No,
my
dear; la niñez no es ese período oficialmente bobo de la vida del
hombre durante el cual —superada la lactancia— las madres confían a sus hijos
al cuidado de una niñera gallega o de una miss o de una fräulein o de una mademoiselle
(como se llama a las gallegas originarias de Inglaterra o de Alemania o de
Francia) para descargar sus maternales conciencias de los posibles sobresaltos
que proporciona a las personas mayores la cotidiana inconsciencia infantil.
No, mi querida lady Grace. La niñez es probablemente
el más respetable estado de la vida humana: el más respetable y el menos
respetado estado de nuestra vida. Porque nadie sabe respetar a la niñez.
Para el mundo de los adultos, el niño es
siempre un pequeño delincuente. Es ya un pequeño delincuente en potencia, al
que —por si acaso y para ir ganando tiempo— se le rapa como a un penado, ya un
pequeño ex delincuente, al que, después de ficharlo, se lo somete a la tutela
de la puericultura, que es algo así como el Patronato de Liberados de la niñez.
En realidad, el niño es un problema. Pero no
es un problema creado por él sino por la sociedad de los mayores. Y es un
problema social porque empieza siéndolo familiar. Es un problema familiar,
porque el niño —como todo elemento indispensable a un grupo— molesta en la
familia. Molesta precisamente por eso: porque sin él la familia no sería
posible; porque sin él la familia no sería un ordenamiento; porque el niño es
Su Majestad el Niño, y toda Majestad es, por indispensable, incómoda.
De ahí que procure asegurarle contra todos
los riesgos —no sólo por razones sentimentales sino también por elementales
razones de propia conservación— y de ahí, además, que frecuentemente delegue
esa tarea en personas ajenas a ella misma.
Porque la familia —que no puede
eliminar al niño sin eliminarse— trata al menos de quitárselo de encima.
Tal es
el origen real de la institución de las gallegas de cualquier nacionalidad y el
de la institución del kindergarten (cuya traducción sincera sería "alivio
de la familia"). Pero la niñez cuenta con otro auxiliar, cuyos servicios
nadie contrata, sino que los adquiere el niño por derecho de nacimiento. Como
usted sin duda lo habrá adivinado, me refiero al Ángel de la Guarda.
El Ángel
de la Guarda pertenece a un cuerpo especial dentro de la milicia angélica.
No es ni el ángel guerrero —de esos que, con
San Miguel al frente, desataron contra Luzbel la primera blitzkrieg de la
historia—, ni el ángel oficial de justicia —como aquel que desalojó a nuestros
primeros padres del Paraíso Terrenal—, ni el ángel embajador extraordinario
—como aquel de la Anunciación—, ni ninguno de tantos otros ángeles que en ambos
Testamentos, luego de asustar al hombre, le dicen: "No temas", para
terminar encomendándole una dificilísima misión especial.
El Ángel de la Guarda es el ángel
paracaidista que, tras la particular cigüeña portadora de cada uno de nosotros,
se deja deslizar por la chimenea para hacerse cargo de nuestra alma. Es el
ángel adscripto a nuestro destino, nuestro ángel secretario privado, o, mejor quizá,
nuestro ángel guarda-espalda, conocedor consumado del cúmulo de peligros que la
infancia reúne y renueva constantemente para sí. Niñero y trapecista, preceptor
y bombero, su actividad es ilimitada, como lo es la imaginación infantil.
Nadie sino él sabe respetar a la niñez. Sólo
él sabe galoparle al lado y adelantársele cuando es necesario (que es el único
sistema de educación realmente educativo). Sólo él conoce los derechos del
recién nacido —el derecho de que no lo envuelvan como un bicho canasto, el
derecho de que no le fajen los brazos, el derecho de llorar porque sí, el
derecho de desvelarse y de desvelar, y, como éstos, todos los otros derechos
que, sin ninguna otra razón atendible, se reconocen a los mayores—; sólo él
respeta los derechos del impúber —el derecho de caerse de la cama, el derecho
de interrumpir una conversación, el derecho de no querer comer, el derecho de
no querer estudiar, el derecho de fumar, el derecho de decir malas palabras y,
como éstos, toda la serie de los otros derechos que tampoco sin ninguna otra
razón atendible, se reconoce a los adultos.
El Ángel de la Guarda está solo en su divina
tarea; solo, pero con la mejor compañía, que es la compañía de la niñez.
