El siguiente artículo
forma parte del libro de reciente aparición:
Francisco. Antología. Significativas declaraciones de personalidades del mundo
católico sobre el actual pontificado (Buenos Aires, Santiago Apóstol,
2015).
La
escena, no por muy conocida, deja de causarnos asombro y sobresalto. Nos la
cuenta San Mateo en el capítulo dieciséis de su Evangelio.
Ya
estaba Jesús en Cesárea de Filipo, cerca del Mar de Galilea y al pie del monte
Hermón. Ya había multiplicado panes y peces, y había rebautizado al pescador
Simón llamándolo Pedro, ofreciéndole a la par la jefatura visible de la Iglesia
y las llaves del Reyno (Mt.XVI,13-20). Los grandes manantiales que alimentan al
río Jordán hacían llegar su música, como un laúd inmenso con encordados de
agua.
De
pronto, el Señor anuncia su inminente pasión, y los muchos sufrimientos y
suplicios que el trance le acarreará. El relato, por cierto, debió ser
estremecedor e hiriente. Tanto, que movido por un impulso entre oscuro e
indondable, mezcla de cielo y de azufre, Pedro lo aparta de la escena a Jesús,
lo conmina a retirar lo dicho, asegurándole que nada malo de cuanto anuncia
podrá sucederle a Él.
La
respuesta y la reacción de Cristo ha pasado a la historia, y no debemos
olvidarla jamás: “¡Quítateme de delante, Satanás! ¡Un estorbo eres para Mí,
porque no sientes las cosas de Dios sino la de los hombres” (Mt.XVI, 22-23). Y
abruptamente le cortó la palabra y le clavó la vista.
No
le han faltado exégetas a este párrafo crucial –que vuelve a aparecer en Marcos
VIII, 33- y comparando traducciones de reconocidas ediciones católicas de la
Sagrada Biblia, concuerdan los principales intérpretes en que el verbo
utilizado por el Señor para ordenarle a Pedro que se retirara de su vista es el
mismo que utilizó en los exorcismos y en las duras tentaciones del desierto[1]
. Con lo que queda abierta la posibilidad de que, en aquellas aciagas horas de
prueba, el mismísimo Satanás hubiera podido apoderarse, siquiera fugazmente,
del noble y rudo corazón de Pedro.
Monseñor
Straubinger sostiene que Pedro no llegó a comprender entonces la verdadera
misión mesiánica del Maestro, estando su amor en un estadio meramente
sentimental. Emocionalismo de pescador hidalgo cuanto rústico, al que le
faltaba aún la purificación del entendimiento que le traería el Paráclito con
su fuego vivificador. Y un severo cargo le agrega: le faltó espíritu sobrenatural, de allí la airada pero justiciera
admonición de Jesucristo, llamándolo con la crudeza con que lo llamó [2].
El
ilustre Cardenal Gomá, por su parte, nos narra así el crucial episodio:
“Indignóse Jesús y rechazó a Pedro, como se repele a un mal consejero […]. El
momento es de fuerte dramatismo; rompe a hablar Jesús, increpando duramente al
temerario apóstol. Conminó a Pedro diciendo
las mismas palabras que en otra ocasión dijera a Satanás en el desierto,
cuando se empeñaba en que no cumpliese la voluntad del Padre: ¡Quitáteme de
delante, Satanás; apártate de mi presencia, porque secundas la voluntad de
Satanás […]. Vete detrás de mí, porque me eres escándalo, me estorbas en la
ruta que el Padre me tiene trazada […]. Porque no entiendes las cosas que son
de Dios, sino las que son de los hombres”[3].
Retratados
quedan los perfiles esenciales que hicieron merecedor al mismo Pedro de
volverse aliado del Maligno; y en consecuencia estorbo y escándalo para el
Redentor. No se puede entender las cosas de los hombres a expensas de las cosas
de Dios; y para entender rectamente las primeras han de estar ordenadas a las
segundas, conforme a la sempiterna enseñanza que nos legaría después el apóstol
San Pablo (I Corintios, III, 21): “todas las cosas son vuestras, pero vosotros
sois de Cristo y Cristo es de Dios”.
Al
magisterio de Benedicto XVI llegó la preocupación por esta encrucijada de la
vida de su primer predecesor. Para él, lo sucedido a Pedro acontece cada vez
que “no se razona según Dios sino según los hombres”. Porque “pensar según el
mundo es dejar aparte a Dios. Por eso Jesús le dice unas palabras
particularmente duras: ‘¡Aléjate de mí, Satanás! Eres para mí piedra de
tropiezo’”[4].
