Cuando Isabel y Fernando subieron al poder,
la situación en Castilla era desastrosa. Un cronista de la época la describe
sin tapujos: “Cruelísimos ladrones,
homicidas, robadores, sacrílegos, adúlteros y todo género de delincuentes.
Nadie podía defender de ellos sus patrimonios, pues ni temían a Dios ni al rey;
ni tener seguras sus hijas y mujeres, porque había gran multitud de malos
hombres. Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas,
usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al sueño, forzaban
notoriamente casadas, vírgenes y monjas y hacían otros excesos carnales. Otros
cruelmente asaltaban, robaban y mataban a mercaderes, caminantes y hombres que
iban a ferias. Otros que tenían mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban
posesiones y lugares de fortalezas de la Corono real y saliendo de allí con
violencia, robaban los campos de los comarcanos; y no solamente los ganados,
mas todos lo bienes que podían haber. Asimismo cautivaban a muchas personas,
las que sus parientes rescataban, con menos dinero que si las hubiesen
cautivados los moros u otras gentes bárbaras, enemigas de nuestra fe”. El
cuadro no podía ser menos dramático.
Como se sabe, en las monarquías tradicionales
la justicia era una de las funciones propias e inalienables de los reyes. Gómez
Manrique, poeta y político del siglo XV, y uno de los hombres más escuchados
por Isabel, le recomendó a la Reina que se preocupase menos por rezar y más de
hacer justicia, porque era de ella que, al final del camino, habría de rendir
cuentas.
Isabel, juntamente con Fernando, tomó el
consejo con toda seriedad, en la convicción de que el restablecimiento del
respeto a la ley constituía una de sus principales tareas. Y lo hicieron con un
rigor que sabían justificado por la anarquía dominante. En unas Cortes
convocadas en 1476, resolvieron restablecer una vieja institución caída en
desuso, la Santa Hermandad. Tratábase de una especie de policía formada por
voluntarios, que había aparecido en el siglo XIV para defender los derechos
locales del pueblo contra la Corona, acabando por convertirse en un instrumento
coactivo de la nobleza. Isabel decidió transmutar esa milicia ya ineficaz de
las clases privilegiadas en un instrumento de la justicia al servicio de la autoridad
real. Y así implementó una fuerza de dos
mil caballeros a las órdenes de un capitán general, con ocho capitanes bajo su
mando. Cada cien familias debían mantener a un caballero bien equipado,
dispuesto a salir en cualquier momento en persecución de un bandolero. Los
jefes de la Hermandad tenían poder para dictaminar justicia, previa defensa del
acusado, y en algunos casos, cuando las evidencias eran incontrovertibles, les
era lícito hacerlo de manera sumaria.
Este tipo de justicia, directa y rápida, era
algo natural en aquel tiempo. Las simpatías que Enrique el Impotente había
mostrado a favor de los asesinos, los Reyes Católicos la reservaban para la
víctima, su viuda y sus hijos, para las mujeres violadas, para las familias
afectadas por el bandolerismo. Bien señala T. Walsh que en este terreno los
españoles no fueron más crueles que otros pueblos occidentales, por ejemplo los
ingleses de aquella misma época. Incluso un siglo después, se lee en el informe
de un cronista inglés que todos los años eran colgados de 300 a 400 bandidos, y
que durante el reinado de Enrique VIII murieron 72 mil personas en la horca,
solamente por haber robado.
Tanto Isabel como Fernando iban de ciudad en
ciudad, a veces juntos, otras separados, haciendo justicia efectiva y veloz. A
semejanza de San Luis Rey de Francia, la joven reina tenía la costumbre de
presidir bajo dosel las sesiones de los tribunales; oía demandas y denuncias,
procuraba reconciliaciones, castigaba a los culpables con diversas penas, que
llegaban en algunos casos a la condena a muerte, y cabalgaba luego hasta el
siguiente lugar. Se la sabía imparcial e incorruptible. Aunque en diversas
ocasiones necesitase urgentemente dinero, por ejemplo para llevar adelante la
lucha contra los moros o la conquista de América, rehusó siempre cualquier tipo
de soborno de parte de los criminales acaudalados. Un noble poderoso, llamado
Alvar Yañez, que había asesinado alevosamente a un notario, ofreció a la Reina
la enorme suma de 40 mil ducados si le perdonaba la vida. Algunos de sus
consejeros, sabedores de las ingentes necesidades del tesoro real, le
aconsejaron que aceptara. Pero la Reina “prefería la justicia al dinero”, como
dice el cronista. Ese mismo día hizo cortar la cabeza de Yañez y, para evitar
la sospecha de motivos subalternos, distribuyó sus bienes entre los hijos del
asesino, aunque muchos precedentes la autorizaban a confiscarlos para las arcas
reales.
