martes, 16 de julio de 2013

Fecundidad que reporta al alma la devoción a María - Por Dom Columba Marmion

María inseparable de Jesús en el plan divino; su crédito todopoderoso; su gracia de maternidad espiritual. Pidamos a María «que forme a Jesús» en nosotros.

  La devoción a María, además de ser muy agradable a Jesucristo, es para nosotros fecundísima.- Y eso por tres razones, que ya habréis adivinado.

  Primero, porque, en el plan divino, María es inseparable de Jesús, y nuestra santidad estriba en acomodarnos lo más perfectamente que nos sea posible a la economía divina.- En los pensamientos eternos, María entra de hecho esencialmente en los misterios de Cristo, Madre de Jesús, es Madre de Aquel de quien todo nos viene. Según el plan divino, no se da la vida a los hombres sino por Cristo, Dios-Hombre: «Nadie viene al Padre si no es por Mí» (Jn 14,26), y Cristo no fue dado al mundo sino por María: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos encarnándose de la Virgen María» (Credo de la Misa). Ese es el orden divino. Y ese orden es inmutable. En efecto, notad que no vale sólo para el día en que se realizó la Encarnación; su valor continúa subsistiendo por la aplicación a las almas de los frutos de la Encarnación. ¿Por qué así? Porque la fuente de la gracia es Cristo, Verbo encarnado; pero su cualidad de Cristo, de mediador, permanece inseparable de la naturaleza humana que tomó de la Virgen Santísima. [«Habiendo Dios querido una vez darnos a Jesucristo por medio de la Santísima Virgen, ese orden ya no puede cambiar, pues los dones de Dios no están sujetos a mudanza. Siempre será cierto que habiendo recibido por su caridad el principio universal de toda gracia, habiendo recibido por su caridad el principio universal de toda gracia, recibamos también por su mediación las diversas aplicaciones en todos los diferentes estados que componen la vida cristiana. Como su caridad maternal ha contribuido tanto a nuestra salvación en el misterio de la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, así contribuirá también eternamente en todas las demás operaciones que no son más que su corolario». Bossuet, Sermon pour la fête de la Conception.- Citemos asimismo las palabras del Papa León XIII: «Del magnífico tesoro de gracias que Cristo nos ganó, nada nos será dispensado si no es por María. Por tanto dirigiéndonos a ella es como hemos de legarnos a Cristo, así como por Cristo nos acercamos a nuestro Padre Celestial». Encíclica sobre el Rosario, 1891].

  La segunda razón, que guarda relación con la anterior, es que nadie tiene ante Dios tan gran crédito para obtenernos la gracia, como la Madre de Dios.- Como consecuencia de la Encarnación, Dios se complace, no para amenguar el poder de mediación de su Hijo, sino para extenderlo y ensalzarlo, en reconocer la solvencia de los que están unidos a Jesús, cabeza del cuerpo místico; esa solvencia es tanto mayor cuanto mayor y más íntima es la unión de los santos con Jesucristo.

  Cuanto más se acerca una cosa a su principio, dice Santo Tomás, más experimenta los efectos que ese principio produce. Cuanto más os acercáis a una hoguera, más sentís el calor que irradia.- Pues bien, añade el santo Doctor; Cristo es el principio de la gracia, puesto que, en cuanto Dios, es autor de ella y, en cuanto Hombre, es instrumento; y como la Virgen es la criatura que más cerca ha estado de la humanidad de Cristo, puesto que Cristo tomó en ella la naturaleza humana, síguese que María recibió de Cristo una gracia mayor que la de todas las criaturas.