Estorbamos a Dios –tengamos la jerarquía que tengásemos en la Iglesia- si
nuestra forma mentis es
antropocéntrica antes que teocéntrica. Mutación del orden de las predilecciones
de la que se sirve Lucifer, otrora y ahora, aunque prelados como Kasper o
Lehmann prefieran hablar de la
liquidación del diablo en su nouvelle théologie.
Insiste
Benedicto con el tema. “Pedro quiere un Mesías que realice las expectativas de
la gente”. “Expectativas demasiado humanas”, pero que “la respuesta de Jesús
echa por tierra, a la vez que lo invita a
convertirse y a seguirlo. ‘Ponte detrás de mí, Satanás, porque tus
pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres’ (Mc.VIII, 33). No me
señales tú el camino; yo tomo mi camino y tú debes ponerte detrás de mí” [5].
Y
una vez más se ocupará del espinoso punto, en esta ocasión acaso dándonos una
pista hermenéutica mayor. La actitud de Pedro, en aquella circunstancia
preternaturalmente intranquilizadora, “se trata todavía de una confesión
puramente judía, que interpreta a Jesús como un Mesías político, según las
ideas de la época[…].Una intervención a la que Jesús –como hiciera cuando
Satanás le ofreció el poder- responde con un brusco rechazo: ‘¡Quítate de mi
vista, Satanás!. Tú piensas como los hombres, no como Dios’” [6].
Capital
distinción la que nos deja planteada Benedicto XVI, entre un mesianismo
carnalista, al modo hebreo, y el verdadero mesianismo que trasciende la carne y
la sangre para aposentarse en el Espíritu. El primero facilita la acechanza
satánica. El segundo es vehiculo de la Salvación. Podríamos invertir los
términos y llegaríamos al mismo puerto comprensivo: cada vez que se piensa como
los hombres y como el mundo; que se intenta congraciarse y congratularse de lo
demasiado humano y mundano. Cada vez que a Dios se le pide comportamientos
carnales, no martiriales, el viejo y gastado tronco del fariseísmo gana su
tenebrosa batalla. La Iglesia se enferma, deducirá Castellani.
Si
nos vamos a las antiguas fuentes de la pedagogía cristiana, la comprensión substancial
del tema no varía. Para San Hilario, por ejemplo, el gesto de Pedro sólo fue
posible, por “el instinto de las mañas del diablo” que se aposentó en su
atribulado pecho. San Jerónimo, por su parte –que como todos exculpa a Pedro de
cualquier intención dolosa- sostiene que, a pesar de la rectitud de sus
intenciones, mereció la categórica reconvención del Señor. “porque la palabra
Satanás significa adversario o enemigo”, y en aquel difícil percance, el buen
apóstol se alineó en el campo enemigo y hostil a la misión redentora de Cristo.
El Crisóstomo escribirá que “Pedro perdió su estabilidad”, y Teófilo que no
conocía sino carnalmente lo que es humano. Sintetizando la incógnita Santo
Tomás nos explicará que Pedro dio escándalo con su ignorancia y su actitud
acorde, porque “Él llama escándalo para Él a todo discípulo que peca, como
decía San Pablo (Corintios 11): ‘¿quién es escandalizado sin que yo sufra’?” [7].
Cuidado entonces con aquella enemistad que puede empezar con las más
promisorias intenciones pero que fuera de cauce y de quicio- acaba prestando un
servicio al Enemigo por antonomasia.
Por
fin, si algún epítome transfigurado de belleza se busca del mistérico e
ilustrativo pasaje, allí está el Sermón
330 de San Agustín. Contemplemos su gráfico estrambote: “escuchasteis lo
que respondió el bienaventurado Pedro al Salvador, que le anunciaba su pasión
por nosotros y en cierto modo la prometía. El cautivo contradecía a su
redentor. ¿Qué haces, oh apóstol? ¿Cómo le contradices? ¿Cómo dices: Eso no
acontecerá? Entonces, ¿no ha de sufrir la pasión el Señor? La palabra de la
cruz es escándalo para ti; es necedad para los que se pierden. ¿Necesitas ser
redimido y contradices a quien va a pagar tu rescate? No quieras enseñar a tu
maestro; busca tu precio, salido de su costado. Escúchalo, más bien, tú cuando
te corrige; no quieras corregirlo a él; está fuera de lugar, es alterar el
orden. Escucha lo que le dice: ¡Aléjate
de mí! Como él lo dijo, yo lo repito; ni callaré las palabras del Señor ni
hago injuria al apóstol. Cristo el Señor dijo: ¡Aléjate de mí, Satanás! ¿Por qué Satanás? Porque quieres ir
delante de mí; pues, si vas detrás, me sigues; si me sigues, tomas tu cruz, y,
en vez de ser mi consejero, serás mi discípulo” [8].
La vigencia del drama
No
escapará a la acuidad del lector, que hemos comenzado considerando este
misterio de un Pedro llamado Satanás por Cristo, precisamente porque creemos
que la descorazonadora historia se está repitiendo hoy. Con Francisco como
protagonista y responsable del trance escandaloso,
usando el término en su sentido más apropiadamente teológico.
Dos
años largos corren ya de su pontificado y la crónica de la desolación acrece
día a día. A veces, sin hipérbole, hora tras hora de una misma jornada. Son
muchos los católicos autorizados y contritos –perplejos sino atónitos- que
llevan la crónica de sus desafueros doctrinales, de sus juicios erráticos, de
sus enseñanzas equívocas, de sus heterodoxias múltiples, de su predicación
heretizante, de su sincretismo extremo, de su irenismo atroz, de su liturgismo
horizontalista, de su ecumenismo nivelador, de su humildad sobreactuada. Sí;
también esto último. Porque es de suponer que de San Ignacio debió captar que
el primer grado de la humildad [9]
es el martirio causado por ir contracorriente del mundo, a causa de no querer
pecar. Y no llevarle un emparedado a un soldado de la Guardia Suiza, mientras
decenas de cámaras registran y publicitan el inusual episodio.
Son
muchos -e insistimos, ya no feligreses de a pie o rebeldes destemplados, sino
representantes de la mejor intelectualidad católica, del resto fiel de la
Jerarquía y de bautizados leales- los que no pueden salir del desconsuelo y del
asombro, y aún, en ocasiones, de la indignación, al constatar el pertinaz
desapego por la Verdad que manifiesta el Obispo de Roma. Sea que hable de Dios,
de cristología o de eclesiología; de los novísimos o de la gracia; del
judaísmo, de las religiones falsas y hasta de las sectas, de los consejos
prácticos para el buen vivir y aún de moral conyugal; de cuestiones
fundamentales y básicas de la familia, del vicio nefando de la sodomía; del
pecado en general, de los sacramentos, de la educación y de la vida religiosa.
Todo; absolutamente todo lo que roza, con una facundia sin pausas para el
silencio engendrador de la palabra luminosa, lo aborda dejándonos el regusto
amargo del yerro, o del límite con el dislate, o de la innovación confusa, o de
la disolución dogmática, o del contubernio con los enemigos de la Fe, o de la
insolvencia intelectual, o –digámoslo todo- de la insensatez y la herejía.
Puede
violentar esto último, y a nosotros mismos nos lacera escribirlo. Pero ocurre
que el 23 de mayo de 2015, la diócesis de Phoenix, en los Estados Unidos de
Norteamérica, convocó a una jornada de encuentro y oración con pastores de
grupúsculos evangélicos –de los mismos que Francisco no trepida en recibir
bendiciones con gestos de inclinación o de genuflexión plena- y a los escasos
minutos de hacer uso de la palabra sostiene que “le viene a la mente decir algo
que puede ser una insensatez o una herejía”. Y lo que dice, en efecto, mezcla
inarmónicamente ambas cosas. Compruébelo quien lo desee [10].
Pero
aunque nada de esto hubiera proferido, el sentido común reclama sus fueros para
preguntarse entre quebrantos: ¿qué hace entreverado con cismáticos de larga y
penosa data, ofreciéndoles unidad de sangre, juntura fraterna y unciones
reverentes, quien se supone que debería estar allí para convertirlos,
testimoniando la Fe Verdadera, fuera de la cual no hay salvación? ¿Cómo es
posible que, con acento urgido, les proponga la convivencia de credos,
confrontando dialécticamente a los teólogos con el Espíritu Santo, porque “si
esperamos que los teólogos se pongan de acuerdo, la unidad recién se va a
lograr al día siguiente del Juicio Final”? ¿No tiene acaso esta referencia
parusíaca un parafraseo paródico del ut
unum sint pronunciado por Nuestro Señor (Jn. 17,11-19)? ¿No confía él mismo
en teólogos como Kasper, a quien pondera de modo ostensible, sin reparar en que
no pocas de sus páginas están totalmente reñidas -esas sí- con los dones del
Espíritu Santo?
