Más sobre el Orden Natural
Los ejemplos
mencionados son obviamente simples botones de muestra, entramados de un sistema
mucho mayor. En la naturaleza, los minerales, vegetales, animales, en los
sistemas y órbitas planetarias, es posible advertir la existencia de cierta
regularidad que permite prever sus
itinerarios y comportamientos. De ahí las ciencias de la naturaleza. No
necesitamos mirar, otra vez, una planta para saber cómo tendrá lugar el proceso
de la fotosíntesis; no necesitamos esperar al día de mañana para saber por
dónde saldrá el sol, es decir, para saber el movimiento de la tierra. El mundo
es poseedor de una estructura racional: puede ser entendido.
Las cosas no son
refractarias a nuestra inteligencia: podemos comprenderlas, fundándonos en cierta lógica de las mismas, por la
cual aparecen ante nuestros ojos como conectadas
entre sí. De suerte tal que unas nos llevan a las otras. Si es cierto que
muchas veces hay oscuridades, dificultades en la investigación, diferencias
respecto al método e incluso dramáticas calamidades naturales; no es menos
cierto que toda catástrofe es tal si existe algo distinto de la catástrofe: el
orden. Un Orden Natural. Un orden más allá de la voluntad humana. Sólo porque
éste –el orden– existe, deploramos el desorden. Únicamente porque “hay”, porque
“existe” una norma violentada, la catástrofe natural es algo dramático. Porque
“no debería” suceder y no obstante sucede, podemos dolernos de los desastres y
sus víctimas.
Conviene meditar sobre
esta intuición: únicamente porque percibimos que no es “de la esencia” de la
naturaleza que existan terremotos, tsunamis y otras calamidades, advertimos la
fatalidad que implica su existencia. La fatalidad de que las cosas, pudiendo
ser mejor, no lo sean.
Los desastres naturales
no prueban la inexistencia del orden natural. Tal argumento fue sostenido por
ciertos ateos pero no demuestra lo que ellos pretenden. La evidencia apunta a
otro lado. Estos desastres son testigos insobornables de la existencia de un deber ser fundante, de una fuente primera de normatividad, en
virtud de la cual una catástrofe es una catástrofe. Si el desorden fuese propio
de la esencia de las cosas, nada trágico ni dramático habría en que tenga lugar
lo que no puede dejar de ser.
La manifestación
originaria de un orden que escapa al arbitrio humano es el punto donde conviene
apoyarnos para mostrar la fragilidad de las concepciones actuales.
Carácter
«verbal» del mundo
Hay una última
conclusión que debe extraerse del hecho de que el mundo pueda ser comprendido. Este orden de las cosas –a veces, como
dijimos, perturbado– manifiesta lo que ellas son; expresa sus esencias. Las
cosas tienen un «qué»: pueden ser
entendidas, conceptualizadas, pensadas. No están vacías ni a la espera de un
contenido “puesto” por el hombre. Preexisten a nuestra mente. Nos preceden. No
las construimos. Anteceden a nuestro pensamiento y son independientes de él.
Las cosas pueden ser objeto de
nuestro conocimiento. A diferencia de las casualidades –imprevisibles, es
decir, imposibles de «prever» – la realidad es asequible a la mente: puede ser pre-vista,
observada antes. El azar no.
La inteligencia –como
indica su etimología– es capaz de leer en
el interior de las cosas: intus legere. Comparémosla con un libro:
cada una de sus páginas puede ser leída porque su autor la escribió pensando en ella. Evidentemente, no da
lo mismo cualquier palabra: colocando el vocablo «porque» el autor se prepara
para fundamentar y no enunciar; al escribir «es evidente que» se limita a
enunciar. En ambos casos, el lector entiende perfectamente la diferencia. Si el
libro contuviera hojas llenas de letras –completamente al azar– nada podría
leerse en él.
Algo puede leerse sólo si
fue escrito. Y puede ser escrito sólo si fue pensado. El pensamiento es anterior a la
escritura. Y a la palabra oral.
