En
la tarde del Jueves Santo comienza el Triduo Pascual. [...] Este día se cierra
con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía del Señor en el huerto
del Getsemaní. Dejando el cenáculo, Él se retiró a rezar, solo, en presencia
del Padre. En ese momento de comunión profunda, los Evangelios narran que Jesús
experimentó una gran angustia, un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cfr
Mt 26,38).
Consciente de su inminente muerte en la cruz, Él siente una gran angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los suyos: quedaos aquí y vigilad; y este llamamiento a la vigilancia se refiere de modo preciso a este momento de angustia, de amenaza, en el que llegará el traidor, pero concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no era solo el problema de aquel momento, sino que es el problema de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita. Diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia es una cierta insensibilidad del alma hacia el poder del mal, una insensibilidad hacia todo el mal del mundo. Nosotros no queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas: pensamos que quizás no será tan grave, y olvidamos. Y no es sólo la insensibilidad hacia el mal, mientras deberíamos velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad hacia Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad hacia la presencia de Dios que nos hace insensibles también hacia el mal. No escuchamos a Dios – nos molestaría – y así no escuchamos, naturalmente, tampoco la fuerza del mal, y nos quedamos en el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar vigilantes con el Señor, debería ser precisamente el momento de hacernos reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a Dios.
Consciente de su inminente muerte en la cruz, Él siente una gran angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los suyos: quedaos aquí y vigilad; y este llamamiento a la vigilancia se refiere de modo preciso a este momento de angustia, de amenaza, en el que llegará el traidor, pero concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no era solo el problema de aquel momento, sino que es el problema de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita. Diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia es una cierta insensibilidad del alma hacia el poder del mal, una insensibilidad hacia todo el mal del mundo. Nosotros no queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas: pensamos que quizás no será tan grave, y olvidamos. Y no es sólo la insensibilidad hacia el mal, mientras deberíamos velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad hacia Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad hacia la presencia de Dios que nos hace insensibles también hacia el mal. No escuchamos a Dios – nos molestaría – y así no escuchamos, naturalmente, tampoco la fuerza del mal, y nos quedamos en el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar vigilantes con el Señor, debería ser precisamente el momento de hacernos reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a Dios.
Después,
el Señor empieza a rezar. Los tres apóstoles – Pedro, Santiago, Juan – duermen,
pero alguna vez se despiertan y escuchan el estribillo de esta oración del
Señor: “No se haga mi voluntad, sino la tuya". ¿qué es esta voluntad mía,
qué es esta voluntad tuya, de la que habla el Señor? Mi voluntad es que “no
debería morir”, que se le ahorre este cáliz del sufrimiento: es la voluntad
humana, de la naturaleza humana, y Cristo siente, con toda la consciencia de su
ser, la vida, el abismo de la muerte, el terror de la nada, esta amenaza del
sufrimiento. Y Él más que nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la
muerte, este miedo natural a la muerte, aún más que nosotros, siente el abismo
del mal. Siente, con la muerte, también todo el sufrimiento de la humanidad.
Siente que todo esto es el cáliz que tiene que beber, que debe hacerse beber a
sí mismo, aceptar el mal del mundo, todo lo que es terrible, la aversión contra
Dios, todo el pecado. Y podemos comprender que Jesús, con su alma humana,
estuviese aterrorizado ante esta realidad, que percibe en toda su crueldad: mi
voluntad sería no beber el cáliz, pero mi voluntad está subordinada a tu
voluntad, a la voluntad de Dios, a la voluntad del Padre, que es también la
verdadera voluntad del Hijo. Y así Jesús transforma, en esta oración, la
aversión natural, la aversión contra el cáliz, contra su misión de morir por
nosotros. Transforma esta voluntad natural suya en voluntad de Dios, en un “sí”
a la voluntad de Dios. El hombre de por sí está tentado de oponerse a la
voluntad de Dios, de tener la intención de seguir su propia voluntad, de
sentirse libre sólo si es autónomo; opone su propia autonomía contra la
heteronomía de seguir la voluntad de Dios. Este es todo el drama de la
humanidad. Pero en verdad esta autonomía es errónea y este entrar en la
voluntad de Dios no es una oposición a uno mismo, no es una esclavitud que
violenta mi voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor, en el bien.