¿Cómo
es posible que indistinga a sabiendas a “evangélicos, ortodoxos, luteranos,
católicos, apostólicos”, como indistinguió a "Jesucristo, Mahoma, Jehová,
Alá [pues] estos son todos los nombres utilizados para describir un ente que
claramente es el mismo en todo el mundo”?[11]
¿Cómo es posible, al fin, que si constata
que le viene a la mente algo que puede ser insensatez o herejía, no sólo no
reprima o controle sus dichos en atención a su grave investidura, sino que no
ofrezca después la reparación de la ortodoxia y de la definición firmísima? Por
el contrario, y él mismo lo ha dicho, parecería disfrutar retratándose “medio
incosciente”, con una “inconsciencia que lleva a veces a ser temerario” [12].
¿No se da cuenta de que, cada vez que habla, tienen sus voces una resonancia
universal, por razones obvias y aún pese a sí mismo, y que no puede darle a sus
comentarios el tono de esas charlas de café, a las que aludía Ramón y Cajal? [13].
Ni
el mismo Sacramento de la Eucaristía lo detiene en su temeridad de hablar “lo
que le viene a la mente”, sin medir las consecuencias de cuanto dice. Nos lo
hacía notar uno de nuestros entrañables maestros mientras redactábamos estas
líneas. En el Angelus de domingo 7 de
junio de 2015, Festividad de Corpus Christi, sostuvo Francisco que “con este
gesto[el de tomar el pan y decir ‘esto es mi cuerpo’] Cristo le asigna al pan una función que no es más la de un
simple alimento físico sino la de hacer presente su Persona en medio de la
comunidad de los creyentes”. Si lo que cambia es la función; la función o potencia para la operación
pertenece a la categoría de accidente, no a la de substancia. Ergo, las
palabras de Cristo –y la de los sacerdotes que las repiten en tanto alter Christus- no obrarían un cambio de
substancia o transubstanciación, sino un cambio meramente accidental. Nada más
y nada menos que lo contrario de lo que enseñó la Iglesia durante veinte
siglos.
Para
mayor confusión agregó Francisco en la misma homilía de Corpus que “el Cristo
que nos nutre bajo las especies consagradas del pan y del vino, es el mismo que
nos viene al encuentro en los acontecimientos cotidianos; está en el pobre que
tiende la mano, está en el sufriente que implora ayuda, está en el hermano que
demanda nuestra disponibilidad y espera nuestra acogida”. No son homologables
estos modos de presencia real de Nuestro Señor –el sociológico y el
sacramental, digámoslo así- pues ninguno de aquellos modos, por valiosos que sean
y lo son, pueden parangonarse con la Eucaristía. Para comprender cuanto decimos
ni a Trento o a Nicea hay que remitirse, ni a ninguno de los autores
“restauracionistas” frente a los cuales, ya se sabe, Francisco ha manifestado
sus reticencias. Baste releer la Mysterium
fidei de Paulo VI.
Por
si no fuera ya demasiado abrumador el panorama descrito, el mundo acaba de
celebrar gozoso la aparición reciente de la Laudato
si, la carta encíclica de Francisco subtitulada sobre el cuidado de la casa común. El respeto intelectual y la
humana prudencia invitan a no despachar en un párrafo liviano lo que debería
ser objeto de cuidadoso análisis. Lo admitimos. Como admitimos también, de buen
grado, los aspectos lúcidos y veraces que el texto contiene y ofrece. Pero si
se nos permite un juicio en epítome, movido por la perentoriedad, el mismo no
puede sino ser altamente negativo y angustiante.
Porque
más allá de las jocosidades que el documento ha suscitado –al ocuparse de
cuestiones baladíes como el uso de los calefactores o el apagado de las luces
innecesarias-; más allá incluso de las obviedades presentadas como grandes
categorizaciones científicas, y de las concesiones múltiples a la semántica
gnóstica de las corrientes verdes
emparentadas con la New Age. Más allá del sincretismo desolador que recorre sus
páginas, todo indica que Francisco ha querido dar a conocer una especie de
neo-cosmogonía, que ya no es, por cierto, la de la tradición católica.
