana caridad", y que
debe "abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las obras
serviles, para cumplir con el culto divino"; todo bajo el pretexto
falacísimo de que esa facultad y esa ley se hallan en oposición a los
postulados de la mejor economía política.
6. El comunismo y el socialismo.
No contentos con
desterrar a la Religión de la pública sociedad, quieren también arrancarla de
la misma vida familiar. Enseñando y profesando el funestísimo error del
comunismo y del socialismo, afirman que la sociedad doméstica debe toda su
razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se
derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre
todo, del derecho de la instrucción y de la educación. Para esos hombres
falacísimos, el objeto principal de estas máximas impías y maquinaciones, es
eliminar la saludable doctrina y la instrucción y educación de la juventud,
para así manchar y depravar míseramente las tiernas y dúctiles almas de los
jóvenes con los errores más perniciosos y con toda clase de vicios.
En efecto; todos
cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de
la sociedad, y así suprimir todos los derechos divinos y humanos, han dirigido
siempre sus criminales proyectos, su actividad y esfuerzo a engañar y pervertir
a la inexperta juventud, como Nos lo hemos insinuado más arriba, porque en la
corrupción de ésta ponen toda su esperanza. Esta es la razón por qué el clero
secular y regular, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han
merecido en todos los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos
históricos, así en el orden religioso como en el civil y literario, es por su
parte objeto de las más atroces persecuciones; y dicen, que siendo el clero
enemigo del saber, de la civilización y del progreso debe ser apartado de toda
injerencia en la instrucción de la juventud.
7. La Iglesia y el poder civil.
Otros, hay que,
renovando los errores, tantas veces condenados, de los innovadores, se atreven
a decir, con desvergüenza suma, que la suprema autoridad de la Iglesia y de
esta Apostólica Sede, que le otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en
absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la
Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden
exterior. En efecto, no se avergüenzan de afirmar que las leyes de la Iglesia
no obligan en conciencia, a menos que sean promulgadas por la autoridad civil;
que los documentos y los decretos de los Romanos Pontífices, aun los tocantes a
la Iglesia, necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del
asentimiento, del poder civil; que las Constituciones apostólicas(8) por las
que se condenan las sociedades secretas sea que exijan o no en ellas el
juramento de guardar el secreto, y en las que se anatematiza a los fautores o
adeptos de ellas, no tienen fuerza alguna en aquellos países donde son
toleradas por la autoridad civil; que la excomunión lanzada por el Concilio de
Trento y por los Romanos Pontífices contra los invasores y usurpadores de los
derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en una confusión del orden espiritual
con el civil y político, y que no tiene otra finalidad que promover intereses
mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que obligue a las conciencias de los
fieles en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho
a castigar con penas temporales a los que violan sus leyes; que es conforme a
la Sagrada Teología y a los principios del Derecho público que la propiedad de
los bienes poseídos por las Iglesias, Órdenes religiosas y otros lugares
piadosos, ha de atribuirse y vindicarse para la autoridad civil.
No se avergüenzan
de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan
perversos errores y opiniones, esto es, que la potestad de la Iglesia no es por
derecho divino distinta e independientemente del poder civil, y que tal
distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean invadidos y
usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil.
No podemos tampoco
pasar en silencio la audacia de aquellos que, no pudiendo tolerar los
principios de la sana doctrina, pretenden que en cuanto a los juicios de la
Sede Apostólica y a sus decretos que tengan por objeto el bien general de la
Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no toquen a los dogmas de la
fe y de las costumbres, se les puede negar asentimiento y obediencia, sin
pecado y sin ningún quebranto de la profesión de católico. Esta pretensión es
tan contraria al dogma católico de la plena potestad divinamente dada por el
mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice para apacentar, regir y gobernar
la Iglesia, que no hay quien no lo vea y entienda clara y abiertamente.
Condena de los errores.
En medio de esta
tan grande perversidad de opiniones depravadas, Nos, con plena conciencia de
Nuestra misión apostólica, y llenos de solicitud por nuestra santa Religión,
por la sana doctrina y por la salvación de las almas cuya guarda se nos ha
confiado de lo Alto, y por el mismo bien de la sociedad humana, hemos creído
deber Nuestro levantar de nuevo Nuestra voz apostólica. En consecuencia, todas
y cada una de las perversas opiniones y doctrinas que van señaladas
detalladamente en las presentes Letras, Nos las reprobamos con Nuestra
autoridad apostólica las proscribimos las condenamos; y queremos y mandamos que
todas ellas sean tenidas por los hijos de la Iglesia como reprobadas,
proscritas y condenadas.
