15 de abril de 1905
1. Los secretos designios de Dios Nos
han levantado de Nuestra pequeñez al cargo de Supremo Pastor de toda la grey de
Cristo en días bien críticos y amargos, pues el enemigo de antiguo anda
alrededor de este rebaño y le tiende lazos con tan pérfida astucia, que ahora,
principalmente, parece haberse cumplido aquella profecía del Apóstol a los
ancianos de la Iglesia de Efeso: Sé que... os han asaltado lobos
voraces que destrozan el rebaño[i].
De este mal que padece la religión no
hay nadie, animado del celo de la gloria divina, que no investigue las causas y
razones, sucediendo que, como cada cual las halla diferentes, propone
diferentes medios conforme a su personal opinión para defender y restaurar el
reinado de Dios en la tierra. No proscribimos, Venerables Hermanos, los otros
juicios, mas estamos con los que piensan que la actual depresión y debilidad de
las almas, de que resultan los mayores males, provienen, principalmente, de la
ignorancia de las cosas divinas.
Esta opinión concuerda enteramente con
lo que Dios mismo declaró por su profeta Oseas: No hay conocimiento de
Dios en la tierra. La maldición, y la mentira, y el homicidio, y el robo, y el
adulterio lo han inundado todo; la sangre se añade a la sangre por cuya causa
se cubrirá de luto la tierra y desfallecerán todos sus moradores[ii].
Necesidad de instrucción
2. ¡Cuán comunes y fundados son, por
desgracia, estos lamentos de que existe hoy un crecido número de personas, en
el pueblo cristiano, que viven en suma ignorancia de las cosas que se han de
conocer para conseguir la salvación eterna! -Al decir "pueblo
cristiano", no Nos referimos solamente a la plebe, esto es, a aquellos
hombres de las clases inferiores a quienes excusa con frecuencia el hecho de
hallarse sometidos a dueños exigentes, y que apenas si pueden ocuparse de sí
mismos y de su descanso; sino que también y, principalmente, hablamos de
aquellos a quienes no falta entendimiento ni cultura y hasta se hallan
adornados de una gran erudición profana, pero que, en lo tocante a la religión,
viven temeraria e imprudentemente. ¡Difícil sería ponderar lo espeso de las
tinieblas que con frecuencia los envuelven y -lo que es más triste- la
tranquilidad con que permanecen en ellas! De Dios, soberano autor y moderador
de todas las cosas, y de la sabiduría de la fe cristiana para nada se
preocupan; y así nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la
redención por El llevada a cabo; nada saben de la gracia, el principal medio
para la eterna salvación; nada del sacrificio augusto ni de los sacramentos, por
los cuales conseguimos y conservamos la gracia. En cuanto al pecado, ni conocen
su malicia ni su fealdad, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo,
ni en lograr su perdón; y así llegan a los últimos momentos de su vida, en que
el sacerdote -por no perder la esperanza de su salvación- les enseña
sumariamente la religión, en vez de emplearlos principalmente, según
convendría, en moverles a actos de caridad; y esto, si no ocurre -por
desgracia, con harta frecuencia- que el moribundo sea de tan culpable
ignorancia que tenga por inútil el auxilio del sacerdote y juzgue que pueda
traspasar tranquilamente los umbrales de la eternidad sin haber satisfecho a
Dios por sus pecados.
Por lo cual Nuestro predecesor
Benedicto XIV escribió justamente: Afirmamos que la mayor parte de los
condenados a las penas eternas padecen su perpetua desgracia por ignorar los
misterios de la fe, que necesariamente se deben saber y creer para ser contados
entre los elegidos[iii].
3. Siendo esto así, Venerables
Hermanos, ¿qué tiene de sorprendente, preguntamos, que la corrupción de las
costumbres y su depravación sean tan grandes y crezcan diariamente, no sólo en
las naciones bárbaras, sino aun en los mismos pueblos que llevan el nombre de
cristianos?
Con razón decía el apóstol San Pablo
escribiendo a los de Efeso: La fornicación y toda especie de impureza o
avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como corresponde a santos, ni
tampoco palabras torpes, ni truhanerías[iv].
Como fundamento de este pudor y santidad, con que se moderan las pasiones, puso
la ciencia de las cosas divinas: Y así, mirad, hermanos, que andéis con
gran circunspección; no como necios sino como prudentes... Por lo tanto, no
seáis indiscretos, sino atentos sobre cuál es la voluntad de Dios[v].