En
esta neo-cosmogonía la tierra resulta una madre cuasi deificada, frente a la
cual pecan los hombres que la destratan o descuidan. La expiación y la
redención de este pecado contra la tierra, exigen una conversión ecológica y un
salvador ecológico. El cual –entre otros dones- deberá tomar las formas de una
Autoridad Mundial, paterna, vigilante y correctora a la vez. Lo paródico vuelve
recurrentemente por sus fueros en el magisterio bergogliano. Y aterra, para ser
francos, hasta dónde puede avanzar este magisterio por el sendero de la
paráfrasis, el simulacro, la mascarada o el remedo. ¿Cómo no llorar de
desconsuelo y reír a la par de risa agitada y convulsa, al saber que la Iglesia
viene de ser diagnosticada por los papas precedentes como la barca que hace
agua por los cuatro costados o el lugar en que la cizaña parece prevalecer por
sobre el trigo; y ante semejante desenlace, que bien puede ser un inequívoco
signo parusíaco, el actual pontífice, en vez de preparar a los fieles para la
Segunda Venida, tenga por deber prioritario advertirlos sobre los riesgos del
calentamiento global o del reciclado del material plástico?
Se
necesitaría la pluma y el genio de Rubén Darío para reescribir Los motivos del lobo ante la Laudato si. Porque en rigor, más
incentivos al lobo que al buen pastor pueden proporcionar las páginas de esta
extraña e inquietante encíclica.
Como
lo anticipábamos antes, no conviene seguir con la crónica desgarradora de estos
males en los que Francisco nos envuelve y arrastra. Y no porque no se necesiten
cronistas de la crisis, o si se quiere, de la apostasía, sino porque parécenos
más importante que registrar la letra de este mal enorme, el desentrañar su
espíritu. Sólo así podremos abrigar la esperanza de hallar la salida.
Y
ese espíritu que informa tamaño desquicio es el que explicamos al principio. El
de un Pedro llamado Satanás, porque carece de una mirada sobrenatural de las
cosas, porque busca conformarse primero a los hombres y al mundo que a Dios,
porque lo mueve el sentimentalismo antes que la razón iluminada por la Fe,
porque prevalece en él el extravío judaico al que se rinde y le rinde
vasallaje; porque, en definitiva y por todo ello, se comporta como un estorbo y
un tropiezo para Jesucristo.
Los
argentinos tenemos además una involuntaria ventaja para sostener esta
desgarradora hipótesis sobre Francisco. Ventaja sin mérito alguno, que a veces
no atinan a valorar en su justa medida los observadores extranjeros, tomándonos
por exagerados. No nos viene de ningún talento especial esta ocasional y no
buscada perspicacia sobre la Iglesia y su actual pontífice, sino del simple
hecho de conocer al personaje al desnudo, de entrecasa y durante largo tiempo.
De conocerlo en su medio y en su real talante. Sólo para nosotros, por ejemplo,
cobra un patético y aterrador sentido verlo al Cardenal Bergoglio recibir en la
Santa Sede a la hez de la política y de farándula nativa. Y recibirlos a sus
integrantes, no como a pecadores públicos a los que se reconviene con caridad y
energía, sino como compinches de correrías pasadas, de amicales relaciones
presentes y de trabajos futuros en común. Sólo para nosotros ese desfile
impúdico de depravados vernáculos de todo jaez, nos llena el alma de una particular
amargura, nos solivianta e irrita de un modo particularmente concreto y vívido.
Porque ningún correctivo o pedido de enmienda hay para ellos, sino por el
contrario, las ternezas de un compañerismo que irrita y subleva; el plebeyismo
y hasta la vulgaridad en el trato, que han ganado triste carta de ciudadanía en
estos lares argentos, y ahora vemos exportado nada menos que a Roma.
Dicen
que en la tumba de Roberto Pecham un católico perseguido por Enrique VIII, se
puede leer este epitafio: “Aquí descansa Roberto Pecham, un inglés católico,
que, al separarse Inglaterra de su Iglesia, abandonó su patria, porque no podía
allí vivir sin fe; vino a Roma, y murió, porque no podía vivir aquí sin su
patria”. A los argentinos católicos, a partir del ascenso al Papado del
Cardenal Bergoglio, deberían escribirnos en nuestras lápidas, algo más o menos
similar: “Aquí descansa Fulano, un argentino católico que, al separarse
Argentina de la verdadera Iglesia que le dio el ser, abandonó su tierra, porque
no podía vivir sin patria; vino a Roma, y murió, porque no podía vivir aquí sin
su Fe”.
