San Juan Bautista

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sábado, 9 de agosto de 2014

Pensando a contracorriente - Por Juan Carlos Monedero (h)


Cuestiones disputadas sobre la naturaleza de la fe
y la capacidad humana para conocer la verdad


Si se somete todo a la razón, nuestra religión
no tendrá nada de misterio ni de sobrenatural.
Si se choca contra los principios de la razón,
nuestra religión sería absurda y ridícula.
Pascal

–Poseo la verdad como la puede conocer el hombre;
es decir, en continua inquisición, investigación y progreso.
–Progresar me parece muy bien. Pero ¿cómo sabes que progresas?
Castellani

Por Juan Carlos Monedero (h)

Introducción

Pretendemos con este artículo trazar unas sencillas coordenadas para ubicarnos en dos temas muy importantes: la naturaleza de la fe y la capacidad humana para conocer la verdad. Ambas son cuestiones perennes y relacionadas. La primera es objeto –no siempre de forma explícita– de permanentes discusiones: el espacio concedido a la fe dentro de la sociedad está directamente relacionado con el concepto que se tenga de ella. Observando las razones de quienes desean prohibir la exhibición de símbolos religiosos esto es patente.
Respecto al alcance del conocimiento humano, mencionaremos que ya Sócrates, Platón y Aristóteles como los sofistas Protágoras y Gorgias encarnaron las diferentes posturas que, en lo sustancial, perviven hasta la actualidad; estamos hablando, pues, del pensamiento realista o clásico –por un lado– y del escepticismo, relativismo, agnosticismo –en sus múltiples variantes– por el otro. Sobre ambos debates –que separaron y separan las aguas– ofreceremos una respuesta desde la doctrina católica.
Podría sorprender que desde el comienzo manifestemos abiertamente nuestra procedencia; pero lo hacemos siguiendo –sólo en esto– las palabras de José Ingenieros, cuando dice que aquél que expone su pensamiento “no desea presentarse como imparcial frente a espectadores que no lo son”. Comencemos, pues, abarcando las relaciones entre la fe y la inteligencia humana. En un segundo lugar entraremos de lleno en la polémica entre quienes afirman la capacidad de la inteligencia de conocer la verdad y quienes la niegan.

Dos posturas adversas

Según la noción corriente y más divulgada de “fe religiosa”, ésta es algo subjetivo, personal, íntimo. Cada persona vive su propia fe, a su manera, cumpliendo únicamente aquellas reglas que libremente ha decidido asumir. Esta “religiosidad” acaba siendo absolutamente incomunicable; su contenido queda a merced de las decisiones humanas, careciendo de la seriedad y reverencia que es propia –o debería serlo– de la Revelación del Dios que no cambia como el mundo ni pasa como la historia sino que es inmutable. Esta postura excluye, por tanto, cualquier intento de racionalidad: intentar comprenderla o dar razones de ella conspira contra el lugar que se pretende darle en la propia vida. Así, lo religioso cobra un carácter ornamental, anecdótico, romántico, tolerado mientras no se lo tome demasiado en serio. Este concepto de fe siente horror por la sola idea de una única religión verdadera; motivo por el cual proclama a cuatro vientos el derecho de creer en lo que a cada uno se le antoje. Pesa la sinceridad del que cree y nada importa qué se cree.
Frente a esta primera posición, se encuentran aquellos que rechazan la fe y –con razón o sin ella– la describen con las mismas notas arriba mencionadas. Absurda, insostenible racionalmente, la fe fue fabricada por los hombres para consolarse en el medio de los dolores y dramas de la existencia: la máscara blanca de un mundo negro. Dios es un invento del hombre. Si la fe es absurda y lo absurdo es lo que no puede ser, la fe es falsa. Relegada y explicada la fe desde el terreno psicológico –acaso como una alucinación o histeria–, estas personas se recuestan naturalmente en el único conocimiento que, a su juicio, les abre el secreto de la realidad: el conocimiento científico. La llave maestra del mundo no viene por la religión sino por la ciencia. Inteligencia y fe son excluyentes: positivismo. La religión habría explicado en su momento determinadas cosas que, con el tiempo, la ciencia se encargaría de ir develando en sus verdaderas causas. Al ritmo del progreso científico, tarde o temprano la fe dejaría de existir.
En el fondo, esta posición afirma que toda creencia religiosa –sostenedora de realidades invisibles e intangibles– responde a la ignorancia humana. No en vano, Augusto Comte ponía como “regla fundamental” del espíritu positivo, que “toda proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible”[1], siendo por tanto las proposiciones religiosas no sólo imposibles de afirmar sino también de negar, puesto que nada dicen[2].




[1] Augusto Comte, Discurso del espíritu positivo, pág. 26.
[2] Ídem, págs. 81-82.

Un interesado e injusto retrato

Digamos primero que este concepto de lo religioso –por más difundido que esté– no lo representa con justicia. Hasta tal punto se trata de una deformación, que no puede descartarse un deliberado interés detrás de la presentación de esta caricatura. En cualquier caso, ambas posturas coinciden en separar completamente lo racional de la órbita religiosa. Coinciden, en fin, con valoraciones distintas: el primero abraza contento esa fe arbitraria, alérgica a la objetividad; mientras que el positivista, por los mismos motivos, la rechaza. Pero en la descripción ambos concuerdan: la fe y la inteligencia están divorciadas.
Una primera desmentida –necesariamente incompleta– a este torcido concepto puede leerse en 1 Pedro III, 15: “dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza”. También leyendo las discusiones entre Cristo y los fariseos, puede advertirse cómo el Señor invoca a las profecías del Antiguo Testamento como razones a favor Suyo (Jn. V, 39; Jn. V, 46-47; Jn. X, 34-39). Lo mismo respecto de las polémicas en torno al día sábado, al mandamiento más importante y al mismísimo Mesías. Sin ir más lejos, la acusación que pesaba sobre Cristo era la blasfemia: “siendo hombre, te haces a Ti mismo Dios” (Jn. X, 33). No daba lo mismo atribuirse, o no, la divinidad.
Los primeros siglos de la Iglesia permitieron el florecimiento de grandes santos y doctores, debates doctrinarios mediante. San Ireneo debió polemizar contra el gnosticismo[1] y sus “apóstoles”; disputa en la cual se destaca Adversus Haereses, su obra más importante. San Justino, por su parte, arguye contra la pluma de Marción, conocido gnóstico. San Ireneo también debatió públicamente con Marción y con otro hereje, Valentín. Uno de los puntos en debate era, por ejemplo, la resurrección de la carne –negada por los herejes– que juzgaban a la materia como efecto del “dios del mal”.
San Clemente de Alejandría representa también la compatibilidad entre fe católica y el esfuerzo de la razón humana. El santo concedía un lugar muy estimable a la filosofía: a su juicio, el pensamiento de Platón era el inicio de un recto camino a Dios. La filosofía había preparado a la humanidad, aunque jamás podría reemplazar a la Revelación Divina: “Dios es la causa de todas las cosas buenas: de unas lo es de una manera directa, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras



