Es un tópico hablar hoy del anchuroso espacio
que ocupa la mentira, de tal modo se ha hecho carne en nosotros el no llamar a
las cosas por su nombre que la sola pretensión de poner en las palabras usuales
una cierta claridad y precisión significativa, aparece como una manifiesta intención
de herir la susceptibilidad de alguien o corregir la plana de algunos de esos
mensajes mendaces a los que son tan aficionados los representantes oficiales de
cualquier institución, empezando por las eclesiásticas y terminando por las
estatales. El tema del holocausto judío figura en todos los diarios e inspira
una serie de escritos entre la fauna más heterogénea de los plumíferos
profesionales, que querer comprender lo que quieren decir supone un esfuerzo
por encima de las posibilidades de cualquier caletre empeñado en tener una idea
clara del asunto.
El mismo término judío tiene una serie de
significaciones tan poco precisas como cargadas de sentimientos dispares, que
hacen más difícil un uso semántico seguro. Se aplica a una religión, a un
pueblo, a una raza, a una nación o a una actitud existencial frente a la figura
de Cristo. Por supuesto que todas, y cada una de tales designaciones puede
entrar con su carga de denuestos, zalemas, adulaciones e insultos sin que
ninguna termine de satisfacer al implicado que, como Simone Weil, no se sentía
señalada específicamente por ella y esto aumentaba su perplejidad al sentirse
perseguida por algo que jamás había hecho suyo, con perfecta conciencia de sus
implicaciones.
Esta tribulación declarada por Simone Weil
ante Gustave Thibon, debe haber sido la de muchos otros en condiciones
semejantes que, si bien se consideraban implicados en una persecución general,
no lograban comprender muy bien a título de qué se los perseguía: no tenían fe
religiosa, no eran sionistas, estaban dispuestos a mezclar su sangre sin
grandes inconvenientes, era tan indiferentes con respecto a Cristo como lo eran
con respecto a Abraham del que se decían descendientes; carecían de dinero y no
conseguían créditos con más facilidad que cualquier otro.
¿Tenían aspectos de judíos? Generalmente sí,
y esto los ponía en situación de ser marcados con una prontitud que hubieran deseado
menos rápida.
De cualquier modo y cualquiera fuere su
consistencia ideológica existe un “lobby”internacional judío que hace sentir
una presión tan fuerte sobre la Iglesia Católica, que ha inspirado
modificaciones en los misales y hasta se habla de una depuración del Evangelio
de Juan, acusado de inspirar los peores sentimientos anti-semitas.
Y hete aquí una nueva locución que ha entrado
en el vocabulario moderno para mayor confusión de las mentes y entender la
amplitud de los sentimientos contrarios al judío con una designación que abarca
todos los pueblos que hablan una lengua de origen semítico: árabes, coptos,
sirios, arameos, libaneses, etc. Hoy, el anti-semitismo es un movimiento de
repulsa tan universal que no creo que exista una persona capaz de abarcarlo en
toda su plenitud de una sola corazonada, por mucha confianza que tengamos en la
capacidad difusiva del odio.
El judío existe, probablemente no es ninguna
de esas cosas que señalaba Simone Weil, pero hace sentir su presencia con tal
fuerza y con tanta tenacidad sobre la Iglesia Católica que nos hace pensar que
existe, precisamente, para el castigo y la confusión del clero modernista, que
hace toda clase de concesiones y cumplidos para atraer la simpatía de esta agrupación
humana, siempre dispuestos a someterla a un juicio definitivo ante el tribunal
de la historia.
Es verdad que no todos los judíos son ricos,
pero el “lobby” lo es y el Tribunal de la Historia como la misma Iglesia, suele
ser muy sensible a un montón de dólares bien distribuidos. Al fin de cuentas,
¡qué diablos!
Somos judeo-cristianos y esto está escrito en
los documentos pontificios y lo afirman la pléyade de teologillos que se
suponen administradores titulares de las verdades conciliares.
Es una designación muy nueva y no parece
tener un gran apoyo en las Sagradas Escrituras que, como todos ustedes saben,
han sido demasiado influidas por el anti-semitismo de Juan y Pablo, ambos
solemnemente empeñados en llamar “judíos” a los que se oponían abiertamente a
Cristo y señalar como “hebreos” a los miembros del pueblo de Israel que podían
hallarse en una actitud de perplejidad frente a la figura de Jesús de Nazareth.
Si esto así es, tenemos que “judío” es el
hebreo que no admitió que Jesús fuera el Mesías y complotó con los saduceos y
los fariseos para lanzar contra Él una condena de muerte en la cruz. De esta
manera hablar de religión judeo-cristiana es un absurdo y una manifiesta contradicción
en los términos, en primer lugar porque la religión es la revelación de Dios y
no un artilugio fabricado por los hombres, de manera que el término judía para
señalar la procedencia nacional del producto no resulta conveniente.
En
segundo lugar, si llamamos judío al hebreo que rechazó el mesianismo de Cristo
no podemos envolverlo en la responsabilidad de aquello que combatió con
denuedo. El judío puede ser culpable de la muerte de Cristo pero no de su culto
al que expresamente, y en todas las oportunidades que tuvo, trató de destruir.
¡Ah! ¡Entonces usted es anti-judío y por ende
también anti-semita y casi seguramente nazi!...
