[Nota previa: Doy fe de que
todo lo que se cuenta en esta abreviada narración es rigurosamente cierto,
tanto en su parte ironizante como en cuanto a su contenido más serio. Por lo
demás, es de lamentar que las peculiaridades de los medios de comunicación
impongan unas necesarias limitaciones a lo que hubiera sido una interesante y
prolija narración.]
Me ordené
de Sacerdote en Junio del año del Señor de 1956, bajo el Pontificado de Pío
XII, a los pocos días de haber cumplido los veinticuatro años. Bien entendido
que lo de año del Señor no es un recurso al viejo estilo literario, puesto que,
a decir verdad, si alguien hubiera llegado a pensar que aquí está dicho con
rintintín..., podría estar seguro de acertar.
Dicen que
el día de la Primera
Comunión es el más feliz de la vida, pero no es cierto.
Porque el día más feliz de la existencia, a gran distancia de todos los demás,
es el día de la
Ordenación Sacerdotal. Al menos lo fue para nosotros, los
ordenados en aquellos días en que se creía firmemente en el Sacerdocio, en la Santidad de la Iglesia , y cuando la Fe era un lugar común en el
Pueblo cristiano. Recuerdo la emoción de la ceremonia, la ansiedad con la que
durante días y meses la habíamos esperado, y el inmenso gozo que sentíamos
cuando regresábamos en procesión hasta el Palacio Arzobispal. En mi corazón
iban resonando los ecos triunfales del Salmo 126: Al volver vienen cantando,
trayendo sus gavillas.
Mi Obispo
era un señor ya mayor, catalán, que apenas sabía hablar el castellano y que
pertenecía a los propuestos por Franco en las famosas ternas elevadas a la Santa Sede. Siempre
pensé que lo habrían sacado de alguna parroquia perdida de la campiña catalana.
Y aunque era un hombre de gran piedad y de profunda fe, hoy sería considerado
(por todas esas varias razones) como un Obispo maldito. Sigo pensando, sin
embargo, que ojalá tuviéremos hoy algunos de esos.
En contra
de lo que yo esperaba (siempre soñé con un pueblito perdido), me destinaron
como coadjutor a una parroquia de Murcia capital. Cosa que me fue comunicada en
un oficio en el que, con letra impresa, se decía que el cargo se me otorgaba en
atención a mis méritos. La verdad es que nunca supe como pudieron prever las
cosas en el Obispado con tanta anticipación. A propósito de lo cual siempre
recordé lo que después diría Goscinny en sus historietas: que en el ejército
siempre te dan lo contrario de lo que pides; y desde luego algo parecido es lo
que sucede en la
Iglesia. Aquí fue donde comencé a experimentar mis grandes
sorpresas con respecto al mundo clerical y a convencerme que cualquier cosa se
puede buscar en él... menos la
Lógica.
Mi párroco era un hombre bueno y piadoso y,
aunque con la escasa formación de los antiguos, algo apegadillo al dinero y un
poco autócrata (enfermedad muy común entre los párrocos preconciliares).
Sufría, sin embargo, de una terrible debilidad: estaba convencido (más bien
archiconvencido) de que era el orador más brillante de todos los tiempos (más
que Demóstenes y que San Juan Crisóstomo para los tiempos antiguos, más que
Bossuet para los tiempos medios, y más que Castelar para los modernos); y sin
embargo no he oído jamás, en toda mi larga vida sacerdotal, un predicador más
malo que él. Y conste que no exagero en lo más mínimo acerca de lo que digo, ni
acerca de lo primero ni en cuanto a lo segundo.
Pues
siguiendo el hilo de esta verdadera historia, mi párroco decretó desde el
primer día de mi toma de posesión en la parroquia, que, dado caso que yo no
sabía predicar, él lo haría personalmente todos los domingos en todas las
misas. Como es lógico, ni jamás había oído mi verbo oratorio ni jamás lo oyó.
Afortunadamente, y puesto que yo ya había pasado por seis años de Seminario, ya
me iba haciendo a la idea de las excentricidades del mundillo y la cosa no me
extrañó lo más mínimo. Nunca supe si acepté fielmente tal mandato por virtud o
por la satisfacción que me producía el hecho de no tener que preparar las
homilías de los domingos. Por otra parte estoy convencido de que mi virtud hubo
de subir necesariamente algunos grados: todos los domingos escuchando cinco
veces el mismo sermón, sentado en un mullido sillón del presbiterio mientras mi
jefe predicaba, haciendo desesperados esfuerzos para no dormirme y todo ello
durante tres años y medio..., es algo que supera las humanas fuerzas sin un
especial auxilio de la gracia.