[1] Nos ha parecido útil colocar la definición de Cornelio Fabro: “«Gnósticos»… se denominaron los herejes de los primeros siglos del cristianismo que pretendían fundamentar en las solas fuerzas de la pura razón no sólo el contenido de la religión natural, sino también las mismas verdades reveladas”. Cfr. Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid, Rialp, 1977, pág. 154.

indirectamente, como de la filosofía” (Stromata). San Clemente tiene razón: cuando Platón pone en boca de Sócrates que es preferible padecer una injusticia que cometerla, dice lo que San Pablo –con palabras bautizadas– dejó escrito como no devolver mal por mal, sino vencer al mal haciendo el bien. Estaba, pues, justificado el rechazo visceral de Nietzsche frente al discípulo de Sócrates, llamándolo cristiano anticipado. No pudiendo explayarnos más, no queremos omitir la mención de San Agustín y sus polémicas contra la herejía pelagiana, condenada en el Concilio de Éfeso (año 431).
Este primer período estuvo signado –como dijimos– por recíprocas argumentaciones, polémicas intensas, disputas intelectuales. La fe no era algo caprichosamente subjetivo: era una Revelación, originada en Dios, que varones fieles debían custodiar en su pureza e integridad, frente a interpretaciones equivocadas: “los apologistas de la religión se veían precisados a trabajar sin descanso, a multiplicarse, por decirlo así, para hacer frente a los muchos puntos que reclamaban el auxilio de su saber y de su elocuencia en defensa de la religión. San Atanasio, San Cirilo, San Basilio, los dos Gregorios, San Epifanio, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, y otras lumbreras de aquel siglo, recuerdan los empeñados combates que a la sazón sostuvo la verdad contra el error, supuesto que para alcanzar la inmortal victoria se empeñaron en la lucha tantos gigantes”[1].
La Revelación constituía un mensaje de origen sobrenatural que no entraba ni podía entrar en contradicción con otras verdades que el hombre, por sí mismo, iba descubriendo. El mismo Dios que hizo el mundo es el que se revelaba: ¿Cómo podía la verdad enfrentarse a la Verdad? Por eso, tanto la ciencia[2] como la filosofía eran y son para la Iglesia Católica legítimos hallazgos de la inteligencia humana: al «investigar» con sus propias luces, el hombre iba detrás del vestigium, es decir, de la huella que Dios había dejado en las cosas; un rastro de la palabra divina en la realidad que permanecía oculto y en estado embrionario, hasta que el hombre –



[1] Jaime Balmes. Cartas a un escéptico en materia de religión, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1947, pág. 60.
[2] Un capítulo aparte debería ser dedicado a demostrar no sólo la ausencia de contradicción sino la complementariedad entre ciencia y religión. No hay palabras para calificar el descalabro producido por la propaganda evolucionista en este punto, introduciendo antes confusión que mentira, antes pequeñez de miras que voluntad tergiversadora. La nómina de católicos científicos y de científicos católicos debería ser una primera línea de argumentación, para luego entrar en la observación emocionante de ciertos milagros, a la luz de la ciencia moderna. Como tercer elemento, a nuestro juicio, se encuentra la consideración del término ciencia, hoy día empobrecido y reducido a “ciencias empíricas”: en realidad, el concepto de ciencia es más extenso, abarcando bajo este nombre tanto a la Filosofía de la Naturaleza como a la Metafísica y Teología. En cuarto lugar, replicando concretamente al evolucionismo, remitimos a las brillantes exposiciones del Dr. Raúl Leguizamón, quien utiliza como arma capilar de su argumentación las propias confesiones de autores evolucionistas respecto del evolucionismo:
http://bibliaytradicion.wordpress.com/inquisicion/critica-a-la-teoria-de-la-evolucion/

arrebatado por la admiración– lo «develaba», le quitaba el velo; lo «descubría», es decir, le quitaba aquello que cubría en las cosas la estampa del que las había hecho.

La obra de Santo Tomás de Aquino y la posición de Martín Lutero

Nos vemos obligados a saltar siglos de historia hasta llegar al XIII, en donde nos encontramos con la Suma Teológica. En ella, Santo Tomás da testimonio de las alturas a las que puede llegar la inteligencia nutrida por la fe. La arquitectura de la Suma se sostiene en un dato revelado, que hará las veces de cimiento de la inteligencia. El desarrollo de 119 cuestiones de la I parte, 114 cuestiones de la I-II, 189 cuestiones de la II-II y 90 cuestiones de la última (hasta donde el Aquinate llegó a escribir) sumado a la amplitud y diversidad de temas tratados –desde la existencia de Dios a cómo es posible que existan Tres Personas distintas en Dios, pasando por la pregunta de si conoce o no el futuro, cómo Dios existe si hay mal, cómo el ser humano es libre si Dios lo sabe todo, si era necesaria la Pasión de Cristo, etc.– demuestran que no puede considerarse la fe católica como enemiga de la reflexión llevada a cabo por la inteligencia humana.
No es la posición del catolicismo, por cierto, aunque sí la de Martín Lutero, que afirmaba que el intelecto “Sólo es capaz de blasfemar y de deshonrar cuanto Dios ha dicho o ha hecho”[1], adjetivando como prostituta a la razón humana; afirmaciones condenadas por el Magisterio de la Iglesia durante las jornadas del Concilio de Trento. Si acaso faltara una prueba, cabe mencionar que la Iglesia, en el marco del Vaticano I –y respondiendo al agnosticismo moderno– convierte en dogma de fe aquélla verdad de que la sola inteligencia humana es capaz de conocer, con certeza, que Dios es.
El entendimiento humano fue llamado –en palabras del Aquinate– aquello que Dios más ama en el hombre. Expresión hermana de aquélla de San Agustín: “Ama la inteligencia y ámala mucho”. La propaganda anticatólica compite entre la malicia disimulada y la desvergonzada ignorancia.

Los límites de la inteligencia humana

No quedaría completa nuestra exposición si no reconociésemos –al compás de sus alcances– las innegables limitaciones de la inteligencia humana, sobre todo relativas a la fe. La inteligencia está herida, debido a la culpa original. Y fuera de la verdad, puede hallarse en cuatro estados diferentes:



[1] Martín Lutero, en Weim., XVIII, 164, 24-27 (1524-1525), citado por Jacques Maritain, Tres Reformadores, Buenos Aires, Difusión, 1968, pág. 44.

·        ignorancia
·        error
·        confusión
·        mentira

         Precisamente, parte del titubeo y de las dudas del hombre relativas a la fe tienen su origen en la experiencia de estos estados de la mente. ¿Acaso el hombre no ignora muchas cosas? ¿Está habilitado, legítimamente, a afirmar sobre algo que lo supera? ¿No tiene la experiencia del error? ¿No suele confundirlo lo más sencillo? La fe, ¿no será acaso propia de estos estados de la mente? Me han mentido y traicionado. Creí en un amigo y me defraudó: ¿Cómo sé que no sucederá lo mismo si volviera a creer otra vez?

