San Mateo 23, 34-39
Con
frecuencia se echa en cara a los católicos que el afán por la patria eterna
mengua el entusiasmo que debemos sentir por nuestro propio país; que la
fidelidad al Reino de Dios debilita nuestro patriotismo, o, expresado de una
manera más cruda, que el buen católico no puede ser buen patriota.
En muchos
casos esta afirmación brota del prejuicio y de torcidas intenciones, pero en
otros casos proviene de ideas equivocadas y confusas.
Si examinamos el ser de la Iglesia, de este Reino
de Dios, saltará a la vista su carácter universal, su “catolicidad”, según la palabra
griega: es decir, la Iglesia se sobrepone a los límites nacionales, a los
confines de los pueblos, a todos los países y a todas las épocas.
Mas esto
no significa que el catolicismo niegue el derecho y el valor del pensamiento
nacional y cultural propio, antes bien, lo aprovecha para evangelizar con más
eficacia.
Nosotros,
los católicos, somos ciudadanos de dos mundos: de la tierra y del cielo.
Tenemos dos patrias, una terrenal y otra celestial. Y estos dos mundos de
distinta naturaleza nos plantean distintos problemas y exigen de nosotros
deberes diferentes; aunque están situados en dos planos distintos, estos dos
mundos muchas veces se tocan.
Junto al amor a la Patria Eterna, el amor a
la Patria Terrena
El Señor
ciertamente vivió en esta tierra únicamente para extender y pregonar el reino
de los cielos, y con todo, ¡cómo amaba a su propia raza y a su patria terrena!
En la
plenitud de los tiempos, según los designios eternos del Padre, la segunda
Persona divina se encarnó como hijo de un pequeño pueblo, y nunca renegó de su
patria ni la abandonó.
Sólo una
vez se alejó de su patria, y esto no lo hizo por propia voluntad, sino por huir
del cruel Herodes. Y aun entonces se mantuvo lejos de su patria nada más que el
tiempo necesario para que pasara el peligro de muerte.
Pasó por
su patria haciendo el bien (Hechos 10,38), y la fidelidad y amor que tuvo hacia
ella no se menguó ni siquiera por su sabiduría divina, pues bien sabía que su
pueblo sería desagradecido a su gran bondad. Conocía la suerte que le esperaba,
y con todo se quedó en su patria. Aún más, lloraba sobre la ruina de su pueblo,
como llora el padre sobre el hijo perdido: “¡Jerusalén!
¡Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados.
¡Cuántas veces quise recoger tus hijos, como la gallina recoge a sus pollitos
bajo las alas, y tú no has querido!” (Mateo 22,37).
¡Qué dolor sentiría su corazón al pronunciar estas palabras!...
Siempre
se sintió Jesús ciudadano de su pueblo, seguía con exactitud sus costumbres y
pagaba como uno más el tributo del censo (Mateo 17,26). ¡Cuántas veces se
fatigó por sus conciudadanos! ¡Cuántas amargas lágrimas vertió por su obstinación!
Y ¡qué
magníficas enseñanzas nos legó sobre el verdadero amor patrio! Para Él, el
patriotismo no consiste en soltar frases grandilocuentes, sino en cumplir con
fidelidad los propios deberes y guardar la ley. Y ¡cómo nos orientó para
librarnos, sin merma del amor verdadero a la patria, de un nacionalismo
exagerado! Lo hizo cuando los miopes caudillos de Israel intentaban arrastrar
al pueblo por ese camino.
Es verdad
que resumió las características de su vida y de su obra con estas palabras: “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18, 36). Pero bien sabía el Señor que el camino hacia ese mundo
tan distinto, pasaba a través de este mundo terreno. Nunca pronunció una sola
frase contra la patria terrena y el amor que debemos profesarle, mientras ésta
no se oponga a nuestro destino eterno.
Realmente
podemos afirmar que no hubo en este mundo quien quisiese tanto a su pueblo como
Cristo; ni hubo quien dejase a su pueblo tan nobles ejemplos y elevadas pautas
de vida.