El libro, pues, está
entre dos intelectos: autor y lector. Tal como el libro, podemos decir que la
realidad está cargada de sentido: es
capaz de ser «leída», entendida, comprendida. Las cosas pueden ser entendidas
porque fueron hechas, diseñadas, creadas inteligentemente.
Pero ahora debemos continuar
con el siguiente punto: la capacidad del hombre de conocer la verdad. ¿Puede
hacerlo o es impotente?
Contestando
a los sofistas de ayer y de hoy
En primer lugar,
señalemos –con Aristóteles– la contradicción que tiene lugar entre la vida y esta
postura: inevitablemente, la cotidianeidad de los relativistas –como la de
cualquiera– está plagada de verdades y no de dudas o fatales ignorancia. Precisamente,
aquellas dudas que suscitan la problemática son –en buena proporción– voluntarias
y no espontáneas. Baste aquí como ejemplo el quiero dudar de Descartes. Si bien cuando el hombre sueña puede creerse
despierto, no es menos cierto que despierto sabe que no está soñando. Camina
por la ciudad, observa un pozo y lo esquiva, sin considerarlo una ilusión
óptica. Si tiene hambre, come queso y no duda que tiene mejor sabor que un
pedazo de vidrio.
El escéptico puede protestar
que son ejemplos menores. Concedido. Pero no invalida nuestro planteo: siendo su
postura una negación universal –decir
“no hay certeza” significa decir en
el fondo “no hay ninguna certeza”–,
bastaría una sola cosa, una única verdad que resista. Decía Etienne Gilson: “los que pretenden pensar de otra manera (es
decir, desconfiando a priori de nuestras percepciones más fundamentales) piensan como realistas tan pronto como se
olvidan de que están desempeñando un papel”.
Encaremos el primer argumento.
¿Qué decir sobre aquél que sostenga no conocer lo verdadero sino lo probable? De
la pluma de San Agustín tomaremos prestada la respuesta.
La palabra probabilidad es sinónimo del término verosimilitud. Y el significado de ambos
yace en la etimología del segundo: “lo que se aproxima, lo que se acerca, lo
que se asemeja a la verdad”. Así las cosas, el escéptico no llega a decir que
conoce la verdad sino únicamente aquello que
se aproxima a ella, aquello que se
asemeja a ella, aquello que probablemente
sea verdad.
Ahora bien, pensemos en
una mujer muy parecida a su madre. Si preguntados por el parecido de la hija
con la madre respondemos nosotros que sí,
¿qué descubrimos? Descubrimos que podemos responder de esta manera sólo si conocemos
el rostro de la madre. Más aún: para responder –si fuera el caso– que no se parecen, también sería necesario
conocer el rostro materno. En efecto, no puedo decir que madre e hija son parecidas
si no conozco antes la faz de cada una de ellas. ¿Qué se diría de un diálogo
como éste?:
– ¡Qué
parecida es Marina a su madre!
– ¿Conoces
a su madre?
– No.
Del mismo tenor sería
el ejemplo de un barco navegando en alta mar. Para decir que la embarcación se encuentra muy cerca del puerto, es
necesario conocer la localización del puerto, puesto que en virtud del término
final son conocidos los términos intermedios del desplazamiento. El capitán del
barco no puede afirmar que está seguro de
que está muy próximo y, preguntado por la ubicación del puerto, contestar: “No
lo sé, pero sin embargo tengo certeza de que estamos próximos”.
“Oyendo
esto, ¿podría alguno contenerse la risa?”.
El probabilismo no es
suficiente para conmover la capacidad humana de asir verdades: “la probabilidad o verosimilitud –y la misma
palabra latina vero-similis se
prestaba admirablemente en su constitución esencial al argumento ad hominem de San Agustín– no tiene sentido sino por
referencia a la certeza y a la verdad; y que si éstas no son poseídas, mucho
menos aquéllas, cuya comprensión se apoya en las primeras”.