Sentencia justa; porque la voluntad humana
apenas conserva algún resto de aquel amor a la honestidad y la rectitud, puesto
en el hombre por Dios creador suyo, amor que le impulsaba hacia un bien, no
entre sombras, sino claramente visto. Mas, depravada por la corrupción del
pecado original y olvidada casi de Dios, su Hacedor, la voluntad humana
convierte toda su inclinación a amar la vanidad y a buscar la mentira.
Extraviada y ciega por las malas pasiones, necesita un guía que le muestre el
camino para que se restituya a la vía de la justicia que desgraciadamente
abandonó. Este guía, que no ha de buscarse fuera del hombre, y del que la misma
naturaleza le ha provisto, es la propia razón; mas si a la razón le falta su
verdadera luz, que es la ciencia de las cosas divinas, sucederá que, al guiar un
ciego a otro ciego, ambos caerán en el hoyo.
El santo Rey David, glorificando a Dios
por esta luz de la verdad que le había infundido en la razón humana,
decía: Impresa está, Señor, sobre nosotros la luz de tu rostro. Y
señalaba el efecto de esta comunicación de la luz, añadiendo: Tú has
infundido la alegría en mi corazón[vi],
alegría con la que, ensanchado el corazón, corre por la senda de los mandatos
divinos.
Efectos de la "doctrina"
4. Fácilmente se descubre que es así,
porque, en efecto, la doctrina cristiana nos hace conocer a Dios y lo que
llamamos sus infinitas perfecciones, harto más hondamente que las fuerzas
naturales. ¿Y qué más? Al mismo tiempo nos manda reverenciar a Dios por
obligación de fe, que se refiere a la razón; por deber de esperanza, que
se refiere a la voluntad, y por deber de caridad, que se
refiere al corazón, con lo cual deja a todo el hombre sometido a Dios, su
Creador y moderador. De la misma manera sólo la doctrina de Jesucristo pone al
hombre en posesión de su verdadera y noble dignidad, como hijo que es del Padre
celestial, que está en los cielos, que le hizo a su imagen y semejanza, para
vivir con El eternamente dichoso. Pero de esta misma dignidad y del
conocimiento que de ella se ha de tener, infiere Cristo que los hombres deben
amarse mutuamente como hermanos y vivir en la tierra como conviene a los hijos
de la luz: No en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y
disoluciones, no en contiendas ni envidias[vii].
Mándanos, asimismo, que nos entreguemos en manos de Dios, que se cuida de
nosotros; que socorramos al pobre, hagamos bien a nuestros enemigos y
prefiramos los bienes eternos del alma a los perecederos del tiempo. Y sin
tocar menudamente a todo, ¿no es, acaso, doctrina de Cristo la que recomienda y
prescribe al hombre soberbio la humildad, origen de la verdadera gloria? Cualquiera
que se humillare, ése será el mayor en el reino de los cielos[viii].
En esta celestial doctrina se nos enseña la prudencia del espíritu, para
guardarnos de la prudencia de la carne; la justicia, para dar a cada uno lo
suyo; la fortaleza, que nos dispone a sufrir y padecerlo todo generosamente por
Dios y por la eterna bienaventuranza; en fin, la templanza, que no sólo nos
hace amable la pobreza por amor de Dios, sino que en medio de nuestras
humillaciones hace que nos gloriemos en la cruz. Luego, gracias a la sabiduría
cristiana, no sólo nuestra inteligencia recibe la luz que nos permite alcanzar
la verdad, sino que aun la misma voluntad concibe aquel ardor que nos conduce a
Dios y nos une a Él por la práctica de la virtud.
5. Lejos estamos de afirmar que la
malicia del alma y la corrupción de las costumbres no puedan coexistir con el
conocimiento de la religión. Pluguiese a Dios que la experiencia no lo
demostrara con tanta frecuencia. Pero entendemos que, cuando al espíritu
envuelven las espesas tinieblas de la ignorancia, ni la voluntad puede ser
recta, ni sanas las costumbres. El que camina con los ojos abiertos, podrá
apartarse, no se niega, de la recta y segura senda; pero el ciego está en
peligro cierto de perderse. -Además, cuando no está enteramente apagada la
antorcha de la fe, todavía queda esperanza de que se enmiende la corrupción de
costumbres; mas cuando a la depravación se junta la ignorancia de la fe, ya no
queda lugar a remedio, sino abierto el camino de la ruina.
