“No entres por la senda de los malos ni vayas por el
camino de los hombres perversos. Evítalo, no pases por él, apártate de él y
sigue adelante”
(Pr 4, 14-15)
Una de las causas principales del mal que se
advierte en el mundo, en el que desgraciadamente participamos todos en mayor o
menor medida, es nuestra curiosidad por mantener una cierta relación con las
tinieblas, lograr alguna experiencia de pecado, y conocer cómo son las
satisfacciones de lo pecaminoso. Muchas personas – aunque no lo manifiesten con
palabras tan claras – consideran poco varonil y algo vergonzoso, no tener
experiencia del pecado, como si supusiera un distanciamiento anormal del mundo,
una infantil ignorancia de la vida, una simpleza y estrechez de mente, un temor
supersticioso y servil.
No conocer el pecado por experiencia atrae
sobre un hombre las risas y las burlas de sus compañeros. Y no es extraño que
así ocurra a los descendientes de aquella pareja culpable a la que en el
principio ofreció Satanás la entrada en un singular mundo de ciencia y
satisfacciones, como premio a la desobediencia del mandamiento divino. “Cuando
la mujer vio que el árbol era bueno para comer, agradable a la vista y
excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su
marido, que comió igualmente” (Gen 3, 6). El pecado de nuestros primeros
padres obedeció a un cierto descontento porque se les quitó parte de los muchos
dones que Dios les había concedido. Igualmente, el origen principal de las idolatrías
de los judíos fue una búsqueda caprichosa de cosas prohibidas, la curiosidad
por conocer qué era ser como los paganos; nosotros hemos heredado de Adán una
naturaleza semejante.
La curiosidad nos mueve extrañamente a la
desobediencia, con el fin de lograr experiencia en el gusto de desobedecer. Así
“nos
alegramos en nuestra juventud y mantenemos el buen humor en nuestros años
jóvenes; andamos por donde nos lleva el corazón y a gusto de nuestros ojos”
(Qo 11,9). Nos metemos así, de diversas maneras, en lo prohibido: leyendo lo
que no debemos leer, oyendo lo que no debemos oír, viendo lo que no debemos
ver, yendo a lugares adonde no debemos ir, razonando con presunción y
discutiendo cuando deberíamos prestar fe; actuando, en fin, como si fuéramos
nuestros propios señores, cuando lo nuestro es obedecer. Consentimos ante nuestra razón o nuestras
pasiones, ante la ambición, la vanidad y el afán de poder. Cultivamos la
compañía de gentes mundanas y despreocupadas, pensando que tras adquirir un
miserable conocimiento del bien y del mal, podremos volver a nuestros deberes y
continuarlos donde los interrumpimos: como Sansón, hemos ido un momento a
desperezarnos y como a él, sin darnos cuenta, nos ha abandonado nuestra
verdadera energía espiritual.
Pero este engaño procede del padre de la
mentira, que sabe bien que si consigue hacernos pecar una vez nos hará
fácilmente pecar dos y tres veces, hasta que seamos a la larga prisioneros de
su voluntad (2 Tim 2, 26). Sabe el demonio que la curiosidad es la mayor y
primera trampa del hombre, como lo fue en el paraíso; sabe que si con esta
tentación logra abrir un camino hacia el corazón, nos dominarán con facilidad
otras tentaciones de diverso tipo que van apareciendo en la vida. Y sabe que
si, en cambio, resistimos los inicios del pecado es casi seguro que – con la
gracia de Dios – seguiremos nuestro camino de vida cristiana.
Su plan, por tanto, es muy claro. Consiste en
tentarnos con violencia mientras el mundo sea para nosotros todavía como algo
nuevo, mientras nuestras esperanzas y sentimientos sean ansiosos e inquietos.
De ahí la Divina sabiduría y la solicitud compasiva del consejo de muchos lugares
de la Escritura: “no entres por la senda de los malos ni vayas por el camino de los
hombres perversos. Evítalo, no pases por él, apártate de él, y sigue adelante”.