Vayamos al binomio ser–apariencia. Como señalamos antes, nuestro
adversario podría sostener la imposibilidad de conocer el ser, quedando al alcance
del hombre únicamente la apariencia. El ser humano accedería sólo a fenómenos,
que bien puede clasificar, distinguir, colocar en tal o cual categoría. Pero
fenómenos cerrados en sí mismos, apariencias de ser imposibles de traspasar,
opacas para la inteligencia; conocimientos que deben conformarse con ser
valorados como frágiles imágenes de la realidad y nada más.
Ahora bien: ¿tiene aquí
razón el escepticismo?
Es evidente que quien distingue
dos, conoce ambos. Nuestro adversario ha distinguido, claramente, entre el ser
y la apariencia. Y ha dicho que conoce el segundo y no el primero. Pero, cuestionémoslo:
¿cómo se puede distinguir entre ser y apariencia, ignorando el ser mismo? Porque
todo juicio de comparación entre dos supone el conocimiento de los dos.
En la hipótesis agnóstica
el problema no hubiese tenido lugar. En efecto, aquello que desencadena la dicotomía
ser–apariencia es percibir a la apariencia
como recorte del ser. Pero esta diferenciación no puede existir si no se
compara el ser con la apariencia. Para conocer a la apariencia, como tal, forzosamente
debe hacérseme presente –antes– lo que no es apariencia: el ser. De lo contrario ella misma se disuelve: ¡toda apariencia es
apariencia de algo! ¡Y ese algo no es
apariencia!
La misma entidad de la
apariencia tiene su origen en el ser. La apariencia es siempre apariencia de
algo. No puede ser apariencia de nada. Luego, no puede conocerse la apariencia como apariencia sin conocer, antes, al ser del cual la apariencia
depende. Tanto si hablo de apariencia como si hablo de representación, estamos en el mismo caso:
“¿Por qué diríamos
(representación) “de un hombre” si el
hombre nunca nos fuera presente; si sólo nos fueran presentes
“representaciones”? ¿Por qué no podríamos hablar con sentido de
“representación” sin incluir aquello de
lo cual es presentación, mientras que podemos perfectamente hablar de “hombre”,
“casa”, “piedra”, sin definirlos por relación a ninguna representación? ¿Por
qué, si no fuera porque el ente irrelativo es lo primeramente conocido?, ¿y la
“representación” algo puramente relativo al ente? Si no, habría que decir “es
la representación de la representación de la representación…” y así al
infinito”.
Si el ser estuviese,
efectivamente, en la oscuridad de lo inhallable, no preguntaríamos por él. Ni
siquiera para negar la posibilidad de descubrirlo podríamos nombrarlo con algún
sentido.
El argumento que sigue es
la duda. ¿Cómo estar seguros que aquello que en este mismo momento se me
presenta como verdadero, lo es realmente? ¡Cuántas veces creí estar en lo
correcto, sin estarlo! ¡Cuántas veces tomé la sombra por realidad, la imagen
por cosa, el espejismo por color, el sueño por vigilia, lo malo por lo bueno,
lo falso por verdadero! La firmeza misma con la que en este mismo momento apostaría
que estoy despierto, ¿es suficiente para aventar toda duda?
Veamos qué es dudar: “Estar el ánimo perplejo y suspenso entre
resoluciones y juicios contradictorios, sin decidirse por unos o por otros” (RAE).
El que duda, pues, se mantiene tironeado entre proposiciones que no pueden ser
admitidas al mismo tiempo, sin tomar partido por ninguna.
Examinemos ahora si es
posible una duda respecto de todo. Derisi responderá negativamente y dará sus
razones: “Sin el ser (…) que le dé
sentido y sostén, la duda es imposible,
es impensable. Precisamente porque no
es lo mismo ser y no-ser, ser de este modo, o ser de aquel otro, la inteligencia
suspende su afirmación o negación, duda”.
Desentrañemos esta
cita. Si miramos con atención, quien verbalmente manifiesta dudar de todo, sin
embargo, tiene la certeza de que dos cosas contradictorias no pueden ser simultáneamente
verdaderas. Esta es una experiencia personal imposible de negar.