El primer ministerio
6. Puesto que de la ignorancia de la
religión proceden tantos y tan graves daños, y, por otra parte, son tan grandes
la necesidad y utilidad de la formación religiosa, ya que, en vano sería
esperar que nadie pueda cumplir las obligaciones de cristiano, si no las
conoce; conviene averiguar hora a quién compete preservar a las almas de
aquella perniciosa ignorancia e instruirlas en ciencia tan indispensable. -Lo
cual, Venerables Hermanos, no ofrece dificultad alguna, porque ese gravísimo
deber corresponde a los pastores de almas que, efectivamente, se hallan
obligados por mandato del mismo Cristo a conocer y apacentar las ovejas, que
les están encomendadas. Apacentar es, ante todo, adoctrinar: Os daré
pastores según mi corazón, que os apacentarán con la ciencia y con la doctrina[ix].
Así hablaba Jeremías, inspirado por
Dios. Y, por ello, decía también el apóstol San Pablo: No me envió
Cristo a bautizar, sino a predicar[x],
advirtiendo así que el principal ministerio de cuantos ejercen de alguna manera
el gobierno de la Iglesia consiste en enseñar a los fieles en las cosas sagradas.
7. Nos parece inútil aducir nuevas
pruebas de la excelencia de este ministerio y de la estimación que de él hace
Dios. Cierto es que Dios alaba grandemente la piedad que nos mueve a procurar
el alivio de las humanas miserias: más, ¿quién negará que mayor alabanza
merecen el celo y el trabajo consagrados a procurar los bienes celestiales a
los hombres, y no ya las transitorias ventajas materiales? Nada puede ser más
grato -según sus propios deseos- a Jesucristo, Salvador de las almas, que dijo
de Sí mismo por el profeta Isaías: Me ha enviado a evangelizar a los
pobres[xi].
Importa mucho, Venerables Hermanos,
asentar bien aquí -e insistir en ello- que para todo sacerdote éste es el deber
más grave, más estricto, que le obliga. Porque ¿quién negará que en el
sacerdote a la santidad de vida debe irle unida la ciencia? En los
labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia[xii].
Y, en efecto, la Iglesia rigurosamente
la exige de cuantos aspiran a ordenarse sacerdotes. Y esto, ¿por qué? Porque el
pueblo cristiano espera recibir de los sacerdotes la enseñanza de la divina
ley, y porque Dios les destina para propagarla. De su boca se ha de
aprender la ley, puesto que él es el ángel del Señor de los ejércitos[xiii].
Por lo cual, en las sagradas Ordenes, el Obispo dice, dirigiéndose a los que
van a ser consagrados sacerdotes: Que vuestra doctrina sea remedio
espiritual para el pueblo de Dios, y los cooperadores de nuestro orden sean
previsores, para que, meditando día y noche acerca de la ley, crean lo que han
leído y enseñen lo que han creído[xiv].
Si no hay sacerdote, al que esto no sea
aplicable, ¿qué diremos de los que, añadiendo al sacerdote el nombre y la
potestad de predicadores, tiene a su cargo el regir las almas, así por su
dignidad como por un pacto contraído? Estos han de ser puestos en algún modo en
el rango de los pastores y doctores que Jesucristo dio a los fieles para
que no sean como niños fluctuantes ni se dejen llevar doquier por todos los
vientos de opiniones y por la malignidad de los hombres..., antes bien viviendo
según la verdad y en la caridad, en todo vayan creciendo hacia Cristo, que es
nuestra Cabeza[xv].
Disposiciones de la Iglesia
8. Por lo cual, el sacrosanto Concilio
de Trento, hablando de los pastores de almas, declara que la primera y mayor de
sus obligaciones era la de enseñar al pueblo cristiano[xvi].
Dispone, en consecuencia, que por lo menos los domingos y fiestas solemnes den
al pueblo instrucción religiosa, y durante los santos tiempos de Adviento y
Cuaresma diariamente, o al menos tres veces por semana. Ni esto sólo: porque
añade el Concilio que los párrocos están obligados, al menos los domingos y
días de fiesta, a enseñar, por sí o por otros, a los niños las verdades de fe y
la obediencia que deben a Dios y a sus padres. Asimismo manda que, cuando hayan
de administrar algún sacramento, instruyan, acerca de su naturaleza, a los que
van a recibirlo, explicándolo en lengua vulgar e inteligible.