El acto de fe

Para tener el hombre noticia de la fe, debe ser instruido por Dios. La ignorancia de Dios, Dios mismo la cura. No puede el ser humano descubrirla por sí solo; no hay proporción entre los misterios y la finitud del hombre. Aquí el hombre es más pasivo que activo: cree. Y cree porque advierte dos elementos, presentes tanto en el acto de fe natural –que realizamos todos los días– y el acto de fe sobrenatural. Estos dos elementos son:

·        la credibilidad del mensajero (a quién se cree)
·        el carácter plausible o, por lo menos, no contradictorio de lo revelado con otras verdades ya conocidas (qué se cree).
¿Quién actúa como mensajero de la Revelación o de la Biblia? Actúa como tal la Iglesia. De aquí la frase de San Agustín: “No creería… si no fuera por la autoridad de la Iglesia Católica”. La inteligencia es bañada por la luz del mysterium fidei, pero no ve sino como en un espejo; ella descansa así en la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.
Pieper explica esta complementación comparando, por un lado, el sentido del oído con la fe, al tiempo que el sentido de la vista con la inteligencia. Dice el filósofo alemán que el que cree “es uno que no sabe por su cuenta ni ve con sus propios ojos; es uno que accede a que otro le diga algo”. El creyente, pues, aguarda la palabra –no la evidencia– que viene de otro. Debido a “lo que oye”, la «mirada» del creyente es «afinada»: su inteligencia es «dirigida» hacia “algo que él mismo ve entonces con sus propios ojos”. Sólo entonces, es decir, luego de ser orientado, lo percibe. Se trata de algo que “se le habría mantenido oculto si él mismo no hubiese oído y considerado el mensaje que llega de otra parte a su oído”[1]. Tal es el papel de la evangelización y es redundante señalar la importancia de un carácter virtuoso que respalde, con coherencia, la palabra apostólica.
Por parte del carácter plausible de lo revelado, la Apologética tiene como tarea demostrar cómo y por qué los misterios revelados por Dios no contradicen ni la razón humana ni otras verdades propias ya conocidas.



[1] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía, Barcelona, Herder, 1976, pág. 140.


La aventura de la fe

La fe católica cobra la nota propia de la paradoja: es lo más fácil y lo más difícil, en palabras de Castellani[1]. Lo más fácil, en cuanto su posesión no depende de una comprensión intelectual sino de una decisión: “quiero creer”; y es lo más difícil porque –para que esta posesión tenga lugar– el hombre debe postrar su parte más noble, el intelecto, inclinándose no ante evidencias sino ante la autoridad de quien nos revela algo de lo que no tenemos evidencia. Ve intelectualmente que existen



[1] “«El objeto de la fe es la paradoja» (…) La Fe es lo más fácil y lo más difícil que hay. También es lo más claro y lo más oscuro; y así todos los místicos hablan de «la luz de la Fe», y de «la noche oscura de la Fe» (…) Así, el fiel tiene que mantener todas las paradojas de la fe, que crean en él una tensión que a veces lo crucifica. Sin «a veces». Siempre lo crucifica, cuando la fe ha ingresado de veras en la vida. (…) Interminable crucifixión interna, Crux intellectus”. Cfr. Las ideas de mi Tío el Cura, Buenos Aires, Excalibur, 1984, págs. 223-225.


 motivos para creer. Y esta postración es obra de una voluntad humilde: Bienaventurados los pobres de espíritu[1]. Se trata del drama entre creer o no creer.
Nosotros sólo podemos trazar pinceladas de este misterio, sin agotarlo, puesto que sucede en el único e irrepetible corazón de cada persona. Tomás Casares, por su lado, conocía bien esta tensión del alma humana y la llamaba tortura:

“Lo que la hiere (a la inteligencia) es afirmar que la realidad que trasciende los límites de su aptitud pueda serle revelada y haya de acceder a esa revelación no obstante su misterio. Le hiere que valga un camino de conocimiento que no sea su camino; que haya de inclinarse ante un criterio de certeza que no es su criterio de evidencia; que se admitan objetos de conocimiento de cuya íntima realidad no les es dado juzgar; que deba declinar su saber para creer”[2].

Así, la fe está «compuesta», si se puede decir, de dos elementos o realidades en tensión, siendo para el hombre su mayor tentación divorciarlos, en vez de dejarlos existir uno junto al otro. Una inteligencia que ve únicamente motivos para creer en algo que no ve; una voluntad libre que puede o no adherirse a tales verdades, pero que –no obstante– advierte que quien revela se presenta como digno de ser creído, naciendo así la obligación de creer a quien se muestra veraz.



[1] Quedaría incompleta esta sencilla explicación si omitiésemos algo esencial: querer creer no viene del hombre. Querer creer es don de Dios. El círculo de la fe comienza en Dios y en Dios acaba. No podemos darnos la fe a nosotros mismos y, con todo, en nosotros mismos tiene lugar el acto libre de querer: no a pesar de nuestra voluntad libre sino –escándalo de la inteligencia– por ella misma. Tenemos que reconocer que, a primera vista, el don de la fe parece contradecir la libertad humana: Dios estaría negando sus propias leyes. No es un tema fácil, ni puede abarcarse en primer lugar, desconectado de otros. Requiere de una actitud contemplativa frente al misterio y no de una postura que únicamente pretenda delimitar esta verdad dentro de fórmulas conceptuales, reemplazando la fe misma por los enunciados de la fe.
Dicho esto –y para que no quede sin respuesta la objeción– cabe señalar que esta dificultad tiene su origen en una comprensión insuficiente de la esencia de la libertad, esencia que no se encuentra en la “indeterminación” frente al bien y al mal. No es allí: la esencia de la libertad está en el bien. Estar inclinado forzosamente a lo bueno no es perder la libertad sino ganarla. De lo contrario, Dios no sería libre. Es ilustrativa la cita de Pinckaers: “La inclinación biológica, como el hambre y la sed, orienta el apetito de una manera determinada y constrictora. Dudaremos, sin embargo, que contraría la libertad; pues, al alimentarse nuestro cuerpo conservamos el soporte físico necesario para nuestra acción. Las inclinaciones espirituales no son en modo alguno limitativas de la libertad, sino que, en realidad, más bien la provocan y la desarrollan. El que tiene inclinación por una persona, por una virtud, por una ciencia o por un arte, experimenta que su libertad está excitada por el amor que siente antes que limitada por el hecho de esta determinación. En cuanto a la inclinación a la verdad y a la felicidad, nos confiere el poder de sobrepasar toda limitación y nos orienta así hacia la libertad perfecta. La inclinación natural es una determinación íntima que nos hace libres. (…) La determinación interior de una voluntad es una manifestación de su potencia, de su capacidad de imponerse y de durar. Es el signo de una libertad fuerte (Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona, Universidad de Navarra, 1988).
La persona que recibe el impulso de creer continúa siendo libre. Además, puede resistir –sea por orgullo o miedo– a la gracia, negándose a creer cuando sabe que debe hacerlo. Pero cuidado: no resiste a creer –culpablemente– porque el mal sea de la esencia de la libertad sino porque el mal es signo de ella. La comparación con la inteligencia es muy apropiada. La estupidez es, paradojalmente, signo de inteligencia. Los animales no pueden ser estúpidos. Dígase lo mismo del error: equivocarse no es propio de la inteligencia sino signo de ella –sin intelecto no hay posibilidad de error. Hacer el mal no es propio de la libertad sino únicamente signo de libertad. Sobre la naturaleza de la libertad, cfr. Libertas, León XIII, N° 5.
[2] Tomás D. Casares. Reflexiones sobre la condición de la inteligencia en el catolicismo, Buenos Aires, 1942, pág. 16-17.

