El Bien y el Mal no son frutos del acaso. El
Bien por excelencia en el mundo es Cristo, cuyo Cuerpo Místico es la Iglesia.
Él es la Cabeza y la gobierna interior y exteriormente.
Frente al Bien organizado, lucha el Mal
también organizado. “El Diablo – dice
Santo Tomás de Aquino – es la cabeza de
todos los malos en cuanto a su exterior gobernación” (Suma, P.III, C. VIII,
art. VII).
Esas dos organizaciones constituyen las dos
ciudades a que se refiere San Agustín “Dos
amores fundaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el menosprecio de Dios,
la ciudad terrena; y el amor de Dios hasta el menosprecio de sí mismo, la
ciudad celestial” (Civitas Dei, Lib. XIV, Cap. XXVIII).
El coronamiento de la ciudad celeste ha de
ser el Reino de Cristo. Y el coronamiento de la ciudad terrena, el Reino del Anticristo.
Error sería, entonces, imaginar al Anticristo
como un personaje fabuloso y ubicarlo en un futuro remoto, impreciso e inasequible,
en el cual habría de aparecer repentinamente, como salido de los antros del
Infierno. El Anticristo ha de salir de este mundo en que vivimos nosotros y ha
de aparecer un día en este presente en que nos deslizamos por el tiempo. Su
reino se está formando, conjuntamente con el de Cristo, y desde los tiempos de
Cristo. Por eso dice San Juan: “Hijitos,
ya es la última hora: Y como habéis oído que el Anticristo viene: así ahora muchos se han hecho Anticristos: de
donde conocemos que es la última hora” (I Juan II, 18). Si puede estudiarse
el desarrollo del Reino de Cristo, si puede escribirse la historia de la
Iglesia, también pueden estudiarse las obras del “misterio de la iniquidad”, también puede escribirse la historia del Anticristo, aunque aún no
haya llegado la hora de su breve triunfo.
Se trata, es cierto, de la historia de un “misterio”.
Los hijos de las tinieblas huyen de la luz para ejecutar sus planes. Todo
consiste en hallar el hilo de Ariadna que nos conduzca a través del oscuro
laberinto de la ciudad terrena. Y ello no es tan difícil cuando se tienen ante
sí dos mil años de historia.
Esos dos mil años nos muestran un hecho
significativo: una nación sin territorio, misteriosamente conservada desde
Cristo hasta nuestros días, que ejecutó y se hizo responsable de la muerte del
Hijo de Dios, que fue la primera en perseguir a los cristianos y que ha
perseverado hasta nuestros días en esa misma persecución, interviniendo en
todos los acontecimientos importantes de la historia y aumentando cada vez más
su fuerza y su poderío. No se nos presenta en la historia otro hecho análogo.
Todos los grandes perseguidores, o aparecieron más tarde o se eclipsaron como
fugaces meteoros. Solo uno permanece. Solo uno centraliza y dirige, asegurando
la continuidad en el tiempo y la extensión en el espacio a la persecución
contra la Cristiandad. No es aventurado entonces afirmar que esa nación - la
nación judía – es, por lo menos, el cimiento sobre el que se asienta la ciudad
terrena.
Eso es lo que – historia en mano - procuramos demostrar en este libro. No va más
allá nuestra intención. Comprobamos hechos, pero no azuzamos “pogroms”. No se nos acuse de antisemitismo,
acusación de moda. Si decir la verdad acerca de los judíos es antisemitismo, no
este libro, sino la verdad, sería antisemita. Pero el antisemitismo no consiste
en la verdad sobre los judíos, sino en el odio a los judíos. Y el odio no nos
está permitido a los cristianos, que tenemos el precepto de amar aún a nuestros
enemigos. Por eso aquí señalamos la verdad, pero no predicamos el odio. No nos
incumbe a nosotros la solución del problema judío. La Iglesia lo ha señalado
hace tiempo, en normas rebosantes de justicia y caridad, que el mundo ha cumplido.
Seamos verdaderamente cristianos y el Judaísmo dejará de ser un problema. Pero mientras
no lo ignoremos. Aunque sólo sea para impulsarnos a ser verdaderamente
cristianos, debemos conocerlo en toda su espantosa gravedad. El precepto de amar a nuestros enemigos
no nos obliga a desconocer sus maquinaciones.
No se nos acuse tampoco de dejarnos guiar por
un criterio histórico unilateral y pueril al querer explicar la influencia
judía muchos acontecimientos humanos, cuya complejidad es tan grande. No ignoramos
la existencia de otras causas, así sean políticas, sociales o económicas. Pero sostenemos que por encima de esas otras causas, que obran ciega o aisladamente, hay una, inteligente y constante,
que a veces las suscita, a veces las dirige, o a veces simplemente las
aprovecha; pero que tiene sobre ellas, que son puramente naturales, la inmensa
ventaja de su carácter esencialmente sobrenatural o teológico.
Alberto Ezcurra Medrano: “Historia del Anticristo”
Prólogo. Ed. José Antonio Lopez 1990.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista