Extractos del libro
XXX. Crucifixión de los ladrones
Mientras crucificaban a Jesús, los dos ladrones
estaban tendidos de espaldas a poca distancia de los guardas que lo vigilaban.
Los acusaban de haber asesinado a una mujer con sus hijos, en el camino de
Jerusalén a Jopé. Habían estado mucho tiempo en la cárcel antes de su
condenación. El ladrón de la izquierda tenía más edad, era un gran criminal, el
maestro y el corruptor del otro; los llamaban ordinariamente Dimas y Gesmas.
Formaban parte de una compañía de ladrones de la frontera de Egipto, los cuales
en años anteriores, habían hospedado una noche a la Sagrada Familia, en la
huida a Egipto. Dimas era aquel niño leproso, que en aquella ocasión fue lavado
en el agua que había servido de baño al niño Jesús, curando milagrosamente de
su enfermedad. Los cuidados de su madre para con la Sagrada Familia fueron
recompensados con este milagro. Dimas no conocía a Jesús; pero como su corazón
no era malo, se conmovía al ver su paciencia más que humana.
XXXI. Jesús crucificado y los dos ladrones
Los verdugos, habiendo plantado las cruces de
los ladrones, aplicaron escaleras a la cruz del Salvador, para cortar las
cuerdas que tenían atado su Sagrado Cuerpo. La sangre, cuya circulación había
sido interceptada por la posición horizontal y compresión de los cordeles, corrió
con ímpetu de las heridas, y fue tal el padecimiento, que Jesús inclinó la
cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto durante unos siete minutos...
Los dos ladrones sobre sus cruces ofrecían un
espectáculo muy repugnante y terrible, especialmente el de la izquierda, que no
cesaba de proferir injurias y blasfemias contra el Hijo de Dios.
XXXII. Primera palabra de Jesús en la Cruz
Acabada la crucifixión de los ladrones, los
verdugos se retiraron, y los cien soldados romanos fueron relevados por otros
cincuenta, bajo el mando de Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después
con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después
el nombre de Longinos. En estos momentos llegaron doce fariseos, doce saduceos,
doce escribas y algunos ancianos... pasando por delante de Jesús, menearon
desdeñosamente la cabeza, diciendo: "¡Y bien, embustero; destruye el
templo y levántalo en tres días! - ¡Ha salvado a otros, y no se puede salvar a
sí mismo! - ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! – Si es el Rey de
Israel, que baje de la cruz, y creeremos en Él". Los soldados se burlaban
también de Él. Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la izquierda,
dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado puso en la punta
de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que
pareció probarlo. El soldado le dijo: "Si eres el Rey de los judíos,
sálvate tú mismo". Todo esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el
puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: "¡Padre
mío, perdonadlos, pues no saben lo que hacen!". Gesmas gritó: "Si tú
eres Cristo, sálvate y sálvanos". Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido
al ver que Jesús pedía por sus enemigos. La Santísima Virgen, al oír la voz de
su Hijo, se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El
centurión no los rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la
oración de Jesús, una iluminación interior: reconoció que Jesús y su Madre le
habían curado en su niñez, y dijo en vos distinta y fuerte: "¿Cómo podéis
injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha callado, ha sufrido paciente todas
vuestras afrentas, es un Profeta, es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al
oír esta reprensión de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se elevó
un gran tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas;
mas el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen se sintió
fortificada con la oración de su Hijo, y Dimas dijo a su compañero, que
continuaba injuriándolo: "¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado
al mismo suplicio? Nosostros lo merecemos justamente, recibimos el castigo de
nuestros crímenes; pero éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora,
y conviértete". Estaba iluminado y tocado: confesó sus culpas a Jesús,
diciendo: "Señor, si me condenáis, será con justicia; pero tened
misericordia de mí". Jesús le dijo: "Tú sentirás mi
misericordia". Dimas recibió en este momento la gracia de un profundo
arrepentimiento. Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce
y media, y pocos minutos después de la Exaltación de la cruz; pero pronto hubo
un gran cambio en el alma de los espectadores, a causa de la mudanza de la
naturaleza.
XXXIII. Eclipse de sol – Segunda y tercera palabras
de Jesús
... a la sexta hora, según el modo de contar de
los judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del
sol. Yo vi cómo sucedió, mas no encuentro palabras para expresarlo.