La fe católica, en una palabra, comporta una doble condición. Pascal lo ha dicho magníficamente: “Si se somete todo a la razón, nuestra religión no tendrá nada de misterio ni de sobrenatural. Si se choca contra los principios de la razón, nuestra religión sería absurda y ridícula”[1]. La cima de la inteligencia del hombre se encuentra en este reconocimiento: “El último paso de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”. La fe no es enemiga ni de lo sentidos ni de la inteligencia: “La fe dice bien lo que los sentidos no dicen; pero no lo contrario de lo que éstos ven. La fe está por encima y no en contra”[2].
El orgullo del hombre rechaza los contenidos creídos y no sabidos, olvidando la rotunda desmentida que tiene lugar en cada uno de sus cumpleaños:
“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia Anglicana en la pequeña iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que dominaba aquella colina”[3].

*        *        *

La verdad, cuestión fundamental

Corresponde ahora entrar en el segundo tema de nuestro trabajo. Entre tantas cuestiones posibles que abren estas meditaciones, ¿cuál elegir? Nos ha parecido principal la cuestión sobre la verdad, debido a la íntima relación que tiene con el bien y la belleza, siendo los tres Nombres de Dios. Este asunto es conocido como la doctrina de los trascendentales del ser. Son nociones primarias y convertibles entre sí: lo verdadero es bueno y es bello, lo bueno es bello y verdadero, lo bello es verdadero y bueno. Puede decirse que tanto el filósofo, el héroe como el artista aspiran al mismo Dios, hacia quien llegan en tanto Sabio, Sumo Bien o Belleza Suprema.
Existe una íntima unidad entre estas nociones, al punto que un primer error respecto de ellas puede desembocar en un verdadero sistema de negaciones, por haber comenzado tropezando. La primera cuestión a considerar es la capacidad –o la falta de ella– para descubrir la verdad. Es popular la opinión agnóstica o relativista: la verdad carece de existencia o, existiendo, no puede ser conocida. Ella siempre es



[1] Blas Pascal. Pensamientos, Madrid, Sarpe, 1984, pág. 31.
[2] Ídem, pág. 163.
[3] Chesterton, Gilberth Keith. Autobiografía, Barcelona, Acantilado, 2003, pág. 7.

algo inaccesible; depende del punto de vista, de la visión, de la perspectiva o lectura de cada uno. A la realidad no accedemos de forma directa –nos dicen– sino mediatizada por nuestras propias categorías, opiniones, percepciones. Y parecería un atrevimiento, un atropello a la opinión ajena proclamar el carácter absoluto de algo: nada es absoluto, todo es relativo. Nada es totalmente cierto ni totalmente falso sino que la verdad depende del sujeto. Y puesto que ¡vaya si hay muchos sujetos por ahí!, la verdad será multiplicable en relación a ellos. Habría tantas verdades como sujetos que las conocen y cada uno con su verdad.
Esta postura no significa más que el inicio de una cadena de negaciones que llevada, por ejemplo, al ámbito médico sirve de pretexto para prácticas como la anticoncepción, la eutanasia y el aborto: la conciencia se encontraría sola consigo misma en el acto de decidir qué hacer, sin estar ligada por obligaciones de carácter indiscutible. En el arte ocurriría lo mismo: toda expresión titulada artística será tenida por tal, aunque se trate de un pedazo de chatarra, un salpicado de colores, unos indescifrables trazos en un marco o las llamadas microficciones: cuentos estimados como “arte literario” de un renglón de duración.
A lo sumo será objetivo el conocimiento matemático-científico; estarán fuera de discusión los números, las estadísticas, los datos empíricos. Pero todo lo que remita a metafísica y teología no puede sino estar rociado por la incertidumbre. La verdad no se descubre: se construye. A través del consenso, los hombres se van poniendo de acuerdo en ciertas pautas a las cuales denominan –y sólo éso– “verdades”. Pautas que lejos de poseer carácter permanente, participan de la historicidad y del dinamismo propio de la libertad humana; pautas que cambian tanto como cambia el hombre.

El combate por la verdad y el conocimiento preciso de la postura que nos es contraria

Será legítimo, pues, hacer una apología de la verdad. Frente a los modernos Pilatos que preguntan con escepticismo Quid est veritas? –“¿Qué es la verdad?”–, rehusando una norma objetiva y consultando plebiscitarias mayorías, continúan vigentes las palabras de Nuestro Señor: Ego sum Veritas. Son las que no pasarán aunque cielo y tierra pasen. Tanto la historia y la doctrina, como las mismas Sagradas Escrituras, atestiguan este deber:
“Dedícate al cultivo de la sabiduría,
hijo mío, y alegra mi corazón,
para que puedas replicar a quien me agravia”.
Proverbios 27, 11

Para realizar esta defensa, téngase presente claramente las objeciones que recibe la noción de verdad –tal como el pensamiento clásico y la fe católica la sostienen.
La tesis general siempre es negativa: a la verdad objetiva no se puede llegar, porque todo conocimiento tiene por sujeto a una persona determinada, particular, con características diferentes de las demás. Entre la mente del hombre y la realidad hay un muro: a lo sumo, el hombre accede al mundo mediante tal o cual barrera, pero la misma no es sino el cristal con que se mira. En tanto subjetivo, el hombre participa su propia subjetividad al conocimiento. A la verdad objetiva no puede llegar una subjetividad. El conocimiento es relativo al sujeto.
Si esto es así, los parámetros de verdad, bondad y belleza –como hemos dicho más arriba– no tienen más firmeza que aquella que los hombres atribuyan. No existe algo verdadero, sino algo que llamamos verdadero. Y así con la palabra falsedad y las demás. El hombre, como mucho, puede etiquetar las cosas con tal o cual palabra, pero debe tener muy presente que tal denominación es necesariamente caprichosa: está sujeta a los cambios históricos, careciendo –de hecho y de derecho– de un carácter permanente.
Un planteo distinto, semejante pero moderado, sostiene que aunque el conocimiento humano no sea capaz de certezas, sí lo sería de probabilidades. Únicamente podríamos alcanzar lo probable, pero no lo verdadero. Se trata, pues, de un mundo en el cual nos vamos a regir a través de las experiencias, de las costumbres, que han arrojado –hasta ahora– determinado resultado. Pero viviríamos muy pendientes de lo impredecible: en determinado momento, todo podría cambiar. No llegamos a ninguna síntesis de las cosas: arañamos la esencia sin poder, ni por asomo, asirla.
Una tercera formulación tiene lugar en la dicotomía entre ser y apariencia. Existe, sí, un ser objetivo pero el hombre únicamente alcanza sus apariencias y nunca el ser mismo. Barajando términos equivalentes, podemos conocer el fenómeno –“lo que aparece”– sin jamás, ni por hipótesis, conocer el noúmeno: “lo que es”. No puede omitirse aquí a Emanuel Kant, filósofo alemán, cabeza de esta postura, que hasta el día de hoy se respira en la calle, en los discursos, en las conversaciones. Comportó una de las formulaciones más elaboradas del agnosticismo e inició en la historia del pensamiento el ocaso de la razón natural.
La cuarta formulación del escepticismo se asienta en torno a la duda. La comprobación de engaños por parte del hombre, tanto a nivel intelectual como sensible (ilusiones ópticas, confusión entre sueño y vigilia, errores de perspectiva) arrojarían una sombra de dudas sobre una generalidad de pensamientos que no solemos poner bajo tela de juicio. Pues bien, si estábamos en el error creyendo estar despiertos, por ejemplo, estando dormidos; si creyendo sumar o restar  correctamente, tuvimos alguna vez un traspié; si en ése y en otros casos creíamos firmemente estar en la verdad –sin estarlo–, ¿por qué no pudiera pasar –ahora, en este mismo momento– lo mismo? ¿No podría suceder acaso que respecto de infinidad de “conocimientos” nos encontremos en el error, de igual manera que lo estuvimos en el pasado?

