(Traducción
del italiano por F.I.)
Ningún gran hombre, decía Hegel, le escapa a
la censura del camarero que gobierna sus recámaras. Del mismo modo, las
revoluciones y sus traumas reformadores no se sustraen al juicio del ropavejero
que frecuenta la trastienda donde reposan los restos del tiempo que pasó y del
orden trastornado. Por cuanto se lo esconda, hay siempre un lugar en el que el
individuo de excepción y el acontecimiento trascendental se ven obligados a
mostrar su naturaleza más íntima, aunque más no sea algún detalle.
La reforma litúrgica operada en la Iglesia
Católica al final de los años sesenta no escapa a la guillotina hegeliana.
Incluso ese gran salto hacia el mundo, que se puede considerar revolución -a
juzgar por la orientación del orar, invertido respecto del pasado-, tiene su
trastienda reveladora. Basta ir a las casas parroquiales, conventos y
sacristías en busca de antiguas vestimentas rituales para contar con la prueba.
Con un poco de paciencia y bastante disposición a la humildad, en este tour de la memoria litúrgica se
encuentra siempre un sacerdote, una monja, con mayor frecuencia un viejo
sacristán, que descubren casullas, dalmáticas, tunicelas, sobrepellices y
bonetes, suspirando por el tiempo en que
la misa era de veras la misa. Pero incluso ellos, salvo raras excepciones, no
están en condiciones de recuperar el manípulo, esa tela delgada semejante a una
pequeña estola que el celebrante lleva sobre el brazo izquierdo.
Por oscuros designios, parece casi como si se
hubiera querido borrar la memoria de este paramento cuyo origen se remonta a la
mappula, el pañuelo de lino que la
nobleza romana llevaba en el brazo izquierdo, usado para limpiar sudor y
lágrimas y para dar la señal de comienzo de los combates en el Circo. Merear, Domine, portare manipulum fletus et
doloris; ut cum exsultatione recipiam mercedem laboris, recita el sacerdote
mientras se lo pone durante la vestición. «Oh Señor, que yo merezca llevar el
manípulo del llanto y del dolor, a fin de recibir con alegría la recompensa de
mi trabajo»: y entonces, una vez más, comienza la batalla contra el mundo y su
príncipe, en la que el sacerdote místicamente suda, llora, se desangra y lucha
hasta la cruz como alter Christus.
Aprovecha pues la dolorosa y varonil compenetración con el sacrificio, de la
que el sutil manípulo es signo e instrumento. Allí donde, en cambio, se ha
perdido voluntariamente la memoria para abocarse al banquete festivo de una
salvación carente de fatigas no hay lugar para los signos de la batalla a la
que se le debe confiar el propio cuerpo.
La agonía del padre Pío y de su carne
estigmatizada, los éxtasis de san Felipe Neri hundiendo sus dientes en el cáliz
para beberse ávidamente a todo su Señor, las visiones de san Juan Crisóstomo,
que asistía al descenso del rayo sobre el altar, y aun todas las misas, incluso
aquellas del más indigno de los sacerdotes que tuviese siquiera un poco de fe
en el milagro de la transustanciación, han sido siempre, a un tiempo, el
corazón y el fruto de la batalla contra el príncipe de este mundo. Impone, Domine, cápiti meo gáleam salutis, ad
expúgnandos diabólicos in cursus. «Pon, oh Señor, en mi cabeza el yelmo de
la salvación, para vencer los asaltos del demonio» reza el sacerdote cuando,
preparándose para la celebración, viste el amito, otra prenda que recuerda la batalla
y el sacrificio caídos en desuso en la misa reformada. Hoy, en la Iglesia
post-conciliar, se prefiere hablar por
hablar, dialogar por dialogar, conversar amigablemente con el mundo embriagados
por un ilusorio poder de seducción de la cháchara. Ya no sirve una prenda como
el amito que, además del casco del guerrero, simboliza también la castigatio vocis y expulsa del acto de
religión toda palabra que no sea ritual y que es, por eso mismo,
inexorablemente excesiva. Se ha perdido la actitud ritual y, por ello, se ha
perdido la capacidad de mando, y por eso los sacerdotes han abandonado la
sotana. «Cuando los hombres quieren aparecer sin falta solemnes», escribe
Gilbert Keith Chesterton en Lo que hay de malo en el mundo, comentando la
estupidez de las mujeres que prefieren los pantalones, «como en el caso de los
jueces, sacerdotes y reyes, entonces usan la falda, el largo y ondulante traje
de la dignidad femenina. El mundo entero se halla gobernado por las faldas, ya
que incluso los hombres las usan cuando quieren gobernar».
