lunes, 13 de abril de 2015

Isabel la Católica, justiciera – P. Alfredo Saenz


  Cuando Isabel y Fernando subieron al poder, la situación en Castilla era desastrosa. Un cronista de la época la describe sin tapujos: “Cruelísimos ladrones, homicidas, robadores, sacrílegos, adúlteros y todo género de delincuentes. Nadie podía defender de ellos sus patrimonios, pues ni temían a Dios ni al rey; ni tener seguras sus hijas y mujeres, porque había gran multitud de malos hombres. Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas, usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al sueño, forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas y hacían otros excesos carnales. Otros cruelmente asaltaban, robaban y mataban a mercaderes, caminantes y hombres que iban a ferias. Otros que tenían mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban posesiones y lugares de fortalezas de la Corono real y saliendo de allí con violencia, robaban los campos de los comarcanos; y no solamente los ganados, mas todos lo bienes que podían haber. Asimismo cautivaban a muchas personas, las que sus parientes rescataban, con menos dinero que si las hubiesen cautivados los moros u otras gentes bárbaras, enemigas de nuestra fe”. El cuadro no podía ser menos dramático.

  Como se sabe, en las monarquías tradicionales la justicia era una de las funciones propias e inalienables de los reyes. Gómez Manrique, poeta y político del siglo XV, y uno de los hombres más escuchados por Isabel, le recomendó a la Reina que se preocupase menos por rezar y más de hacer justicia, porque era de ella que, al final del camino, habría de rendir cuentas.

  Isabel, juntamente con Fernando, tomó el consejo con toda seriedad, en la convicción de que el restablecimiento del respeto a la ley constituía una de sus principales tareas. Y lo hicieron con un rigor que sabían justificado por la anarquía dominante. En unas Cortes convocadas en 1476, resolvieron restablecer una vieja institución caída en desuso, la Santa Hermandad. Tratábase de una especie de policía formada por voluntarios, que había aparecido en el siglo XIV para defender los derechos locales del pueblo contra la Corona, acabando por convertirse en un instrumento coactivo de la nobleza. Isabel decidió transmutar esa milicia ya ineficaz de las clases privilegiadas en un instrumento de la justicia al servicio de la autoridad real.  Y así implementó una fuerza de dos mil caballeros a las órdenes de un capitán general, con ocho capitanes bajo su mando. Cada cien familias debían mantener a un caballero bien equipado, dispuesto a salir en cualquier momento en persecución de un bandolero. Los jefes de la Hermandad tenían poder para dictaminar justicia, previa defensa del acusado, y en algunos casos, cuando las evidencias eran incontrovertibles, les era lícito hacerlo de manera sumaria.

  Este tipo de justicia, directa y rápida, era algo natural en aquel tiempo. Las simpatías que Enrique el Impotente había mostrado a favor de los asesinos, los Reyes Católicos la reservaban para la víctima, su viuda y sus hijos, para las mujeres violadas, para las familias afectadas por el bandolerismo. Bien señala T. Walsh que en este terreno los españoles no fueron más crueles que otros pueblos occidentales, por ejemplo los ingleses de aquella misma época. Incluso un siglo después, se lee en el informe de un cronista inglés que todos los años eran colgados de 300 a 400 bandidos, y que durante el reinado de Enrique VIII murieron 72 mil personas en la horca, solamente por haber robado.

  Tanto Isabel como Fernando iban de ciudad en ciudad, a veces juntos, otras separados, haciendo justicia efectiva y veloz. A semejanza de San Luis Rey de Francia, la joven reina tenía la costumbre de presidir bajo dosel las sesiones de los tribunales; oía demandas y denuncias, procuraba reconciliaciones, castigaba a los culpables con diversas penas, que llegaban en algunos casos a la condena a muerte, y cabalgaba luego hasta el siguiente lugar. Se la sabía imparcial e incorruptible. Aunque en diversas ocasiones necesitase urgentemente dinero, por ejemplo para llevar adelante la lucha contra los moros o la conquista de América, rehusó siempre cualquier tipo de soborno de parte de los criminales acaudalados. Un noble poderoso, llamado Alvar Yañez, que había asesinado alevosamente a un notario, ofreció a la Reina la enorme suma de 40 mil ducados si le perdonaba la vida. Algunos de sus consejeros, sabedores de las ingentes necesidades del tesoro real, le aconsejaron que aceptara. Pero la Reina “prefería la justicia al dinero”, como dice el cronista. Ese mismo día hizo cortar la cabeza de Yañez y, para evitar la sospecha de motivos subalternos, distribuyó sus bienes entre los hijos del asesino, aunque muchos precedentes la autorizaban a confiscarlos para las arcas reales.

