Pascua, se lo
llama del “Buen Pastor” ya que en él se lee el bellísimo y enternecedor texto
del evangelio de San Juan en el que Nuestro Señor se compara con el pastor
bueno que da la vida por sus ovejas. Y dice: “Yo soy el buen pastor, y conozco
a mis ovejas, y las mías me conocen”. Y la razón por la que las ovejas conocen
a su pastor es porque conocen su voz, que llama a cada una por su nombre, con
el mismo tono y con la misma intensidad cada vez que se acerca a ellas.
Comparto aquí una charla al respecto entre
los amigos que hacemos el Wanderer. A ellos corresponden los créditos de este
post:
Si el pastor del rebaño hablara cada vez de
un modo distinto, llamara con nombres diferentes a sus ovejas o, peor aún,
propinara patadas y golpes con su cayado a su rebaño mientras dijera palabras
amables a los lobos merodeadores sería, quizás, un mal pastor, pero lo que con
mayor seguridad podemos decir es que ese aprisco estaría sin pastor, pues el
suyo no cumple las funciones específicas para las cuales fue designado.
Y es esa la sensación que padecemos desde
hace mucho tiempo un buen número de fieles católicos argentinos. Casi me animo
a decir que tenemos el cuero curtido luego de años de abandono y persecución
por parte de nuestros obispos, y ahora que justamente nuestro obispo primado
llegó a Papa, la espantosa sensación de orfandad se ha intensificado. Digámoslo
claramente: no tenemos pastores, excepto a algunos buenos sacerdotes y
religiosos, medio perseguidos y ocultos, que nos alientan con sus palabras y
nos alimentan con los sacramentos. Y quiero discutir aquí el caso más grave de
todos, el del papa Francisco, que confunde continuamente a sus ovejas con
cambios de discursos, de tonalidades, de nombres; propinando bastonazos a los
suyos y sonrisas y halagos a los lobos.
Podemos distinguir en esto dos posturas. La
primera, más dura, es la de Sherlock Holmes. Dice el detective inglés: “Yo
nunca supongo nada. Es un mal hábito que destruye la facultad de pensar
lógicamente. Lo que te parece extraño es solamente porque no sigues la
evolución de mi pensamiento ni observas los pequeños hechos de los cuales
dependen las inferencias más importantes.”.
Se trata de observar, según Holmes, los
pequeños hechos a fin de deducir las inferencias mayores. Si aplicamos este
principio al papado del cardenal Bergoglio, podemos encontrar muchísimos hechos
en principio insignificantes si se los toma aisladamente pero que, si se los
anuda unos con otros, se descubre una peligrosa red de cambios y direcciones
equivocadas. Las entrevistas, llamadas telefónicas y afirmaciones casuales; el
cambio en las rúbricas, el rompimiento de tradiciones seculares, la ostentación
de humildad, la inacabable letanía de insultos y desprecios dirigidos hacia los
católicos tradicionales y hacia la piedad tradicional, la actitud desenfadada
hacia toda disciplina, la reinstalación de herejes pertinaces, las frecuentes
auto-contradicciones que hacen imposible saber qué es lo que realmente cree el
Pontífice, el recurso a pensadores heterodoxos, la expresión de sentimientos de
afecto hacia sostenedores de ideologías peligrosas, el aliento de expectativas
con muchísima anticipación de los hechos, el disimulo de malas conductas bajo
el nombre de “misericordia” o “preocupación pastoral”, etc, etc. etc.
