IGUALDAD
También es equívoco el término
"igualdad", como sucede con el vocablo "democracia".
Precisamente esto movió al ilustre Balmes a dedicar un apartado en su Criterio
bajo el título "Palabras mal definidas. Examen de la palabra igualdad". En él, con razonamientos
sencillos y claros, pone de manifiesto los sofismas que comúnmente se encubren
tras las expresiones de "igualdad de naturaleza", "igualdad de derechos",
"igualdad social" e "igualdad ante la ley", para concluir
que la única igualdad que existe entre los hombres es la de su origen y su fin (1).
La igualdad humana fue desconocida hasta el
advenimiento de Cristo. Anteriormente, la desigualdad no sólo consistía en que
los hombres estuvieran divididos en clases sociales infranqueables, sino en que
se aceptaba que por naturaleza unos seres nacían libres y otros esclavos.
Veamos
lo que a este respecto dice Aristóteles, en un célebre pasaje de su Política:
"Hay en la especie humana individuos tan inferiores a los demás, como el
cuerpo al alma, como la bestia al hombre; son aquellos de los que el mejor partido
que se puede sacar es el empleo de las fuerzas corporales. Partiendo de los
principios que hemos sentado, esos individuos son los destinados por la
naturaleza a la esclavitud, pues no hay para ellos nada mejor que obedecer. Es
esclavo por naturaleza el que puede pertenecer a otro (y, en efecto, a otro
pertenece), y cuya razón apenas llega al grado necesario para experimentar un
vago sentimiento, sin tener la amplitud de la razón"(2).
El cristianismo vino a enseñar por primera
vez al mundo la verdadera dignidad e igualdad de los hombres, enfrentándose abiertamente
con un pensamiento y una realidad social plurisecular. No predicó, sin
embargo, la subversión violenta para modificar de raíz el injusto régimen social
existente, ni se dedicó a alentar y excitar a la lucha de clases, en nombre de
la justicia social. Con la propagación de la doctrina de que todos los
hombres son hijos de un mismo Dios, y, por tanto, hermanos, logró primero suavizar
la situación de los esclavos, para preparar después, lentamente, los espíritus
hasta conseguir que desapareciera esa inhumana diferenciación social. En este sentido,
no puede ser más reveladora y significativa la actitud de San Pablo con el
esclavo Onésimo. Escapado éste de casa de su amo, en Colosas, quizá por haber
sustraído algún objeto de su propiedad, llegó hasta Roma, donde fue convertido
al cristianismo por el Apóstol de los gentiles, quien lo indujo a volver a casa
de su señor. Se llamaba éste Filemón y había sido convertido también a la fe
cristiana por San Pablo, circunstancia aprovechada por el Apóstol para enviarle
con Onésimo una carta, en la que se lee: "Tal vez se te apartó por un
momento para que por siempre le tuvieras, no ya como a siervo, antes, más que siervo,
hermano amado, muy amado para mí, pero mucho más para ti, según la ley humana y
según el Señor. Si me tienes, pues, por compañero, acógele como a mí mismo. Si en
algo te ofendió o algo te debe, ponlo a mi cuenta"(3). En este caso concreto, San Pablo no hace sino
aplicar la doctrina que había enseñado en su epístola a los Efesios: "Siervos,
obedeced a vuestros amos según la carne, como Cristo, con temor y temblor, en
la sencillez de vuestro corazón... Y vosotros, amos, haced lo mismo con ellos,
dejándoos de amenazas, considerando que en los cielos está su Señor y el
vuestro y que no hay en El acepción de personas"(4).
No otra es-ni podía ser-la moderna doctrina
pontificia. León XIII enseña a este respecto: “... según las enseñanzas evangélicas,
la igualdad de los hombres consiste en que, teniendo todos la misma naturaleza,
están llamados todos a la misma eminente dignidad de hijos de Dios; y además en
que, estando establecida para todos una misma fe, todos y cada uno deben ser
juzgados según la misma ley para conseguir, conforme a sus merecimientos, el
castigo o la recompensa. Sin embargo, existe una desigualdad de derecho y de
autoridad que deriva del mismo Autor de la naturaleza, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef. m,
15)" (5).