Todos hemos sido niños y todos nos
comportamos con ellos como niños venidos a más, en permanente estado de
desconocimiento de los derechos de su personalidad. Les consentimos lo que no
podríamos consentirles y les negamos lo que no deberíamos negarles. Les
consentimos que se apoderen de un muñeco de su hermano —el único bien, acaso,
de su hermano— y ponemos el grito en el cielo cuando descubrimos que se han
apropiado de un insignificante billete que hallaron, entre muchos, en nuestra
cartera. Y el niño que se apodera de aquel juguete despoja a su hermano de toda
su fortuna, mientras el que se apropia de uno de nuestros pesos nos despoja de
uno de tantos de nuestros pesos. Proporcionalmente considerados, el primero es
un ladrón vocacional y el segundo es un humilde ratero ocasional. Y,
considerados socialmente, el primero es un asaltante y el segundo es un
heredero apresurado. Y, sin embargo, frente al hecho del primero, sólo nos
preocupa la idea de consolar al desposeído, mientras frente al hecho del
segundo nos atenaza la visión pavorosa del hijo recluido en el presidio de
Alcatraz. Es que todos nosotros hemos olvidado la realidad de la niñez y su
misterio.
Desde lo alto de nuestros años, asistimos a
ella como al desenvolvimiento de un tipo de animalidad distinto e inexplicable.
Y el
niño es inexplicable porque no queremos explicárnoslo; más aún, porque no
queremos entrar en explicaciones con nosotros mismos, porque no queremos
recordarnos niños, porque no nos atrevemos a enfrentarnos con nuestra propia
naturalidad perdida y confesarnos traidores a ella, porque no nos atrevemos
siquiera a mirar hacia atrás para ver qué se hizo de nuestro yo-niño que
dejamos perdido en el bosque de los sueños; porque nosotros los mayores somos
la representación de la cotidiana cobardía grotescamente satisfecha de
solemnidad.
El niño no es, en cuanto ser, distinto del
hombre; en todo caso, es éste el que es distinto del niño: porque, en general,
el hombre es un niño fracasado, un tránsfuga de la niñez, a la que traicionó
por unas pocas monedas de suficiencia.
El niño es el hombre en su propia naturaleza.
Es la perpetua renovación del hombre-Adán, en quien se repite, con la pérdida
de la niñez, la Caída y la consiguiente expulsión del Paraíso.
El niño es el renovado colaborador de Dios en
la tarea de la Creación. Él es quien descubre por sí solo a las creaturas y las
alumbra con sus ojos, y, deslumbrándose con ellas, le pone a cada una su nombre
particular. Él es quien cada día vivifica todas aquellas cosas a las que en
cada ayer dieron muerte los cansados ojos del hombre. Él es quien cada mañana barniza
de nuevo al mundo y resucita su color. Él es quien resucita a cada hora, en las
notas del Fratre Sole, la hermandad luminosa del Poverello de Asís. Él es el
hermano del agua y del lobo, de la flecha y del pájaro, del león y de la
estrella, del tigre y de la flor, de Francesca de Rímini y de Bice Portinari,
del fuego y de la luz. Él es quien reconquista la tierra cada alba, y para él
la noche se echa a dormir a sus pies. Para él discurre el aire entre las rosas
y para él las nubes —palomares de las palomas del cielo— corren sus regatas con
un ángel al timón.
Por él y para él vive la naturaleza toda.
Para él y para su naturalidad: por él y por su naturalidad.
Porque Dios no salvó a Adán de la definitiva
muerte para salvarlo de su muerte personal; lo salvó porque sabía que, naciendo
padre, lo salvaría al hijo: al niño reconquistador de la Creación, al niño que
cada uno de nosotros fuimos, al que nos obliga a serlo la esperanza de Dios y
su perdón.
Porque Dios depositó su confianza en el niño;
el mismo Dios que se hizo Niño un día para enseñarnos —en su divina lección de
repaso— a ser definitivamente niños, a rescatar definitivamente, con la
Jerusalén Celeste, nuestro Belén Terrenal.
Por eso nos incomoda el niño. Porque si un
día fracasamos con Adán queriendo ser "como dioses", nos negamos a
ser niños por el temor de ser, en alguna manera, como Dios. Porque nada nos
incomoda tanto como la divinidad. Y nada está tan cerca de la divinidad como la
niñez: como la niñez, que es la humanidad recién salida de la divinidad.
FERRO,
Jorge – ALLEGRI, Eduardo. IGNACIO ANZOATEGUI. Buenos Aires. Ediciones
Culturales Argentinas, 1983.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
Ah, don Augusto, qué preciosidad de texto! Cada día me gusta más pasarme por aquí.
ResponderBorrarLo leí de madrugada, pero no tenía tiempo de escribir, porque a veces las cosas se complican y tienes que postponer unas para dar paso a otras. Pero me marché a trabajar con la imagen de los dos niños protegidos por sus correspondientes ángeles de la guarda. Y recordé cuando mi padre me contaba lo mismo que dice el autor; que el ángel de la guarda era un ángel guerrero que protegía a "su princesa" jejejeje, de cualquier cosa mala. Nos vamos, con el tiempo, olvidando de que un día estuvimos tan cerca de Él...!