La idea del mando y de la batalla, de las
armas y de la armadura del espíritu, han sido abandonadas por cristianos que
gustan hacerse acunar por la apatía, el más perverso de los pecados capitales.
Esa trampa mortal que los antiguos padres llamaban akedia o acedia se ha
transmitido de creyente en creyente hasta infestar el cuerpo de la Iglesia.
Esto ha dado como resultado un mal del ser, una herejía de la forma que
preludia los más variados errores -y aun contrarios entre sí-, como una suma
mueca contra el viril y bélico principio de no contradicción. Enferma de
acedia, la Iglesia ha terminado por concebirse y presentarse como problema en
vez de como solución a la íntima afección del hombre. Incluso cuando habla del
mundo revela la conciencia de su propia ineficacia para indicar un camino de
salvación, casi como si se excusara por haberlo intentado durante tantos
siglos. Primero duda de sus propios fundamentos intelectuales y ascéticos y, al
tiempo que proclama estar abriéndose al siglo, se declara incapaz de conocerlo,
de definirlo y, por lo tanto, de educarlo y convertirlo. A lo sumo, se
encuentra disponible para interpretarlo.
«La acedia», escribe san Juan Clímaco en la Escalera del Paraíso (y parece describir
a la Iglesia de estas últimas décadas, y no al monje postrado ante el peso de
la religión), «es abatimiento del alma, debilitamiento de la mente, negligencia
de la ascesis, odio de la profesión; es considerar dichosos a los que viven en
el mundo, es tan calumniadora de Dios como carente de compasión y amor por los
hombres. Es atonía en la salmodia, debilidad en la oración». Luego, como
verdadero hombre de Dios, y por lo tanto conocedor del ser humano, el antiguo
padre muestra qué efectos efímeros y traidores produce la acedia, enfermedad
tan insidiosa que llega a presentarse como remedio ilusorio de sí misma. Es
«férrea en el servicio, activa en el trabajo, manual, dispuesta a la obediencia
(...) La acogida de los huéspedes es una sugerencia de la acedia, y ésta insta
a cumplir trabajos manuales para hacer limosnas, invita calurosamente a visitar
a los enfermos, recordando a Aquel que dice: 'estuve enfermo y me visitasteis'; impele a acudir a los que están
desanimados y débiles de ánimo diciendo consolar a los débiles de ánimo, del
mismo modo que ella es de ánimo débil. Mientras estamos en la oración nos trae
a la mente tareas urgentes y obra toda artimaña para quitarnos de allí con una
razón de peso, como un cabestro, justamente ella que es irracional».
Aquello que en el siglo VII era una
advertencia para los miembros singulares, ahora se aplica a todo el cuerpo
eclesial, presa de aquella enfermedad de hacer, un poco tango y corazón [en castellano en el original], inspirado en el
movimientismo mediático y en el minimalismo del actual pontificado. Pero no es
haciéndose similar al mundo y desposando su lenguaje como se lo atrae; no es
ensalzando el gesto y la palabra cuyo rito es "castigatio" como se gana al siglo: porque el mundo
padece, ante todo, horror de sí mismo, y no es secularizándose como el
cristiano lo conquista. «Ve», dice Moisés el Fuerte, otro padre del desierto,
al monje apático, «entra a tu celda y siéntate, y tu celda te lo enseñará
todo». Y en el ensayo sobre Los sentidos
sobrenaturales Cristina Campo escribe: «no impunemente se practica la torva
homeopatía que recomienda curar a un mundo gravemente enfermo de miseria,
anonimato, profanidad y licencia por medio de miseria, anonimato, profanidad y
licencia». Y de nuevo: «esperar a que la regeneración de lo profano, la "consagración
del mundo" pueda tener lugar fuera de las regiones vertiginosas, en las
vetas del Sinaí, es infantil. Comer una comida simbólica entre amigos, donde y
como la imaginación lo dicte, en memoria de un filántropo de la antigüedad es, a
la vez, la putrefacción de lo sagrado y la pérdida de lo profano (...) Heschel
nos recuerda que si dejamos de llamar a Dios en nuestros altares, los ocuparán
ineluctablemente los demonios».
