María
inseparable de Jesús en el plan divino; su crédito todopoderoso; su gracia de
maternidad espiritual. Pidamos a María «que forme a Jesús»
en nosotros.
La
devoción a María, además de ser muy agradable a Jesucristo, es para nosotros
fecundísima.- Y eso por tres razones, que ya habréis adivinado.
Primero,
porque, en el plan divino, María es inseparable de Jesús, y nuestra santidad
estriba en acomodarnos lo más perfectamente que nos sea posible a la economía
divina.- En los pensamientos eternos, María entra de hecho esencialmente en los
misterios de Cristo, Madre de Jesús, es Madre de Aquel de quien todo nos viene.
Según el plan divino, no se da la vida a los hombres sino por Cristo,
Dios-Hombre: «Nadie viene al Padre si no es por Mí» (Jn 14,26), y Cristo no fue
dado al mundo sino por María: «Por nosotros los hombres y por nuestra
salvación, descendió de los cielos encarnándose de la Virgen María» (Credo de la
Misa). Ese es el orden divino. Y ese orden es inmutable. En efecto, notad que
no vale sólo para el día en que se realizó la Encarnación; su valor continúa
subsistiendo por la aplicación a las almas de los frutos de la Encarnación.
¿Por qué así? Porque
la fuente de la gracia es Cristo, Verbo encarnado; pero su cualidad de Cristo,
de mediador, permanece inseparable de la naturaleza humana que tomó de la
Virgen Santísima. [«Habiendo Dios querido una vez darnos a Jesucristo por medio
de la Santísima Virgen, ese orden ya no puede cambiar, pues los dones de Dios
no están sujetos a mudanza. Siempre será cierto que habiendo recibido por su
caridad el principio universal de toda gracia, habiendo recibido por su caridad
el principio universal de toda gracia, recibamos también por su mediación las
diversas aplicaciones en todos los diferentes estados que componen la vida
cristiana. Como su caridad maternal ha contribuido tanto a nuestra salvación en
el misterio de la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, así
contribuirá también eternamente en todas las demás operaciones que no son más que
su corolario». Bossuet, Sermon pour la fête de la Conception.- Citemos asimismo
las palabras del Papa León XIII: «Del magnífico tesoro de gracias que Cristo
nos ganó, nada nos será dispensado si no es por María. Por tanto dirigiéndonos
a ella es como hemos de legarnos a Cristo, así como por Cristo nos acercamos a
nuestro Padre Celestial». Encíclica sobre el Rosario, 1891].
La segunda razón, que guarda relación con la
anterior, es que nadie tiene ante Dios tan gran crédito para obtenernos la
gracia, como la Madre de Dios.- Como consecuencia de la Encarnación, Dios se complace,
no para amenguar el poder de mediación de su Hijo, sino para extenderlo y
ensalzarlo, en reconocer la solvencia de los que están unidos a Jesús, cabeza
del cuerpo místico; esa solvencia es tanto mayor cuanto mayor y más íntima es
la unión de los santos con Jesucristo.
Cuanto más se acerca una cosa a su principio,
dice Santo Tomás, más experimenta los efectos que ese principio produce. Cuanto
más os acercáis a una hoguera, más sentís el calor que irradia.- Pues bien,
añade el santo Doctor; Cristo es el principio de la gracia, puesto que, en
cuanto Dios, es autor de ella y, en cuanto Hombre, es instrumento; y como la
Virgen es la criatura que más cerca ha estado de la humanidad de Cristo, puesto
que Cristo tomó en ella la naturaleza humana, síguese que María recibió de
Cristo una gracia mayor que la de todas las criaturas.
Cada cual recibe de Dios (habla el mismo
Santo Tomás) la gracia proporcionada al destino que su providencia le ha
señalado. Como hombre, Cristo fue predestinado y elegido para que, siendo Hijo de
Dios, tuviese poder de santificar a todos los hombres; por tanto, debía poseer
El solo tal plenitud, que pudiese derramarse sobre todas las almas. La plenitud
de gracia que recibió la Santísima Virgen tenía por fin hacerla la criatura más
allegada al autor de la gracia; tan allegada, en efecto, que María encerraría
en su seno al que está lleno de gracia, y que al darle al mundo por su parto
virginal, daría, por decirlo así al mundo la gracia misma, porque le daría la
fuente de la gracia [Ut eum, qui est plenus omni gratia, pariendo, quodammodo
gratiam ad omnes derivaret. III, q.27, a.5]. Al formar a Jesús en sus punsimas
entrañas, la Virgen nos ha dado al autor mismo de la vida. Así lo canta la Iglesia
en la oración que sigue a la antifona de la Virgen del tiempo de Navidad,
honrando el nacimiento de Cristo: «por ti se nos ha dado recibir al autor de la
vida»; y además, invita a «las naciones a cantar y ensalzar la vida que les ha
procurado esa maternidad virginal».