Todos estos hechos y actitudes a las que nos
ha acostumbrado el papa Francisco, fácilmente comprobables a diario,
parecieran, en sí mismas, no ser más que insignificancias o detalles en los que
reparan solamente aquellos que siempre están prontos a criticarlo. Pero si
comenzamos a armar el listado o a “tejer” los hechos, las inferencias a las que
llegaría Holmes o cualquier persona sensata, son de extrema gravedad. En pocas
palabras, el Sumo Pontífice tendría un objetivo muy claro y hacia él se
dirigiría: arruinar (= convertir en ruinas) a la Iglesia y a la fe tal como la
hemos conocido durante siglos. Si ese fuera el caso, podría ser asimilado a los
apocalípticos pontífices que encontramos retratados en los libros de Benson, Castellani,
Lacunza, y tantísimos otros. Las profecías se estarían, aparentemente,
cumpliendo.
Pero hay otra posibilidad, por la que yo me
inclino: si bien el diagnóstico descrito es acertado, hay que tener en cuenta
un detalle ineludible: Bergoglio es un personaje menor, al que el papel de papa
apocalíptico le queda demasiado grande, a no ser que la Providencia quisiera
reírse un poco más de nosotros que siempre hemos imaginado a ese personaje como
un gran príncipe lleno de inteligencia y maldad y nos cuesta verlo como un
mediocre grosero y de intelecto menguado.
El papa Francisco soporta sobre sí décadas de
jesuitismo de la peor especie que le estropeó la cabeza y se la unció
servilmente al intelecto práctico. Es un hombre maquiavélico que ha convertido
la religión en política. Sus contradicciones son notable, pero es un fenómeno
frecuentemente observable en los políticos. Cuando uno habla con un político
tiene que tener en cuenta que la verdad le importa nada. El político usa la
palabra para generar efectos en los sectores de opinión, en el sentido de
aceptarlo y votarlo o, una vez en el poder, para fijar líneas de fuerza en la
dirección que quiere llevar al rebaño. Esto provoca el hábito de considerar la
palabra como una herramienta de dominio o persuasión, a despreciar toda
ulterior connotación de la palabra y a quienes buscan algo más. En la persona
que entra en este vicio, las contradicciones -por ejemplo, hablar continuamente
de que no es más que el obispo de Roma y después irrumpir en la jurisdicción del
arzobispo de Santa Fe y del párroco de los juntados- no tienen mayor entidad
porque no hay una verdad ante la que responden.
Por eso está volviendo locos a todos
–obispos, curas, fieles y periodistas-, porque no entra en categorías
religiosas. Se desenvuelve en un campo religioso, pero sin las restricciones
propias de la religión, en una especie de versión personal de lo que hay que
hacer que cambia continuamente. Otra vez: esto es típico de la política, donde
permanentemente los adeptos a un líder están chequeando lo que hay que pensar y
hacer en un momento determinado, de acuerdo a lo que el jefe manda (¿Les suena
Mons. Taussig?). Esta sensación de imprevisibilidad es lo más típico de la
realpolitik moderna. Nunca se puede estar seguro porque la “ortodoxia” cambia
permanentemente, de conformidad con los golpes de timón de la voluntad del
jefe.
Martin Amis, en su biografía sui generis de
Stalin, cuenta la historia de un poeta laureado soviético, que solía publicar
en el Pravda versificaciones de la política del momento. Por ejemplo, odas a
los planes quinquenales y cosas por el estilo. El personaje tuvo un día la idea
de escribir un poema con el descenso a los infiernos de Hitler y su recua de
fascistas, y la mala suerte de publicarlo el mismo día del pacto
Ribentrop-Molotov. Stalin agarró el diario que traía la noticia en primera
plana y la Oda en la sección literaria, y dijo: “Díganle a este Dante de
pacotilla que seguirá escribiendo versos en Siberia”. La ortodoxia, por
exigencias de la realpolitik, había cambiado. No hay principios; los principios
cambian según las circunstancias y necesidades.
Claro, todo esto es historia sabida. No es
más que Platón, que ya nos adoctrinó muy bien, hace dos mil quinientos años,
sobre quiénes eran y cómo se comportaban los sofistas.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
Excelente Articulo Las herejias Bergoglianas le queda perfecto al Tango Cambalache http://youtu.be/MXOsc_WEJPQ
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