Sin embargo el altar, la gran prueba ante la
que es convocado el hombre en el acto de la religión, está íntimamente ligado
al dogma, la gran prueba a la que el hombre está llamado en el acto de la
inteligencia. Si uno falla, el otro también se cae, activando un círculo que se
autoalimenta perversamente. El benedictino Dom Prosper Guéranger escribía en
sus Institutions liturgiques: «vino
finalmente Lutero, quien no dijo nada que que sus predecesores no hubieran
dicho antes que él, pero pretendió liberar al hombre, a un mismo tiempo, de la
esclavitud del pensamiento respecto del poder docente y de la esclavitud del
cuerpo respecto del poder litúrgico».
El vicio del la acedia, que hechiza al pueblo
de Dios haciéndole perder la frontera entre la ortodoxia y la herejía, tiene
sus raíces en el drama religioso del agustino alemán, traducido en agresión a
la liturgia y a la razón, al altar y al dogma, a la lex orandi y a la lex credendi. Nada extraño, si se tiene en cuenta
que el hombre es un ser racional porque es un ser litúrgico y tiene como fin
último la adoración: como no puede eliminar el rito de su horizonte y, por
tanto, debe limitarse a distraerlo de su legítimo objeto y pervertirlo, de la
misma manera se relaciona con la razón, y cuando no la santifica la prostituye.
Los ataques contra el Cuerpo Místico de Cristo siempre pasan por la demolición
de la liturgia: el genio herético de Arrio se transmitió gracias a himnos
religiosos, y el genio ortodoxo de san Ambrosio lo venció gracias a otros
himnos religiosos.
Connaturales a la esencia litúrgica y
racional del hombre, el altar y el dogma son la prueba por la cual medir la
salvación que una criatura no puede darse a sí misma: piden un supremo acto de
confianza ya que velan aquello que todo ser humano querría que fuese evidente.
Este velamen, tenido por odioso por el hombre moderno, es fruto de la
incapacidad de captar lo esencial de parte de quien ha perdido el estado de
Gracia. Por sí solo el hombre ya no es capaz de percibir el sentido último de
las cosas, y por esta razón la liturgia, mientras no se rindió a los encantos
de la Ilustración, lo ha siempre ayudado revistiendo a la materia con
significados ulteriores. A través de los tapices colocados en el umbral entre
lo finito y lo infinito, el acto de adoración conduce a la inteligencia a
intuir, al menos, la bella razonabilidad del dogma. Entonces el velo se
convierte en el signo visible de la gracia y de una santidad invisible a los
ojos del hombre, muestra la esencia íntima de las cosas.
Pero es menester la fe, como dice Santo Tomás
en su sublime himno eucarístico Adoro te devote: Vista, tacto, gustus, in te fállitur,/ Sed audítu solo tuto créditur:/
Credo quidquid díxit Dei Fílius;/ Nil hoc verbo veritátis vérius. "La
vista, el tacto, el gusto, en Ti se engañan/ Pero sólo con el oído se cree con
seguridad:/ Creo todo lo que dijo el Hijo de Dios,/ nada es más verdadero que
esta palabra de verdad ". Sólo en estas regiones tan enrarecidas, y sin
embargo tan concretas que pueden ser tocadas, comidas, bebidas, es posible
encontrar el punto de Arquímedes en el que reside la salvación: la Cruz, locura
para el mundo, que considera al cristiano un loco destinado a vivir cabeza
abajo. Y sin embargo, es precisamente así, como san Pedro en el instante
supremo de su crucifixión con la cabeza vuelta hacia abajo, que el seguidor de
la Cruz tiene como recompensa la visión maravillosa e infantil en la que el
mundo aparece verdaderamente tal como es: con las estrellas a modo de flores y
las nubes como colinas y todos los hombres suspendidos en el vacío a la merced
de Dios.