Vitam datam per Virginem
Gentes redemptæ plaudite.
Por consiguiente, si queréis beber con
abundancia en la fuente de la vida divina, id a María, pedidle que os guíe a
esa fuente; ella más y mejor que ninguna otra criatura puede llevarnos hasta
Jesús. Por eso, y no sin justo motivo, la llamamos «Madre de la divina gracia»;
por eso también la Iglesia le aplica este paso de las Sagradas Escrituras: «El
que me encuentre, hallará la vida y beberá la salud que viene del Señor» (Prov
8,35). La salvación, vida de nuestras almas, no viene sino de Jesús. El es el
único mediador; pero, ¿quién nos llevará a Él con más seguridad que María?; ¿quién
goza de tanto poder como su Madre para volvérnosle propicio?
María, por otra parte, recibió de Jesús
mismo, respecto a su cuerpo místico, una gracia especial de maternidad. Esta es
la última razón de por qué resulta tan fecunda en el orden sobrenatural la devoción
a la Santísima Virgen.- Cristo, después de haber recibido de María la
naturaleza humana, asoció a su Madre, como va os he dicho, a todos sus
misterios, desde su presentación en el Templo hasta su inmolación en el
Calvario. Ahora bien, ¿cuál es el fin de todos los misterios de Cristo? No es
otro que el de convertirle en dechado y paradigma de nuestra vida sobrenatural
en rescate de nuestra santificación y fuente de toda nuestra santidad; y
finalmente el de crearle una sociedad eterna y gloriosa de hermanos que en todo
se le asemejen. Por eso María está asociada al nuevo Adán como una nueva Eva;
es, pues, con mejor derecho que Eva, la «madre de los vivientes» (Gén 3,20), de
los que viven por la gracia de su Hijo.
Os decía poco ha que esa asociación no fue
únicamente externa. Siendo Cristo Dios, siendo el Verbo omnipotente, creó en el
alma de su Madre los sentimientos que debía albergar hacia todos aquellos que Él
quería elevar a la dignidad de hermanos suyos, haciéndolos nacer de ella y
vivir sus misterios. La Virgen, por su parte, iluminada por la gracia que
abundaba en ella, respondió a ese llamamiento de Jesús con un Fiat, en el que
ponía su alma entera con sumisión, totalmente unida en espíritu con su divino
Hijo: «Al dar su consentimiento, cuando le fue anunciada la Encarnación, María
aceptó el cooperar, el desempeñar un papel, en el plan de la Redención; aceptó,
no sólo ser la Madre
de Jesús, sino también asociarse a toda su misión de Redentor.
En cada uno de
los misterios de Cristo, hubo de renovar el Fiat lleno de amor, hasta el
momento en que pudo decir, después de haber ofrecido en el Calvario, para la
salvación del mundo, aquel Jesús, aquel Hijo, aquel cuerpo por ella formado,
aquella sangre que era su sangre: «Todo se ha consumado». En esa hora bendita, María
estaba tan identificada con los sentimientos de Jesús, que puede llamarse
Corredentora. En ese instante, como Jesús, María acabó de engendrarnos, por un
acto de amor, a la vida de la gracia [Cooperata est caritate ut fideles in
Ecclesia nascerentur. San Agustín. De Sancta Virginitate, núm.6]. Siendo Madre
de nuestra Cabeza, según el pensar de San Agustín, por haberle engendrado en
sus entrañas, María llegó a ser, por el alma, la voluntad y el corazón, madre
de todos los miembros de esa divina Cabeza. «Madre, en cuanto al cuerpo, de
nuestra Cabeza; por el espíritu lo es de todos sus miembros» [Corpore mater
capitis nostri, spiritu mater membrorum eius. ib.].
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