Mucho se ha hablado en contra de la guerra. Pero evidentemente no todo es negativo en ella. Es en la lucha donde se remueven las más profundas vetas de la personalidad de los pueblos; es en la lucha donde aflora lo mejor de sus valores y lo peor de sus defectos; es en el momento supremo del «ser o no ser» cuando se ve lo que en realidad contiene un pueblo y lo que guarda celosamente como tesoro no de todos los días.
Más
antiguo que el deseo de paz es el deseo de guerra. Paz es cesación de lucha;
paz es el reverso de un estado exacerbado de actividad y combate por la
existencia. La ausencia de lucha es la «paz», es decir, paz es falta de algo. Todo lo que vive, lucha.
La guerra es una amplificación gigantesca del
espíritu de los pueblos y de los hombres, en la que afloran vivencias ocultas.
En ella no solamente hay el significado de un conflicto entre dos gobiernos o
entre dos pueblos: hay también significados más profundos e invisibles; quizá
por eso es una necesidad esporádica de los pueblos y de la humanidad misma. No
simplemente por un capricho irreflexivo, sino por una necesidad potente y
misteriosa, es por lo que grandes masas de hombres en la plenitud de su existencia
salen al encuentro de la muerte.
Por muchos motivos es lamentable que el deseo
de guerra sea tan antiguo como el deseo de paz, pero esto es un hecho. A veces la paz es cesación de lucha,
aunque no paz verdadera. No siempre la paz es esencialmente perfecta, y de ahí que se haya dicho que todo lo que
vive, lucha.
En muchas ocasiones la guerra ha sido una
amplificación gigantesca de un conflicto o de un espíritu de lucha; a veces
encierra significados profundos e invisibles que arrastran a grandes masas de
hombres, pese a lo terrible que es la guerra. Todos los horrores y el dolor que ésta encierra no han sido suficientes
para hacer nacer el Espíritu de una Auténtica Paz, que sería la Verdadera, la
lograda por Dentro del Espíritu, no convenios o tratados siempre expuestos al
fraude o a la traición.
Paradójicamente, pese a sus cenizas de
destrucción, la guerra es también creadora. No fueron sólo los reposados y
sabios senadores los que forjaron el Imperio Romano, sino la espada de César y
el empuje de sus legiones; no fueron sólo los siete sabios de Grecia los que
hicieron de Grecia el corazón de una época y de una civilización, sino el arrojo espartano de sus guerreros.
Los
pueblos crecen y se hacen grandes y maduros al golpe de sus luchas a través de
la historia. Y esa lucha es dolorosa, pero inevitable y sagrada; es la que va
forjando el futuro por más que pacifistas de etiqueta y sabios de salón se
empeñen en hacer un mundo sin guerras. En la naturaleza todo es lucha y el
hombre no puede sustraerse de la vida superior de la cual es apenas trasunto y
brizna.
En el campo de batalla se descorre toda
cortina de diplomacia; dejan de ser válidas las apariencias, la palabrería
insidiosa y el doblez político y sólo queda en pie la profunda y auténtica
voluntad de la lucha, el peso de la convicción, el valor del sacrificio para
morir por lo que se proclama.
Ahí sólo rige la entereza de marchar hasta el
final; ahí se esfuma lo que era apariencia vocinglera y se libera de ropajes
engañosos lo que era auténtica realidad. Por más que los intelectuales se
empeñen abstractamente en afirmar lo contrario, la fuerza de las armas en
guerra es un hecho solemne e incontrastable; siniestro, pero grandioso. Que los
países desarmados hablen de pacifismo vestidos de frac y que ensalcen el
derecho internacional, como el máximo coordinador entre los pueblos, es tan
explicable como que el gusano menosprecie la rapacidad del águila y como que el
haragán adule a los que puedan arrojarle algunas migajas. Pero todo pueblo con
sanos instintos no rehúye jamás el sacrificio de la lucha suprema para asegurar
sus derechos que ninguna ley internacional le garantiza. Así ha ocurrido en
toda la historia de la humanidad.
Para los pueblos jóvenes y fuertes la guerra
siempre ha sido siniestra, pero honrosa; sombría y trágica hasta el extremo de
la miseria y de la muerte, pero gloriosa hasta el sacrificio o el brillar de la
victoria. En ella el hombre se encara ante la muerte no por el camino
desfalleciente de la enfermedad, ni por el apacible sendero de la vejez, sino
por la puerta luminosa de un ideal que trasciende los límites personales del
individuo y de una generación y vive en los individuos y en las generaciones
que aún están por llegar.
A pesar de los pacifistas sinceros o
hipócritas —y de los representantes de una época debilitada y en proceso de
desintegración— seguirá imperando el relámpago de la espada como signo que
escriba en el firmamento de los siglos la historia profunda y arcana de las
culturas.
Ojala no hubiera sido necesario que las cosas
ocurrieran así, pero así fueron, tal vez por alguna razón trascendente que en
el futuro pueda llegar a ser superada. Mientras esto ocurre, se ha visto que
los pueblos crecen y se hacen grandes y maduros al golpe de sus luchas a través
de la historia. En la naturaleza todo es lucha, y el hombre no ha podido
sustraerse a este fenómeno. Su milenario anhelo de paz ha naufragado en la
injusticia y en la paz falsa, que jamás puede ser definitiva porque carece de
la esencia capaz de darle perdurabilidad.