9. En su constitución Etsi
minime, Nuestro predecesor Benedicto XIV resumió tales prescripciones
y las precisó claramente, diciendo: Dos obligaciones impone
principalmente el Concilio de Trento a los pastores de almas: una, que todos
los días de fiesta hablen al pueblo acerca de las cosas divinas; otra, que
enseñen a los niños y a los ignorantes los elementos de la ley divina y de la
fe.
Con razón dispone este sapientísimo
Pontífice el doble ministerio, a saber: la predicación, que habitualmente se
llama explicación del Evangelio, y la enseñanza de la doctrina cristiana. Acaso
no falten sacerdotes que, deseosos de ahorrarse trabajo, crean que con las
homilías satisfacen la obligación de enseñar el Catecismo. Quienquiera que
reflexione, descubrirá lo erróneo de esta opinión; porque la predicación del
Evangelio está destinada a los que ya poseen los elementos de la fe. Es el pan,
que debe darse a los adultos. Más por lo contrario, la enseñanza del Catecismo
es aquella leche, que el apóstol San Pedro quería que todos los fieles habían
de desear sinceramente, como los niños recién nacidos. -El oficio, pues, del
catequista consiste en elegir alguna verdad relativa a la fe y a las costumbres
cristianas, y explicarla en todos sus aspectos. Y, como el fin de la enseñanza
es la perfección de la vida, el catequista ha de comparar lo que Dios manda
obrar y lo que los hombres hacen realmente; después de lo cual, y sacando
oportunamente algún ejemplo de la Sagrada Escritura, de la historia de la
Iglesia o de las vidas de los Santos, ha de aconsejar a sus oyentes, como si la
señalara con el dedo, la norma a que deben ajustar la vida, y terminará
exhortando a los presentes a huir de los vicios y a practicar la virtud.
Instrucción popular
10. No ignoramos, en verdad, que este
método de enseñar la doctrina cristiana no es grato a muchos, que lo estiman en
poco y acaso impropio para conseguir alabanza popular; pero Nos declaramos que
semejante juicio pertenece a los que se dejan llevar de la ligereza más que de
la verdad. Ciertamente no reprobamos a los oradores sagrados que, movidos por
sincero deseo de gloria divina, se emplean en la defensa de la fe o en hacer el
panegírico de los Santos; pero su labor requiere otra preliminar -la de los
catequistas- pues, faltando ésta, no hay fundamento, y en vano se fatigan los
que edifican la casa. Harto frecuente es que floridos discursos, recibidos con
el aplauso de numeroso auditorio, sólo sirvan para halagar el oído, no para
conmover las almas. En cambio, la enseñanza catequística, aunque sencilla y
humilde, merece que se le apliquen estas palabras que dijo Dios por Isaías: Al modo que la lluvia y la nieve
descienden del cielo y no vuelven allá, sino que empapan la tierra y la
penetran y la fecundan, a fin de que dé simiente que sembrar y pan para comer,
así será de mi palabra salida de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que
obrará todo aquello que yo quiero y ejecutará felizmente aquellas cosas a que
yo la envié[xvii].
El mismo juicio ha de formarse de
aquellos sacerdotes que, por mejor exponer las verdades de la religión, publican
eruditos volúmenes; son dignos, ciertamente, de copiosa alabanza. Mas ¿cuántos
son los que consultan obras de esa índole y sacan de ellas el fruto
correspondiente a la labor y a los deseos de sus autores? Pero la enseñanza de
la doctrina cristiana, bien hecha, jamás deja de aprovechar a los que la
escuchan.
11. Conviene repetir -para inflamar el
celo de los ministros del Señor- que ya es crecidísimo, y aumenta cada día más,
el número de los que todo lo ignoran en materia de religión, o que sólo tienen
un conocimiento tan imperfecto de Dios, de la fe cristiana que, en plena luz de
verdad católica, les permite vivir como paganos. ¡Ay! Cuán grande es el número,
no diremos de niños, pero de adultos y aun ancianos que ignoran absolutamente
los principales misterios de la fe, y que, al oír el nombre de Cristo,
responden: ¿Quién es... para que yo crea en él?[xviii].
-De ahí el que tengan por lícito forjar y mantener odios contra el prójimo,
hacer contratos inicuos, explotar negocios infames, hacer préstamos usurarios y
cometer otras maldades semejantes. De ahí que, ignorantes de la ley de Cristo
-que no sólo prohíbe toda acción torpe, sino el pensamiento voluntario y el
deseo de ella- muchos que, sea por lo que quiera, casi se abstienen de los
placeres vergonzosos, alimentan sus almas, que carecen de principios
religiosos, con los pensamientos más perversos, y hacen el número de sus
iniquidades mayor que el de los cabellos de su cabeza. -Y ha de repetirse que
estos vicios no se hallan solamente entre la gente pobre del campo y de las
clases bajas, sino también, y acaso con más frecuencia, entre gentes de
superior categoría, incluso entre los que se envanecen de su saber, y, apoyados
en una vana erudición, pretenden burlarse de la religión y blasfemar de todo lo
que no conocen[xix].