San Pío X, quien hubo de recorrer en su
niñez, diariamente, catorce kilómetros a pie y descalzo, para poder asistir a
la escuela de Castelfranco (6), reprenda la
doctrina de su inmediato predecesor en el motu
proprio de 18 de diciembre de 1903 sobre la Acción Popular Cristiana:
"La igualdad de los diferentes miembros sociales consiste sólo en que
todos los hombres tienen su origen en Dios Creador, que han sido redimidos por
Jesucristo y deben a la norma exacta de sus méritos y deméritos ser juzgados o
castigados por Dios (encíclica Quod
apostolici muneris)"(7).
* * *
Basten estos breves y precisos conceptos
sobre el alcance de la igualdad cristiana…, y pasemos a ocuparnos de la igualdad política,
que es la que principalmente nos interesa en este momento.
Aun cuando puedan encontrarse autores en
todas las épocas que postulan la igualdad política, el gran heraldo del falso
dogma de la igualdad de los hombres fue, sin embargo, Juan Jacobo Rousseau,
sobre todo en su Discurso sobre el origen de la desigualdad y en el Contrato
social, en quien se inspiraron los autores de la famosa Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano, cuyo artículo primero dice así: "Los
hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones
sociales no pueden ser fundadas más que sobre la utilidad común"(8).
La afirmación es terminante. Los ideólogos de
1789, de espaldas a la realidad, reconocen y decretan que los hombres nacen
libres-¡pobres niños, si se les dejara en libertad desde el momento de nacer!-y
además iguales en derechos. Pero no se trata de una igualdad absoluta, que
acarrearía la igualdad económica, sino de una simple igualdad de derechos. De
ahí que en los artículos segundo y decimoséptimo de la misma Declaración se
considere a la propiedad "derecho inviolable y sagrado", así como
derecho natural e imprescriptible del hombre". La masa burguesa, que
formaba en' su inmensa mayoría el "tercer Estado", en modo alguno
toleraba que se estableciese la igualdad de bienes, no obstante ser ésta una
consecuencia obligada de los principios revolucionarios. Por ello no titubeó en
guillotinar a Graco Babeuf, autor del Manifeste
des égaux, cuando intentó sublevar a las masas en favor del comunismo.
Por otra parte, los más inflamados
defensores, en teoría, de los principios de libertad e igualdad absolutas jamás
sostuvieron que fueran éstos realizables en la práctica. Así, por ejemplo,
Rousseau escribe en su Discurso sobre el origen
de la desigualdad entre los hombres: "No hay que tomar las
investigaciones que se pueden hacer sobre este tema como verdades históricas,
sino solamente como razonamientos hipotéticos y condicionales más propios para esclarecer
la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen, y semejantes
a las que hacen todos los días nuestros físicos sobre la formación del
mundo"(9). Aun cuando no pretendiese con estas aclaraciones el
pensador ginebrino más que tranquilizar el espíritu de los nobles y burgueses a
quienes debía su propia subsistencia, no se desvirtúa por ello la auténtica
fuerza explosiva que encierran. Sobre todo, si recordamos los párrafos con que se
inicia la segunda parte del mencionado Discurso:
"El primero que habiendo cercado un terreno se atrevió a decir: Esto es mío, y encontró gente lo
bastante sencilla para creerlo, fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
¡Cuántos
crímenes, guerras y muertes, cuántas miserias y horrores no habría ahorrado al
género humano aquel que, arrancando los mojones o rellenando las zanjas,
hubiera gritado a sus semejantes: 'Guardaos de escuchar a ese impostor. Estáis
perdido si olvidáis que los frutos pertenecen a todos y que la tierra no es
propiedad de nadie'"(10).
