“La
misión de la Iglesia es la salvación de las almas; pero la salvación de las
almas exige que los hombres vivan cristianamente”
«¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los
pobres!», ha confesado el Papa Francisco. El desiderátum papal nos invita a
reflexionar sobre la vigencia de la doctrina social de la Iglesia, un corpus de
enseñanzas que suelen ser consideradas a beneficio de inventario, incluso por
los propios católicos. Para justificar esta preterición, se suele aducir que la
doctrina social de la Iglesia no propone soluciones «técnicas» para combatir la
injusticia social; excusa con la que en realidad se pretende negar su
competencia para definir los principios sobre los que debe asentarse un orden
político, social y económico justo. La misión de la Iglesia es, desde luego, la
salvación de las almas; pero la salvación de las almas exige que los hombres
vivan cristianamente, lo cual se torna cada vez más difícil cuando las
instituciones políticas y las estructuras económicas no se guían por un fin de
justicia social. Si repasamos los dos últimos siglos de la historia
descubriremos que cuando la Iglesia más cerca estuvo de los pobres fue bajo el
mandato de papas que nuestra época juzga «reaccionarios». En efecto, fue en
tiempos de San Pío X, León XIII o Pío XI cuando desde el seno de la Iglesia se
promovieron iniciativas sociales más eficaces, cuando el servicio a los pobres
fue más fecundo e irradiador: fundación de congregaciones religiosas dedicadas
al auxilio, formación y atención espiritual de las clases populares, creación
de asociaciones obreras, montepíos y un largo rosario de instituciones que
combatían con denuedo los fundamentos y la praxis de un orden social injusto. Y
los Papas que impulsaron tales iniciativas fueron campeones de la ortodoxia,
atentos siempre a la salvación de las almas. Es precisamente cuando se difumina
esta misión primordial cuando la Iglesia corre el riesgo de desnaturalizarse,
convirtiéndose en una «ONG piadosa».
Tras la Segunda Guerra Mundial, la doctrina
social de la Iglesia no hizo sino decaer. La expansión del comunismo, por un
lado, y la consolidación —bajo disfraz democrático— del «imperialismo
internacional del dinero», por otro, condenaron la misión de la Iglesia al
ostracismo: en el ámbito comunista, la Iglesia sobrevivió en la clandestinidad,
en medio incluso de persecuciones martiriales; en el ámbito capitalista, se le
ha permitido vivir en la legalidad, convenientemente castradita y
progresivamente irrelevante, con la condición de que no denuncie proféticamente
un orden inicuo (lo que tal vez sea peor que el martirio de la sangre). Así,
inevitablemente, surgieron iniciativas como la llamada «teología de la liberación»,
nacidas de un impulso noble de rebelión ante la injusticia social, pero heridas
en su naturaleza, que trataron de acercar la Iglesia a los pobres... mientras
los pobres se marchaban a las sectas evangélicas, que era donde les seguían
hablando de la salvación de su alma.
El desiderátum papal será inevitablemente
interpretado de forma banal. Se dirá que si la Iglesia desea ser «pobre y para
los pobres» deberá empezar por deshacerse de sus tesoros artísticos para
dárselos a los pobres, que es exactamente lo mismo que reclama Judas en el
pasaje evangélico de la Unción de Betania. En nombre de los pobres, la Iglesia
ha sido muchas veces despojada (la historia española, con su rosario de
desamortizaciones e incautaciones de bienes eclesiásticos, es un ejemplo
palmario) por aquellos mismos que, a la vez que se lucraban con estos despojos,
deseaban desactivar las iniciativas sociales católicas. Una auténtica «Iglesia
pobre y para los pobres» es otra cosa muy distinta; aquellos papas tan
«reaccionarios» que impulsaron la doctrina social de la Iglesia, lo sabían
perfectamente.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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