Meditemos por unos momentos esta sencilla
verdad, tan frecuentemente oída que resulta fácil de olvidar: el punto esencial
en asuntos de religión es empezar bien; resistir los comienzos del pecado, huir
de la tentación. “No entres por la senda de los malos…, evítala, no pases por ella,
apártate, y sigue adelante”.
1. En primer lugar, porque es prácticamente
irrealizable que aplacemos nuestra huida sin hacerla imposible. Cuando digo que
hemos de resistir los inicios del mal, me refiero no sólo al primer acto externo
sino al primer pensamiento malo que surja. Sea cual sea la tentación, puede no
haber tiempo para esperar y mirar sin ser atrapado. ¡Ay de nosotros, si Satanás
– por así decirlo – nos ve primero! Porque para él, como ocurre con algunos
animales de presa, vernos supone dominarnos. En el momento en que advertimos la
tentación, hemos de volverle la espalda, sin detenernos a pensar o razonar
sobre ella. Tenemos que ocupar nuestra mente en otros pensamientos. Hay
tentaciones en las que este consejo resulta especialmente necesario, pero es
oportuno en todas.
2. Porque hay que tener en cuenta, en segundo
término, una consecuencia de admitir malos pensamientos, aunque no nos lleguen
hasta el corazón. Es ésta: nos acostumbraremos a ellos. Nuestra gran defensa
contra el pecado estriba en que nos produzca un cierto shock. Eva miró y se
detuvo a reflexionar, cuando debía haber huido. Se dice a veces que “es mejor
pensar las cosas dos veces”. Y es verdad en muchos casos; pero hay otros en que
lo mejor es, justamente, no pensar las cosas más que una vez.
Porque el pecado es como la serpiente que
sedujo a nuestros primeros padres. Dicen que algunas serpientes tienen el poder
de fascinar. Sus ojos tienen la capacidad de subyugar, encantando a sus
víctimas, que se ves reducidas a una completa indefensión, no pueden huir y son
incluso obligadas a acercarse y a entregárseles, hasta que son devoradas.
¡Qué terrible es el poder del pecado sobre
nuestros corazones! Al principio la conciencia nos dice de modo sencillo y
directo lo que está bien y lo que está mal. Pero si jugamos con esta
advertencia, la razón empieza a pervertirse, se vuelve cómplice de nuestros
malos deseos, y acaba por engañarnos y destruirnos. Comenzamos entonces a
descubrir que hay argumentos a favor de acciones malas, luego prestamos
atención y al final nos parecen verdaderos. Si por casualidad nos vuelven
pensamientos mejores y hacemos un débil esfuerzo para lograr la verdad real y
sinceramente, nuestra mente está ya tan confundida que no sabe distinguir el
bien del mal.
Cualquiera se queda impresionado al oír una
blasfemia o una maldición por primera vez; no puede evitar incluso alguna
manifestación de sorpresa, y se siente incómodo. Pero si, después de sufrir
risas por ser tan severo, se acostumbra a ese modo de hablar, le parecerá una
conducta varonil, empezará a practicarla y terminará por defenderla. Dirá que
no pretende nada malo, que no hace daño a nadie, que son sólo palabras, y que
todo el mundo las usa. Es un caso típico de ceguera ante lo que sabemos que es
bueno.
Confusión parecida ocurre a menudo también
con las tentaciones procedentes del mundo. Tememos un perjuicio o un descrédito
humano, o esperamos algún beneficio, y nos sentimos tentados a actuar de modo
que consigamos a cualquier precio un bien terreno o nos evitemos un mal. En
estos casos, una vez que se comienza a dar vueltas en la cabeza a lo que está
bien o mal, ya no se termina nunca. Se pueden tomar todas las decisiones que se
quiera, y defenderlas con muchas razones, pero el sentido común sencillo y recto
decide la cuestión con un golpe de vista y sin argumento alguno.