Nuestra respuesta

Ahora bien, ¿qué decimos nosotros? ¿Hay una réplica ante estos argumentos? ¿Son ideas invencibles, que deben ser acatadas con resignación? ¿O son construcciones con apariencia de contundencia pero que, consideradas detenidamente, se revelarían frágiles? Creemos que el primer paso de refutación del escepticismo consiste en hacer patente la existencia de un Orden Natural. Y por estos términos entendemos una disposición recta de las cosas y de sus partes hacia su fin, disposición que no depende de la voluntad humana sino que está fuera de su control. Vayamos a los ejemplos.
La ingesta de alimentos. La comida adecuada para una persona puede ser una fruta, un pedazo de carne o algún vegetal. Existen, pues, cosas que nutren al hombre: alimentos que lo fortalecen, que le brindan energía y sin las cuales su cuerpo se debilita hasta morir. Una manzana, por ejemplo, es adecuada para el hombre pero no lo será un pedazo de metal: entre el sistema digestivo y la manzana existe un parecido, una semejanza. Uno está hecho para el otro. Obviamente no ocurre lo mismo en el otro caso. ¿Por qué? ¿Acaso porque los hombres hemos comido manzanas a lo largo de los siglos y hemos consensuado el hábito de ingerir manzanas? ¿Cabría, igualmente, una vanguardia revolucionaria que empezara hoy en día a comer trozos de bronce?
La saliva que genera la boca va deshaciendo los alimentos que el hombre ingiere, los cuales comienzan a despedazarse para ser tragados correctamente. Un metal, en cambio, no se deshace en contacto con la saliva. Todo esto sin contar que las glándulas salivales no sólo producen el líquido necesario para desintegrar los alimentos sino que su extrema sensibilidad genera –al contacto con éstos y no con cosas diferentes– el placer propio de comer. Nada de esto ocurre cuando el hombre ingiere algo distinto.
Los aromas propios de la comida generan en el hombre ese apetito y expectación por ingerirlos, lo que no tiene lugar si huele otro tipo de cosas. Un perfume le resultará grato, pero no sentirá hambre. Así fue siempre y no medió contrato social alguno. Por supuesto: tampoco es lo mismo para el sistema digestivo un pedazo de madera que una manzana, como no lo es un trozo de vidrio que una porción de carne. Es evidente que estas sucesivas adecuaciones no son fruto de la decisión humana ni están sujetas al arbitrio del hombre. No puede modificarlas ni contradecirlas aunque junte mayoría absoluta en el Congreso de la Nación.
El surgimiento de la persona. Algo semejante puede afirmarse de la fecundación: sólo un óvulo y un espermatozoide pueden generarla. Colóquese cualquier par de células distintas: jamás podrá conseguirse la generación de un ser humano. Tal vez alguien argumentará que los modernos avances de la ciencia depositan en las manos del hombre lo que antes era exclusivo de la naturaleza; pero la respuesta a esta observación requiere una distinción elemental. Hay cosas que están en manos del hombre: la concepción de un embrión puede tener lugar –manipulación genética mediante– fuera del vientre materno o de cualquier otra manera. Pero escapa a su dominio lo fundamental: la concepción sólo puede tener lugar entre los gametos femenino y masculino.
Las normas de la arquitectura[1]. Salta a la vista la importancia de respetar estas leyes a la hora de construir. Aquello que sostiene una edificación está ausente en las que se vienen abajo por culpa de malos constructores. El hombre no tiene ningún poder respecto de estas leyes: tiene que cumplirlas si quiere levantar un edificio sabiendo muy bien que una pequeña omisión puede terminar en un drama. El peso que es capaz de soportar cada columna no depende en absoluto de los deseos de veleidosas mayorías. Tales normas físicas no tienen derogación parlamentaria posible ni están en las manos de diputados o senadores. Se trata de una regularidad, de un patrón, de un orden, de un canon que preexiste al ser humano y frente al cual éste no puede sino descubrirlo.

Más sobre el Orden Natural

Los ejemplos mencionados son obviamente simples botones de muestra, entramados de un sistema mucho mayor. En la naturaleza, los minerales, vegetales, animales, en los sistemas y órbitas planetarias, es posible advertir la existencia de cierta regularidad que permite prever sus itinerarios y comportamientos. De ahí las ciencias de la naturaleza. No necesitamos mirar, otra vez, una planta para saber cómo tendrá lugar el proceso de la fotosíntesis; no necesitamos esperar al día de mañana para saber por dónde saldrá el sol, es decir, para saber el movimiento de la tierra. El mundo es poseedor de una estructura racional: puede ser entendido.
Las cosas no son refractarias a nuestra inteligencia: podemos comprenderlas, fundándonos en cierta lógica de las mismas, por la cual aparecen ante nuestros ojos como conectadas entre sí. De suerte tal que unas nos llevan a las otras. Si es cierto que muchas veces hay oscuridades, dificultades en la investigación, diferencias respecto al método e incluso dramáticas calamidades naturales; no es menos cierto que toda catástrofe es tal si existe algo distinto de la catástrofe: el orden. Un Orden Natural. Un orden más allá de la voluntad humana. Sólo porque éste –el orden– existe, deploramos el desorden. Únicamente porque “hay”, porque “existe” una norma violentada, la catástrofe natural es algo dramático. Porque “no debería” suceder y no obstante sucede, podemos dolernos de los desastres y sus víctimas.
Conviene meditar sobre esta intuición: únicamente porque percibimos que no es “de la esencia” de la naturaleza que existan terremotos, tsunamis y otras calamidades, advertimos la fatalidad que implica su existencia. La fatalidad de que las cosas, pudiendo ser mejor, no lo sean.
Los desastres naturales no prueban la inexistencia del orden natural. Tal argumento fue sostenido por ciertos ateos pero no demuestra lo que ellos pretenden. La evidencia apunta a otro lado. Estos desastres son testigos insobornables de la existencia de un deber ser fundante, de una fuente primera de normatividad, en virtud de la cual una catástrofe es una catástrofe. Si el desorden fuese propio de la esencia de las cosas, nada trágico ni dramático habría en que tenga lugar lo que no puede dejar de ser.
La manifestación originaria de un orden que escapa al arbitrio humano es el punto donde conviene apoyarnos para mostrar la fragilidad de las concepciones actuales.