Además de estos,
bien sabéis, Venerables Hermanos, que hoy, los que aborrecen toda verdad y toda
justicia y los enemigos encarnizados de Nuestra santa Religión, por medio de
venenosos libros, folletos y periódicos, esparcidos por todo el mundo, engañan
a los pueblos, mienten a sabiendas y diseminan toda suerte de doctrinas impías.
No ignoráis que también se encuentran en nuestros tiempos hombres que,
empujados y excitados por el espíritu de Satanás han llegado a tal impiedad que
no temen atacar al mismo Rey Señor Nuestro Jesucristo, negando su divinidad con
criminal procacidad. En este punto, no podemos dejar de tributaros, Venerables
Hermanos, las mayores alabanzas que tenéis bien merecidas, por el celo con el
cual habéis levantado vuestra voz episcopal contra impiedad tan grande.
8. Exhortación a los Obispos a combatir el mal.
Por esto, con esta
Nuestras Letras nos dirigimos nuevamente con intenso amor a vosotros que,
llamados a compartir Nuestra solicitud pastoral, Nos servís en medio de
Nuestros grandes dolores, de consuelo, alegría y ánimo, por la excelsa
religiosidad y piedad que os distinguen, así como por el admirable amor,
fidelidad y devoción con que, en unión íntima y cordial con Nos y esta Sede
Apostólica, os consagráis a llevar la pesada carga de vuestro gravísimo
ministerio episcopal. En efecto: Nos esperamos de de vuestro insigne celo
pastoral que, empuñando la espada del espíritu que es la palabra de Dios y
confortados con la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, redobléis vuestros
esfuerzos y cada día trabajéis más aún para que todos los fieles confiados a
vuestro cuidado se abstengan de las malas hierbas, que Jesucristo no cultiva
porque no han sido plantadas por su Padre(9) Y no ceséis de inculcar siempre a
los mismos fieles que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra
augusta religión y de su doctrina y ejercicio; que es feliz aquel pueblo, cuyo
Señor es su Dios(10). Enseñad que los reinos descansan sobre el fundamento de
la fe(11); y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan
expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío
recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios: esto es,
olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos
plenamente libres(12).
No descuidéis
tampoco el enseñar que la potestad real no se dio solamente para gobierno de
este mundo, sino también y sobre todo para la protección de la Iglesia(13); y
que nada puede ser más ventajoso y más glorioso para los jefes de los Estados y
para los reyes y príncipes que, conforme Nuestro sapientísimo y valerosísimo
predecesor SAN FÉLIX escribía al emperador Zenón, dejen a la Iglesia católica
gobernarse por sus propias leyes y sin permitir que nadie ponga obstáculos a su
libertad... Es seguro, en efecto, que está en su interés, cuantas veces se
trate de los asuntos de Dios, en seguir con celo el orden que Él ha prescrito;
subordinando, y no prefiriendo, la voluntad soberana, a la de los sacerdotes de
Jesucristo... (14)
9. No se debe
descuidar el recurso de la oración especialmente al Divino Corazón y a María
Santísima
Pero si siempre
fue necesario, Venerables Hermanos, dirigirnos con confianza al Trono de la
gracia, para obtener de él misericordia y auxilio en tiempo oportuno, ahora de
modo especial debemos hacerlo, en medio de tan grandes calamidades para la
Iglesia y para la sociedad civil, en presencia de tan vasta conspiración de
enemigos y de tan grande acumulación de errores contra la sociedad católica y
contra esta Santa Sede. Nos hemos juzgado, pues, útil excitar la devoción de
todos los fieles, a fin de que, uniéndose a Nos y a Vosotros, no dejen de rogar
y de suplicar con las oraciones más fervorosas y más humildes al clementísimo
Padre de las luces y de la misericordia; a fin también, de que recurran
siempre, en la plenitud de su fe, a Nuestro Señor Jesucristo, que nos redimió
con su Sangre; y pidiendo continuamente y sin desfallecimiento a su Corazón
dulcísimo, víctima de su ardiente caridad hacia nosotros, para que con los
lazos de su amor todo lo atraiga hacia sí, de suerte que inflamados todos los
hombres en su amor santísimo caminen rectamente según su Corazón, agradables a
Dios en todas las cosas, y dando frutos en todo género de buenas obras.