  Cada cual recibe de Dios (habla el mismo Santo Tomás) la gracia proporcionada al destino que su providencia le ha señalado. Como hombre, Cristo fue predestinado y elegido para que, siendo Hijo de Dios, tuviese poder de santificar a todos los hombres; por tanto, debía poseer El solo tal plenitud, que pudiese derramarse sobre todas las almas. La plenitud de gracia que recibió la Santísima Virgen tenía por fin hacerla la criatura más allegada al autor de la gracia; tan allegada, en efecto, que María encerraría en su seno al que está lleno de gracia, y que al darle al mundo por su parto virginal, daría, por decirlo así al mundo la gracia misma, porque le daría la fuente de la gracia [Ut eum, qui est plenus omni gratia, pariendo, quodammodo gratiam ad omnes derivaret. III, q.27, a.5]. Al formar a Jesús en sus punsimas entrañas, la Virgen nos ha dado al autor mismo de la vida. Así lo canta la Iglesia en la oración que sigue a la antifona de la Virgen del tiempo de Navidad, honrando el nacimiento de Cristo: «por ti se nos ha dado recibir al autor de la vida»; y además, invita a «las naciones a cantar y ensalzar la vida que les ha procurado esa maternidad virginal».
Vitam datam per Virginem
Gentes redemptæ plaudite.

  Por consiguiente, si queréis beber con abundancia en la fuente de la vida divina, id a María, pedidle que os guíe a esa fuente; ella más y mejor que ninguna otra criatura puede llevarnos hasta Jesús. Por eso, y no sin justo motivo, la llamamos «Madre de la divina gracia»; por eso también la Iglesia le aplica este paso de las Sagradas Escrituras: «El que me encuentre, hallará la vida y beberá la salud que viene del Señor» (Prov 8,35). La salvación, vida de nuestras almas, no viene sino de Jesús. El es el único mediador; pero, ¿quién nos llevará a Él con más seguridad que María?; ¿quién goza de tanto poder como su Madre para volvérnosle propicio?

  María, por otra parte, recibió de Jesús mismo, respecto a su cuerpo místico, una gracia especial de maternidad. Esta es la última razón de por qué resulta tan fecunda en el orden sobrenatural la devoción a la Santísima Virgen.- Cristo, después de haber recibido de María la naturaleza humana, asoció a su Madre, como va os he dicho, a todos sus misterios, desde su presentación en el Templo hasta su inmolación en el Calvario. Ahora bien, ¿cuál es el fin de todos los misterios de Cristo? No es otro que el de convertirle en dechado y paradigma de nuestra vida sobrenatural en rescate de nuestra santificación y fuente de toda nuestra santidad; y finalmente el de crearle una sociedad eterna y gloriosa de hermanos que en todo se le asemejen. Por eso María está asociada al nuevo Adán como una nueva Eva; es, pues, con mejor derecho que Eva, la «madre de los vivientes» (Gén 3,20), de los que viven por la gracia de su Hijo.

  Os decía poco ha que esa asociación no fue únicamente externa. Siendo Cristo Dios, siendo el Verbo omnipotente, creó en el alma de su Madre los sentimientos que debía albergar hacia todos aquellos que Él quería elevar a la dignidad de hermanos suyos, haciéndolos nacer de ella y vivir sus misterios. La Virgen, por su parte, iluminada por la gracia que abundaba en ella, respondió a ese llamamiento de Jesús con un Fiat, en el que ponía su alma entera con sumisión, totalmente unida en espíritu con su divino Hijo: «Al dar su consentimiento, cuando le fue anunciada la Encarnación, María aceptó el cooperar, el desempeñar un papel, en el plan de la Redención; aceptó, no sólo ser la Madre de Jesús, sino también asociarse a toda su misión de Redentor.

  En cada uno de los misterios de Cristo, hubo de renovar el Fiat lleno de amor, hasta el momento en que pudo decir, después de haber ofrecido en el Calvario, para la salvación del mundo, aquel Jesús, aquel Hijo, aquel cuerpo por ella formado, aquella sangre que era su sangre: «Todo se ha consumado». En esa hora bendita, María estaba tan identificada con los sentimientos de Jesús, que puede llamarse Corredentora. En ese instante, como Jesús, María acabó de engendrarnos, por un acto de amor, a la vida de la gracia [Cooperata est caritate ut fideles in Ecclesia nascerentur. San Agustín. De Sancta Virginitate, núm.6]. Siendo Madre de nuestra Cabeza, según el pensar de San Agustín, por haberle engendrado en sus entrañas, María llegó a ser, por el alma, la voluntad y el corazón, madre de todos los miembros de esa divina Cabeza. «Madre, en cuanto al cuerpo, de nuestra Cabeza; por el espíritu lo es de todos sus miembros» [Corpore mater capitis nostri, spiritu mater membrorum eius. ib.].


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