Si no escuchamos en seguida a este consejero
íntimo, su luz se desvanece de inmediato, quedamos a merced de la mera
conjetura y comenzamos a ir a tientas con guías de segunda categoría. Nos
acosan entonces falsas razones para justificar una mentira o ceder a los deseos
materiales o a una miserable indolencia; y si no nos vencen, al menos nos
confunden de tal manera que al final no sabemos cómo actuar. Así ocurriría, por
desgracia, en tiempos antiguos que algunos cristianos, al ser llevados por sus
perseguidores paganos para sufrir castigo por ser cristianos, perdían a veces
la corona del martirio “por haber amado este mundo de ahora”
(2 Tm 4, 10) y por enredarse en una jungla de falsos argumentos.
También entran aquí las tentaciones contra la
fe. Especular caprichosamente sobre temas sagrados y bromear en torno a ellos
nos turba al principio y lo rechazamos de plano. Pero ¿dónde nos detendremos si
en un mal momento damos crédito al escepticismo, atraídos por la inteligencia o
agudeza de un escritor o conferenciante? ¿Podremos salvarnos del contagio de su
incredulidad? No es de esperar.
¿Y qué será de nosotros al volver a un mejor
estado de ánimo, si por gracia de Dios se nos concede después? Será como un
hombre que ha sufrido un grave accidente que ha modificado la constitución del
cuerpo. La pronta y clara percepción del bien y del mal que nos orientaba
antes, habrá desaparecido como desaparece la belleza de una persona o la
agudeza de visión tras una enfermedad.
Y cuando intentemos descubrir cuál es nuestro
deber en determinadas dificultades, sólo podremos emplear en esa búsqueda
facultades debilitadas e inseguras. Y después, al ponernos a la obra, nuestros
miembros, por así decirlo, se moverán en sentido contrario y haremos el mal
cuando desearíamos hacer el bien.
Hay también otro efecto desgraciado de pecar.
Consiste no sólo en pecar una vez sino en ser cautivado por ese pecado, de modo
que uno siga cometiéndolo después, sin preocuparse ya de buscar razones para
responder a la conciencia. Se va tras la satisfacción llevado de una avidez
animal, tozuda y orgullosa. Se dice de ciertos animales de presa, que se
abstienen de la sangre hasta que la gustan, pero que una vez gustada la buscan
continuamente. Hay de igual modo una sed de pecar nacida con nosotros, que la
gracia apaga y que se mantiene tranquila hasta que nosotros mismos la
despertamos con nuestros propios actos, y que una vez provocada no puede
contenerse. Pecamos, al mismo tiempo que reconocemos que el fruto del pecado es
la muerte.
3. Este es con frecuencia – repito – el
efecto inmediato de una primera trasgresión, y si no el efecto inmediato, es al
menos la tendencia y el resultado, a la larga, de pecar: nos hacemos esclavos.
La tentación es muy poderosa cuando aparece por vez primera; su poder radica
entonces en su propia novedad, pero, de otro lado, hay en nuestro corazón una
energía de origen divino capaz de resistirla. Sin embargo, si hemos cedido al
pecado por un tiempo, la mente se ha hecho pecadora en sus hábitos y carácter,
y, alejado el Espíritu de Dios, carece de principio o fuerza suficiente para
salvarse de la muerte espiritual.
¿Qué ser puede cambiar su naturaleza? Sería
como dejar de ser el mismo. El fuego no puede dejar de quemar; el leopardo no
cambia las manchas de su piel ni deja de devorar. El alma que ha pecado
frecuentemente no puede dejar de hacerlo; pero difiere radicalmente de los
seres inanimados o de los animales en el hecho de que esa situación es del todo
culpa suya, pues podría haberla evitado, y en que algún día deberá responder
por no haberlo hecho.