¡Y pensar que estas lucubraciones de una
mente extraviada, tan contrarias a las enseñanzas de la naturaleza y de la
Historia, han logrado conmover en sus cimientos al mundo civilizado, al ser
asimiladas por las masas! Gran profeta resultó Napoleón, según las palabras que
refiere haberle oído en Ermenonville el marqués de Girardin; "Llegado a la
Isla de los Alamas, el Primer Cónsul se detuvo ante la tumba de Juan Jacobo y
dijo: ¡Habría sido mejor para la
tranquilidad de Francia que este hombre no hubiera existido. - ¿y por qué,
ciudadano Cónsul?, le pregunté. -Es él quien ha preparado la Revolución. -Yo
creía, ciudadano Cónsul, que vos sois el menos indicado para quejarse de la
Revolución. -Pues bien, el porvenir
enseñará si no hubiera sido preferible, para la tranquilidad de la Tierra, que
ni Rousseau ni yo hubiéramos existido jamás"(11).
Cuando contempla Santo Tomás, en sus Comentarios a la "Política" de
Aristóteles, la hipótesis de una democracia en que exista la igualdad
absoluta, no duda en afirmar la incompatibilidad de toda jerarquía con el
principio democrático. En la democracia pura, todos deben gobernar bien directa
y simultáneamente, bien indirecta y sucesivamente. Pero los puestos públicos no
pueden proveerse por elección, ya que ésta supone designar a los más idóneos, hábiles
o competentes, con lo cual se contradice la hipótesis democrática de que todos
los ciudadanos son absolutamente iguales. Citemos textualmente a Demongeot, a
quien hemos seguido en este punto: "La elección que supone una designación
consciente, fundada en consideraciones de capacidad personal, aparece, por el
contrario, como una institución esencialmente aristocrática. En la
democracia-dice Santo Tomás-la ley determina que los gobernantes sean elegidos
por sorteo..., ya todas, ya al menos aquellas que no reclaman una gran
sabiduría y una gran prudencia, como son, por ejemplo, la dirección del
ejército y el consilium (12).
Kelsen, con su rigor lógico habitual,
reconoce que de la idea de que somos todos iguales, se puede deducir rectamente
que "nadie debe mandar a otro"(13), con lo que reaparece
la hipótesis de la anarquía, según ocurrió al examinar la idea de la libertad
absoluta. Para salir al paso de ella, Kelsen que es un empírico y no un soñador
de quimeras, añade inmediatamente, después de lo transcrito: "Pero la
experiencia enseña que, si queremos permanecer iguales, en realidad es preciso
que nos dejemos gobernar." De este modo, al intentarse el desahucio de la
anarquía, queda también desahuciado el principio de la igualdad absoluta. Una
vez admitida la necesidad de dejarse gobernar, se divide a los ciudadanos en
dos clases políticamente desiguales: gobernantes y gobernados.
El profesor Rudolph Laun estudia con mayor
detenimiento el principio de igualdad como exigencia de la democracia. Su
conclusión es la misma de Kelsen: La realidad, la experiencia, hacen imposible
la aplicación de tal principio, debido a su falta absoluta de realismo.
"Por su misma naturaleza -escribe Laun- los hombres son desiguales desde muchos
puntos de vista. El Estado, cualquiera que sea su forma, no puede cambiar a ese
respecto. No puede suprimir la desigualdad existente entre el hombre sano y el
enfermo, entre el fuerte y el débil, entre el sagaz y el imbécil, etc. No puede
compensar esas desigualdades sino de un modo muy restringido. No puede ofrecer
nada capaz de resarcir al ciego de la pérdida de la luz, al achacoso de sus padecimientos,
a la madre inconsolable por la muerte del hijo. No puede proporcionar a los
seres groseros los goces artísticos reservados a las personas con dotes
naturales. Aún más, el mismo Estado no puede dejar de aumentar con
desigualdades artificiales las desigualdades naturales ya existentes"(14).