En cierta ocasión llegó a oídos de Isabel la
noticia de que en Sevilla reinaba un estado de corrupción generalizada.
Inmediatamente anunció que se dirigiría a esa ciudad, y que todos los viernes
según la costumbre de sus antepasados, presidiría el tribunal público y
administraría justicia en todas las causas criminales y civiles. Llegó la Reina
a la ciudad y se dirigió a la catedral, como era habitual en ella, para dar
gracias a Dios e implorar su inspiración y ayuda. Luego fue al Alcázar, que era
el antiguo palacio real de los moros, y preguntó por el sitial de juez que
había honrado San Fernando. Evidentemente quería empalmar la justicia que se
aprestaba a ejercer con la que había practicado su santo predecesor. Mientras
los notables de la ciudad iban de un lado para el otro, organizando todo para
agasajarla con fiestas, banquetes y corridas de toros, ella serenamente pensaba
en colgar a algunos de ellos.
Durante los dos meses siguientes, todos los
viernes quienquiera tuviese alguna denuncia podía dirigirse a la Sala de los
Embajadores, donde la joven reina se hallaba sentada en el sitial de San Fernando,
sobre un estrado cubierto de alfombras multicolores, contra un piso de baldosas
moras o azulejos. Cada petición era recibida por alguno de sus secretarios,
éste la confiaba a uno de los consejeros de la Reina, sentados a su lado,
aunque en nivel inferior, quienes debían examinar el caso diligentemente y
pronunciar su veredicto en el plazo de tres días. Así los soldados fueron
capturando a malhechores grandes y
pequeños, ricos y pobres, de todos los barrios de la ciudad y sus suburbios, y
llevándolos frente a ese tribunal. Quienes resultaban condenados podían siempre
apelar a la Reina como última instancia. Los principales delincuentes fueron
colgados sin mayores ceremonias, después de darles tiempo para confesarse.
Cuando se percataban de que la cosa iba en
serio, algunos malhechores poderosos se acercaron a la Reina con buenas
palabras, intentando sobornarla para tratar de que amainara en su intento. Pero
Isabel se mostró inexorable, y entonces aquellos que no habían sido denunciados
comenzaron a huir de sus casas por la noche. Eran tantas las familias que se
hallaban comprometidas, que el anciano obispo de Cadiz creyó conveniente ir a
la Reina, acompañado de una multitud de esposas, hijos, padres y hermanos de
los fugitivos. Respetuosamente le hizo notar que bajo un gobierno disoluto como
había sido el de Enrique, era natural que la gente se hubiese corrompido,
inclinándose a la delictuosidad. De ahí que difícilmente hubiera una familia en
Sevilla que no tuviera algún miembro criminal, o en alguna forma cómplice de
crimen. La Reina escuchó con atención el discurso del obispo que la exhortaba a
pasar de la justicia a la misericordia, y entendiendo que ya había alcanzado su
propósito, accedió al pedido, proclamando una amnistía general de todos los delitos
con excepción del de herejía.
Durante el gobierno de Isabel, los jueces y
funcionarios fueron honrados como nunca lo habían sido antes…
Modesto Lafuente, historiador español del
siglo pasado, en su “Historia de España” deja
en claro que el restablecimiento de la tranquilidad pública y del orden social,
hubiese sido prácticamente imposible de lograr si la reina Isabel no hubiese
dado “tantos
y tan ejemplares testimonios de su celo por la rígida administración de la
justicia, de su firmeza, de su inflexible carácter, de su severidad en el
castigo de los criminales; que, aunque acompañada siempre de la prudencia y la
moderación, hubiera podido ser tachada por algunos de dureza, en otros tiempos
en que la licencia y la relajación fueron menos generales y no exigieron tanto
rigor”.
P. Alfredo Saenz –
“Isabel la Católica” – Gladius – Bs. As. 2009. Págs. 19-25.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
Que falta hace en nuestros días una Isabel (Católica y Justiciera) para enmendar nuestra sociedad actual.
ResponderBorrarAl leer este interesante artículo, no puedo menos que ver una vez mas la razón por la cual la "sociedad moderna", detesta la sola idea de volver al verdadero Catolicismo, con lo que se indica quienes están detrás del desorden de hoy en día, en México el desorden es generalizado y hasta auspiciado por nuestro gobierno ateo y masón, en España en cambio lo es por un gobierno igual corrupto y una Corona que ha dejado de hace mucho tiempo de ser Católica y ya no tiene ninguna legitimación ante Dios. Pobre de nuestros pueblos hermanos.
Solo volviendo los ojos a la verdadera Fe se podrían legitimizar nuestros gobiernos para aplicar el principio de la Santa Justicia.
¡Viva Cristo Rey!