Santa Isabel huye al desierto con el niño Juan
Zacarías e Isabel conocían el peligro qué
amenazaba a los niños, porque creo que la Sagrada Familia les envió un mensaje
de confianza. He visto a Isabel llevándose al niño Juan a un sitio muy retirado
del desierto, a unas dos leguas de Hebrón. Zacarías los acompañó hasta un lugar
donde atravesaron un arroyuelo, pasando sobre una viga tendida. Allí se separó
de ellos y se encaminó a Nazaret por el camino que María había tomado cuando fue
a visitar a su prima Isabel. Creo que iba a pedir mejores informes a Santa Ana.
Allí, en Nazaret, varios amigos de la Sagrada Familia estaban muy tristes por
la partida. He visto que Juan, en el desierto, no llevaba sobre el cuerpo más
que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya podía correr y saltar.
Tenía en la mano un bastoncito blanco, con el que jugaba como juegan los niños.
El desierto no era una inmensa extensión arenosa y estéril, sino una soledad
con muchas rocas, barrancos y grutas, donde crecían arbustos diversos con bayas
y frutos silvestres. Isabel llevó al niño Juan a una gruta donde más tarde
vivió María Magdalena después de la muerte del Salvador.
No sé cuánto tiempo estuvo oculta allí Isabel
con el niño: probablemente quedó todo el tiempo hasta que no podía ya temerse
la persecución de Herodes. Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir
cuando Herodes convocó a las madres que tenían hijos menores de dos años, lo
cual tuvo lugar un año más tarde.
Santa
Isabel vuelve a huir con el niño Juan
Santa Isabel, avisada por un ángel antes de
la matanza de los inocentes, se refugió con el pequeño Juan nuevamente en el
desierto. Vi que estaba buscando durante mucho tiempo una cueva que le pareciera
segura y escondida: cuando la encontró permaneció allí con el niño durante unos
cuarenta días. Más tarde volvió a su hogar, y un esenio del monte Horeb fue al desierto
para llevar alimentos al niño y ayudarle en sus necesidades. Este hombre, cuyo
nombre he olvidado, era pariente de la profetisa Ana. Al principio iba cada
semana y después cada quince días, mientras Juan necesitó ayuda. No tardó en
llegar el momento en que al niño le gustaba más estar en el desierto que entre
los hombres. Estaba destinado por Dios para crecer allí en toda inocencia, sin
contacto con los hombres y sus maldades. Juan, como Jesús, no fue a la escuela,
y era instruido por el Espíritu Santo. A menudo vi una luz a su lado o figuras
luminosas como las de los ángeles. El desierto no era estéril ni desolador,
porque entre las rocas brotaban abundantes hierbas y arbustos con frutas y
bayas de diversas clases. He visto allí fresas silvestres que recogía el niño
para comer. Tenía extraordinaria familiaridad con los animales, especialmente
con los pájaros que venían volando para posarse sobre sus hombros; y mientras
él les hablaba, parecía que le comprendieran y le servían de mensajeros. A
veces iba a lo largo de los arroyos: los peces le eran familiares, porque se
acercaban cuando los llamaba y le seguían cuando caminaba al borde del agua. Vi
que se alejaba mucho de los lugares habitados por el peligro que le amenazaba.
Los animales lo querían tanto que le servían en muchas cosas. Lo llevaban a sus
refugios o a sus nidos, y cuando los hombres se acercaban, él podía huir a los
escondites sin peligro.
Se alimentaba de frutas silvestres y de
raíces; no le costaba mucho encontrarlas, pues los animales mismos lo conducían
donde estaban y se las mostraban. Llevaba siempre su piel de cordero y su
varita y se internaba cada vez más en el desierto. A veces se acercaba a su
pueblo y dos veces vio a sus padres que anhelaban vivamente su presencia. Ellos
debían tener revelaciones, pues cuando Isabel o Zacarías deseaban ver a Juan,
éste no dejaba de acudir a su encuentro desde muy lejos.
Santa Isabel vuelve por tercera vez al desierto con el
niño Juan
Mientras estaba la Sagrada Familia en Egipto,
el pequeño Juan había vuelto secretamente a su casa de Juta, porque he visto
que fue llevado nuevamente al desierto cuando tenía cuatro o cinco años.