Y así hemos visto de tiempo en tiempo que esa
paz aparente se rompe en un instante y reaparece la guerra, con una nueva
ilusión de alcanzar la paz verdadera.
Es innegable que "en la guerra muchos
espíritus creen encontrar la fórmula suprema de enmendar injusticias, quizá
porque en la lucha de vida o muerte sólo queda en pie la profunda y auténtica
voluntad del sacrificio para morir por lo que se proclama. Este rasgo confiere
a la guerra un aspecto grandioso, porque en ella muchos hombres se entregan a
la lucha sacrificándose por las generaciones que aún están por llegar.
Ese rasgo ha sido el relámpago de la espada
que ha escrito en el firmamento de los siglos la historia del dolor de muchos
pueblos en su camino —hasta ahora infructuoso— por alcanzar la paz verdadera,
basada en la justicia.
SALVADOR
BORREGO – “Derrota Mundial” Editorial Casa de Tharsis 2013 – Págs 145-147
Nacionalismo Católico
San Juan Bautista
Aclaremos: LA NECESIDAD Y LA JUSTIFICACIÓN DE LA GUERRA JUSTA" La única posible.
ResponderBorrarhttp://www.taringa.net/posts/noticias/17835212/Papa-Francisco-apoya-chip-RFID-marca-Bestia-666.html
ResponderBorraralerta parece que bergoglio apoya la imposición del verichip
http://laverdadysololaverdad.wordpress.com/2014/05/24/esta-el-papa-francisco-apoyando-la-implantacion-del-chip-rfid/
ResponderBorrarLa noticia de que Francisco apoya la implantación del chip es falsa. La batalla que él está librando no va por ahí. Debemos ser cuidadosos con lo que decimos para no perder credibilidad en lo realmente importante.
Saludos.
Cuidado tenemos que tener con tan terrible noticia, lo mas probable es que sea cierta a pesar de lo que ud dice y es nuestra obligación avisar para que se preparen porque los tienen demasiado anestesiados desde hace cincuenta años.
BorrarMatar, es matar! Aun siendo justa la batalla, uno ha de tener presente que segar la vida a un semejante, es ir en contra de uno de los mandamientos de Dios… por ello un soldado ha de ser justo y no matar sin necesidad, como a alguien que se haya rendido, ya que de soldado de una causa justa pasaría a ser un asesino sin causa( lo mismo que cualquier homicida), para resumir diré que uno ha de ser como GONZALO FERNANDEZ DE CORDOBA.
ResponderBorrarDios, Patria y Rey
Consideran la paz como ausencia de guerra y califican de subversivo a todo aquello que pueda alterar el “orden establecido”. Pero la paz es, en su definición clásica, la “tranquilidad del orden”, y no del orden aparente, sino el que se funda en la Verdad y la Justicia. La subversión no es la alteración más o menos violenta del “orden establecido”, sino del orden natural, y del orden querido por Dios en la Sociedad... Así las cosas, el “orden establecido” puede ser subversivo, falso, injusto, tiránico, y el Bien Común exigir su ruptura y la lucha (incluso armada) para la restauración del Orden verdadero.
BorrarPadre Ezcurra
Catecismo de la Iglesia Católica 2264 "El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal…” “es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7)"y en continua diciendo: 2265 “La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro”
Hola Augusto gracias por el blog.
BorrarNadie quiete al cesar lo que es del césar, y mucho menos quite nadie lo que por derecho es de DIOS! Pues si la nación es del hombre, el alma es de Dios, y si a esta la envías cuando no corresponde, pudieras estar robando
Entiendo lo que quieres decir, yo también pienso que hay batallas justas, así como tú creo en el derecho a defenderse y a defender la vida, y nada más justo que una nación por y para Dios en la verdad y la justicia… Pero también digo que en la guerra, la línea que separa lo justo de lo injusto es muy delgada, y como ya dije, un soldado que mata a un semejante que se rindió (dejo de luchar) dejaría de ser un hombre justo luchando por causa justa, para convertirse en asesino con su propia causa! el mundo es una gran criba que separa el grano de la paja, y nuestros actos en el mundo nos hacen grano o paja ante Dios, y ni tú, ni nadie tiene derecho a segar la vida de un alma sin necesidad ni en la lucha por la causa justa, pues el que es hoy paja pudiera mañana ser grano ante Dios, así que no le robes para dar a Satanás.
Toda nación con leyes contrarias a las dadas Por Dios sin duda alguna es una nación fuera de la verdad y justicia, así como del orden natural de las cosas.
Dios, Patria y Rey
Gracias Don Salvador, por su fragmento del libro maravilloso de Derrota mundial. Es importante despertar de este letargo en que en una aparente paz se ha perdido todo afán de lucha y ha crecido el hedonismo desmesurado. No debemos confundir la guerra justa de los grandes ideales con la guerra de la avaricia que arroya sin mas fin que el lucro.
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