"En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos: Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros
con vestidos de ovejas, y dentro son lobos rapaces: por sus frutos los
conoceréis. ¿Por ventura cogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así
todo árbol bueno lleva buenos frutos; y el mal árbol lleva malos frutos. No
puede el árbol bueno llevar malos frutos, ni el árbol malo llevar buenos
frutos. Todo árbol que no lleva buen fruto, será cortado y metido en el fuego.
Así, pues, por los frutos de ellos los conoceréis". (Math. VII. 15-20)
Que las penas del infierno
duran toda la eternidad es un dogma de fe.
El Concilio IV de Letrán
(1215) declaró: «Aquellos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio
eterno» Dz 429; cf. Dz 40, 835, 840.
La Sagrada Escritura pone a
menudo de relieve la eterna duración de las penas del infierno, pues nos habla
de «eterna vergüenza y confusión» (Dan 12, 2; cf. Sap. 4, 19), de «fuego
eterno»; (Judith 16, 21; Mt 18, 8; 25, 41;), de «suplicio eterno» (Mt 25, 46),
de «ruina eterna» (2 Tes 1, 9). El epíteto «eterno» no puede entenderse en el
sentido de una duración muy prolongada, pero a fin de cuentas limitada. Así lo
prueban los lugares paralelos en que se habla de «fuego inextinguible» (Mt: 3,
12; Mc 9, 42) o de la «gehenna, donde el gusano no muere ni el fuego se
extingue» (Mc 9,46 s), e igualmente lo evidencia la antítesis «suplicio eterno
- vida eterna» en Mt 25, 46. Según Ap 14, 11 (19, 3), «el humo de su tormento
[de los condenados] subirá por los siglos de los siglos», es decir, sin fin;
(cf. Ap 20, 10).
La escolástica distingue dos
elementos en el suplicio del infierno:
a) La pena de
daño (suplicio de privación). Constituye propiamente la
esencia del castigo del infierno, consiste en verse privado de la visión beatífica
de Dios; cf. Mt 25, 41 : «¡Apartaos de mí, malditos!»; Mt 25, 12: «No os
conozco»; 1 Cor 6, 9: «¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de
Dios?»; Lc 13, 27; 14, 24; Ap 22, 15; (San Agustín, Enchir, 112).
b) La pena de
sentido (suplicio para los sentidos). Consiste en los tormentos
causados externamente por medios sensibles (es llamada también pena positiva
del infierno). La Sagrada Escritura habla con frecuencia del fuego del
infierno, al que son arrojados los condenados; designa al infierno como un
lugar donde reinan los alaridos y el crujir de dientes... lugar de dolor y la
desesperación. Ahí, en el infierno, el alma condenada sufrirá
sensiblemente y esperará, además, la resurrección de su cuerpo que le será
motivo de sufrimiento suplementario. La cuantía de la pena de cada uno de
los condenados si bien es eterna, es diversa según el diverso grado de su
culpa.
San Juan Crisóstomo,
refiriéndose a las palabras de Cristo: "Todo árbol que no lleve buen
fruto, será cortado y metido en el fuego", señala la superioridad de la
pena de daño. La persona condenada comprenderá entonces, con una clara
evidencia, que su fin era llegar a su Creador y que en Él encontraría toda su
razón de ser, su realización y su plenitud, y sin embargo se sabe rechazada eternamente:
"Si alguno considera
esto con atención, encontrará dos penas: una en el ser cortado y otra en el ser
quemado. El que es quemado es también separado del reino, y por ello su pena es
doble. Algunos sólo temen el infierno, pero yo digo que la pérdida de aquella
gloria es mucho más dolorosa que la pena del infierno. ¿Qué mal (grande o
pequeño) no experimentaría un padre por ver y tener consigo a su hijo amado?
Consideremos esto respecto de aquella gloria. No hay hijo alguno tan grato para
su padre como la adquisición de aquellos bienes, y el renunciarse para poder
estar con Cristo. La pena del infierno es insufrible, es verdad, pero aun
considerando diez mil infiernos, nada se podrá decir respecto a la pena que
produce la pérdida del cielo y el ser aborrecido por Cristo". (Homiliae in
Matthaeum, hom. 23,7).
El temor al Infierno es algo saludable, pues aleja al alma del pecado mortal, si bien es más perfecto quien de él se aparta por puro amor a Dios. Cristo habla del Infierno con términos que nos hacen estremecer. Es un castigo eterno sin remisión posible, pues ahí ya la caridad está destruida y no puede ser reedificada. Sólo prevalecerá el odio por los siglos de los siglos. Y si bien los tormentos serán terribles, sin duda la pérdida de Dios, y el rechazo que Dios hace del pecador, constituirán la pena más grave para el condenado. Ahí cobrará cabal conciencia de la autoexclusión irreversible que ha hecho de la comunión con Dios. Entenderá claramente lo que hubiera sido la visión beatífica y será consciente de la culpabilidad de su propia exclusión.
Por ello, considerando todo lo anterior, pidamos a Dios ser conscientes AHORA del daño de esa terrible autoexclusión del condenado; busquemos meditar profundamente en esa gravísima situación que actualmente, con gran superficialidad, ignoramos y pasamos por alto.
La vida es el tiempo que disponemos para decidir nuestra eternidad. Sin embargo..¡es un tiempo limitado!
Cristo murió por amor a ti. Acércate a un crucifijo. Contémplalo. Correspóndele, pues, y no te autoexcluyas eternamente de su comunión.
¿La ruta? ¡La oración frecuente, el Sacramento de la Penitencia y la Eucaristía!
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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