" . Y nada está tan cerca de la divinidad como la niñez: como la niñez, que es la humanidad recién salida de la divinidad."
Pero casi siempre terminamos alejándonos, como Adán, de Dios. Queremos ser más y acabamos siendo ¡¡ tan poco!!
Gracias por dejarnos estas perlas, tan sencillas pero ¡tan distinguidas!
Saludos cordiales, amigo.
Así es estimada Gaugamela, precioso texto como todo lo que escribió Anzoátegui.
BorrarEl título original del texto es "Defensa de la niñez", y me tomé el atrevimiento de agregar "Insistamos en la..." debido a el llamado a dejar de insistir con la defensa de la vida de los bebés, so pretexto de no aferrarnos a "pequeños preceptos". Signo claro de los tiempos.
Saludos en Cristo y María, amiga.
¿Sabe? Ese "atrevimiento" suyo, cuando se acometen empresas tan nobles, equivale a la audacia de los héroes. Así que, desde aquí, mi aplauso por su valiente defensa de tan justa causa.
BorrarSaludos en Cristo y María, como muy bien dice siempre.
¡Mire qué le traigo, don Augusto! Si ya conoce la noticia, no pasa nada. Pero como sé que lo que venga de la mente privilegiada del Papa Benedicto le interesa, pues aquí le dejo este aperitivo. En cuanto salga el libro del merluzo y engreído ateo de los demonios, me voy de cabeza a la librería. Aunque tenga que ensuciar mi casa con ese petardo. Y es que, dentro está la respuesta de Benedicto XVI al susodicho.
ResponderBorrarPongo el enlace y un extracto de la carta del Papa.
http://vaticaninsider.lastampa.it/es/reportajes-y-entrevistas/dettagliospain/articolo/28071/
Éste es el párrafo que he extraído. Espero que le resulte interesante:
ResponderBorrarEl jalón de orejas más severo de Razinger surgió en el terreno de la historia. «Lo que usted dice sobre la figura de Jesús no es digno de su rango científico. Si usted plantea la cuestión como si, en el fondo, no se supiera nada sobre Jesús, como figura histórica, nada sería aceptable; entonces puedo solamente invitarle a que, con mayor decisión, se vuelva más competente desde el punto de vista histórico. Le recomiendo para ello sobre todo los cuatro volúmenes que Martin Hengel (exégeta de la Facultad teológica protestante de Tübingen) publicó con María Schwemer: es un excelente ejemplo de precisión histórica y de amplísima información histórica. Ante esto, lo que usted dice sobre Jesús es un poco temerario y que no debería repetir». Y Ratzinger no niega que en la exégesis haya también cosas poco serias. Pero rechaza la acusación de Odifreddi, según quien «presentaría la exégesis histórico-crítica como un instrumento del anti-cristo. Al ocuparme de la narración sobre las tentaciones de Jesús, solamente retomé la tesis de Soloviev, que afirma que la exégesis histórico-crítica puede ser usada también por el anticristo –hecho que es inconfutable».
Saludos, amigo.
Con la lucidez, claridad, valentía y verdadera humildad que contesta, creo que podría haber seguido perfectamente al frente de la Iglesia "visible". Seguimos pretendiendo que todo esto que pasa es un soplo del Espíritu que estaba aburriéndose y decidió adecuarse a los tiempos actuales y ahora escucha heavy metal.
BorrarYo, al final del rosario, rezo por las intenciones del Santo Padre Benedicto XVI, porque si tengo que presumir las intenciones de quién hoy está al frente de la Iglesia "visible", estaría rezando por la mundanización de la misma y su consiguiente destrucción.
Muchas gracias estimada amiga.
¡Ajajajaja!
ResponderBorrar¡Qué frase más requetebuena, por Dios!
"... un soplo del Espíritu que estaba aburriéndose y decidió adecuarse a los tiempos actuales y ahora escucha heavy metal."
¡Buenísima!
Yo también estoy con usted respecto a que BXVI podía haber continuado al frente de la Iglesia "visible". De su salud física no dudo se que, a sus años, ya tenga más achaques que un coche viejecito; ahora, de su salud mental, es incombustible. Está, cómo nos dicen em España los hombres del tiempo, en pleno verano, más despejado que el anticiclón de las Azores, jejejeje!! Y eso, eso es un bálsamo que nos consuela a quienes le admiramos por su valía y demás virtudes, que no tiene precio. Yo, cuando sea más mayor de lo que soy, jeje, quiero quedarme a la puerta de ese cerebrito y ese espíritu incansable, para ver si se me pega algo bueno, jeje!
Saludos cordiales de nuevo.