Aquellos
mis primeros años fueron de muchos trabajos y hasta de bastante hambre, puesto
que lo poco que cobraba se me iba entre la multitud de críos hambrientos de la
parroquia. Pero fueron también años triunfales, de abundante cosecha y de
muchas alegrías. La ordenación sacerdotal, sin embargo, no otorga el carisma de
la profecía, por lo que nunca pude imaginar, después de haber trabajado sin
descanso en una Iglesia rebosante de Fe y de devoción como era la de aquella
época, el doloroso final que yo habría de vivir al final de aquella carrera que
para mí entonces comenzaba.
Como
siempre sucede cuando las cosas marchan bien, mi buen Obispo tuvo
inopinadamente la ocurrencia de enviarme a Hispanoamérica. La Diócesis había
patrocinado un Seminario en Cuenca de Ecuador y hacía falta un profesor de
Filosofía. Quise convencer al Obispo de que estaba comenzando a organizar mi
pequeña Familia Espiritual y que allá se me iban a quedar los chavales, más
hambrientos que el perro de un ciego; y con ellos tantos proyectos. Pero no
hubo manera. En realidad, aunque él carecía de jurisdicción para enviarme al
extranjero, en ningún momento se me ocurrió plantearme la posibilidad de oponerme.
Yo había ingresado al Seminario a los dieciocho años con el propósito firme de
vivir un sacerdocio serio y hacerme con una piedad sólida; por lo que le dije
al Obispo que fijara la fecha de salida y no se hablara más.
Salí para
el Ecuador desde Barcelona, en un carguero italiano de mala muerte, en
Septiembre de 1959. A
los veinte días de viaje desembarcamos en un mundo que a mí me pareció
completamente nuevo. Téngase en cuenta que viajar a América en aquellos ya
lejanos años era como aterrizar en otro planeta. Así que los acontecimientos se
precipitaron. Y aunque ya dije al principio que se trataba de un compendio, con
todo, son más de sesenta años de existencia sacerdotal; por lo que voy a
procurar resumir lo más posible lo que me ocurrió en aquel mundo lleno de
aventuras.
Llegamos a
Guayaquil y subimos directamente a Cuenca, una bella y colonial ciudad situada
todavía en las pendientes suaves de la Cordillera Andina
(unos dos mil quinientos metros). En ella ya me esperaba un grupo de sacerdotes
murcianos que me había precedido algún año antes. Y no puedo omitir, entre mis
primeros recuerdos, el de la visita saludo al Arzobispo de la Arquidiócesis. El
Arzobispo era un hombre bien chapado a la antigua y, al igual que todos los de
su época, piadoso y con poca formación. Después de los saludos de protocolo,
nos encargó muy insistentemente que jamás saliéramos a la calle con la cabeza
descubierta (cosa bastante común y universal en aquella época de uso del
sombrero), pues la cabeza ---nos dijo el Arzobispo--- ha sido hecha para llevar
la teja. Recuerdo mi asombro como si fuera este momento: después de tantos
años, no dejaba de ser curioso escuchar, de boca de un Arzobispo, cuál era el
objeto para el que Dios había destinado la cabeza..., ¡y yo que había estado
creyendo que había sido hecha para pensar!
No quiero
dejar de narrar una anécdota que me ocurrió al poco de llegar. Además de las
clases de Filosofía, se me asignó la capellanía de unas monjitas que resultaron
ser tan piadosas como poco listas. Les celebraba la Santa Misa todas las
mañanas, muy de madrugada. Todo iba muy bien hasta que un día ---siempre mi
mala pata y mi ingenuidad---, llegado que fue el onomástico de la Madre Superiora ,
se me ocurrió predicar en tan fasto acontecimiento. Ya puede comprenderse que,
debido al ayuno oratorio al que durante tres años había estado sometido, mi
intención estaba animada por el entusiasmo. Y ése precisamente fue mi error;
pues fue allí cuando empecé a comprender que los sacerdotes jóvenes nunca
acaban de convencerse de que no tienen la menor idea de lo que es la
predicación. Sucedió para mi desgracia, ¡ay de mí!, que se me ocurrió hablar de
la virtud de la obediencia; debida, en primer lugar a la Madre Superiora ,
se debía tributar fielmente y siempre con miras sobrenaturales y a imitación
del Señor, incluso aunque la
Madre , como ser humano al fin y al cabo, pudiera tener algún
defecto. Hasta aquí todo bien. Pero cual no sería mi sorpresa cuando, acabada la Misa , veo entrar a la
sacristía una comisión de cinco monjas encabezada por la Madre Superiora
para manifestarme sus protestas. A la
Misa habían acudido algunas niñas de su Colegio, a las cuales
yo había escandalizado: ¿la
Madre Superiora capaz de tener defectos...? En medio de mi
confusión, les prometí solemnemente que no volvería a ocurrir tal cosa, como en
efecto así fue. Pues juré en mi interior que jamás volvería a predicarle a unas
monjas tan mequetrefas.