No
crea el lector eventual de estas líneas que exagero y me alabo de una probable
acusación que nadie tiene interés en hacerme. No, la acusación existe y ha
tomado forma pública en un periódico escrito en alemán y distribuido en la
comunidad judía de Buenos Aires, ahora y hace poco, le ha tocado el turno al
querido Antonio Caponnetto. Es un indicio claro de la dificultad de poder
hablar de los judíos sin provocar una reacción pasional en donde pululan los
reproches del más grueso calibre y de las más antojadizas imputaciones...
Cuando la fe católica se debilita y la
dirección de la Iglesia cae en manos de gente poco apta para las actitudes que
impone el comando, surge de los abismos de la conciencia cristiana ese
sentimiento de culpa que dormita en el fondo de todo pecador e impone la
necesidad de un “mea culpa” para restablecer la concordia con Dios. La Iglesia
ha impuesto el sacramento de la confesión y éste provoca en el alma ese renacimiento
en el que se recupera la salud espiritual y se comienza de nuevo con un sano
olvido de los pecados que han obtenido el perdón.
El signo más claro del debilitamiento aparece
cuando el sentimiento de culpa perdura y se extiende más allá del perdón
obtenido como si encontrara un cierto placer en el mantenimiento de la
condición de indignidad. La culpa ha dejado de ser el resultado de una caída
personal y se ha convertido en una suerte de enfermedad colectiva, de abyección
pastoral, en la que se envuelve a toda la Iglesia como si fuera ésta la
portadora de un pecado nefando de lesa humanidad.
Esta es la situación que las autoridades de
la Iglesia han creado con respecto al judaísmo y que imponen a los creyentes
como si todos ellos cargaran sobre sus espaldas el crimen de haber acusado a
los judíos de un deicidio que, al parecer, nunca cometieron. Es verdad que los judíos
que pidieron la muerte del Mesías han muerto ya hace varios siglos y sus
descendientes no pueden estar directamente complicados en la crucifixión de
Cristo, pero cuando se acepta una herencia con la plena conciencia de lo que
ella implica, se carga sobre los hombros todo el peso de un rechazo espiritual
que es parte, casi total de la heredad aceptada. No he intervenido para nada en
el asesinato de Luis XVI ni de María Antonieta, pero si soy republicano francés
y me hago cargo de todo cuanto este asentimiento implica, admito ser un regicida
y no estoy tan libre como creo de la sangre derramada en nombre de los ideales
a los que adhiero. Nazco en el seno de la comunidad judía y en tanto no tenga
clara conciencia de la actitud religiosa que debe adoptar con respecto a
Cristo, puedo ser perfectamente inocente de su muerte, pero cuando comprendo
bien en donde estoy parado y admito la plena responsabilidad de mi herencia religiosa
acepto que una parte de su sangre caiga también sobre mí mismo.
¡Ah! ¡Perfecto! Entonces usted al declararse
cristiano hace suyos todos los crímenes cometidos por los cristianos en su
historia milenaria.
Ninguno de esos crímenes constituye un
elemento intrínseco y definitorio del cristianismo. El rechazo de Cristo y la
complicidad en su juicio es parte esencial de la posición religiosa del judío,
es lo que lo define y explica. Sin eso el judaísmo no sería lo que es y por lo
tanto no existiría como tal. Si existen otros crímenes en la historia del
pueblo hebreo no entran a título de componente formal de su composición, de
manera que tienen sus cabezas responsables y corresponde al tribunal de la
historia señalar sus nombres y determinar sus culpas.
Los hebreos que aceptaron el mesianismo de
Cristo Jesús y fundaron la Iglesia dejaron de ser judíos en el sentido estricto
del término y se convirtieron en cristianos. Cuando se habla de una culpa
popular y se reprocha a Israel la comisión de un deicidio, se habla de una culpabilidad
asumida por todos los que tienen clara conciencia de pertenecer a un pueblo
constituido como tal a raíz de ese crimen.
La posición adoptada por las actuales
autoridades de la Iglesia Católica no hace mucho por aclarar el problema y
arroja, sobre sus penumbras naturales, la confusa niebla de esa suerte de
culpabilismo que parece la marca exclusiva de la conciencia esclava. No soy esclavo
y no siento sobre mi alma el peso de ningún pecado que no haya cometido
personalmente. Estoy dispuesto a declararme culpable de lo que he hecho y aún
de lo que he omitido, pero de ninguna manera me siento arrepentido por los
desmanes que, falsa o verdaderamente, puedo atribuir a otros.
Los judíos acusan a la Iglesia Católica de no
haber hecho oír su protesta contra los crímenes nazis cometidos contra su
pueblo. Resulta muy difícil en el entrevero de un acontecimiento político de
ese tamaño, medir con exactitud las culpas de uno y otro bando y señalar a los culpables
con la vara de un juez inapelable: ¡Éste es el culpable y este otro no ha roto
ni un plato! Lo determino yo, con la asistencia infalible del Espíritu Santo y
sin dejar un margen para la inquietud o la duda. Que los judíos asuman esa
responsabilidad ante la historia y lo determinen de una vez para siempre, me
parece bien, al fin de cuentas son parte del pleito y tienen pleno derecho a
defenderse como puedan, pero la Iglesia Católica carece de la misma seguridad y
no pretende en este asunto, gozar de una infalible asistencia del Espíritu.
Amén.
RUBEN
CALDERÓN BOUCHET - "Breve reflexión sobre el antisemitismo y otros
textos" www.edicionessoldemayo.blogspot.com.ar
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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