En cuanto a Policarpo, hombre digno de nuestra máxima admiración, en primer lugar, en cuanto oyó que se le buscaba, no se turbó, y quería permanecer en la ciudad; pero muchos le persuadieron de que se retirara fuera. Salió, pues, a una pequeña finca que no estaba muy lejos de la ciudad, y allí pasaba el tiempo con unos pocos compañeros, sin hacer otra cosa que orar de día y de noche por todos y por las Iglesias esparcidas por toda la tierra, como lo tenía por costumbre...
Como persistieran los que le buscaban, tuvo que cambiarse a otra finca, y pronto se presentaron los que iban tras él (en la primera finca). Al no hallarle, tomaron dos esclavos, y uno de ellos, sometido a tortura confesó su donde residía... Acompañados, pues, del esclavo, los perseguidores salieron un viernes a la hora de la cena con caballería y la gente armada que suelen... Y llegando en hora ya tardía, lo encontraron acostado en una pequeña habitación en el piso superior. Todavía hubiera podido huir a otro escondite pero no quiso, diciendo: “Hágase la voluntad de Dios.” Oyendo el ruido de los que habían llegado, él mismo bajó y se puso a hablar con ellos, los cuales se admiraron de su avanzada edad y de su buen estado, preguntándose si valía la pena tanto aparato para aprehender a tal anciano.
Inmediatamente mandó Policarpo que se les diera de comer y de beber cuanto quisieran, siendo la hora que era, rogándoles empero que le dejasen una hora para orar tranquilamente. Ellos se lo concedieron, y él, puesto en pie se puso a orar lleno de tal gracia de Dios que por espacio de unas dos horas no le he posible callar y todos los que le oían estaban embelesados: algunos incluso empezaron a sentir remordimientos de haber venido a tomar a un anciano tan lleno de Dios. Finalmente terminó su oración, no sin haber hecho mención de todos los que durante toda su vida habían tenido trato con él, de los humildes igual que de los grandes, de los ilustres lo mismo que de los sencillos, así como de toda la Iglesia católica esparcida por todo el mundo habitado. Llegada la hora de partir, le pusieron sobre un asno y lo llevaron a la ciudad, en día que era de sábado solemne. En el camino se encontraron con el jefe de policía, Herodes, y con su padre Nicetas, los cuales le hicieron pasar a su carruaje e intentaban persuadirle con las siguientes amonestaciones: ¿Qué mal hay en decir que el Emperador es el Señor y en sacrificar y cumplir las demás ceremonias, para salvar la vida? Pero él al principio no les daba respuesta alguna; mas como insistieran, les dijo: “No voy a hacer nada de lo que me aconsejáis.” Ellos entonces, fracasados en su intento de persuadirle empezaron a decirle palabras insultantes y le hicieron descender precipitadamente del carruaje, de suerte que al descender se desgarró la espinilla. Él, sin volverse, como si no se hubiera hecho daño alguno, caminaba animosamente. Fue conducido al estadio, y fue tanto el tumulto que en él se armó que nadie podía entenderse...
Llevado a la presencia del procónsul, pregúntele éste si era él Policarpo; y como contestara afirmativamente, intentaba el procónsul hacerle renegar, diciendo: “Ten consideración a tu avanzada edad, y las demás cosas que suelen decir: Jura por la fortuna del César, cambia tu modo de pensar y grita: Mueran los ateos.” Pero Policarpo, mirando con un rostro serio a toda la mesa de paganos sin ley que llenaban el estadio, les hizo una seña con la mano, dio un suspiro y levantó los ojos al cielo diciendo: “Mueran los ateos.” Intervino el procónsul diciendo: “Jura, y te pongo en libertad, reniega de Cristo.” Repuso Policarpo: “Hace ochenta y seis años que le sirvo, y ningún mal me ha hecho: ¿Cómo puedo blasfemar de mi rey a quien debo la salvación?”
El procónsul insistió de nuevo diciendo: “Jura por la fortuna del César.” Policarpo respondió: “Si tienes por punto de honor el hacerme jurar por la fortuna del César, como tú dices, fingiendo ignorar quién soy yo, oye lo que proclamo con toda libertad: Soy cristiano; y si quieres aprender cuál es la doctrina cristiana, dame un día de tregua y escúchame...” Dijo el procónsul: “Convence al pueblo. Replicó Policarpo: A ti te considero digno de una explicación, pues nuestra doctrina nos enseña que hay que dar a los magistrados y autoridades que están establecidas por Dios el honor que les es debido y que no daña a nuestra conciencia. Pero al pueblo no creo que valga la pena presentarles una defensa.” Dijo entonces el procónsul: “Tengo fieras, y te entregaré a ellas si no cambias de parecer.” Respondió Policarpo: “Llámalas, pues para nosotros no puede darse un cambio de lo mejor a lo peor, sino que lo razonable es cambiar de lo malo a lo justo. Insistió el procónsul: Te haré consumir en el fuego si no cambias de parecer, ya que desprecias a las fieras. Policarpo dijo: Me amenazas con el fuego que dura un momento y al poco rato se apaga, porque desconoces el juicio que ha de venir y el fuego del castigo eterno que aguarda a los impíos. Pero, ¿por qué pierdes el tiempo? Tráeme lo que quieras.”