Agréguese
a lo dicho –esto es, a la particular percepción argentina de la crisis eclesial
que padecemos- la mitología urbana de la modestia del Cardenal Bergoglio,
alimentada de tal modo aquí, en Buenos Aires, y exportada ahora acullá, tras el
Atlántico, que aún en lo que la misma leyenda pudiera tener de cierto, el abuso
de la misma ya tiñe todo de sospecha y de caricatura. Nos resulta difícil no
asociar el punto a la escena tercera del Fausto
de Christopher Marlowe, cuando Mefistófeles se le hace presente al protagonista
central de la novela, y éste no acabando de creerle que se trata de un demonio,
le pide que se retire y que retorne vestido de franciscano, porque sería la
forma sagrada con que mejor podría el diablo ocultarse y manifestarse a la vez.
Todo, en suma, nos remite, una vez más, a la circunstancia de Cristo gritando
su inmortal ¡vade retro! a quien
entonces lo merecía.
¿Quo vadis Domine?
Pero
la historia de Pedro –bien lo sabemos- no acaba con un Cristo transido de
comprensible ira llamándolo demonio, ni con el gallo tempranero que atestigua
su deserción, ni con las debilidades de hombrón elemental, precipitado y bueno.
Acaba en el triple examen del amor aprobado con holgura; en la confesión plena
y categórica de que Jesús es el Dios Verdadero; en su Cátedra de la Unidad
erigida, precisamente, contra el diablo que ronda con voz rugiente buscando a
quien devorar (1 Pedro 5,8). Acaba con esas misivas iluminantes escritas a los
fieles del Ponto, Galacia Capadocia, Asia y Bitinia. Acaba con su pontificado
de largos y fecundos lustros. Acaba, al fin y para su gloria, con la santidad y
el martirio.
Una
noche del año 64 le volvió el miedo y sintió el humano horror ante la posibilidad
de que lo mataran. El mismo rechazo al sufrimiento y al suplicio que años atrás
lo había movido insensatamente a querer corregir la vocación del Mesías.
Decidido a fugarse, habrá puesto en la alforja algún mendrugo leve y comenzó su
huida, sobresaltado, por los pedregales de la Via Appia.
La
poesía –que desde Aristóteles sabemos que es más verdadera que la historia-
cuenta que en medio de la desbandada se le apareció Jesucristo, con una cruz
inmensa sobre uno de sus hombros. El diálogo del camino entre los dos ya es
parte sustantiva de nuestra catequesis. “-¿Adónde vas, Señor?; -Voy hacia Roma,
a hacerme crucificar de nuevo”.
El
óleo de Annibale Carracci, expuesto en la National Gallery de Londres, retrata
la legendaria escena mostrando un Cristo vigoroso y macizo, señalando con la
diestra la Roma hacia la que se encamina; pero nos permite ver a un Pedro que
se inclina y se ataja a la vez, con brazos y piernas, mientras en la mirada ya
está entera la decisión correcta que está pronto a tomar. A su vez, en la Capilla del Domine Quo Vadis, erigida en
la Via Appia Antica, se venera una losa con las huellas de dos pies. Serían los
del Señor, exactamente en el sitio en que se le plantó a su Vicario, para
recordarle que no hacía tanto, quien ahora se daba a la fuga, le había dicho:
“Tú eres Cristo, el Hijo del Dios Viviente”. Entonces, era la hora de imitarlo
también en el calvario. Lo entendió Pedro.
En
la cárcel Mamertina, a la que fue arrojado antes de la crucifixión, convirtió a
sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires ambos. Y después,
si se nos permite suponerlo de la mano de los Padres del Desierto, pudo haber
caído en un glorioso estado de hesicasmo.
Que significa (dicho de un modo simplista, perdónesenos) por un lado, una paz
interior profunda, fruto de la unión con Dios. Por otro lado el silencio y la
soledad de quien no necesita sino el Verbo y la Compañía de la Cruz. Y en tercer
lugar la quietud del movimiento hacia el Motor Inmóvil.