Ahora bien,
siendo, indudablemente, más gratas a Dios las oraciones de los hombres, cuando
éstos recurren a El con alma limpia de toda impureza, hemos resuelto abrir con
Apostólica liberalidad a los fieles cristianos los celestiales tesoros de la
Iglesia confiados a Nuestra dispensación, a fin de que excitados con mayor
viveza a la verdadera piedad, y purificados de sus pecados, por el sacramento
de la Penitencia con mayor confianza presenten a Dios sus oraciones y obtengan
su gracia y su misericordia.
10. Jubileo para 1865.
En consecuencia,
Nos concedemos, por el tenor de las presentes Letras, en virtud de Nuestra
Autoridad Apostólica, a todos y a cada uno de los fieles del mundo católico, de
uno y otro sexo, una Indulgencia Plenaria en forma de Jubileo, tan sólo por
espacio de un mes, hasta terminar el próximo año de 1865, y no después de esa
fecha; qie designado por vosotros, Venerables Hermanos, y por los demás
legítimos Ordinarios, según el modo y manera con que al comienzo de Nuestro
Pontificado lo concedimos por Nuestras Letras apostólicas en forma de Breve,
del 20 de noviembre del 1846, enviadas a todos los Obispos, del universo y que
empezaban con estas palabras: Arcano Divinae Providentiae consilio,(15) y con
todas las facultades que Nos por medio de aquellas Letras concedíamos. Y
queremos que se guarden todas las prescripciones de dichas Letras, y se exceptúe
lo que declaramos exceptuado. Nos concedemos esto, no obstante cualesquier otra
disposición contraria, aun la que fuera digna de mención especial e individual
y de derogación. Y para evitar toda duda y dificultad, hemos ordenado que se os
remita on ejemplar de estas Letras.
Oremos, Venerables
Hermanos; oremos desde el fondo de nuestro corazón y con toda las fuerzas de
Nuestro espíritu a la misericordia de Dios, porque El mismo ha dicho: No
apartaré de ellos mi misericordia(16). Pidamos, y recibiremos; y si demora y
tardanza hubiere en el recibir, porque hemos pecado gravemente, llamemos,
porque al que llame se le abrirá(17), con tal de que quienes llamen a las
puertas sean las oraciones, los gemidos y las lágrimas, en las cuales debemos
insistir t perseverar, y con tal de que la oración sea unánime...que todos oren
a Dios, no solamente por sí mismos, sino por todos sus hermanos, como el señor
nos ha enseñado a orar(17). Y a fin de que el Señor atienda más fácilmente a
Nuestras oraciones y votos, a los Vuestros y a los de todos los fieles,
pongamos por intercesora junto a El, con toda confianza, a la Inmaculada y
Santísima Virgen María, Madre de Dios, que aniquiló todas las herejías en el
mundo entero, y que, Madre amantísima de todos nosotros, es toda dulce... y
llena de misericordia..., se muestra propicia con todos, con todos
clementísima; y con inmenso amor socorre las necesidades de todos(18). En su
calidad de Reina que está a la diestra de su Unigénito Hijo nuestro Señor
Jesucristo, con manto de oro y adornada con todas las gracias, nada hay que
Ella no pueda obtener de El. Pidamos también el auxilio del beatísimo Pedro,
Príncipe de los Apóstoles y de Pablo su compañero de apostolado, y de todos los
Santos que, Hechos ya amigos de Dios, han llegado al reino celestial y
coronados poseen la palma, y que, seguros de su inmortalidad, están llenos de
solicitud por nuestra salvación.
11. Bendición apostólica.
Finalmente,
pidiendo a Dios del fondo de nuestra alma la abundancia de los dones
celestiales, Nos os damos del fondo del corazón y con amor como prenda de
Nuestro especial afecto, Nuestra Bendición Apostólica, a Vosotros, Venerables
Hermanos y a todos los fieles clérigos o seglares confiados a vuestra
solicitud.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de diciembre del
año 1864, décimo año de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de
la Virgen Madre de Dios, y año decimonono de Nuestro Pontificado.