Carácter «verbal» del mundo

Hay una última conclusión que debe extraerse del hecho de que el mundo pueda ser comprendido. Este orden de las cosas –a veces, como dijimos, perturbado– manifiesta lo que ellas son; expresa sus esencias. Las cosas tienen un «qué»: pueden ser entendidas, conceptualizadas, pensadas. No están vacías ni a la espera de un contenido “puesto” por el hombre. Preexisten a nuestra mente. Nos preceden. No las construimos. Anteceden a nuestro pensamiento y son independientes de él. Las cosas pueden ser objeto de nuestro conocimiento. A diferencia de las casualidades –imprevisibles, es decir, imposibles de «prever» – la realidad es asequible a la mente: puede ser pre-vista, observada antes. El azar no.
La inteligencia –como indica su etimología– es capaz de leer en el interior de las cosas: intus legere. Comparémosla con un libro: cada una de sus páginas puede ser leída porque su autor la escribió pensando en ella. Evidentemente, no da lo mismo cualquier palabra: colocando el vocablo «porque» el autor se prepara para fundamentar y no enunciar; al escribir «es evidente que» se limita a enunciar. En ambos casos, el lector entiende perfectamente la diferencia. Si el libro contuviera hojas llenas de letras –completamente al azar– nada podría leerse en él.
Algo puede leerse sólo si fue escrito. Y puede ser escrito sólo si fue pensado. El pensamiento es anterior a la escritura. Y a la palabra oral.
El libro, pues, está entre dos intelectos: autor y lector. Tal como el libro, podemos decir que la realidad está cargada de sentido: es capaz de ser «leída», entendida, comprendida. Las cosas pueden ser entendidas porque fueron hechas, diseñadas, creadas inteligentemente.
Pero ahora debemos continuar con el siguiente punto: la capacidad del hombre de conocer la verdad. ¿Puede hacerlo o es impotente?

Contestando a los sofistas de ayer y de hoy

En primer lugar, señalemos –con Aristóteles– la contradicción que tiene lugar entre la vida y esta postura: inevitablemente, la cotidianeidad de los relativistas –como la de cualquiera– está plagada de verdades y no de dudas o fatales ignorancia. Precisamente, aquellas dudas que suscitan la problemática son –en buena proporción– voluntarias y no espontáneas. Baste aquí como ejemplo el quiero dudar de Descartes. Si bien cuando el hombre sueña puede creerse despierto, no es menos cierto que despierto sabe que no está soñando. Camina por la ciudad, observa un pozo y lo esquiva, sin considerarlo una ilusión óptica. Si tiene hambre, come queso y no duda que tiene mejor sabor que un pedazo de vidrio.
El escéptico puede protestar que son ejemplos menores. Concedido. Pero no invalida nuestro planteo: siendo su postura una negación universal –decir “no hay certeza” significa decir en el fondo “no hay ninguna certeza”–, bastaría una sola cosa, una única verdad que resista. Decía Etienne Gilson: “los que pretenden pensar de otra manera (es decir, desconfiando a priori de nuestras percepciones más fundamentales) piensan como realistas tan pronto como se olvidan de que están desempeñando un papel”.
Encaremos el primer argumento. ¿Qué decir sobre aquél que sostenga no conocer lo verdadero sino lo probable? De la pluma de San Agustín tomaremos prestada la respuesta.
La palabra probabilidad es sinónimo del término verosimilitud. Y el significado de ambos yace en la etimología del segundo: “lo que se aproxima, lo que se acerca, lo que se asemeja a la verdad”. Así las cosas, el escéptico no llega a decir que conoce la verdad sino únicamente aquello que se aproxima a ella, aquello que se asemeja a ella, aquello que probablemente sea verdad.
Ahora bien, pensemos en una mujer muy parecida a su madre. Si preguntados por el parecido de la hija con la madre respondemos nosotros que , ¿qué descubrimos? Descubrimos que podemos responder de esta manera sólo si conocemos el rostro de la madre. Más aún: para responder –si fuera el caso– que no se parecen, también sería necesario conocer el rostro materno. En efecto, no puedo decir que madre e hija son parecidas si no conozco antes la faz de cada una de ellas. ¿Qué se diría de un diálogo como éste?:

       ¡Qué parecida es Marina a su madre!
       ¿Conoces a su madre?
       No.

Del mismo tenor sería el ejemplo de un barco navegando en alta mar. Para decir que la embarcación se encuentra muy cerca del puerto, es necesario conocer la localización del puerto, puesto que en virtud del término final son conocidos los términos intermedios del desplazamiento. El capitán del barco no puede afirmar que está seguro de que está muy próximo y, preguntado por la ubicación del puerto, contestar: “No lo sé, pero sin embargo tengo certeza de que estamos próximos”.

“Oyendo esto, ¿podría alguno contenerse la risa?”.

El probabilismo no es suficiente para conmover la capacidad humana de asir verdades: “la probabilidad o verosimilitud –y la misma palabra latina vero-similis se prestaba admirablemente en su constitución esencial al argumento ad hominem de San Agustín– no tiene sentido sino por referencia a la certeza y a la verdad; y que si éstas no son poseídas, mucho menos aquéllas, cuya comprensión se apoya en las primeras”[1].
Vayamos al binomio ser–apariencia. Como señalamos antes, nuestro adversario podría sostener la imposibilidad de conocer el ser, quedando al alcance del hombre únicamente la apariencia. El ser humano accedería sólo a fenómenos, que bien puede clasificar, distinguir, colocar en tal o cual categoría. Pero fenómenos cerrados en sí mismos, apariencias de ser imposibles de traspasar, opacas para la inteligencia; conocimientos que deben conformarse con ser valorados como frágiles imágenes de la realidad y nada más.
Ahora bien: ¿tiene aquí razón el escepticismo?
Es evidente que quien distingue dos, conoce ambos. Nuestro adversario ha distinguido, claramente, entre el ser y la apariencia. Y ha dicho que conoce el segundo y no el primero. Pero, cuestionémoslo: ¿cómo se puede distinguir entre ser y apariencia, ignorando el ser mismo? Porque todo juicio de comparación entre dos supone el conocimiento de los dos.
En la hipótesis agnóstica el problema no hubiese tenido lugar. En efecto, aquello que desencadena la dicotomía ser–apariencia es percibir a la apariencia como recorte del ser. Pero esta diferenciación no puede existir si no se compara el ser con la apariencia. Para conocer a la apariencia, como tal, forzosamente debe hacérseme presente –antes– lo que no es apariencia: el ser. De lo contrario ella misma se disuelve: ¡toda apariencia es apariencia de algo! ¡Y ese algo no es apariencia!
La misma entidad de la apariencia tiene su origen en el ser. La apariencia es siempre apariencia de algo. No puede ser apariencia de nada. Luego, no puede conocerse la apariencia como apariencia sin conocer, antes, al ser del cual la apariencia depende. Tanto si hablo de apariencia como si hablo de representación, estamos en el mismo caso:

“¿Por qué diríamos (representación) “de un hombre” si el hombre nunca nos fuera presente; si sólo nos fueran presentes “representaciones”? ¿Por qué no podríamos hablar con sentido de “representación” sin incluir aquello de lo cual es presentación, mientras que podemos perfectamente hablar de “hombre”, “casa”, “piedra”, sin definirlos por relación a ninguna representación? ¿Por qué, si no fuera porque el ente irrelativo es lo primeramente conocido?, ¿y la “representación” algo puramente relativo al ente? Si no, habría que decir “es la representación de la representación de la representación…” y así al infinito”[2].