La conclusión de Laun es terminante. A su juicio, "todas las democracias
de la Historia y del tiempo presente se encuentran en general poco más o menos
tan alejadas como los Estados no democráticos del ideal de la igualdad de los
ciudadanos ante los deberes de obediencia"(15).
Según hemos visto, los principios de libertad
e igualdad, en los que pretende basarse la democracia, resultan incompatibles
con ninguna clase de gobierno; pero como es contraria a la naturaleza la
existencia de un estado anárquico, ha sido preciso adulterarlos, por medio de limitaciones
más o menos importantes. La fuerza corrosiva de tales principios sigue minando,
sin embargo, los espíritus de las masas y creando una situación de anarquía
latente que puede provocar, en un momento dado, el derrumbamiento de los restos
de civilización que aún perduran. Así hubo de admitirlo Spengler, cuando
escribió: "Lo que hoy reconocemos como orden y fijamos en constituciones liberales
no es más que una anarquía hecha
costumbre. La llamamos democracia, parlamentarismo o self-government de los pueblos; pero es, de hecho, la mera
inexistencia de una autoridad consciente de su responsabilidad, de un gobierno y con ello, de un verdadero Estado"(16).
Así
como dijimos que el principio de la libertad desenfrenada se deriva del pecado
de soberbia, del non serviam, de
Lucifer, también podemos encontrar el origen del principio de igualdad absoluta
en el pecado de la envidia en que cayeron nuestros primeros padres en el
Paraíso, al dejarse seducir por la promesa de la serpiente: Aperientur oculi vestri et eritis sicut dii,
scientes bonum et malum (17). De morbus democraticus calificó Summer
Maine a la envidia.
(1)
Balmes: Obras Completas, ed.
cit., vol XV, págs. ISO, siguientes.
(2)
Aristóteles: La Política, traducción
de Nicolás Estevánez, París,
Garnder, s. d., págs.
11, sgs,
(3)
FIm., 15-18, Sagrada Biblia, traducción de Nácar-Colunga, Madrid, B. A.
C., 1959, págs. l310-1311.
(4) Eph. VI, 5, sgs, ed. cit., pág. 1279.
(5)
León XIII: Quod apostolici muneris, en Doctrina Pontificia Documentos
sociales, Madrid, B. A. C., 1959, pág. 184.
(6)
René Bazin: Pie X, París, Flamrnarion, 1928, págs. 14 y 15;
Jerónimo Dal-Gal: San Pío X, Barcelona, Publicaciones
Cristiandad,
1954, pág. 5.
(7) San
Pío X: Fin dalla prima nostra enciclica, en Doctrina Pontificia.
Documentos sociales, ed., cit.• pág. %4.
(8)
Léon Duguit y Henri Mounier: Les
constitutions et lesprincipales lois politiques de la Erance, París,
Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, 1925, pág. l. Todas las citas de la Declaración de derechos que
se hacen en este trabajo están tomadas de esta obra
(9)
Rousseau: Discours sur l'origine de l'inégalité parmi les hommes, París,
Union Générale d'Editions, 1963, pág. 254.
(10)
Rousseau, op, cit., pág. 292.
(11)
Citado por Maurras: Dictionnaire politique et critique,vol. V, pág. 134.
(12) Demongeot, op. cit. pág. 76.
(13) Kelsen, op, eít., pág. 2.
(14)
Rudolph Laun: La democratie, París,
Librairie Delagrave, 1933, pág. 153.
(15)
Laun, op. cit., pág. 154.
(16)
Oswald Spengler : Años decisivos, Madrid, Espasa Calpe, 1936, pág. 40.
(17) Génesis, 3, 5.
DON EUGENIO VEGAS LATAPIE
– “Consideraciones sobre la democracia” – Discurso leído el 14 de Septiembre de
1965. Selecciones Gráficas – Madrid 1965. Págs. 73-81
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista