Vietnam ha caído. Este hecho tremendo, que no
ha alterado la “conciencia universal” – tan sensible en otras ocasiones – ha sido
interpretado de distintas maneras.
Hay quienes hablan de la marcha inevitable
del mundo hacia el socialismo, ese nuevo mesías, protagonista de este tiempo
histórico al que resulta vano y absurdo oponérsele.
Otros, ven la perdida más o menos lamentable
de una batalla – la batalla de una tierra lejana e ignota – que no alterará,
sin embargo, el ilusorio porvenir de la democracia ni su hegemonía en el mundo.
Finalmente, otros reciben, con alivio, el
término de una guerra trágica y cruel.
Pero nosotros tenemos que decir la verdad.
Triste y brutalmente como quería Peguy: Vietnam ha caído por la traición de
Occidente. Porque en Occidente, dentro mismo de su seno, juegan y dominan las
Fuerzas Ocultas de la Revolución, los Poderes Sinárquicos cuya meta final es la
instauración del Dominio Comunista en el mundo.
Se han reiterado Yalta y Postdam. Una vez más, la política exterior
norteamericana ha cometido uno de sus habituales “errores”. Y así, el Sudeste
Asiático ha pasado a engrosar la larga lista de naciones mártires.
La
rendición de Saigón es la culminación de un proceso que se inició en 1963 con
el asesinato del presidente católico Ngo Diem. Asesinato instigado – o al menos
tolerado – por los Estados Unidos. De esta manera fue eliminada la única fuerza
capaz de oponerse con éxito a la guerrilla del Viet Cong.
Diem conocía a su pueblo. Conocía su suelo
difícil y duro. Sabía cómo hacer de cada aldea una fortaleza. Era el Jefe
natural de la Nación; el aliado en paridad de honor y dignidad, no el cipayo
desprovisto de espíritu y grandeza que necesita la inferioridad yanky para
asegurar su supuesta preeminencia.
Bajo su mando, los católicos y aún los
budistas no comprometidos con el marxismo, hubieran llevado adelante la guerra,
quizás con otro resultado. Pero el “estilo de vida americano”, la democracia
del calendario, prevaleció en el espíritu vietnamita. Una vez más se transitó
el camino de la Democracia al Comunismo; sólo que ahora no por la vía del
sufragio, sino por la vía trágica de la sangre.
Un ejemplo más de lo que cabe esperar a una
Nación que reniega de ese espíritu, a un Ejército convertido en una debilidad
armada.
Todavía
Vietnam nos mueve a otra reflexión. El presidente Ford ha dicho que la
hegemonía americana no ha sido comprometida; que nuevas vías fácticas
asegurarán esa hegemonía en el futuro. Y citó como ejemplo… ¡la lucha contra el
cáncer!
Nada puede ilustrarnos más acerca de la
pobreza moral y política de una Nación a la cual las circunstancias históricas
han colocado – al menos en lo militar – a la cabeza del llamado mundo libre.
¿Qué garantía de seguridad constituye todo ese inmenso poder militar que
abandona inermes e indefensos a quienes se les confían?
Verdaderamente, como dijo algún periodista, en
Vietnam ha estallado la paz… americana. La paz del Premio Nobel-Kissinger, la
paz masónica que ha entregado más de la mitad del mundo al comunismo y se
dispone a entregar el resto.
Pero hubo algo que nos abrumó más que las
bombas del Viet Cong: el silencio “oficial” de la Iglesia. Pueblos enteros, que
habían elegido la libertad y la Fe, han sido arrasados sin que se estremeciera
el “aparato eclesial”.
Nadie parece haberse dado cuenta que esta es
una derrota de la Cristiandad. Es que la misma Cristiandad – ese sentido
profundo del mundo sacralizado y sobreelevado por la Gracia de Cristo – ha sido
olvidada. El sincretismo religioso, el equívoco ecumenismo, el dialogo
peligrosamente traspuesto del plano pastoral al dogmático, ha ido ablandando la
resistencia, ha ido desdibujando el perfil cristiano.
Y ese sincretismo avasallador permite que la
misma Iglesia sea infiltrada por una ideología difusa que es la mezcla de todos
los errores y de todas las abyecciones. Se entiende así, la pérdida lamentable
del sentido de la Cruzada, del carácter agónico del espíritu de martirio. No
combatir, sino sobrevivir a cualquier precio; ese parece ser el lema de los
católicos y de la diplomacia vaticana.
¡Qué difícil resulta para nosotros entender
aquellas palabras de San Agustín ante el asedio de Hipona: “no tiene grandeza de alma el que
se asombra que los muros se derrumben y los mortales mueran”.
Aún en la desolación nos alienta la Fe. No
sólo la Promesa Final, que ilumina todo el trasfondo de la historia humana,
sino también porque sabemos que algunas voces resuenan aún, a pesar del
silencio y de las apostasías.
A esas voces quizás, les espere, como al
Cardenal Mindszenty ese martirio mil veces más cruentos que el que puede
ofrecer el comunismo: el martirio de la soledad, el abandono y el silencio de
los suyos.
Revista
Restauración - Año 1 N°1. Pág. 18. (1975)
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
Por estos días y éstas horas ,éstos holocaustos de cristianos se repiten en Siria ,Iraq,Palestina,Äfrica central,sin que a ningún cardenal o papa mueva un dedo.Los TESTIGOS DE CRISTO están sólos en su martirio.
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