Si el ser estuviese, efectivamente, en la oscuridad de lo inhallable, no preguntaríamos por él. Ni siquiera para negar la posibilidad de descubrirlo podríamos nombrarlo con algún sentido.
El argumento que sigue es la duda. ¿Cómo estar seguros que aquello que en este mismo momento se me presenta como verdadero, lo es realmente? ¡Cuántas veces creí estar en lo correcto, sin estarlo! ¡Cuántas veces tomé la sombra por realidad, la imagen por cosa, el espejismo por color, el sueño por vigilia, lo malo por lo bueno, lo falso por verdadero! La firmeza misma con la que en este mismo momento apostaría que estoy despierto, ¿es suficiente para aventar toda duda?
Veamos qué es dudar: “Estar el ánimo perplejo y suspenso entre resoluciones y juicios contradictorios, sin decidirse por unos o por otros” (RAE). El que duda, pues, se mantiene tironeado entre proposiciones que no pueden ser admitidas al mismo tiempo, sin tomar partido por ninguna.
Examinemos ahora si es posible una duda respecto de todo. Derisi responderá negativamente y dará sus razones: “Sin el ser (…) que le dé sentido y sostén, la duda es imposible, es impensable. Precisamente porque no es lo mismo ser y no-ser, ser de este modo, o ser de aquel otro, la inteligencia suspende su afirmación o negación, duda”[3].
Desentrañemos esta cita. Si miramos con atención, quien verbalmente manifiesta dudar de todo, sin embargo, tiene la certeza de que dos cosas contradictorias no pueden ser simultáneamente verdaderas. Esta es una experiencia personal imposible de negar.
Armado de esta razón, Monseñor Derisi concluye vigorosamente: “Una duda universal que pretendiese no aceptar nada como verdad, sería, por eso, no sólo contradictoria, sino impensable e imposible, se diluiría como duda, al diluirse como pensamiento[4].
También el santo de Hipona, antes escéptico, los pone contra las cuerdas de esta manera:
“Si dudan, viven; –si dudan, recuerdan por qué dudan; –si dudan, entienden que dudan; –si dudan, quieren estar ciertos; –si dudan, piensan; –si dudan, saben que no saben; –si dudan, juzgan que no hay que afirmar temerariamente. De todo esto no pueden dudar ni siquiera los que de todo lo demás dudan; pues si todo esto no fuese, ni siquiera dudar podrían”. (De Trinitate X, 10, 14)
Si insistieran, como último recurso, diciendo: ¿Qué, si te engañas? ¿Qué, si acaso nos engañamos respecto de todas estas conclusiones, apoyadas en el dudoso valor de una dudosa inteligencia, débil, enferma, limitada? No cabría mejor respuesta que la siguiente:

“si me engaño ya soy; porque el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño”.

Y San Agustín (en su Contra Académicos) continúa preguntando: “¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño?”, para concluir magníficamente: “Y pues existiría si me engañase, aún cuando me engaño, sin duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto mismo; que me conozco”.

El último argumento

Queremos señalar, finalmente, el contrasentido en que el escéptico vive nomás cuando se pone a hablar. Y la postura según la cual “la verdad no existe” o, existiendo, “no puede ser conocida” no es una excepción. En efecto, esta postura, en sí misma –podríamos preguntar–, ¿es verdadera o falsa?
Primera posibilidad. Si no fuese verdadera, entonces está en el error el escéptico. Y si el escéptico está en el error, estamos en lo correcto nosotros.
Si, por el contrario, la postura escéptica fuese verdadera, la situación no varía. Porque entonces esta posición afirma lo que niega y niega lo que afirma, disolviéndose como postura sostenible al mismo tiempo que desquiciándose como capaz ser comprendida. No queda más que reconocer la existencia de la Verdad para –luego– refutar que la verdad sea tal o cual cosa. La existencia de la verdad no puede ser discutida, no puede ser objeto de discusión sino base de todas ellas; lo que hace posible toda discusión, quedando como “telón de fondo” del pensamiento, incapaz de preguntarse por la verdad desde fuera de sí mismo.
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte”[5].

Asombrosas, sencillas y difíciles palabras del filósofo italiano Sciacca. El que pregunta por la verdad no está fuera sino dentro de la pregunta misma.

Pero pongamos ahora un escéptico que no se rinde. Respondería: “No es así como usted dice. Claro que si suponemos que hay afirmaciones verdaderas o falsas –es decir, afirmaciones que coinciden con la realidad y afirmaciones que no–, mi postura carece de respaldo. Pero precisamente estoy poniendo en tela de juicio eso: que existan afirmaciones verdaderas o falsas”.
La objeción no es menor: “mientras sigamos hablando el lenguaje propio del pensamiento occidental, forzosamente debemos caer en la verdad o en el error. Y así, de antemano ustedes llevan las de ganar. Porque todas las objeciones al pensamiento católico y clásico están formuladas en términos de la cosmovisión católica y clásica. Pero justamente, nosotros pretendemos abandonar ese bagaje lingüístico y conceptual por el cual estamos (de antemano) vencidos. Pretendemos renunciar a los términos “verdad” y “falsedad” que remiten a algo independiente del pensamiento, como si existiera algo objetivo que debe ser respetado y respecto de lo cual debemos ordenarnos”.

Veamos nuestra respuesta a éste, el último argumento.
Aquí o en China la palabra externa u oral del ser humano –los sonidos con que se comunica– manifiestan lo que piensa. Aquí o en China, con la palabra hacemos patente nuestro pensamiento. Cuando alguien no nos habla podemos conjeturar qué piensa de tal o cual situación pero no lo sabemos hasta que no decida comunicarse, sea por señas, signos o por palabras: hablando.
Y en cualquier lugar o tiempo, cuando pronunciamos palabras decimos algo de algo. Con la palabra no significamos palabras; es evidente que con la palabra “hombre” no significamos un sonido. Al contrario: con la palabra “hombre” significamos hombres. No sonidos. Con las palabras, pues, significamos algo.
Y ese «algo» al que nos referimos con los vocablos lo sabemos real; es decir, independiente de nuestro pensamiento. Quien nos pregunta algo no pretende saber lo que pasa en nuestra cabeza sino aquello que es. En la conversación cotidiana no hablamos de lo que sucede en nuestra mente –salvo que expresamente lo aclaremos– ni pretendemos comunicar puras “interpretaciones” ni “pensamientos”. Normalmente pretendemos decir, hablar, de lo que realmente es.
¿Cuál es el punto de inflexión? En la hipótesis del argumento adversario –según la cual sólo por efecto de la influencia histórica del catolicismo y del pensamiento clásico nos “construimos” la idea de una verdad frente a la cual debemos adecuarnos– no discutiríamos. Ningún debate tendría sentido: sería imposible de raíz, porque dos ideas, dos pensamientos, sólo pueden entrar en pugna; sólo pueden contradecirse si se refieren a algo distinto de ellos mismos.