Una tal visión produce una mirada que asusta
tanto al mundo como para conquistarlo, sin siquiera una palabra ni un gesto
mundanos. Es el brillo pintado con perfecta devoción en el San Francisco de Francisco de Zurbarán, en el que destacan dos ojos
espiritualizados, uno penetrado por la luz y el otro inmerso en la sombra, que
pertenecen a otro mundo y no ven otra cosa. Y cuando se posan en las cosas
materiales lo hacen sólo para expresar la belleza velada e inasible a ojos
profanos. La imagen del hombre de pie, con la cabeza tapada por la capucha, las
manos ocultas en las mangas del hábito y la mirada en el cielo pintado por el
pintor español no representa al santo vivo, sino a su cuerpo incorrupto después
de la muerte, tal como fue encontrado en la cripta de Asís. Por lo general, el hallazgo
de Francisco es representado como un episodio narrativo. Zurbarán, en cambio,
muestra al santo erguido en un eterno instante litúrgico, modelado por la luz y
la sombra, por la Gracia y por el velo. Sólo la cara, cuya mitad está inmersa
en la sombra, aparece de carne, pero contribuye a testimoniar la manifestación
corporal de alguien que regresa del mundo de los muertos en una epifanía
privada de notas aterradoras, porque el alma está llena de serenidad
sobrenatural y de bienaventuranza.
Incluso en la última capilla rural, donde el
aroma del pobre incienso se mezcla con el de la cera rancia, la entrada del
sacerdote listo para la celebración del sacrificio tiene la misma raíz sagrada
percibida por el visionario español, hecha de lo divino que irrumpe en el
tiempo. Introibo ad altáre Dei. Ad Deum
qui laetificat juventútem meam, y mientras se acerca al altar de Dios, al
Dios que alegra su juventud, el sacerdote, aunque no pueda revestirse de la gloria pintada por Zurbarán,
habla a cada criatura del universo velándose con los signos que llevan los
vestigios de la gloria. Y se hace de veras felizmente joven, sea un indigno
pecador, como lo cuenta Graham Greene en El
poder y la gloria, o sea mártir, según lo cuenta Robert Hugh Benson en Con qué autoridad.
«Uno de los criados, notando, notando que no
tenía la fuerza como para vestirse por su cuenta los ornamentos sacerdotales»
narra Benson, describiendo la misa de un sacerdote torturado por los verdugos
anglicanos, «le puso alrededor del cuello el amito; luego le puso el alba,
recogiéndolo alrededor de los flancos con el cíngulo; le dio la estola para que
la besase, le adaptó el manípulo al brazo izquierdo y, finalmente, lo cubrió
con la casulla roja, y el sacerdote estaba de nuevo, al igual que el domingo
anterior, con vestiduras rojas; pero, ¡ay, qué cambiado! Entonces el siervo se
arrodilló junto a él y el sacerdote comenzó a recitar las oraciones que se
utilizan como preparación al acto más grande de la religión; acercándose luego
al altar, se inclinó lentamente, lo besó y se dio comienzo a la misa».
Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
La Liturgia no es algo nuevo, pues nuestros padres en la fe iniciaron la Liturgia. Abraham escucha atentamente a Aquel que le habla, y obedece a su palabra con docilidad. Movido por la fe, Abraham edifica altares, adora a Dios y le ofrece sacrificios. De esta forma la Liturgia se inicia en el Antiguo Testamento y prepara la Sagrada Liturgia del Nuevo, donde Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, "se entrega a sí mismo como rescate por todos y es constituido único Mediador entre Dios y los hombres" (V. 1Tim 2,6.5).
ResponderBorrarPor tanto con Cristo, la Sagrada Liturgia alcanza su plenitud, Él es el centro, el alma, el corazón y la vida de la Sagrada Liturgia. Los frutos de la Sagrada liturgia dependen de la unión de la Iglesia con Cristo,. "como Cristo está unido al Padre" (V. Jn 17,21); pues dice el Señor "El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto; porque sin Mí no podéis hacer nada" (JN 15,5).
Reconocer al Señor en la Sagrada Liturgia de la Santa Misa como lo reconocieron los discípulos de Emaús, es muy importante y, para que esto sea posible los ministros del culto deben guardar fidelidad a todo lo que el Señor ha instituido, sin añadir ni quitar nada.
La actitud de los discípulos de Emaús nos descubre la importancia que tienen en la Sagrada Liturgia los gestos, los símbolos y las figuras. Sin embargo muchos de estos símbolos han sido eliminados, y la Sagrada Liturgia ha perdido su encanto belleza y hermosura.
Dicho por los mismos protestantes que también le han quitado fundamento Teológico.
BorrarCAPITULO IIILA ADHESIÓN DE TAIZÉ
BorrarEn
La Croix
del 30 de mayo de 1969, el Hermano M. Thurian, de Taizé, escribe que el nuevo
Ordo
Missae
―
es un ejemplo de esa fecunda preocupación por la unidad franca y por la fidelidad dinámica de la verdadera catolicidad: uno de sus frutos será tal vez que comunidades no católicas podrán
celebrar la Santa
Cena
con las mismas oraciones que la Iglesia Católica. Teológicamente,
eso
es posible
”
.