Zacarías no estaba presente cuando salieron de la casa; creo que había partido
para no presenciar la despedida, porque amaba mucho a su hijito; pero antes de
salir le había dado su bendición, como bendecía siempre a Isabel y a Juan antes
que saliesen de camino. El pequeño Juan usaba por vestido una piel de carnero, que
saliéndole del hombro izquierdo caíale sobre el pecho y los costados y volvía
unirse sobre el lado derecho. No usaba más que esta piel. Sus cabellos eran
castaños y más oscuros que los de Jesús. Llevaba el bastoncito blanco que había
tomado al dejar la casa. Así lo vi mientras su madre lo llevaba de la mano.
Isabel era una mujer de edad, alta, de ágiles movimientos, cabeza pequeña y
rostro agradable. El niño Juan corría a menudo, adelantándose a la madre. Tenía
toda la inocencia propia de su edad, pero no la irreflexión. Al principio se
dirigieron hacia el Norte, teniendo a su derecha un pequeño arroyo; luego los
vi atravesar la corriente sobre una pequeña balsa de madera, porque no había
puente. Isabel era una mujer decidida y dirigía la balsa con una rama de árbol.
Más allá del arroyo siguieron camino hacia el Oriente, entrando en un
desfiladero de rocas, desnudo y árido en su parte alta, el fondo lleno de
zarzales, de frutas silvestres y dé fresas, que el niño recogía y comía.
Después de hacer un trecho en aquel desfiladero, Santa Isabel se despidió del
niño, lo bendijo, lo estrechó contra su corazón, lo besó en ambas mejillas y en
la frente, y regresó, volviéndose varias veces, llorando, para mirarlo. El niño
no sentía inquietud alguna: caminaba con pasos seguros por el desfiladero.
Como durante estas visiones me sentía muy
enferma, el Señor me consoló haciendo que asistiese a todo lo que sucedía como
si yo fuese una niña. Me parecía tener la misma edad que Juan, y por eso me
afligía viendo que se alejaba tanto de su madre. Creía que no iba a poder
encontrar la casa paterna; pero una voz me tranquilizó, diciendo: "No te
inquietes; el niño sabe muy bien lo que hace". Me pareció entrar en el
desierto con el niño, como compañera de juegos infantiles. De este modo pude
ver varias veces lo que le sucedía. El niño me contó varios episodios de su
vida en el desierto: cómo se mortificaba y violentaba sus sentidos en toda
forma y se volvía cada vez más clarividente, y cómo era instruido en todo lo
que necesitaba saber. Nada de lo que me contaba me sorprendía, porque yo misma,
cuando siendo pequeña cuidaba las vacas, había vivido en el desierto con el
niño Juan. Cuando deseaba verlo lo llamaba desde los matorrales: "Niño San
Juan, ven a buscarme con tu bastón y la piel sobre tus hombros". Y Juan
venía con su bastoncito y su piel de cordero; y jugábamos como niños; y él me
enseñaba toda clase de cosas útiles, No me asombraba que supiese tantas cosas
de los animales y de las plantas del campo. Yo también, cuando andaba por el
campo, por los bosques y las praderas, siendo niña, estudiaba, como en un
libro, en cada hoja o en cada flor, al
recoger las espigas y al arrancar el césped, y estas plantas, como los animales
que veía pasar, eran para mí motivos de enseñanza y de reflexión.
Las formas de las hojas, sus colores y la
disposición de las plantas me sugerían pensamientos profundos. Las personas a
quienes los comunicaba me escuchaban con asombro, pero se reían de mí en la
mayoría de los casos.
Esto fue causa de que más tarde guardase
silencio sobre estas cosas, porque pensaba, y pienso todavía, que a todos los
hombres les pasa lo mismo, y que en ninguna parte aprende mejor que en este
libro de la naturaleza escrito por el mismo Dios. Cuando en mis contemplaciones
posteriores seguí al niño Juan por el desierto, he visto sus gestos, sus
actitudes y sus acciones; lo vi jugando con los animales y las flores y
entreteniéndose con las plantas. Los pájaros, especialmente, estaban
familiarizados con él: se posaban sobre su cabeza o sus hombros cuando caminaba
o rezaba. A veces ponía su bastoncito atravesado sobre las ramas de los árboles
y pájaros cíe todas variedades acudían a su llamado y se posaban sobre su
bastón unos tras otros. Él les hablaba y los miraba con familiaridad, los
trataba como si les estuviera enseñando. Otras veces lo vi seguir a los
animales hasta sus cuevas y darles allí de comer, observándolos con toda
atención.
Muerte de Zacarías e Isabel
Una vez que Zacarías fue al templo a llevar
víctimas para el sacrificio, Isabel aprovechó su ausencia y fue a visitar a su
hijo en el desierto.
Juan tendría unos seis años entonces.