Armado de esta razón, Monseñor
Derisi concluye vigorosamente: “Una duda universal que pretendiese no aceptar
nada como verdad, sería, por eso, no sólo contradictoria, sino impensable e imposible, se diluiría como duda, al diluirse como pensamiento”.
También el santo de
Hipona, antes escéptico, los pone contra las cuerdas de esta manera:
“Si
dudan, viven; –si dudan, recuerdan por qué dudan; –si dudan, entienden que
dudan; –si dudan, quieren estar ciertos; –si dudan, piensan; –si dudan, saben
que no saben; –si dudan, juzgan que no hay que afirmar temerariamente. De todo
esto no pueden dudar ni siquiera los que de todo lo demás dudan; pues si todo
esto no fuese, ni siquiera dudar podrían”. (De Trinitate
X, 10, 14)
Si insistieran, como
último recurso, diciendo: ¿Qué, si te
engañas? ¿Qué, si acaso nos engañamos
respecto de todas estas conclusiones, apoyadas en el dudoso valor de una dudosa
inteligencia, débil, enferma, limitada? No cabría mejor respuesta que la
siguiente:
“si me engaño ya soy;
porque el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya
soy si me engaño”.
Y San Agustín (en su Contra Académicos) continúa preguntando:
“¿cómo me engaño que soy, siendo cierto
que soy, si me engaño?”, para concluir magníficamente: “Y pues existiría si me engañase, aún cuando me engaño, sin duda en lo
que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en
lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy,
así conozco igualmente esto mismo; que me conozco”.
El
último argumento
Queremos señalar, finalmente, el contrasentido en que el escéptico vive
nomás cuando se pone a hablar. Y la postura según la cual “la verdad no existe” o, existiendo, “no puede ser conocida”
no es una excepción. En efecto, esta postura, en sí misma –podríamos preguntar–,
¿es verdadera o falsa?
Primera posibilidad. Si no fuese verdadera, entonces está en el error
el escéptico. Y si el escéptico está en el error, estamos en lo correcto
nosotros.
Si, por el contrario,
la postura escéptica fuese verdadera, la situación no varía. Porque entonces esta
posición afirma lo que niega y niega lo que afirma, disolviéndose como postura
sostenible al mismo tiempo que desquiciándose como capaz ser comprendida. No
queda más que reconocer la existencia
de la Verdad
para –luego– refutar que la verdad sea tal
o cual cosa. La existencia de la
verdad no puede ser discutida, no puede ser objeto de discusión sino base de
todas ellas; lo que hace posible toda discusión, quedando como “telón de fondo”
del pensamiento, incapaz de preguntarse por la verdad desde fuera de sí mismo.
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda
destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del
juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo
destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la
demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o
anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne,
eterna– no es el yo racional
propiamente dicho, sino el yo inteligente,
que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la
locura y de la muerte”.
Asombrosas, sencillas y
difíciles palabras del filósofo italiano Sciacca. El que pregunta por la verdad
no está fuera sino dentro de la pregunta misma.
Pero pongamos ahora un
escéptico que no se rinde. Respondería: “No
es así como usted dice. Claro que si suponemos que hay afirmaciones verdaderas
o falsas –es decir, afirmaciones que coinciden con la realidad y afirmaciones
que no–, mi postura carece de respaldo. Pero precisamente estoy poniendo en
tela de juicio eso: que existan afirmaciones verdaderas o falsas”.
La objeción no es menor:
“mientras sigamos hablando el lenguaje
propio del pensamiento occidental, forzosamente debemos caer en la verdad o en
el error. Y así, de antemano ustedes llevan las de ganar. Porque todas las objeciones
al pensamiento católico y clásico están formuladas en términos de la
cosmovisión católica y clásica. Pero justamente, nosotros pretendemos abandonar
ese bagaje lingüístico y conceptual por el cual estamos (de antemano) vencidos.
Pretendemos renunciar a los términos “verdad” y “falsedad” que remiten a algo
independiente del pensamiento, como si existiera algo objetivo que debe ser
respetado y respecto de lo cual debemos ordenarnos”.
