Y
porque aquí en la tierra María se asoció a todos los misterios de la Redención,
Jesús la coronó, no sólo de gloria, sino de poder; colocó a su Madre a su
diestra, para que pudiese disponer, a título de Madre de Dios, de los tesoros
de la vida eterna. «La Reina se sienta a tu derecha» (Sal 44,10). Es lo que
indica la piedad cristiana cuando proclama a la Madre de Dios «omnipotencia
suplicante».
Digámosle, pues, con la Iglesia y llenos de
confianza: «Muestra que eres Madre: Madre de Jesús por tu ascendiente sobre Él;
madre nuestra, por tu misericordia para con nosotros; por tu mediación reciba
Cristo nuestras preces, ese Cristo que, naciendo de ti para traernos la vida,
quiso ser Hijo tuyo» (Himno Ave maris Stella).
¿Quién conoce mejor que ella el corazón de su
Hijo? En el Evangelio (Jn 2,1 y sigs.) hallamos un magnífico ejemplo de su
confianza en Jesús. Ocurrió el hecho en las bodas de Caná. Asiste a ellas con
Jesús y no anda tan absorta en la contemplación, que no advierta lo que ocurre
a su alrededor. El vino escasea. María advierte la confusión de sus huéspedes y
dice a Jesús: «No tienen vino». Bien se refleja aquí su corazón de madre.
¡Cuántas almas «místicas» hubiesen tenido a menos pensar en el vino! Sin
embargo, ¿qué son ellas al lado de María? Impelida por su bondad pide a su Hijo
que ayude a los que ve en apuros. Nuestro Señor la mira y hace como que no
accede a lo que ella pide: «Mujer, a ti y a mí, ¿qué nos va en ello?» Pero ella
conocía a su Jesús; tan segura está de Él, que al punto dice a los criados:
«Haced todo lo que El os diga». Y, en efecto, Cristo habló y las ánforas se
llenaron de excelente vino.
¿Qué pediremos nosotros a la Madre de Jesús
sino que ante todas las cosas y sobre todo forme a Jesús en nosotros
comunicándonos su fe y su amor? Toda la vida cristiana consiste en hacer que «Cristo
nazca en nosotros y que viva en nuestro corazón». Es doctrina de San Pablo (Gál
4,19).
Ahora bien, ¿dónde se formó Cristo en primer
lugar? En el seno de la Virgen, por obra del Espíritu Santo. Pero María, dicen
los Santos Padres, concibió primero a Jesús por la fe y el amor, cuando con su
Fiat consintió en ser su Madre. Pidámosle que nos alcance esa fe que engendra a
Jesús en nosotros, ese amor que hace que vivamos de la vida de Jesús. Pidámosle que nos haga semejantes a su Hijo; ningún favor más grande la podemos pedir,
ninguno que más la guste concedernos, pues sabe y ve que su Hijo no puede estar
separado de su cuerpo místico. Está tan unida de alma y de corazón con su divino
Hijo, que ahora en la gloria no anhela más que una cosa: que la Iglesia, reino
de los escogidos, precio de la sangre de Jesús, aparezca ante Él «gloriosa, sin
mancha ni arruga, santa e inmaculada» (Ef 5,27).
Por eso, cuando nos dirijamos a la Virgen,
hagámoslo unidos a Jesús y digámosla: «Oh Madre del Verbo encarnado, vuestro
Hijo ha dicho: Todo cuanto hiciereis al menor de mis pequeñuelos a mí me lo
hacéis: yo soy uno de esos pequeñuelos entre los miembros de Jesús, vuestro
Hijo; en su nombre me presento delante de Vos para implorar vuestro auxilio».
Si rehusase peticiones así presentadas, María rehusaría algo a Jesús.
Vayamos, pues, a ella, pero vayamos con
confianza. Hay almas que acuden a ella como a una madre, le confían sus
intereses, le descubren sus penas, sus dificultades; a ella recurren en las necesidades,
en las tentaciones, pues entre la Virgen y el demonio hay eterna enemistad; y
con su planta María quebranta la cabeza del dragón infernal» (Gén 3,15); tratan
siempre con la Virgen como con una
madre; las hay que se arrodillan delante de sus estatuas para exponerle sus
deseos y anhelos. Son niñerías, diréis. Acaso; pero, ¿sabéis lo que dice
Cristo? «Si no os hiciereis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de
los cielos» (Mt 18,13).
Pidamos a María que de la humanidad de su
Hijo Jesús, que posee la plenitud de gracia, iluya ésta con abundancia sobre
nosotros, para que por el amor nos vayamos conformando más y más con el Hijo
amantísimo del Padre que es también su Hijo. Esta es la mejor petición que
podemos hacerle.
Nuestro Señor decía a sus Apóstoles en la
última Cena: «Mi Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído
que he venido de El» (Jn 16,27). Lo mismo podría decirnos de María: «Mi Madre
os ama porque vosotros me amáis y creéis que he nacido de ella». Nada resulta
más grato a María que oír confesar que Jesús es su Hijo y verle amado de todas
las criaturas.
El Evangelio, como ya sabéis, no nos ha
conservado sino muy contadas palabras de María. Acabo de recordaros algunas:
las que dijo a los criados de las bodas de Caná: «Haced cuanto mi Hijo os diga»
(ib. 2,5). Estas palabras son como un eco de las del Padre Eterno: «Este es mi
querido Hijo, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadle» (Mt 17,5;
+2Pe 1,17). Podemos también nosotros aplicarnos esas palabras de María: «Haced
cuanto os dijere». Ese será el mejor fruto de esta conferencia: será también la
mejor manifestación de nuestra devoción para con la Madre de Dios. El mayor
anhelo de la Virgen Madre es ver a su Divino Hijo, obedecido, amado,
glorificado, ensalzado; como para el Padre Eterno, Jesús es para María el
objeto de todas sus complacencias.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
Pidámosla que nos haga semejantes a su Hijo; ningún favor más grande la podemos pedir, ninguno que más la guste concedernos,
ResponderBorrar¿porque esos la?
¿no sería le?
Era el texto original. Pero ya está corregido. Gracias por la observación.
BorrarBendiciones