Así, siendo fácil evitar el pecado al
principio, resulta a la larga imposible, humanamente hablando. “No
entres en su senda” dice el sabio. Las dos sendas del bien y del mal se
inician en el mismo punto, y al principio están separadas por una diferencia
tan pequeña que es relativamente fácil elegir el bien en vez del mal. Pero
espera un poco y sigue el camino que lleva a la destrucción, y verás que la distancia
entre ambos senderos ha aumentado enormemente y que entre los dos se ha abierto
un abismo, tan hondo que ya no puedes pasar de uno a otro a pesar de desearlo
sinceramente (Lc 16, 26).
¿Adónde vamos con todo esto sino al sencillo
precepto de nuestro Señor, idéntico al de Salomón, pero más solemne por el
momento sublime en que nos lo dio?: “Vigilad y orad para no caer en la
tentación”. ¿Qué es no entrar por la senda de los malos y evitarla y
alejarse de ella, sino el ejercicio de la vigilancia? Por eso insiste tanto el
Señor sobre ella, porque ahí radica nuestra seguridad.
Pensad ahora de cuántos puede decirse que
vigilan y oran. ¿No es ofrecer alguna oración al Señor el domingo en la Iglesia
lo más que hacemos? Quizá rezamos una breve oración por la mañana y por la
tarde a lo largo de la semana, y salimos luego a la calle como quien nunca ha
tenido un pensamiento espiritual. Nos ponemos a hacer las cosas del día olvidándonos,
a todos los efectos prácticos, de que todas encierran sus peligros y exigen por
lo tanto cautela.
Preguntémonos: ¿cuántas veces pienso en que
el diablo existe y que me tienta? Él no deja de actuar porque no le tengamos en
cuenta y, desde luego, si Dios nos dio a conocer su existencia y su poder, es
para que no lo ignoremos y podamos guardarnos de él. ¿Quién no reconocerá que
muchas veces se ha metido de lleno en lo de aquí abajo y ha olvidado quién es
el dios de este mundo? ¿No viven muchos en un olvido habitual de que este mundo
es un lugar de prueba? Lo es; y todos los proyectos y gustos del hombre, hasta
los más inocentes y gratos a Dios, hasta los más provechosos en sí mismos,
procura aprovecharlos Satanás para nuestro daño, si le damos entrada.
Nada hay de siniestro o supersticioso en
esto. La Sagrada Escritura dice “que nuestro enemigo el diablo nos ronda
como león rugiente en busca de quién devorar” (1 Pe 5, 8) y nos
recomienda “ser sobrios y estar vigilantes”.
Evidentemente
nuestra paz estriba en no ocultarnos la verdad y en tener presente algo más:
que aunque Satanás está contra nosotros, Dios está con nosotros, que Quien está
junto a nosotros es más grande que quien está en el mundo (1 Jn 4, 4), y que
Dios nos facilitará en toda tentación un camino para escapar, para superarla (1
Cor 10, 13).
El Señor, sin duda alguna, hace su parte, y
Satanás hace la suya; solamente nosotros permanecemos despreocupados. El cielo
y el infierno pelean por nosotros y contra nosotros, y sin embargo nos
comportamos con ligereza y dejamos que la vida continué si más. Cielo e
infierno se hallan ante nosotros como morada futura, uno, uno u otro, y sin
embargo nuestro propio interés no nos estimula más que la misericordia de Dios.
Tratamos al pecado, no como un enemigo al que se teme, aborrece y evita,
sino como infortunio y debilidad. No compadecemos y evitamos a los hombres
pecadores sino que entramos en su camino hasta permanecer y vivir con ellos, y
después, ante la tentación de imitarles, sucumbimos casi sin resistencia.