Veamos nuestra
respuesta a éste, el último argumento.
Aquí o en China la
palabra externa u oral del ser humano –los sonidos con que se comunica–
manifiestan lo que piensa. Aquí o en China, con la palabra hacemos patente
nuestro pensamiento. Cuando alguien no nos habla podemos conjeturar qué piensa
de tal o cual situación pero no lo sabemos hasta que no decida comunicarse, sea
por señas, signos o por palabras: hablando.
Y en cualquier lugar o
tiempo, cuando pronunciamos palabras decimos algo de algo. Con la
palabra no significamos palabras; es evidente que con la palabra “hombre” no
significamos un sonido. Al contrario: con la palabra “hombre” significamos hombres. No sonidos. Con las palabras, pues, significamos algo.
Y ese «algo» al que nos
referimos con los vocablos lo sabemos real;
es decir, independiente de nuestro pensamiento. Quien nos pregunta algo no
pretende saber lo que pasa en nuestra
cabeza sino aquello que es. En la
conversación cotidiana no hablamos de lo que sucede en nuestra mente –salvo que
expresamente lo aclaremos– ni pretendemos comunicar puras “interpretaciones” ni
“pensamientos”. Normalmente pretendemos decir, hablar, de lo que realmente es.
¿Cuál es el punto de
inflexión? En la hipótesis del argumento adversario –según la cual sólo por
efecto de la influencia histórica del catolicismo y del pensamiento clásico nos
“construimos” la idea de una verdad frente
a la cual debemos adecuarnos– no discutiríamos. Ningún debate tendría sentido:
sería imposible de raíz, porque dos ideas, dos pensamientos, sólo pueden entrar
en pugna; sólo pueden contradecirse si se refieren a algo distinto de ellos mismos.
“La contradicción
solamente puede existir y sólo puede ser entendida cuando conozco los términos
de la misma; pero sólo puedo conocerlos en cuanto contradictorios por
referencia a un tercero no-contradictorio en cuya virtud la misma contradicción
existe. Este tercero no-contradictorio es el ser”.
La disputa tiene
sentido en tanto dos –por lo menos– luchan por algo que no pueden poseer
simultáneamente. Pero suponiendo que nuestro lenguaje no exprese el ser ni pueda
–por impedimento congénito– expresarlo; suponiendo que verdad y falsedad sean
supersticiones, ninguna idea entraría en colisión con otra. Podrían ser
perfectamente válidas ambas y no deberían batallar entre sí, puesto que cada
una no se entrometería sino con ella misma: les bastaría su propia identidad.
Pero las ideas batallan
entre sí. ¿Por qué? Porque pretenden, por debajo de sí mismas, ser verdaderas: estar en adecuación con la
realidad. Y acusan a su adversaria de ser falsas.
Si no fuera así, ¿para qué discutir? ¿Para qué argumentar?
Nuestros objetores
creen ser esclavos de palabras, cuando en realidad son esclavos de lo que son.
No es que no puedan librarse del “lenguaje occidental, católico y cristiano”: no
pueden librarse de su naturaleza humana.
Stat Veritas: la verdad permanece
Es posible que nuestro
escéptico agache la cabeza y reconozca la validez de nuestras palabras. Si eso
hiciera, habría que señalarle que, estrictamente, no son nuestras:
–Reconozco,
Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia
contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito,
no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de
controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme.
La
humildad es esencial a la filosofía: La
humildad es andar en la verdad –dice Santa Teresa– y quien ésto no entiende, anda en la mentira. En la disputa
intelectual puede quedar, ciertamente, un vencedor y un vencido. Pero erraría
el vencido si no advirtiese el bien recibido luego de la derrota:
“convencer a otro es, efectivamente, vencerlo: pero no de tal modo que el
vencido quede bajo el imperio de su vencedor, como en la lucha física, sino de
manera tal que se vea obligado a reconocer el imperio de la Verdad, del cual el mismo
vencedor se declara sujeto”.