“La contradicción solamente puede existir y sólo puede ser entendida cuando conozco los términos de la misma; pero sólo puedo conocerlos en cuanto contradictorios por referencia a un tercero no-contradictorio en cuya virtud la misma contradicción existe. Este tercero no-contradictorio es el ser”[6].

La disputa tiene sentido en tanto dos –por lo menos– luchan por algo que no pueden poseer simultáneamente. Pero suponiendo que nuestro lenguaje no exprese el ser ni pueda –por impedimento congénito– expresarlo; suponiendo que verdad y falsedad sean supersticiones, ninguna idea entraría en colisión con otra. Podrían ser perfectamente válidas ambas y no deberían batallar entre sí, puesto que cada una no se entrometería sino con ella misma: les bastaría su propia identidad.
Pero las ideas batallan entre sí. ¿Por qué? Porque pretenden, por debajo de sí mismas, ser verdaderas: estar en adecuación con la realidad. Y acusan a su adversaria de ser falsas. Si no fuera así, ¿para qué discutir? ¿Para qué argumentar?
Nuestros objetores creen ser esclavos de palabras, cuando en realidad son esclavos de lo que son. No es que no puedan librarse del “lenguaje occidental, católico y cristiano”: no pueden librarse de su naturaleza humana.

Stat Veritas: la verdad permanece

Es posible que nuestro escéptico agache la cabeza y reconozca la validez de nuestras palabras. Si eso hiciera, habría que señalarle que, estrictamente, no son nuestras:
–Reconozco, Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme[7].
La humildad es esencial a la filosofía: La humildad es andar en la verdad –dice Santa Teresa– y quien ésto no entiende, anda en la mentira. En la disputa intelectual puede quedar, ciertamente, un vencedor y un vencido. Pero erraría el vencido si no advirtiese el bien recibido luego de la derrota:
convencer a otro es, efectivamente, vencerlo: pero no de tal modo que el vencido quede bajo el imperio de su vencedor, como en la lucha física, sino de manera tal que se vea obligado a reconocer el imperio de la Verdad, del cual el mismo vencedor se declara sujeto”[8].
Vale decir que este “‘doblegar’ al adversario en la polémica, y vencerlo, no significa someterlo a un poder extraño, sino hacer que él mismo: ‘se vea forzado a aprobar otras cosas que (antes) había negado…’”. Aún cuando es el mismo hombre el que aprueba otras cosas, antes negadas, sin embargo, no puede decirse que sea conducido suavemente:
“reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el adversario se vea forzado. Y ‘forzar’ es, ciertamente, ‘vencer o doblegar una fuerza contraria’. Sólo que, en el caso de la victoria argumental, este ‘forzamiento’ no es sino el reconocimiento inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la dignidad suprema de la Verdad”[9].
La palabra que arguye lleva consigo un vigor, una potencia, una energía. Ciertamente tiene lugar un forzamiento, pero de tal manera “que, por coincidir con la naturaleza misma de la razón, solo violenta a una fuerza que antes la desnaturalizara: a saber, la fuerza del error o, peor aún, del engaño racional”[10]. Así las cosas, “Derrotar al adversario pasa a ser, así, el ejercicio más alto de auténtica beneficencia para quien reconoce en la Verdad el Bien plenificante del espíritu humano”[11].
Todo el hombre –no sólo su intelecto– combate en estas lides
Yendo al final de nuestra exposición, reconozcamos las fronteras de nuestras argumentaciones. El hombre tiene inteligencia, ciertamente, pero no sólo. Tiene un corazón que debe ser conmovido junto con el intelecto, a fin de hacerle desear, ver y creer en la verdad. Si tiene razón Chesterton cuando escribió “Curar a un hombre no es discutir con un filósofo, es arrojar un demonio”, la disputa intelectual no equivale a una partida de ajedrez.
La Verdad Divina –que no es otra cosa que Dios mismo– es, si se quiere, la Respuesta a nuestras preguntas. Ciertamente lo es. Es la respuesta a esa búsqueda permanente, ansiosa, desasosegada e impostergable del “todo”. Pero también es el Amor. El Amor que busca amar, que hizo a los hombres por amor y para el amor. Y es el Amor que llama a las puertas del corazón humano tanto con la mano derecha como con la izquierda, según bella expresión del Padre Ramón Cué. Si el encanto con que Dios ha engalanado las cosas mueve a buscarlo por el camino de la sabiduría, la seducción que provoca el Corazón de Dios –Cor Iesu– arrebata el alma por el camino del amor. Pero si la primera vía puede ser común a los filósofos, la segunda tiene por llave maestra la fe. Quiera Dios que podamos no sólo reposar nuestro intelecto en su Mente Increada, océano de Verdad y Sabiduría, sino también descansar nuestro corazón en Aquél que la lengua humana llama el Amor de los Amores, incesante pescador de hombres:

La Gracia

Y no valdrán tus fintas, tu hoja prima
ni tu coraza indómita nielada
a desviar el rayo, la estocada
en la tiniebla a fondo de tu sima.

¿No ves centellear allá en la cima
de gracia y luz diamante, ascuas de espada?
No, esquivo burlador, no valdrán nada
careta ni broquel, guardia ni esgrima.

No te cierres rebelde, no le niegues
tu soledad. Es fuerza que le entregues
de par en par tu pecho y coyunturas.

Que así vulnera el Diestro, y así elige
–caprichos del deseo– y así aflige
y así mueren de amor las criaturas[12].



[1] Mons. Octavio Derisi. Actualidad del pensamiento de San Agustín, Buenos Aires, Guadalupe, 1965, págs. 35-36.
[2] Juan Alfredo Casaubon. Palabras, ideas, cosas, Buenos Aires, Candil, 1984, págs. 40-41.
[3] Ídem, pág. 25. La negrita es nuestra.
[4] Ibídem. Es cierto que a veces nos equivocamos, pero no siempre: “En este momento, por ejemplo, yo estoy absolutamente cierto de que estoy sentado y no de pie, y de que la bombilla está delante de mí, encendida. Estoy igualmente cierto de que 18 por 5 son 90. De que alguna vez me haya equivocado no se sigue que siempre me equivoque” (Bochenski).
[5] Sciacca, Federico Michele. La existencia de Dios, Tucumán, Richardet, 1955, pág. 66.
[6] Caturelli, Alberto. La metafísica cristiana en el pensamiento occidental, Buenos Aires, Ediciones del Cruzamante, 1983, pág. 77.
[7] Platón. El Banquete, Madrid, Senén Martín, 1966, pág. 122.
[8] Mihura Seeber, Federico. La figura del polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín en Revista Sapientia, vol. XLVII, Buenos Aires, UCA, Facultad de Filosofía y Letras, 1992, pág. 176.
[9] Ibídem, págs. 190-191.
[10] Ibídem, pág. 191.
[11] Ibídem, pág. 189.
[12] Gerardo Diego, La gracia, en Primera antología de sus versos (1918-1941), Madrid, Espasa Calpe, 1976, pág. 163.

Juan Carlos Monedero (h)

Nacionalismo Católico San Juan Bautista



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