No os dejéis engañar, hermanos míos, por un
corazón enfermo de infidelidad. Decidíos a tomar a Dios como vuestra herencia y
pedidle la gracia que os permita hacerlo. Evitad el ocio, esa trampa de tener
demasiado tiempo en vuestras manos. Evitad los malos pensamientos, los libros
irreligiosos y las malas compañías: que nada os arrastre hacia ello. Aunque se
burlen de vosotros por vuestra conducta estricta, aunque perdáis diversiones en
las que os gustaría participar, aunque ignoréis cosas que otros saben y os
creáis como en desventaja cuando ellos hablan, aunque parezcáis ir a remolque
del resto, aunque os llamen cobardes, niños o gente de mente estrecha, o
supersticiosos; sean cuales sean los insultos que os apliquen, no temáis, no
vaciléis, no cedáis, permaneced firmes, salid de la situación como auténticos
hombres, sed fuertes.
Piensan algunos que en el servicio del diablo
hay secretos que merecen nuestro escrutinio y que vosotros no conocéis. Es
cierto que hay secretos, y tales que da vergüenza incluso hablar de ellos. Pero
vosotros también poseéis un secreto que ellos no tienen y que sobrepasa con
mucho al suyo. “El secreto del Señor está con todos los que le temen”.
Los que obedecen a Dios y siguen a Cristo poseen en verdad ganancias
misteriosas, tan maravillosas que se parecen a las de los pecadores tan poco,
podríamos decir, como el cielo se parece al infierno. Han recibido de su Señor
y Salvador un don oculto en proporción a su fe y a su amor. No pueden
describirlo a otros. No pueden tampoco poseerlo de una vez para siempre. No
pueden disfrutarlo en un tiempo o en otro según su voluntad. Viene y va según
la voluntad de quien lo otorga.
Se da en pequeña medida a quienes comienzan
el servicio de Dios. No se da, en cambio, a quienes Le siguen con un corazón
dividido. No se da a los que aman las cosas de la tierra, son religiosos hasta
cierto punto y se conforman con su situación espiritual. Pero los que se dan a
su Señor y Salvador, los que se le entregan en alma y cuerpo, los que dicen
sinceramente: “Soy tuyo, hazme de nuevo,
haz conmigo lo que desees”, los que lo dicen no sólo una vez o dos o en un momento
de arrebato espiritual sino de un modo sereno y habitual: estos son los que
obtienen el don misterioso del Señor, “la piedra blanca, y en ella escrito el nombre
que nadie conoce, excepto el que la recibe” (Ap 2, 17).
Los pecadores piensan que conocen todo lo que
la religión puede dar y que, además, conocen los goces del pecado. Pero no es
así. No conocen, no podrán conocer jamás los dones sobrenaturales de Dios hasta
que se arrepientan y corrijan. No sabrán lo que es ver a Dios hasta que se
rindan a Él; es más, aunque le vean en el último día, no será la suya una
verdadera visión de Él, porque tal visión del Santo no les produciría alegría
ni consuelo alguno. Jamás conocerán la bienaventuranza que Dios concede.
Conocerán la satisfacción del pecado tal como es. Pero nunca sabrán el gran
secreto que permanece escondido en el Padre y en el Hijo.
No permitamos que el Tentador y sus promesas
nos arrastren; no puede mostrarnos ningún bien, no puede darnos ningún bien.
Escuchemos más bien las dulces palabras de nuestro Creador y Redentor: “Llámame
y te responderé, y te mostraré cosas grandes e inaccesibles que desconocías”
(Jr 33,3)
26 de Junio de 1831
Parochial and Plain Sermons VIII, N° 5
Nacionalismo Católico
San Juan Bautista
No se puede evitar el pecado cuando el maligno te ataca con tanto poder, si no es con la ayuda de Dios, no hay manera; especialmente cuando ataca a los que están más cerca de Dios. Si tenemos en nuestra mente día y noche lo que sufre Nuestro Jesús por nuestros pecados, solo podríamos mirarlo a Él para despreciar el pecado que se ofrece e implorar a Dios todo el tiempo mientras dure la tentación. No creo que nadie pueda resistirse, si no es por ayuda de Dios, pero la ayuda no viene si no la pedimos.
ResponderBorrarEXCELENTE.
ResponderBorrarMuchas gracias.
IRENEO.