Según
el Papa Francisco, “los obispos deben ser hombres que no tengan psicología de
príncipes”. Y ello -de acuerdo a lo que ha resaltado- para que sean “capaces de
estar velando sobre el rebaño que les ha sido confiado y cuidando todo aquello
que lo mantiene unido”.
Así
lo hizo saber en el Discurso que dirigió al Comité de Coordinación del CELAM,
el pasado 27 de julio, en el marco de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. Antes ,
según noticias que tomaron estado público el 24 de junio, había dejado de
asistir al Gran Concierto de Música
Clásica por el Año de la Fe ,
aduciendo que él no es un príncipe renacentista.
Es extraño, por decir lo menos, esta
recurrente manera de expresarse en el titular de la silla petrina. La
etimología de la palabra príncipe
esta cargada de dignidad; otrosí su semántica, que alude a los principios inmutables y a cuanto es principal o capital en la vida, en
contraposición con todo aquello que resulta subalterno, fluctuante o huidizo. El
príncipe connota soberanía y herencia, sucesión, primogenitura y alteza. Nada
de lo que tenga que renunciar o avergonzarse un obispo, ni mucho menos un pontífice,
pues sabiamente ejercido tal principado, ni entra en colisión con la humildad
ni mucho menos con el servicio al prójimo.
Y
aquí ya no es el idioma quien contradice el yerro bergogliano, sino la vera
historia preñada de Príncipes de la
Iglesia y de Príncipes Católicos, que han alcanzado los
altares y la santidad, precisamente por el modo de ejecutar su principalía.
Suponer antagonismo entre la condición regia y el amor a los pobres, puede ser
el justo y eventual diagnóstico de una monarquía ruinosa, donde señorea
precisamente el príncipe de este mundo, pero no puede ser nunca el punto de
partida de una convicción católica. Porque como escribía Juan de Mariana
sintetizando una doctrina sempiterna:“los príncipes están puestos por Dios para
que tengan sus veces en la tierra y como vicarios suyos le semejen en todo”.
Hasta
el día de hoy, la misma sensibilidad popular –esa actitud de las ovejas que con
razón tanto preocupan al Papa- suele reservar el sustantivo príncipe, y los adjetivos que de él se
derivan, para designar cosas admirables o amables: la distinción, la jefatura,
la enjundia, lo granado y delantero.
No; las
ovejas no siguen al pastor porque huelan en él su mismo olor borreguil y
carnero, sino porque siendo preeminente al rebaño, conoce a cada una por su
nombre y está dispuesto a donar su sangre en la custodia. No es el pastor el
que deba aborregarse, sino las ovejas quienes puedan quedar suspensas de la
palabra señera y de la guía sacrificial del pastor. “De pacer olvidadas,
escuchando”, diría Garcilaso. Máxime cuando el Pastor aquí mentado e imitado, a
la hora de hacerse Cordero, seguirá “en el medio del trono”, como anticipa el
Apocalipsis (7,17), y conservará su cetro.
Las páginas bellísimas del texto joánico, que
nos la muestran a María, la hermana de Lázaro, derramando sobre Jesús un frasco
completo de purísimo y costoso nardo (Jn 12,1-11), narran con arrobamiento que
aquel aroma especial inundó la casa y cada uno de sus sitios. El Pastor por
antonomasia traía y merecía el ungüento más noble y más costoso. Ese mismo y
divino bálsamo con el que transformó un pesebre maloliente en el primer
sagrario, y una cruz fétida en el madero más fragante de los siglos. Misterios
y milagros que saben protagonizar los Príncipes.
En el Segundo Libro de Samuel (7,8), quedan
bien claros las conceptos: “Ahora, pues, así dirás a mi siervo David: ‘Así dice
el Señor de los Ejércitos: Yo te tomé del pastizal, de seguir las ovejas, para
que fueras príncipe sobre mi pueblo
Israel’”. Y en el libro anterior (1 Samuel, 10, 1), el panorama es aún más
transparente, si cabe:”Tomó entonces Samuel la redoma de aceite, la derramó
sobre la cabeza de Saúl, lo besó y le dijo: ¿No te ha ungido el Señor por príncipe sobre su heredad? Lo mismo
puede leerse en el Libro de las Crónicas
o en las páginas de los profetas como Ezequiel. Es que ni la Escritura Sacra ,
ni los Santos Padres, ni la
Tradición viva del Magisterio, rechazaron jamás la palabra
príncipe para referirse a los pastores y al Pastor Universal.
