La primera guerra extranjera que tuvo la
Argentina fue una derrota — aunque los vivachos argentinos la han convertido en
una "victoria contra la tiranía"; todos los días lo dicen por radio,
y yo vivo en la calle que conmemora esa derrota—victoria (¡como para
olvidarla!) —; y la segunda guerra
extranjera que tuvo fue una iniquidad y una estupidez. Después no tuvo más
guerras extranjeras, por suerte.
Este país, que no ha dado nada hermoso al
mundo, que está ahora ulcerado de ignominias, que traga ignominia y vergüenza
como si fuera agua, que no reacciona por ganar dinerillos —que después se los
quitan— al proceso de cretinización a que está sometida, me duele. Yo no tengo
más remedio que haber nacido aquí y salir no puedo, sin contar que he hecho un
voto a Dios de no salir; y la necesidad, la charlatanería y la sordidez son
como un baño de ácido sulfúrico en mi piel. Así que no tengo más remedio que
aislarme. Yo no sé cuánto voy a vivir todavía, pero el médico dice
"mucho"; según él, tengo malos nervios pero buenas arterias; de modo
que mi vida va a ser mala pero larga. La peor enfermedad que existe es la
vejez; pero es una enfermedad que todos desean.
Lo único que me sostiene es un encuentro que
tuve en el año..., bueno, hace muchos años; si fijo fecha van a pretender que
miento…
Estaba junto a una laguna “en el sur de
Buenos Aires”. En las costas del Salado: una laguna cubierta de juncos y
yuyales, que no sirve para pescar aunque hay muchos sábalos; que no sirve para
cazar aunque hay patos; no sirve para navegar; y no sirve para plantar arroz. Ni
para verla sirve.
A
mi lado estaba suelto mi caballo “Monstruo”. Relinchó. Había al lado otro
caballo blanco que un hombre vestido de tela sucia, botas finas y sombrero
negro traía de la rienda.
Era un caballo como en mi vida he visto:
parecía tener la fuerza de un frisón con la esbeltez de un árabe; tenía la crin
casi hasta los cascos, los ojos enormes parecían un poco maliciosos; un gesto
como de un hombre que ha visto cuanto hay que ver en el mundo y no se la pega
nadie. Le hablé al animal, sin darme cuenta de lo que hacía. “¡Oh flete! —le
dije— aquí no hay nada, ¿qué andás buscando?” El flete hizo una sonrisa con el
belfo. El hombre dijo:
—Entiende
pero no habla. Hablo yo por él.
Era un petisón medio viejón, barba gris; me
pareció haberlo visto en algún lado y más de una vez, pero más joven. Le dije:
—Discúlpeme
si le hablo sin que nos hayan presentado, pero estamos en el mediolcampo; ¿usté
no es por casualidad el que arregla los teléfonos en Buenos Aires? — Se rió y
dijo: —Otras cosas hay que arreglar primero —¿Y usté las va a arreglar? —Mi
caballo —dijo él—. Mi caballo vuela. Si acaso, las va a arreglar él. No sé si
podrá.
Los criollos son medio bromistas y hay
algunos locos.
—Me
voy a presentar: yo soy escritor o algo así, y me llamo Pablo Venancio Borges.
El viejo rió en su barba: —Yo acabo de decir
una mentira, ahí en el boliche del turco me preguntaron mi nombre y dije el
primero que me vino. Pero esto que le dije de mi caballo no es mentira del
todo, ¿eh, Rohanel? — El caballo estaba plantado con las delanteras abiertas,
oliendo el aire; el mío pastaba.
—Aquí —continuó el viejo— al otro lao, sobre
esa lomita del ombú, fue la batalla del Chainil contra los indios: Rosas los
arrojó a la laguna, simplemente. Aquí me cortaron la quijada de un lanzazo, por
eso llevo barba. También estuve con San Martín...
—¿Y con Juan de Garay? —le pregunté.
—Llegué tarde. Ya se habían repartido todos
los terrenos —respondió muy serio.
—¿No se llamará usted Rodrigo de Triana, por
un acaso? ¿Con Colón no anduvo?
—Aquellos españoles —continuó él— eran bravos
y bastante rudos; pero no era mala gente. Lástima los echaron demasiado pronto.
—Y fue San Martín el que los echó —le
retruqué.
—No crea, amigo. Mucho antes comenzó la cosa.
Cuándo, no se lo podré decir. Pero ahora ya eso es agua pasada, como la famosa
"Reconquista" contra los moros, que fue cosa grande. Yo conocí al Cid
Campeador. También a San Fernando Rey, que era así como yo más o menos de
alzada y bastante feo el pobre.
—¿Usted trabaja aquí, en el Reposo?
—Trabajé —dijo—. Tuve que salir a causa de la
malevosía de un comisario. Anduve con los indios un tiempo.
—¿Y ahora?
—No tengo ni una tapera —dijo—. No trabajo
más. Enseño a la gente a vivir bien. Y gano carreras.
—¿Enseña a la gente a vivir sin trabajar?
—Tengo cantares —rezongó—. El oficio más
excelente que hay en el mundo es hacer cantares; y el segundo, es cantarlos,
con tal que sean buenos. Y además, doy buen ejemplo. Jesucristo no hizo otra
cosa.
Sin darme cuenta me había puesto a discutir
con un loco, que era gracioso. Entonces sonó un tiro de escopeta y un verdadero
nubarrón de patos se alzó sobre el lugar y la laguna se pobló de gritos.
Solamente entonces me percaté del extremo silencio que nos había rodeado. Miré
mi matungo, que ni siquiera había oído el tiro; el otro caballo había
desaparecido.
—Dígame un cantar —le dije al hombre.
—Desde la madrugada ando haciendo uno; y
todavía no tengo más que cinco versos ...
—¡Uno antiguo!
—Aquí va:
“Almita, blanducha,
loquincha
traslúcida, trépida,
cálida
socia y sostén del
cuerpo
¿adónde irás hora
luego?
Desnudilla, tímida y
pálida
terminóse ya tu juego”.
—Éste lo hizo Martín Fierro —concluyó.
—No sea loco —le dije—. Eso lo hizo el
emperador Adriano Elio cuando estaba por morir:
“Animula, vagula, blandula
hospes comesque corporis
¿quae nunc abilis in loca?
Pallídula, rígida, núdula ...
Nec ut soles dabis jocos”.
Dicen
que el último verso es flojo. Ninguno hasta hoy ha podido traducirlo bien; y
los ingleses han hecho más de cien traducciones al inglés. Conozco uno de
memoria, de Lord Byron nada menos:
“Ah! gentle fleeting
wavering sprite
Friend and associate of this clay
To what unknown region borne
Will thou now wing thy distant flight?
No more, with wonted humour gay
But pallid, cheerless and forlorn...”
—Eso lo hizo Adriano, español del Sur nacido
en Itálica, o sea en Sevilla, el mayor emperador romano.
—Y bueno —dijo él—. Será.
—El mayor en cierto sentido. Tuvo los tres
vicios paganos: fue orgulloso, cruel y libertino.
—Y bueno —dijo él.
—¿Me va'a decir que usted también anduvo con
Elio Adriano?
—Mi caballo —dijo él, indicando a la derecha
con la barbilla.
—¿Dónde anda, a esta hora?
—Ya volverá —dijo—. Vuelve solo. Bueno: el
verso que andaba hoy haciendo dice así:
Salve, país del Plata y de la plata
Vanilocuo bastardo y botarate
Donde la carne y la gloria es barata
Mitre es un héroe, Mármol es un vate.
Salve, país donde la gloria en lata...
—Ese verso es flojo —le dije.
—Justamente —ripostó— por eso no pude seguir.
¿Qué consonante hay de plata?
—¡Mata! —le dije.
—Muy bien. ¿Mata verbo o mata sustancia?
—Los dos si a mano viene.
—Pero éste es mejor dejarlo para el final.
Pienso decir al final que el ombú no es un árbol, es una mata; pero se cree
árbol. Es el símbolo nacional de la Argentina. Es un yuyo megalómano —y miró al
ombú de la lejanía—. Se cree árbol y es mata.
—Sabe mucho usted para ser tropero. Se ve que
ha hecho de todo, hasta de mestrescuela, como todos nosotros. Pero ese cantar
que está haciendo es contra la patria.
—¿Y de áhi? ¿Qué estaba haciendo usted,
sentao en ese tronco cuando yo llegué? ¿No estaba maldiciendo la patria?
Me
espantó, porque realmente no sé cómo lo pudo saber. El caballo estaba otra vez
a su lado, y me miraba; y realmente tenía los ojos con malicia, un poco
tristones.
—Yo maldigo lo que Ellos llaman
"patria" —objeté— que está plagada de ignominia. Fíjese, me acaban de
echar de mi cátedra y otro empleíto que tenía, y que cumplía. ¿No es una
ignominia? Siete veces ya me han echado, que ellos llaman exonerado, y el
primero que me echó fue el arzobispo de Buenos Aires; y eso, por un antojo.
—Bah —dijo él—, ésa no es una ignominia
mayor. Más me han echao a mí; y del mundo me echarían si pudieran. Me han
corrido de todas partes, de la Escuela, del Trabajo y. de la Iglesia, como dijo
el emperador ese que su merced antes mentó. Pero yo corro más que ellos. Gano
todas las carreras. Diga que no juego por plata.
—¿Y usted cree que esto puede tener arreglo?