12. Si es cosa vana esperar cosecha en
tierra no sembrada, ¿cómo esperar generaciones adornadas de buenas obras, si
oportunamente no fueron instruidas en la doctrina cristiana? -De donde
justamente concluimos que, si la fe languidece en nuestros días hasta parecer
casi muerta en una gran mayoría, es que se ha cumplido descuidadamente, o se ha
omitido del todo, la obligación de enseñar las verdades contenidas en el
Catecismo. Inútil sería decir, como excusa, que la fe es dada gratuitamente y
conferida a cada uno en el bautismo. Porque, ciertamente, los bautizados en
Jesucristo, fuimos enriquecidos con el hábito de la fe, mas esta divina semilla
no llega a crecer... y echar grandes ramas[xx],
abandonada a sí misma y como por nativa virtud. Tiene el hombre, desde que
nace, facultad de entender; mas esta facultad necesita de la palabra materna
para convertirse en acto, como suele decirse.
También el hombre cristiano, al
renacer por el agua y el Espíritu Santo, trae como en germen la fe; pero
necesita la enseñanza de la Iglesia para que esa fe pueda nutrirse, crecer y
dar fruto.
Por eso escribía el Apóstol: La
fe proviene del oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo[xxi].
Y para mostrar la necesidad de la enseñanza añadió: ¿Cómo... oirán
hablar, si no se les predica?[xxii].
Normas
13. De lo expuesto hasta aquí puede
verse cuál sea la importancia de la instrucción religiosa del pueblo; debemos,
pues, hacer todo lo posible para que la enseñanza de la Doctrina sagrada,
institución -según frase de Nuestro predecesor Benedicto XIV- la más útil para
la gloria de Dios y la salvación de las almas[xxiii],
se mantenga siempre floreciente, o, donde se la haya descuidado, se restaure.
-Así, pues, Venerables Hermanos, queriendo cumplir esta grave obligación del
apostolado supremo y hacer que en todas partes se observen en materia tan
importante las mismas normas, en virtud de Nuestra suprema autoridad,
establecemos para todas las diócesis las siguientes disposiciones, que mandamos
sean observadas y expresamente cumplidas:
I) Todos los párrocos, y en general
cuantos ejercen cura de almas, han de instruir, con arreglo al Catecismo,
durante una hora entera, todos los domingos y fiestas del año, sin exceptuar
ninguno, a todos los niños y niñas en lo que deben creer y hacer para alcanzar
la salvación eterna.
II) Los mismos han de preparar a los
niños y a las niñas, en épocas fijas del año, y mediante instrucción que ha de
durar varios días, para recibir dignamente los sacramentos de la Penitencia y
Confirmación.
III) Además, han de preparar con
especial cuidado a los jovencitos y jovencitas para que, santamente, se
acerquen por primera vez a la Sagrada Mesa, valiéndose para ello de oportunas
enseñanzas y exhortaciones, durante todos los días de Cuaresma, y si fuere
necesario, durante varios otros después de la Pascua.
IV) En todas y cada una de las
parroquias se erigirá canónicamente la asociación, llamada vulgarmente Congregación
de la Doctrina Cristiana. Con ella, principalmente donde ocurra ser
escaso el número de sacerdotes, los párrocos tendrán colaboradores seglares
para la enseñanza del Catecismo, que se ocuparán en este ministerio, así por
celo de la gloria de Dios, como por lucrar las santas indulgencias con que los
Romanos Pontífices han enriquecido esta asociación.
V) En las grandes poblaciones,
principalmente donde haya Facultades mayores, Institutos y Colegios, fúndense
escuelas de religión para instruir en las verdades de la fe y en las prácticas
de la vida cristiana a la juventud, que frecuente las aulas públicas, en las
que no se mencionan las cosas de religión.