  En cierta ocasión llegó a oídos de Isabel la noticia de que en Sevilla reinaba un estado de corrupción generalizada. Inmediatamente anunció que se dirigiría a esa ciudad, y que todos los viernes según la costumbre de sus antepasados, presidiría el tribunal público y administraría justicia en todas las causas criminales y civiles. Llegó la Reina a la ciudad y se dirigió a la catedral, como era habitual en ella, para dar gracias a Dios e implorar su inspiración y ayuda. Luego fue al Alcázar, que era el antiguo palacio real de los moros, y preguntó por el sitial de juez que había honrado San Fernando. Evidentemente quería empalmar la justicia que se aprestaba a ejercer con la que había practicado su santo predecesor. Mientras los notables de la ciudad iban de un lado para el otro, organizando todo para agasajarla con fiestas, banquetes y corridas de toros, ella serenamente pensaba en colgar a algunos de ellos.

  Durante los dos meses siguientes, todos los viernes quienquiera tuviese alguna denuncia podía dirigirse a la Sala de los Embajadores, donde la joven reina se hallaba sentada en el sitial de San Fernando, sobre un estrado cubierto de alfombras multicolores, contra un piso de baldosas moras o azulejos. Cada petición era recibida por alguno de sus secretarios, éste la confiaba a uno de los consejeros de la Reina, sentados a su lado, aunque en nivel inferior, quienes debían examinar el caso diligentemente y pronunciar su veredicto en el plazo de tres días. Así los soldados fueron capturando a  malhechores grandes y pequeños, ricos y pobres, de todos los barrios de la ciudad y sus suburbios, y llevándolos frente a ese tribunal. Quienes resultaban condenados podían siempre apelar a la Reina como última instancia. Los principales delincuentes fueron colgados sin mayores ceremonias, después de darles tiempo para confesarse.

  Cuando se percataban de que la cosa iba en serio, algunos malhechores poderosos se acercaron a la Reina con buenas palabras, intentando sobornarla para tratar de que amainara en su intento. Pero Isabel se mostró inexorable, y entonces aquellos que no habían sido denunciados comenzaron a huir de sus casas por la noche. Eran tantas las familias que se hallaban comprometidas, que el anciano obispo de Cadiz creyó conveniente ir a la Reina, acompañado de una multitud de esposas, hijos, padres y hermanos de los fugitivos. Respetuosamente le hizo notar que bajo un gobierno disoluto como había sido el de Enrique, era natural que la gente se hubiese corrompido, inclinándose a la delictuosidad. De ahí que difícilmente hubiera una familia en Sevilla que no tuviera algún miembro criminal, o en alguna forma cómplice de crimen. La Reina escuchó con atención el discurso del obispo que la exhortaba a pasar de la justicia a la misericordia, y entendiendo que ya había alcanzado su propósito, accedió al pedido, proclamando una amnistía general de todos los delitos con excepción del de herejía.

  Durante el gobierno de Isabel, los jueces y funcionarios fueron honrados como nunca lo habían sido antes…

  Modesto Lafuente, historiador español del siglo pasado, en su “Historia de España” deja en claro que el restablecimiento de la tranquilidad pública y del orden social, hubiese sido prácticamente imposible de lograr si la reina Isabel no hubiese dado “tantos y tan ejemplares testimonios de su celo por la rígida administración de la justicia, de su firmeza, de su inflexible carácter, de su severidad en el castigo de los criminales; que, aunque acompañada siempre de la prudencia y la moderación, hubiera podido ser tachada por algunos de dureza, en otros tiempos en que la licencia y la relajación fueron menos generales y no exigieron tanto rigor”.


P. Alfredo Saenz – “Isabel la Católica” – Gladius – Bs. As. 2009. Págs. 19-25.



Nacionalismo Católico San Juan Bautista

1 comentario:

  1. Que falta hace en nuestros días una Isabel (Católica y Justiciera) para enmendar nuestra sociedad actual.
    Al leer este interesante artículo, no puedo menos que ver una vez mas la razón por la cual la "sociedad moderna", detesta la sola idea de volver al verdadero Catolicismo, con lo que se indica quienes están detrás del desorden de hoy en día, en México el desorden es generalizado y hasta auspiciado por nuestro gobierno ateo y masón, en España en cambio lo es por un gobierno igual corrupto y una Corona que ha dejado de hace mucho tiempo de ser Católica y ya no tiene ninguna legitimación ante Dios. Pobre de nuestros pueblos hermanos.
    Solo volviendo los ojos a la verdadera Fe se podrían legitimizar nuestros gobiernos para aplicar el principio de la Santa Justicia.

    ¡Viva Cristo Rey!

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