Mientras decía estas y otras muchas cosas, Policarpo se mostraba lleno de ánimo y de alegría, y su rostro resplandecía con una gracia tal que no sólo no mostraba desfallecimiento por las amenazas que se le dirigían, sino que por el contrario, era más bien el procónsul el que estaba fuera de sí, mandando a su propio heraldo que en medio del estadio hiciera por tres veces este pregón: Policarpo ha confesado ser cristiano: En cuanto el heraldo hubo dicho esto, toda la turba de judíos y de gentiles que habitaban en Esmirna se puso a gritar con rabia incontenible y a grandes voces: Ese es el maestro del Asia y el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses, que ha enseñado a muchos a negarles sus sacrificios y culto. Esto decían a gritos, y pedían al gobernador Felipe que soltara un león contra Policarpo. Pero el gobernador contestó que no le estaba permitido hacerlo una vez que ya se habían terminado los combates de fieras. Entonces se pusieron de acuerdo en gritar todos a la vez que Policarpo fuera quemado vivo... Al punto el populacho se lanzó a recoger leña y maderas de los talleres y baños, colaborando los judíos, como suelen, con particular diligencia. Cuando la pira estuvo preparada, Policarpo se quitó los vestidos... Como pretendieran clavarle en un poste, les dijo: Dejadme como estoy, pues el que me da fuerzas para soportar el Juego me concederá poder permanecer inmóvil en la hoguera sin necesidad de asegurarme con vuestros clavos. Así pues, no le clavaron, sino que le ataron. Y él, con las manos atrás, atado como un carnero escogido de un gran rebaño para el sacrificio, preparado para ser holocausto acepto a Dios, levantó sus ojos al cielo y dijo: Señor Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendito hijo tuyo Jesucristo, por el cual hemos recibido conocimiento de ti, Dios de los ángeles y de las potestades y de toda la creación, de todo el linaje de los justos que viven en tu presencia: Te bendigo porque me has tenido por digno de está hora en que puedo tomar parte, contado entre el número de los mártires, en el cáliz de Cristo en espera de la resurrección de la vida eterna en alma y cuerpo, en la incorrupción del Espíritu Santo. Sea yo recibido hoy en tu presencia entre ellos, como un sacrificio rico y aceptable. Tú me preparaste de antemano para ello, tú me lo revelaste, y tú me lo has cumplido, Dios de verdad en el que no hay engaño. Por esto, y por todas las cosas, te alabo y te glorifico, por medio del eterno y celestial sumo sacerdote, Jesucristo, tu hijo amado, por el cual y juntamente con el Espíritu Santo sea a ti la gloria ahora y por los siglos venideros. Amén.
Así que hubo enviado al cielo su Amén, terminando su plegaria, los que cuidaban de la pira prendieron el fuego: y levantándose una gran llamarada nos fue dado a algunos ver un prodigio, y fuimos preservados para dar a conocer a los demás lo que acaeció. Porque el fuego, haciendo una especie de bóveda, como si fuera una vela de barco henchida por el viento, rodeó como con un muro circular el cuerpo del mártir que se hallaba en el centro, no como carne que se quema, sino como pan que se cuece o como oro que se purifica en el horno. Y sentimos un olor tan intenso como si fuera una ráfaga de incienso o de algún otro aroma precioso. Finalmente, viendo aquellos hombres inicuos que el cuerpo del mártir no podía ser consumido por el fuego, dieron orden al verdugo de que se acercara y le hundiera un puñal. Así lo hizo, y brotó una tal cantidad de sangre que se apagó el fuego, quedando toda la multitud pasmada de la diferencia que había entre la muerte de los infieles y la de los elegidos. Al número de éstos pertenece también Policarpo, hombre sobremanera admirable, maestro con espíritu de apóstol y de profeta en nuestros propios tiempos y obispo de la Iglesia católica en Esmirna: toda palabra que salió de su boca, o bien ha tenido ya cumplimiento, o ciertamente lo tendrá.
Pero el maligno... dispuso las cosas de modo que no nos fuera dejado su cuerpo, aunque muchos eran los que deseaban apoderarse de sus santos restos. En efecto, Nicetas... fue a suplicar al gobernador que no se nos diera el cadáver, diciendo: No vaya a suceder que abandonen al crucificado y empiecen a adorar a éste. Esto era una sugerencia de los judíos, quienes insistían en ello y aun montaron una guardia cuando nosotros fuimos a recogerlo de la pira. Ignoraban que nosotros ni jamás podremos abandonar a Cristo, que padeció por la salvación del mundo entero de los que se salvan, él inocente, por nosotros, pecadores, ni jamás daremos culto a otro alguno. Porque a él le adoramos porque es hijo de Dios, mientras que a los mártires les tributamos un justo homenaje de afecto como a discípulos e imitadores del Señor, a causa del amor insuperable que mostraron por su rey y maestro. ¡Ojalá que nosotros pudiéramos también acompañarles y llegar a ser discípulos con ellos!
Así pues, el centurión, viendo la porfía de los judíos, hizo colocar el cadáver en el centro y lo hizo quemar, a la manera como ellos suelen hacerlo. Así nosotros más tarde pudimos recoger sus huesos, más valiosos que las piedras preciosas y más estimables que el oro, y los colocamos en lugar adecuado. Allí, nos concederá el Señor celebrar el natalicio de su martirio, reuniéndonos todos en cuanto nos sea posible con júbilo y alegría, para celebrar la memoria de los que ya terminaron su combate, y para ejercerlo y Preparación de los que aún han de combatir...
Eusebio. Hist. Ecles. IV.15, 3ss;
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