—Há'i tener —dijo con los ojos bajos, rayando
el suelo con una bota— há'i tener. Tiene que ver usté qué buena es la gente de
aquí en el fondo, cuando a uno lo entienden un poco. Malos deveras no debe
haber más que uno cada cinco o cada diez. Pero bueno del todo, la broma es que
no hay ninguno. Yo recorro todo el país, al tranco nomás, sin apuro, con este
caballo; que cuando él quiere y yo no quiero, vuela. En donde quiera encuentro
alguno que quiera vivir bien, le enseño a bien vivir, a veces solamente
haciéndole que sí con la cabeza. Ése há'i ser el remedio. Cuando haya muchos
que quieran vivir bien; claro que algunos van a tener que morir ...
—A mí me han muerto —musité—. Yo me doy por
muerto.
—Mejor —dijo él—. Así le voy a poder prestar
el caballo; que lo que es el suyo, no sirve. De no estar usted desesperao, no
se habría sentao aquí; y de no sentarse aquí, no se hubiera encontrao conmigo.
El poderoso silencio nos había envuelto de
nuevo: ni soplo de viento, ni una hoja. El tiempo estaba tapado de espesos
nubarrones. El animal blanco olía soplando la tormenta. Yo no sabía qué decir.
El viejo loco se me imponía.
—Pero ¿por qué? —balbucí—. Pero ¿cómo? ¿Y
entonces?
Me había puesto en turbación como un
fantasma, si era real o irreal el viejo, no lo sé, pero si no era real, yo
estaba más loco que él; porque patentemente lo veía a la luz espesa de la tarde
fulva leonada.
—Estos tiempos son demasiado para mí
—concluí—, ¿por qué tuve que nacer en este tiempo? — Y lo miré; el viejo estaba
montado en pelo y yo no lo había visto montar. Las riendas arrastraban por el
suelo y él estaba agarrado a la larga cuna; la cual partida pareja en dos
parecía en crenchas plumosas mismamente como dos alas. El viejo tardó en
contestar:
—Yo estuve —dijo— con Policarpo obispo de
Esmirna, que fue un escritor mediocre como vos... bien sabés, que ahora le
dicen San Policarpo cada 26 de enero, porque hizo un milagro o dos después de morir,
que en realidad lo mataron, pero mucho pior que a vos.
Cuando el obispo andaba por la calle, porque
caballo no tenía y auto mucho menos, y veía venir un grupo de gente, y
nianquesea un solo gente, salía disparando a los gritos diciendo: "¿Dios
mío, en qué tiempo me has hecho nacer?". Y era obispo. Yo no digo que no
sean malos estos tiempos, pero todos los tiempos han sido malos; y si éstos son
los piores, se aplica el refrán que dice: por lo más oscuro amanece; porque
todos los tiempos están a igual distancia de Dios. Porque tenés que ganarte la
vida haciendo copias a máquina con un solo dedo, ya te das por muerto y
condenado, y porque no te dejan acabar un libro y otro libro que publicaste
nadie le hizo caso, como si el mundo pudiera salvarse con libros, que ya hay
demasiao dellos. ¿Y Jesucristo qué hizo? Mesas y arados y después cantares a su
manera, a la manera de aquel tiempo. En este tiempo hay máquinas de hacer
versos, dicen, así que Jesucristo se ahorra el trabajo; yo los hago a mano.
Pero quería decirte esto: a vos en la escuela te enseñaron una punta de macanas
acerca deste país, las creíste —y a mí me pasó lo mesmo— y al llegar a la
madurez se te vino abajo el techo y hasta las paredes; así que ahora te das el
lujo de hacerte el desesperao y el crucificao. No es para tanto.
—Me vas a decir seguro que el hombre puede
vivir sin patria ...
—Patria provisoria tenemos ya basta los
hombres solos. Solos hay que andar en este tiempo si uno quiere andar mejor.
Cuesta al principio, pero se puede. Las langostas andan en mangas; pero el
pájaro cantor, solo. No
has conocido tu vocación, querías sacar premios literarios y andar con el
gaterío. Ahora ya sabés; y nunca es tarde. ¡Sé más feliz que yo! —y alzó la voz
hasta un grito en el gran silencio.
Sin talonear, el caballo dio un brinco hacia
la laguna. Di un grito, pero el caballo no se hundía.
Que me caiga muerto aquí mismo si miento,
pero mismamente parecía que volaba. Se perdieron atrás del ombú, y yo mirando a
ver si salían, en el cielo por un abra (o clarazón que le dicen) vi el lucero
de la tarde.
………………………………………………………………………………….
Cuando les conté todo esto con precaución a
dos vecinos, no tuve mayor éxito. Tengo que andar solo, porque la mayoría no
creen; y los que creen, a lo mejor creen demasiado.
Leonardo
Castellani: Patria Libre, Año I, N°8 (04/02/1964) Págs. 14-15
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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