...vi la luna a un lado de la tierra, huyendo
con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en Jerusalén, y vi
otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el monte de los Olivos; vino del
Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol oscurecido con la niebla.
Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo
cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba
rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho ascua. El
cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron despidiendo una luz
ensangrentada. Un terror general se apoderó de los hombres y de los animales:
los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban golpes de pecho,
diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!". Otros de cerca y
de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores,
volvió los ojos hacia ellos. Las tinieblas se aumentaban, y la cruz fue
abandonada de todos, excepto de María y de los caros amigos del Salvador. Dimas
levantó la cabeza hacia Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo:
"¡Señor, acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!". Jesús le
respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso".
María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador la miró
con una ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María:
"Mujer, este es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu
Madre". Juan besó respetuosamente el pie de la cruz del Redentor. La
Virgen Santísima se sintió acabada de dolor, pensando que el momento se
acercaba en que su divino Hijo debía separarse de ella.
...no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a
la Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por
excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en este
momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se
comprende muy claramente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos
los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios. Se comprende también que
la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo
dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra", se hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo
moribundo obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo,
repitiendo en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia, y
adopta por hijos suyos a todos los hijos de Dios, a todos los hermanos de
Jesucristo. Es más fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo
con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez el Padre
celestial: "Todo está revelado a los hijos de la Iglesia que creen, que
esperan y que aman".
XXXIV. Estado de la ciudad y del templo -
Cuarta palabra de Jesús
Era poco más o menos la una y media; fue
transportada la ciudad para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de
inquietud; las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres,
tendidos por el suelo con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y
otros subían a los tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales
aullaban y se escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos mandó venir
a su palacio a los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban
aquellas tinieblas; les dijo que él las miraba como un signo espantoso, que su
Dios estaba irritado contra ellos, porque habían perseguido de muerte al
Galileo, que era ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las
manos; que era inocente de esa muerte; mas ellos persistieron en su
endurecimiento, atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de
sobrenatural. Sin embargo, mucha gente se convirtió, y todos aquellos soldados
que presenciaron la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que entonces
cayeron y se levantaron. La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y
en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: "¡Que muera! ¡que
sea crucificado!", ahora gritaba: "¡Muera el juez inicuo! ¡que su
sangre recaiga sobre sus verdugos!". El terror y la angustia llegaban a su
como en el templo. Se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de
pronto anocheció. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el
orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas; pero el desorden
aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro
para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad, los enrejados de
las ventanas temblaban, y sin embargo no había tormenta. Entretanto la tranquilidad
reinaba alrededor de la cruz. El Salvador estaba absorto en el sentimiento de
un profundo abandono; se dirigió a su Padre celestial, pidiéndole con amor por
sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre afligido, lleno de angustias,
abandonado de toda consolación divina y humana, cuando la fe, la esperanza y la
caridad se hallan privadas de toda luz y de toda asistencia sensible en el
desierto de la tentación, y solas en medio de un padecimiento infinito. Este
dolor no se puede expresar.
Jesús ofreció por nosotros su misericordia, su
pobreza, sus padecimientos y su abandono: por eso el hombre, unido a Él en el
seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora suprema, cuando todo se
oscurece, cuando toda luz y toda consolación desaparecen. Jesús hizo su
testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la Iglesia y a los
pecadores. No olvidó a nadie; pidió aún por esos herejes que dicen que Jesús,
siendo Dios, no sintió los dolores de su Pasión; y que no sufrió lo que hubiera
padecido un hombre en el mismo caso. En su dolor nos mostró su abandono con un
grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios por su Padre un
quejido filial y de confianza. A las tres, Jesús gritó en alta voz: "¡Eli,
Eli, lamma sabactani!". Lo que significa: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por
qué me has abandonado?". El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo
silencio que reinaba alrededor de la cruz: los fariseos se volvieron hacia Él y
uno de ellos le dijo: "Llama a Elías". Otro dijo: "Veremos si
Elías vendrá a socorrerlo". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo
detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan, María, hija de Cleofás, Magdalena y
Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta hombres de la
Judea y de los contornos de Jopé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando
vieron a Jesús crucificado, y los signos amenazadores que presentaba la
naturaleza, exclamaron llenos de horror: "¡Mal haya esta ciudad! Si el
templo de Dios no estuviera en ella, merecería que la quemasen por haber tomado
sobre sí tal iniquidad".
