El padre Hans Kung, en un discurso
pronunciado en el Concilio (y, desde entonces, ha repetido el mismo tema en
muchas ocasiones), ha repetido que vivimos en una época caracterizada por la
sinceridad intelectual y moral. Nos parece que el padre Kung se ha dejado
engañar por una ilusión que se halla muy difundida hoy en día.
Hay muchas personas que estarían de acuerdo
en que nuestra actual postura ante la vida es mucho más sincera, más
“auténtica” que la de la época victoriana con toda su hipocresía,
convencionalismo y mojigatería. La opinión pública no condena ya aquellas cosas
que la mayoría de la gente ha hecho siempre a escondidas. Ya no nos sentimos
obligados a ostentar un comportamiento cortés y amable, siendo así que, en
realidad, no experimentamos nada que se parezca a la amistad. Ya no se impone a
nuestras vidas formas rígidas, artificiales vacías. Ya no nos sentimos
obligados a adherirnos a las opiniones tradicionales. El hombre moderno expresa
con toda sinceridad sus propias opiniones personales. Incluso cuando una
enseñanza o ideal tradicional es hermosa y elevadora para el espíritu, el
hombre moderno quiere pensar con sentido realista acerca de ella, y defenderse
contra cómodas ilusiones. El hombre
moderno quiere ver la realidad tal como es. El impulso ascensional de la
ciencia en nuestra época da testimonio de la sinceridad intelectual en que
vivimos.
Ahora bien, si examinamos rigurosamente esta
especial sinceridad del hombre moderno, descubriremos que se trata sólo de una
sinceridad fingida.
En primer lugar, es un completo error el
creer que una persona que no viva a tono con sus ideales morales es, por ello,
completamente insincera. O, para decirlo con otras palabras, es un error creer
que la constante armonía entre los propios principios y la propia conducta es
el criterio de la sinceridad. Es deseable, ¡qué duda cabe!, que una persona
viva conforme a sus convicciones morales, con tal que esas convicciones sean
válidas. Ahora bien, la discrepancia – demasiado frecuente – entre la propia
conducta y la convicción es una tragedia enraizada en la naturaleza caída del
hombre. Es el eterno conflicto, del que Ovidio dijo: “Veo lo mejor y lo apruebo; pero
sigo lo peor”. Y San Pablo lo caracterizó muy vigorosamente: “No
hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”. Esto no
implica, ni mucho menos, insinceridad del carácter.
Claro está que si una persona no pretende
hacer lo que reconoce que es moralmente recto, si puede ser indiferente a la
necesidad moral de actuar según los principios – si hace lo que sabe que es
moralmente malo (y no sufre por ello quemazón de conciencia)-, entonces no cabe
duda de que esa persona es muy pobre, desde el punto de vista moral. Pero decir
que es insincera sería lo que los americanos llaman “un gran understatement” (una conclusión muy
floja). Esa persona es algo mucho peor que insincera. Su comportamiento delata
o maldad cínica o una brutal falta de escrúpulos morales. Y la persona que se esfuerza y no logra vivir
conforme a ellos, es una indicación clara de su sinceridad. Lo que es
verdaderamente insincero – y lo que es, ciertamente, típico de nuestra
época, es que los hombres traten de adaptar la verdad para que se acomode a sus
acciones, es que traten de tomar su conducta de facto como la norma decisiva, y
nieguen la validez de las leyes morales, porque no han logrado vivir conforme a
ellas.
Así que, antes de sacar ninguna conclusión de
la conformidad formal entre las convicciones morales de una persona y su vida,
hemos de investigar primero si esta conformidad es resultado de que tal persona
viva conforme a sus convicciones para que se acomoden a sus acciones. Y, si
ocurre lo primero, entonces debemos preguntarnos si las convicciones morales de
esa persona son verdaderas o falsas, buenas o malas. Las personas que sostienen
teorías superficiales y relativistas acerca de la moralidad, y consideran los
preceptos morales como simples “tabus”, sin embargo - en situaciones concretas -, dan a veces
respuestas morales rectas (desaconsejando cometer un acto de crueldad o de
injusticia), porque en su contacto inmediato con la realidad se han hecho
conscientes de la validez y poder último de los valores morales. Los hombres,
en general, son más inteligentes y están más cerca de la verdad, en su contacto
existencial con la vida que en sus razonamientos teóricos acerca de ella. En
tales casos, la armonía entre la acción y la convicción teórica no es nada que
merezca aprobación. Más bien, lo deseable es que haya inconsecuencia entre la
convicción y la acción. Y no surge para nada la cuestión de la sinceridad.
Otro grave error es creer que una persona que
se ha hecho moralmente ciega y que, en consecuencia, actúa de manera
abiertamente inmoral, es más sincera que la que trata de ocultar ante los demás
su inmoralidad. Indudablemente, es deplorable que las personas oculten sus
actos inmorales, únicamente porque tienen temor a la opinión pública. Pero el
hombre, por ejemplo, que no ve nada malo en la promiscuidad sexual y que habla
desvergonzadamente de ella, no es mejor. No es ni sincero no honrado. En primer
lugar, el llamado “hipócrita victoriano” delataba en su misma hipocresía un
respeto indirecto hacia los valores morales. Por otra parte, el moderno pecador
desvergonzado, que ha perdido todo sentido de la inmoralidad y mezquindad de la
promiscuidad sexual, no merece la menor alabanza por su “sinceridad”, ya que
temer de la opinión pública, ya que ahora se ha puesto de moda el no extrañarse
por la promiscuidad. Lo que antes daba pie al bohemio para considerarse a sí
mismo como un revolucionario – el hecho de arrostrar descaradamente la opinión
pública – no llama ya la atención. Por tanto, es difícil comprender por qué
hay que seguir alabando hoy día a la desvergüenza como valiente y sincera.
Más aún, hay una razón perfectamente buena
para ocultar de la vista de la sociedad nuestros pecados. Nos hallamos en la
obligación de evitar dar mal ejemplo o escándalo a los demás. Esto no tiene
parecido alguno con el caso de Tartufo: el pícaro que santurronamente asume el
papel de una persona verdaderamente virtuosa, con la finalidad de engañar a
otras personas que se sienten atraídas por su aparente virtud. Este es un caso
extremo de insinceridad. La sinceridad antitética, en este caso, no hay que
buscarla en el pecador desvergonzado que no siente necesidad alguna de
disimular sus pecados, sino en el hombre virtuoso que – por humildad – oculta sus virtudes.
DIETRICH VON HILDEBRAND – “El Caballo
de Troya en la Ciudad de Dios” (1967) Ed. Fax – Madrid 1970 - Págs. 130-133
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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