lunes, 18 de mayo de 2015

Dignidad del cristianismo e indignidad de los cristianos (1939) (II) – Nicolás Berdiaeff


Primera parte: aquí

  Los creyentes israelitas afirman que sus leyes tienen el privilegio inmenso de poderse llevar fácilmente a la práctica, que su religión se adapta más a la naturaleza humana, que corresponde mejor a los fines de la vida terrenal y exige menos renunciación. Consideran al cristianismo como una religión de ensueño, inútil en la vida, y por lo mismo perjudicial. Medimos con frecuencia el valor moral de los hombres por el de su fe, de sus ideales. Si el materialista, según sus opiniones, se muestra bueno, abnegado y firme en sus ideas, capaz de hacer por ellas ciertos sacrificios, nos asombra por su grandeza de alma y le citamos como ejemplo. Pero es infinitamente más difícil para el cristiano estar a la altura de su fe, de su ideal, pues debe amar a sus enemigos, llevar valientemente su cruz, resistir heroicamente las tentaciones del mundo; lo que no tienen que hacer ni el israelita, ni el mahometano, ni el materialista. La religión cristiana es la más difícil, la más irrealizable, la más opuesta a la naturaleza humana; nos lleva hacia el camino de mayor resistencia. La vida del cristiano es una crucifixión continua de sí mismo.


  Las gentes pretenden a menudo que el cristianismo ha fracasado, que históricamente no pudo realizarse y que la historia de la Iglesia es la testigo palpable de ello. Hay que reconocer que las obras que presenta esta historia pueden servir de escándalo a aquellos cuya fe es vacilante. En efecto; evocan la lucha en el mundo cristiano de las pasiones y de los intereses humanos, la depravación y la deformación de la verdad en conciencia de la humanidad pecadora; nos presentan con frecuencia la historia de la Iglesia análoga a la de los gobiernos, a la de las relaciones diplomáticas, las guerras, etc., etc.


  La historia exterior de la Iglesia está a la vista y puede ser expuesta de manera accesible a todos. Pero su vida espiritual es interior; la conversión de los hombres a Dios, el desarrollo progresivo de la santidad son menos aparentes; es más difícil hablar de ello porque la historia los vela y a veces calla. Los hombres disciernen con más facilidad el mal que el bien: son más sensibles al lado superficial de la vida que a la vida interior. De manera que nos interesan con más facilidad las ocupaciones comerciales o políticas, la vida familiar o social. Pero ¿es que nos preocupa, acaso, la manera que tienen de rezar a Dios, la manera en que orientan su vida interior hacia lo divino y lo que luchan espiritualmente contra sus naturalezas?


  Por lo general, esto nos tiene sin cuidado; ignoramos, y ni sospechamos siquiera, la existencia de una vida espiritual en los seres que tratamos; lo más que hacemos es discernirla apenas en nuestros allegados, a los cuales dedicamos una atención particular. En la vida exterior que se ofrece a nuestra miradas descubrimos con más facilidad las malas acciones, las malas pasiones. Pero lo que hay de recóndito en las luchas del espíritu, los arranques hacia Dios, los esfuerzos inauditos y penosos para vivir la verdad de Cristo los ignoramos, o preferimos ignorarlos. Nos recomiendan no juzgar al prójimo; pero le juzgamos continuamente por sus actos exteriores, por la expresión de su cara, sin ahondar en su vida interior ni prestarle la menor atención.


  Sucede otro tanto con la historia del cristianismo; no puede juzgarse de ésta por los hechos exteriores, por las pasiones y pecados de los hombres que alteraron su imagen. Debemos recordar lo que han soportado y padecido los pueblos cristianos a través de la Historia, los esfuerzos inauditos que han hecho para vencer la antigua forma de su naturaleza, su paganismo ancestral, su barbarie innata, sus instintos groseros. EL cristianismo ha tenido que sobrepujar a la materia, que oponía una resistencia atroz al espíritu cristiano. Hubo que elevar a la religión del amor a todos aquellos cuyos instintos eran violentos y crueles. Pero el cristianismo vino a salvar a los enfermos y no a los sanos, a los pecadores y no a los justos. Y el género humano convertido al cristianismo, es un enfermo y un pecador. La Iglesia de Cristo no está llamada a organizar la vida exterior y a vencer el mal por medio de la violencia. Todo lo espera del florecimiento de una vida interior y espiritual, de la acción recíproca de la libertad humana y de la gracia divina. No puede por su esencia destruir lo arbitrario, lo malo en la naturaleza humana, pues reconoce la libertad.


Nicolás Berdiaeff  “EL cristianismo y la lucha de clases” – Ed. Espasa Calpe – México – Bs. As. – 3° Edic. 1944. Págs. 127-130.

Nacionalismo Católico San Juan Bautista

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