XXXV. Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte
de Jesús
Por la pérdida de sangre el sagrado cuerpo de
Jesús estaba pálido, y sintiendo una sed abrasadora, dijo: "Tengo
sed". Uno de los soldados mojó una esponja en vinagre, y habiéndola
rociado de hiel, la puso en la punta de su lanza para presentarla a la boca del
Señor. De estas palabras que dijo recuerdo solamente las siguientes:
"Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los muertos hablará".
Entonces algunos gritaron: "Blasfema todavía". Mas Abenadar les mandó
estarse quietos. La hora del Señor había llegado: un sudor frío corrió sus
miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario. Magdalena, partida de
dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen Santísima de pie entre Jesús y
el buen ladrón, miraba el rostro de su Hijo moribundo. Entonces Jesús dijo:
"¡Todo está consumado!". Después alzó la cabeza y gritó en alta voz:
"Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Fue un grito dulce
y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: en seguida inclinó la cabeza, y
rindió el espíritu.
Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre
el suelo. El centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara ensangrentada
de Jesús, sintiendo una emoción muy profunda. cuando el Señor murió, la tierra
tembló, abriéndose el peñasco entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El
último grito del Redentor hizo temblar a todos los que le oyeron. Entonces fue
cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió
como la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho gritando
con el acento de un hombre nuevo: "¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era justo; es verdaderamente el Hijo
de Dios!". Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe,
hicieron como él. Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al
Hijo de Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y
su lanza a Casio, el segundo oficial, quien tomó el mando, y habiendo dirigido
algunas palabras a los soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor,
que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les anunció la muerte del
Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio
testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados hicieron como él: lo mismo
hicieron algunos de los que estaban presentes, y aún algunos fariseos de los
que habían venido últimamente. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes
de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos, y se cubrieron con tierra la
cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús rindió el último suspiro.
XXXVI. Temblor de tierra – Aparición de los
muertos en Jerusalén
Cuando Jesús expiró, vi a su alma, rodeada de
mucha luz, entrar en la tierra, al pie de la cruz; muchos ángeles, entre ellos
Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la tierra al abismo una
multitud de malos espíritus. Jesús envió desde el limbo muchas almas a sus
cuerpos para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él. En
el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio,
interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar
con la vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las
paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió un
terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al sumo sacerdote
Zacarías, muerto entre el templo y el altar, pronunciar palabras amenazadoras;
habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan
Bautista, y en general de la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo
sacerdote Simón el Justo se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron
igualmente de la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar.
Jeremías se apareció cerca del altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del
antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido
lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de
ellas, fueron negadas o calladas, y prohibieron hablar de ellas bajo
severísimas penas. Pero pronto se oyó un gran ruido: las puertas del santuario
se abrieron, y una voz gritó: "Salgamos de aquí". Nicodemus, José de
Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían
asimismo que andaban por el pueblo. Anás que era uno de los enemigos más
acérrimos de Jesús, estaba así loco de terror: huía de un rincón a otro, en las
piezas más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue en vano: la
aparición de los muertos lo había consternado. Dominado Caifás por el orgullo y
la obstinación, aunque sobrecogido por el terror, no dejó traslucir nada de lo
que sentía, oponiendo su férrea frente a los signos amenazadores de la ira
divina.
No sólo en el Templo hubo apariciones de
muertos: también ocurrieron en la ciudad y sus alrededores. Entraron en las
casas de sus descendientes, y dieron testimonio de Jesús con palabras severas
contra los que habían tomado parte en su muerte. Pálidos o amarillos, su voz
dotada de un sonido extraño e inaudito, iban amortajados según la usanza del
tiempo en que vivían: al llegar a los sitios en donde la sentencia de muerte de
Jesús fue proclamada, se detuvieron un momento, y gritaron: "¡Gloria a
Jesús, y maldición a sus verdugos!". El terror y el pánico producidos por
estas apariciones fue grande: el pueblo se retiró por fin a sus moradas, siendo
muy pocos los que comieron por la noche el Cordero pascual.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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