VI) Porque, en estos tiempos, la edad
madura, no menos que la infancia, necesita la instrucción religiosa, los
párrocos y cuantos sacerdotes tengan cura de almas, además de la acostumbrada
homilía sobre el Santo Evangelio, que han de hacer todos los días de fiesta en
la misa parroquial, escojan la hora más oportuna para que concurran los fieles
-exceptuando la destinada a la doctrina de los niños- y den la instrucción
catequística a los adultos, con lenguaje sencillo y acomodado a su
inteligencia. Para ello se servirán del Catecismo del Concilio de Trento, de
tal modo que, en el espacio de cuatro a cinco años, expliquen cuanto se refiere
al Símbolo, a los Sacramentos, al Decálogo, a la Oración y a los Mandamientos
de la Iglesia.
VII) Venerables Hermanos, esto
mandamos y establecemos en virtud de Nuestra autoridad apostólica. Ahora,
obligación vuestra es procurar, cada cual en su propia diócesis, que estas
prescripciones se cumplan enteramente y sin tardanza. Velad, pues, y, con la
autoridad que os es peculiar, procurad que Nuestros mandatos no caigan en
olvido, o -lo que sería igual- se cumplan con negligencia y flojedad. Para
evitar esa falta habéis de emplear las recomendaciones más asiduas y
apremiantes a los párrocos, para que no expliquen el Catecismo sin la previa
preparación, y que no hablen el lenguaje de la sabiduría humana, sino quecon
sencillez de corazón y con sinceridad delante de Dios[xxiv] sigan
el ejemplo de Cristo, pues aunque expusiese cosas que estuvieron
ocultas desde la creación del mundo[xxv], sin
embargo, las decía todas al pueblo por medio de parábolas, o ejemplos y sin
parábolas no les predicaba[xxvi].
Sabemos que lo mismo hicieron los Apóstoles, enseñados por Jesucristo; y de
ellos decía San Gregorio Magno: Pusieron todo cuidado en predicar a los
pueblos ignorantes cosas sencillas y accesibles, y no cosas altas y arduas[xxvii].
Y en las cosas de religión, una gran parte de los hombres de nuestra edad ha de
tenerse por ignorante.
El trabajo de la enseñanza
14. Pero no quisiéramos que alguien, en
razón de esta misma sencillez que conviene observar, imaginase que la enseñanza
catequística no requiere trabajo ni meditación; al contrario, los pide mayores
que cualquier otro asunto. Es más fácil hallar un orador que hable con
abundancia y brillantez, que un catequista cuya explicación merezca plena
alabanza. Por lo tanto, todos han de tener en cuenta que, por grande que sea la
facilidad de conceptos y de expresión de que se hallen naturalmente dotados,
ninguno hablará de la doctrina cristiana con provecho espiritual de los adultos
ni de los niños, si antes no se prepara con estudio y seria meditación. Se
engañan los que, confiados en la inexperiencia y rudeza intelectual del pueblo,
creen que pueden proceder negligentes en esta materia. Al contrario; cuanto más
incultos los oyentes, mayor celo y cuidado se requiere para lograr que las
verdades más sublimes, tan elevadas sobre el entendimiento de la generalidad de
los hombres, penetren en la inteligencia de los ignorantes; los cuales, no
menos que los sabios, necesitan conocerlas para alcanzar la eterna
bienaventuranza.
15. Séanos permitido, Venerables
Hermanos, deciros al terminar esta Carta, lo que dijo Moisés: El que
sea del Señor, júntese conmigo[xxviii].
Observad, os lo rogamos y pedimos, cuán grandes estragos produce en las almas
la sola ignorancia de las cosas divinas. Tal vez hayáis establecido, en
vuestras diócesis, muchas obras útiles y dignas de alabanza, para el bien de
vuestra grey; pero, con preferencia a todas ellas, y con todo el empeño, afán y
constancia que os sean posibles, cuidad esmeradamente de que el conocimiento de
la Doctrina cristiana penetre por completo en la mente y en el corazón de
todos. Comunique cada cual al prójimo-repetimos con el apóstol San
Pedro- la gracia según la recibió, como buenos dispensadores de los
dones de Dios, los cuales son de muchas maneras[xxix].
Que, mediando la intercesión de la
Inmaculada y Bienaventurada Virgen, vuestro celo y piadosa industria se exciten
con la Bendición Apostólica, que amorosamente os concedemos a vosotros, a
vuestro clero y al pueblo que os está confiado, y sea testimonio de Nuestro
afecto y prenda de los divinos dones.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15
de abril de 1905, segundo año de Nuestro Pontificado.
[xxviii] Ex. 32, 26.
[xxix] 1 Pet. 4, 10.
Visto en: http://mercaba.org
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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