Los
mismos criterios que Cristo tuvieron los apóstoles y los primeros cristianos
sobre esta cuestión.
Es
conocido el ardoroso patriotismo de San Pablo. El que se entregó por completo
al servicio de Jesucristo y del reino de Dios, estaba también dispuesto al
mayor de los sacrificios por amor a su pueblo. Incluso estaría dispuesto a ser
separado de Cristo —si fuese permitido desear semejante cosa— con tal de lograr
que su pueblo —“mis hermanos, que son mis parientes según la carne” (Romanos 9,
3)— no se viesen separados de Jesucristo. He ahí un ejemplo del verdadero amor
patrio, dispuesto al mayor de los sacrificios.
Y el amor
que los demás apóstoles tenían a su pueblo y a su raza lo demuestra el Concilio
de Jerusalén del año 51. Tuvo que ser convocado precisamente porque algunos
defendían con exageración las tradiciones de su pueblo, y resultaba difícil
romper las estrechas prescripciones raciales y nacionales para hacer de la Iglesia
una Iglesia universal, católica, por encima de pueblos y razas. No de otra
manera pensaban los primeros cristianos. Su fin último y su principal deseo era
el reino de Dios: el cielo, la vida eterna; pero esto no les era obstáculo para
cumplir los deberes para con su patria, sobre todo teniendo en cuenta lo poco
que recibían del poder estatal: persecución y sufrimiento, por lo regular.
Y a pesar
de todo, seguían el mandato de SAN PABLO: “Recomiendo
que se hagan súplicas, oraciones, rogativas, acciones de gracias, por todos los
hombres; por los reyes y por todos los que ejercen autoridad” (I Timoteo 2,1).
Apenas
había pasado la sangrienta persecución de Domiciano y ya el Papa SAN CLEMENTE
escribía respecto de las autoridades del Estado: “Tú, Señor mío, les diste con
tu fuerza ingente e indescriptible el poder para dominar, con el fin de que
nosotros, reconociendo el señorío que Tú les prestaste, les obedezcamos, y no opongamos
resistencia a tu voluntad; dales, Señor, salud, paz, unidad, fuerza, para que
sin tropezar puedan ejercer el dominio que les fue conferido sobre la Tierra”
(I Corintios 61).
El mismo
pensar se lee en las actas del martirio de San Acucio: “¿Quién se preocupa del
emperador y le quiere más que los cristianos? Porque es constante e incesante
nuestra oración para que tenga vida larga en la tierra, para que gobierne con
mano justa sus pueblos y principalmente para que tenga una era de paz en su
gobierno” (Acta Martyrum).
Realmente
los primeros cristianos no solamente pregonaban que son cosas distintas adorar
a Dios y respetar el poder civil, sino que además lograron armonizar estos dos
deberes.
Con qué
valor y con qué sentido de justicia preguntó TERTULIANO al procónsul Scapula:
“¿Has visto algún cristiano entre los rebeldes? ¿Han sido acaso cristianos los
asesinos del emperador, o más bien hombres qué poco antes de su crimen aún ofrecían
sacrificios por el bienestar del mismo?”
La
Iglesia siempre alentará el noble amor patrio educando a los hombres para que
sean buenos ciudadanos.
Mons. Tihamér Tóth – Venga a Nosotros Tu Reino
Nacionalismo Católico San Juan
Bautista
Muy bueno.
ResponderBorrarYo ando medio cabizbajo por el tema Bergoglio y sus desmanes...es argentino y siento que si lo critico estoy perjudicando a la Argentina...pero no...defender la Fe es también defender a mi Patria para que no la pierda.
Bendiciones
Con lo de Bergoglio más bien es momento de levantar nuestras cabezas porque nuestra liberación está cerca. Por lo demás coincido plenamente con tu observación.
BorrarUn abrazo en Cristo Rey Matías.
Matías busque un Sagrario cerca de su casa o un lugar cerca donde haya adoración Eucarística. Es la única forma de sobrellevar todo esto.
ResponderBorrarGracias
BorrarSaludos.
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