En el
Seminario tuve muy mala suerte. Pues a los malhadados críos les dio por tomarme
cariño, además de caer en la manía de pretender confesarse y de dirigirse
espiritualmente casi todos conmigo. Y de nuevo apareció la falta de lógica,
puesto que el capricho de los niños vino a coincidir extrañamente con el
disgusto de mis compañeros. La verdad es que yo hice lo posible por quitármelos
de encima, aunque pasa con esto como con las moscas. Para abreviar: se me
prohibió celebrar la Misa
y confesar a nadie en el Seminario, se prohibió a los muchachos hablar conmigo
y hasta se me colocó en una habitación donde pudiera ser vigilado por si
alguien entraba a visitarme. Puedo decir, sin embargo, tanto en favor mío como
en el de mis compañeros, que jamás llegamos a reñir (aunque se me hicieron
varias reconvenciones), así como que tampoco incurrieron en la mala idea de
acusarme de nada (aparte de ser un presunto acaparador).
El final
fue el que era previsible. Se me expulsó del Seminario y me quedé en la calle
sin un centavo. Me refugié en un viejo caserón abandonado en el que no había
agua ni luz eléctrica. Allí mismo, al cabo de un mes y medio de comer pegando
la gorra en las diversas comunidades de monjas y donde podía, dije al Arzobispo
que me diera algún cargo por humilde que fuera. Y así es como fui a parar al
poblado indio de Tambo, a cerca de cuatro mil metros de altura en la
cordillera, y donde viví los más felices meses de toda mi vida sacerdotal.
Siento no
poder relatar, por razón de la brevedad, las innumerables y entrañables
aventuras que en mis largas horas a caballo, a través de la altiplanicie andina,
tuve ocasión de correr buscando las miserables cabañas de mis indios. Ni
tampoco puedo hablar ahora de las interminables horas de confesonario
atendiendo a mis pobrecitos indios, los mismos que se veían obligados a esperar
guardando cola a veces durante varios días. Solamente añadiré, para no
alargarme más, que llegado el momento de marchar a Venezuela (obtenido los
correspondientes permisos de España), hube de hacerlo como si hubiera sido un
malhechor, de oculto y a medianoche; pues de otro modo mis indios me hubieran
impedido por todos los medios separarme de ellos, incluso mediante la violencia
de haber sido necesario. Nunca y en ningún lugar fui tan querido como allí.
Salí para
Venezuela en Junio de 1962 y allí permanecí durante dos años. Y en el mismo mes
del año 1985 llegué por primera vez a los Estados Unidos. Pero los sucesos
ocurridos en uno y otro lugar tendrán que esperar su turno, dada la magnitud e
importancia de los emocionantes sucesos que allí me ocurrieron y cuyo relato
requeriría un grueso libro.
Mientras
tanto, no me queda sino recordar con nostalgia viejos y gloriosos tiempos.
Aunque quizá los de ahora no sean menos gloriosos; pero sí desde luego mucho
más duros y difíciles. En los dichosos días de mi ordenación, y en los
venturosos años que siguieron, no hubiera podido imaginar jamás el estado de
desolación en que ahora se encuentra la viña del Señor. No hace muchos días y
durante el tiempo de la oración, padecí la nítida visión, contemplada a través
de la imaginación, de la
Iglesia como un inmenso campo de devastación, lleno de
escombros y cadáveres, en el que no se divisaba la más mínima señal de vida. No
pude menos de echarme a llorar.
Visto en: http://www.alfonsogalvez.com/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
que hermoso y atrapante! cuando publique sus libros quisiera comprarlos!
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