Vale
decir que este “‘doblegar’ al adversario
en la polémica, y vencerlo, no
significa someterlo a un poder extraño, sino hacer que él mismo: ‘se vea forzado a aprobar otras cosas que
(antes) había negado…’”. Aún cuando es el
mismo hombre el que aprueba otras cosas, antes negadas, sin embargo, no
puede decirse que sea conducido suavemente:
“reténgase
sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el adversario se vea forzado. Y ‘forzar’ es,
ciertamente, ‘vencer o doblegar una fuerza contraria’. Sólo que, en el caso de
la victoria argumental, este ‘forzamiento’ no es sino el reconocimiento
inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la
dignidad suprema de la Verdad”.
La
palabra que arguye lleva consigo un vigor, una potencia, una energía.
Ciertamente tiene lugar un forzamiento,
pero de tal manera “que, por coincidir
con la naturaleza misma de la razón,
solo violenta a una fuerza que antes la desnaturalizara: a saber, la fuerza del
error o, peor aún, del engaño racional”. Así
las cosas, “Derrotar al adversario pasa a
ser, así, el ejercicio más alto de auténtica beneficencia para quien reconoce en la Verdad el Bien plenificante
del espíritu humano”.
Todo el hombre –no sólo su intelecto– combate en
estas lides
Yendo
al final de nuestra exposición, reconozcamos las fronteras de nuestras
argumentaciones. El hombre tiene inteligencia, ciertamente, pero no sólo. Tiene
un corazón que debe ser conmovido junto con el intelecto, a fin de hacerle
desear, ver y creer en la verdad. Si tiene razón Chesterton cuando escribió “Curar a un hombre no es discutir con un
filósofo, es arrojar un demonio”, la disputa intelectual no equivale a una
partida de ajedrez.
La Verdad Divina
–que no es otra cosa que Dios mismo– es, si se quiere, la Respuesta
a nuestras preguntas. Ciertamente lo es. Es la respuesta a esa búsqueda
permanente, ansiosa, desasosegada e impostergable del “todo”. Pero también es
el Amor. El Amor que busca amar, que hizo a los hombres por amor y para el
amor. Y es el Amor que llama a las puertas del corazón humano tanto con la mano derecha como con la izquierda,
según bella expresión del Padre Ramón Cué. Si el encanto con que Dios ha
engalanado las cosas mueve a buscarlo por el camino de la sabiduría, la
seducción que provoca el Corazón de Dios –Cor
Iesu– arrebata el alma por el camino del amor. Pero si la primera vía puede
ser común a los filósofos, la segunda tiene por llave maestra la fe. Quiera
Dios que podamos no sólo reposar nuestro intelecto en su Mente Increada, océano
de Verdad y Sabiduría, sino también descansar nuestro corazón en Aquél que la
lengua humana llama el Amor de los Amores,
incesante pescador de hombres:
La Gracia
Y no valdrán tus fintas, tu hoja prima
ni tu coraza indómita nielada
a desviar el rayo, la estocada
en la tiniebla a fondo de tu sima.
¿No ves centellear allá en la cima
de gracia y luz diamante, ascuas de espada?
No, esquivo burlador, no valdrán nada
careta ni broquel, guardia ni esgrima.
No te cierres rebelde, no le niegues
tu soledad. Es fuerza que le entregues
de par en par tu pecho y coyunturas.
Que así vulnera el Diestro, y así elige
–caprichos del deseo– y así aflige
y así mueren de amor las criaturas.
Juan Alfredo Casaubon. Palabras, ideas, cosas, Buenos Aires, Candil,
1984, págs. 40-41.
Platón. El Banquete, Madrid, Senén
Martín, 1966, pág. 122.
Mihura Seeber, Federico. La figura del
polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín en Revista Sapientia, vol. XLVII, Buenos
Aires, UCA, Facultad de Filosofía y Letras, 1992, pág. 176.
Gerardo Diego, La gracia, en Primera
antología de sus versos (1918-1941), Madrid, Espasa Calpe, 1976, pág. 163.