Y Jesús atrae nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que busca la
autonomía, atrae esta voluntad nuestra a lo alto, hacia la voluntad de Dios.
Este es el drama de nuestra redención, que Jesús atrae a lo alto nuestra
voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios y nuestra aversión
contra la muerte y el pecado, y la une con la voluntad del Padre: "No se
haga mi voluntad sino la tuya”. En esta transformación del "no" en
"sí", en esta inserción de la voluntad de la criatura en la voluntad
del Padre, Él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en
este movimiento suyo: salir de nuestro "no" y entrar en el
"sí" del Hijo. Mi voluntad existe, pero la decisiva es la voluntad
del Padre, porque ésta es la verdad y el amor.
Un
ulterior elemento de esta oración me parece importante. Los tres testigos han
conservado – como aparece en la Sagrada Escritura – la palabra hebrea o aramea
con la que el Señor habló al Padre, le llamó: "Abbà", padre. Pero
esta fórmula, "Abbà", es una forma familiar del término padre, una
forma que se usa sólo en la familia, que nunca se ha usado hacia Dios. Aquí
vemos en la intimidad de Jesús cómo habla en familia, habla verdaderamente como
Hijo con su Padre. Vemos el misterio trinitario: el Hijo que habla con el Padre
y redime a la humanidad.
Una
observación más. La Carta a los Hebreos nos dio una profunda interpretación de
esta oración del Señor, de este drama del Getsemaní. Dice: estas lágrimas de
Jesús, esta oración, estos gritos de Jesús, esta angustia, todo esto no es
sencillamente una concesión a la debilidad de la carne, como podría decirse.
Precisamente así realiza la tarea del Sumo Sacerdote, porque el Sumo Sacerdote
debe llevar al ser humano, con todos sus problemas y sufrimientos, a la altura
de Dios. Y la Carta a los Hebreos dice: con todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos,
oraciones, el Señor llevó nuestra realidad a Dios (cfr Eb5,7ss). Y usa esta
palabra griega "prosferein", que es el término técnico para lo que el
Sumo Sacerdote tiene que hacer para ofrecer, para elevar a lo alto sus manos.
Precisamente
en este drama del Getsemaní, donde parece que la fuerza de Dios ya no está
presente, Jesús realiza la función del Sumo Sacerdote. Y dice además que en
este acto de obediencia, es decir, de conformación de la voluntad natural
humana a la voluntad de Dios, se perfecciona como sacerdote. Y usa de nuevo la
palabra técnica para ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte en el
Sumo Sacerdote de la humanidad y abre así el cielo y la puerta a la
resurrección.
Si
reflexionamos en este drama del Getsemaní, podemos también ver el gran
contraste entre Jesús, con su angustia, con su sufrimiento, en comparación con
el gran filósofo Sócrates, que permanece pacífico, imperturbable ante la
muerte. Y parece esto lo ideal. Podemos admirar a este filósofo, pero la misión
de Jesús era otra. Su misión no era esta total indiferencia y libertad; su
misión era llevar en sí mismo todo el sufrimiento, todo el drama humano. Y por
ello precisamente esta humillación del Getsemaní es esencial para la misión del
Hombre-Dios. Él lleva consigo nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la
transforma según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas del cielo, abre el
cielo: esta cortina del Santísimo, que hasta ahora el hombre cerraba contra
Dios, se abre por este sufrimiento y obediencia suyas. Estas son algunas
observaciones para el Jueves Santo, para nuestra celebración de la noche del
Jueves Santo.
Catequesis de Benedicto XVI del 20 de Abril de 2011.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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