Un salmo tan célebre cuanto hermoso: el
cincuenta, en su versículo catorce, parece cifrar en clave poética –que es el
modo más alto de acertar con la proferición de las verdades- cuál es el
significado de este principado que se le pide a los consagrados a Dios: “Redde mihi laetitiam salutaris
tui: et spiritu principali confirma me”. Traduce Straubinger: “Devuélveme la
alegría de tu salud; confírmame en un
espíritu de príncipe”.
El Papa Urbano VIII mandó musicalizar este salmo, para ser cantado en la Capilla Sixtina durante los
maitines del miércoles y el viernes de la Semana Santa. Y fue el Papa del
Breve Comisum Vobis, de 1639, por el
que aplicaba la pena de excomunión automática al católico que practicase
cualquier forma de esclavitud contra el prójimo desvalido; y a la vez el Papa
que alentó el stile
antico
o prima prattica, polifonía propia del Renacimiento.
Pedir que los obispos no se comporten como príncipes; y prohijar incluso
las conductas contrarias, como las que se vieron para escarnio de la genuina
feligresía católica en las playas de Copacabana, no es prueba de sencillez sino
de confusión; ni de modestia sino de plebeyismo; ni de servicialidad sino de
demagogia populista.
Pedir o permitir que los obispos abandonen la virtud de la gravitas que su investidura reclama,
para contonearse al compás de una coreografía tribal, no es estar más cerca de
las ovejas sino del ridículo. Para combatir al jansenismo se necesitan fiestas
cristianas, no carnavales cariocas. Porque sólo
hay fiesta allí donde el amor se alegra, según lo dice el Crisóstomo. Su
caricatura revulsiva,en cambio, tiene lugar cuando “por una noche se olvidó que
cada uno es cada cual”, según rimaba Antonio Machado.
Tanto hablar de periferia, y de
la necesidad de acudir a ella para socorrerla, ha provocado hoy esta doliente
paradoja: que en la periferia han quedado la Verdad , el Bien y la Belleza. En los aledaños, el
esplendor de la liturgia; en los suburbios la diáfana luz de la ortodoxia; en
los perímetros marginales, el sabio coraje del testimonio oportuno e
inoportuno. Y desde el Papa Francisco para abajo no parece haber almas ni
brazos dispuestos a socorrer a esas indigencias que, alguna vez, fueron el verdadero
tesoro de la Iglesia. Las
pocas almas y voces bravías que a tales alrededores se allegan,caminando
contracorriente, y haciendo centinela, son castigadas de consuno por exponentes
de una papolatría tan obtusa cuanto insustentable.
Como tales obtusos nos rondan al acecho, se nos permitirá una escueta aclaración final. No para ellos,
que no la merecen, sino para los sufrientes amigos, junto a los cuales, tantas
defecciones romanas nos resultan otras tantas mordeduras del espíritu.
Téngase por tal aclaración que no cruzamos espadas en pro de los Príncipes
de la Iglesia ,
si por tal principado se entienden oropeles, orfebrerías, enjoyamientos, o las suntuosidades diversas del Cinquecento. Tenemos bien presente aquel
relato del Maestro Eckhart. El del Niño desnudo que llega a la puerta de un Monasterio.
Interrogado por el Superior se identifica: “Soy un Rey. Mi reino está en mi
corazón. Procedo de Dios, a Dios quiero llegar”. “Si es así pasa”, le dice el
Superior. “Elige el vestido que quieras y entra”. “Entonces, ya no sería un
Rey”, responde el Niño. Ninguna pompa innecesaria o vacua está en el blanco de
nuestra defensa; aunque tampoco nos conforme la abolición o el arrasamiento de
las símbólicas majestades externas.
Pero si ya no hemos de tener Príncipes de la Iglesia , si ya el Sumo
Pontífice no quiere ser tal sino apenas el Obispo de Roma, en paridad con el
resto de los prelados, es la naturaleza misma del Orden Sagrado la que sufre
mengua, no el volumen de la tiara o las puntillas del alba. Porque si en la
naturaleza del sacerdocio está la obligación del religioso de hacerse pastor y pasto a la vez;
también, o por lo mismo, está su condición de elegido y de consagrado; de
llamado y segregado del mundo, de tomado por Dios, como dice la Carta a los Hebreos. De príncipe, a emulación de Aquel que anunció
Isaías (9,6), como Príncipe de la Paz. A
emulación y escoltamiento de los mismos coros angélicos, entre los cuales, a
despecho de tanta semiótica democrática, hay tronos, potestades, dominaciones y
principados.
Por los Príncipes de la Iglesia : te pedimos Señor.
Por el Papa Francisco: te pedimos Señora de los Príncipes de la Iglesia.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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