En
ese estado llegó al instante cumbre de la sangre vertida por el honor de Cristo
Rey. La parábola del rústico que fue llamado Satanás, se cerraba con el
pontífice mártir, transfigurado de Verdad, de Bien y de Belleza.
Quisiéramos
que así se cerrara también la parábola de Francisco. Y rezamos por él, como lo
pide; porque si su conversión no acontece, sucesos aún más desgarradores
sobrevendrán en la vida de la Iglesia. Habrá que prestar atención al terceto de
Castellani:
“¡La rutina dejad,
dejad las pullas,oíd las guerras y el rumor de guerra,
mirad del Anticristo
las patrullas!”
Rezamos
por Francisco; por cierto. Pero rezamos también por sus víctimas, que somos
todos nosotros: sencillamente los católicos a quienes la enseñanza y la
conducta del Pastor Universal arroja a la confusión, la ignorancia, el error y
la mentira. Y hasta con sofocante reiteración parece arrojarlos incluso a la
compatibilidad entre el catolicismo y la contranatura. Estamos pensando y
pesando cada palabra que decimos. Pero es que son los hechos –vueltos del
dominio público en los días que corren- los que nos obligan a expedirnos del
modo en que lo hacemos.
Lewis
tomó prestada una metáfora de David Lindsay sobre la torre de Babel para
componer una de sus novelas. La metáfora alude a los efectos mortíferos de
aquella atalaya ruin, como “la sombra de esa fuerza maligna”. Creemos
firmemente, y con la misma firmeza esperamos, que la luminosidad benigna de la
cúpula de San Pedro, disipe el eclipse que causó y sigue causando aquella torre
endiablada. Pero aquí y ahora, cuando los signos prevalentes en el paisaje
romano, son un rayo que causa estrépito en el cimborrio, y un cuervo que se
devora a una paloma[14], necesitamos de la oración profunda y constante
pidiendo la gracia de constatar que la promesa del Señor se cumple: que contra
la Piedra no podrán prevalecer las potencias abisales.
La
antología que sigue a continuación de estas líneas introductorias, probará con
dolor filial, que no puede ya callarse el inédito mal que hoy nos sacude, como
hijos y miembros de la Iglesia. Pero probará también, y eso deseamos de modo
expreso y enfático, que junto al dolor nos queda la esperanza. Esa que no puede
extirparnos ninguna peripecia humana, ningún naufragio, ningún viento
huracanado y homicida, ninguna sombra maligna ni centella tormentosa.
ANTONIO CAPONNETTO
NOTAS:
[1] Cfr. Horst Balz y
Gherard Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, Salamanca,
Sígueme, Biblioteca de Estudios Bíblicos,1998.
[2] Juan Straubinger, La
Santa Biblia, La Plata, Fundación Santa Ana, 2001, Mc.VIII,32 y Mt. XVI, 22.
[3] Isidro Gomá y Tomás,
El Evangelio explicado, Barcelona,Rafael Casulleras, 1949, vol.III, p. 51.
[4] Benedicto XVI, Angelus,Palacio
Pontificio de Castelgandolfo, Domingo 28 de agosto de 2011.
[5] Benedicto XVI, Los
apóstoles y los primeros discípulos de Cristo, Buenos Aires, Agape, 2009, p.
50-51.
[6]
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, Planeta, 2007, vol. I, p. 345.
[7] Santo Tomás, Catena
Aurea, San Mateo, XVI, 22-23 y Marcos VIII, 27-33.
[8] San Agustín,
Sermones, Madrid, BAC, 1985.
[9] San Ignacio de
Loyola, Ejercicios Espirituales, 164-168.
[13] Don Ramón y Cajal es
autor de un simpático libro llamado Charlas de café [hay varias ediciones, pero
tenemos a la vista la que sacó la famosa Colección Austral de Espasa Calpe,
hacia 1947], en el cual dice “El hombre que se dedica a la ciencia, al
laboratorio, no tiene necesidad de ser un cartujo […],y para ello, nada mejor
que relacionarse con toda clase de personas siendo asiduo de cafés, peñas y
casinos". No decimos con esto que el Papa debe ser necesariamente un
cartujo, pero sí que le cuadra más andar de vida recoleta y de espíritu
monástico, que parloteando como si estuviera en “cafés, peñas y casinos”.
Publicado
por: Flavio Infante
Nacionalismo Católico San Juan Bautista