Zacarías no había ido a ver al niño nunca: de modo que si Heredes le preguntaba
por el niño podía, sin mentir, responder que lo ignoraba. Pero para satisfacer
el gran cariño de sus padres y por el deseo de verlos, visitó varias veces el
niño secretamente, de noche, la casa de sus padres, permaneciendo allí algún
tiempo. Sin duda su Ángel de la Guarda lo guiaba para que evitara los peligros
que lo amenazaban.
Siempre lo vi guiado y protegido por
espíritus celestiales y muchas veces vi figuras luminosas que lo rodeaban.
Juan estaba predestinado a vivir así en la
soledad, apartado de los hombres y privado de los socorros humanos ordinarios
para ser mejor guiado por el espíritu de Dios. La Providencia divina dispuso
las cosas de tal manera que aún por las circunstancias exteriores tuviera que
retirarse al desierto. También se hallaba como impulsado por un instinto
irresistible, pues desde su niñez lo veía siempre pensativo y solitario. Cuando
fue llevado el Niño Jesús a Egipto, Juan, su precursor, estaba escondido en el
desierto por advertencia divina, ya que también él se hallaba en peligro. Se
había hablado mucho de él desde los primeros días de su vida: era conocido su
nacimiento maravilloso y mucha gente afirmaba haberlo visto rodeado de
resplandor. Por esta causa Herodes quería apoderarse de él para matarlo.
Repetidas veces Herodes había preguntado a
Zacarías dónde se escondía el niño, sin atreverse entonces a prenderlo. Pero
ahora, yendo Zacarías al templo, fue asaltado y maltratado por los soldados
encargados de vigilarlo, delante de la puerta de Jerusalén, llamada de Belén,
en un lugar del camino bajo desde donde no se divisaba la ciudad. Lo llevaron a
una prisión, en el flanco de la montaña de Sión, donde pude ver más tarde a los
discípulos de Jesús cuando iban al templo. El anciano fue torturado para que
descubriese el lugar donde se ocultaba su hijo y como no pudieron obtener lo
que deseaban, terminaron por matarlo por orden de Herodes. Sus amigos, más
tarde, lo enterraron no lejos del templo…
Santa Isabel volvió del desierto a la ciudad
de Juta para esperar la llegada de su marido, acompañada en una parte del
camino por el niño Juan. Isabel lo besó en la frente y lo bendijo, y el niño
volvió al desierto. La madre al entrar en su casa conoció la triste noticia de
la muerte de su esposo. Su dolor fue muy grande y parecía inconsolable. Retornó
al desierto, quedándose allí con el niño, hasta su muerte, que aconteció poco
tiempo antes que la Sagrada Familia volviera de Egipto. Aquel esenio que
cuidaba al niño Juan, sepultó a Isabel en las arenas del desierto. Después de
esto, Juan se internó más en el desierto: abandonando el desfiladero de rocas
se fue a un lugar más despejado y se estableció junto a un pequeño lago. En la
playa había mucha arena blanca. Lo he visto avanzar bastante aguas adentro,
mientras los peces nadaban alrededor de él sin temor. Allí vivió mucho tiempo,
porque lo vi fabricarse una cabaña o glorieta en medio de los arbustos, para
pasar la noche: era pequeña y baja» de modo que apenas podía acostarse en ella
para dormir.
Allí como en otras partes veía formas
luminosas que trataban con él sin temor e inocente piedad: parecía que lo
instruían y le hacían notar diferentes cosas. Vi también que tenía una varilla
atravesada en su bastoncito, de modo que formaba una cruz. Había una tira de
corteza atada al cabo del bastoncito, como una banderilla que flotaba al viento
mientras jugaba con ella. La casa de Isabel en Juta la ocupó una hija de la
hermana de Isabel. Era una casa muy bien cuidada, en perfecto orden y limpieza.
Siendo ya grande, volvió Juan otra vez en secreto a ella, regresando
inmediatamente al desierto hasta el momento de su aparición entre los hombres.
Beata Catalina
Emmerick – “Nacimiento e Infancia de Jesús” – Ed. Guadalupe 2007 – págs. 114,
125,126,129-131.
Nacionalismo Católico
San Juan Bautista
Mil gracias Augusto TorchSon, es un regalo hermoso para SanJuan Bautista, que publicaras estas visiones de Ana Catalina Emmerick, sobre la infancia de San Juan Bautista, yo no las concocía, también ha sido un regalo para mí. Muchas bendiciones hermano.
ResponderBorrarLydia Huerta
Muchas gracias estimada Lydia por el apoyo que siempre brindas a este apostolado.
BorrarSaludos en Cristo y María Santísima.