¿Sonido de una campana aislada?
Le Monde
del 22 de noviembre publica extractos de una carta dirigida al obispo de Estrasburgo porel Sr. Siegevalt, profesor de dogma en la Facultad protestante de Estrasburgo, quien, al comprobar queahora
―
nada de la misa renovada puede molestar al cristiano evangelista
‖
, pregunta al obispo si se podríaautorizar que los cristianos evangelistas comulgasen en una iglesia católica.Jean Guitton, en La
Croix
del 10 de diciembre, relata haber leído en
―
una de las mayores revistasprotestantes
‖
lo siguiente:
―
Las nuevas oraciones eucarísticas católicas han disipado la falsa perspectiva deun sacrificio ofrecido a Dios
‖
.En resumen, cierto número de protestantes, cuando no todos, aceptan la nueva misa, a la queconsideran una misa
―
ecuménica
‖
. Pero, a este respecto, la comunidad de Taizé es la que ha manifestadomás abiertamente sus intenciones de acercamiento. Su posición es característica, porque en ella vemos porpartes iguales la buena voluntad y el equívoco.
http://es.scribd.com/doc/95227609/La-NUEVA-MISA-Louis-Salleron
III. DE LA PARTE PROTESTANTE
BorrarSi alguien todavía pudiera dudar de que el nuevo Ordo Missae es
equívoco
—
a
la vez posible-mentecatólico para los católicos y posiblemente protestante para los protestantes
—
, los convencerán lasdeclaraciones de los propios protestantes.Recordaré algunos textos que ya he tenido ocasión de citar.
—
En
La Croix
del 30 de mayo de 1969, Max Thurian, de la comunidad de Taizé, escribe que el nuevoOrdo
Missae ―es un ejemplo de esa fe
cunda preocupación por la unidad abierta y la fidelidad dinámica, porla verdadera catolicidad: uno de sus frutos será tal vez que comunidades no católicas
podrán celebrar la Santa
Cena
con las mismas oraciones que la Iglesia Católica. Teológicamente,
es
posible
”
.
Pero no lo eracon el rito tradicional.
—
En
Le Monde
del 22 de noviembre de 1969 pueden leerse extractos de una carta enviada al obispode Estrasburgo por el Sr. Siegvalt, profesor de dogma en la Facultad protestante de dicha ciudad. Siegvaltasevera que
―
nada hay en la misa ahora renovada que pueda molestar verdaderamente al cristianoevangélico
‖
.
—
En
La Croix
del 10 de diciembre de 1969, Jean Guitton reproduce una observación que leyó en unade las más importantes revistas protestantes:
“
Las nuevas oraciones eucarísticas han eliminado la falsa perspectiva de un sacrificio
ofrecido a
Dios
”
.
—
En el número de enero de 1974 de
L'Eglise en Alsace,
publicación mensual de la Oficina diocesanade información, se puede leer un documento muy interesante originado en el Consistorio superior de laConfesión de Augsburgo y Lorena, llamada Iglesia
―
evangélica
‖
, o sea, protestante (de fecha 8 de diciembrede 1973). El documento se publica íntegramente. Me contentaré con los extractos siguientes:
“
Dadas las formas actuales de la celebración eucarística en la Iglesia católica
y
en razón de lasconvergencias teológicas presentes,
muchos obstáculos que hubieran podido impedir a un protestanteparticipar en su celebración eucarística parecen hallarse en vías de desaparición. Hoy en día debería serleposible a un protestante
reconocer
en
la celebración eucarística católica la cena instituida por el Señor (...)
“
...Nos
atenemos al
uso de las nuevas oraciones eucarísticas en las cuales volvemos a encontrarnosy
que tienen la ventaja de
matizar la teología del sacrificio
que teníamos el hábito de atribuir alcatolicismo. Esas plegarias nos invitan a volver a encontrar una
teología evangélica del sacrificio (...)
”
Estos textos, a los que se podrían agregar otros muchos, son perfectamente claros. Establecen, sinlugar a discusión, el carácter
equívoco
de la Nueva Misa.
http://es.scribd.com/doc/95227609/La-NUEVA-MISA-Louis-Salleron