San Juan Bautista

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miércoles, 26 de octubre de 2016

Armagedón - Antonio Caponnetto


  Amigos: hace unos meses, Federico Mihura Seeber dio a conocer su inquietante y significativa obra: "Noticias de ayer, de hoy y de mañana". La misma lleva en la tapa una ilustración de Patricio Marenco, en la que vuelve a regalarnos con su arte católico y argentino. Sobre la base de la lectura del libro de Federico, teniendo a la vista el dibujo de Patricio, que adjunto, y  dolorido por la virtual apostasía eclesial que estamos presenciando, perpetré estos versitos y los comparto, en señal de esperanza:

ººººººººº



Armagedón
  

A los caídos en la batalla de Lutter am Barenberge, para aplastar la herejía luterana
  

No sabemos el día, la hora o el espacio,

nos resulta escondida la fecha y el paisaje,

pero habrá una batalla, un asalto postrero,

que será a Tu servicio, lidiando en Tu homenaje.




No sabemos tampoco si las armas del duelo

brotarán de la esquirla, del fuego,de los hierros.

Donde retumben cascos de Tu galope iremos,

nos lleves a una orilla o al filo de los cerros.




Estarás de regreso, cumpliendo Tu palabra,

en la diestra un estoque purificado en llantos

de justos, de leales, del rebaño pequeño,

y a grupas de sus potros te escoltarán los santos.




Te veremos, Señor, como no te hemos visto,

tal cual profetizaste con el son de un plañido,

el lábaro flameando, las mesnadas pujantes,

el campamento en vela sobre el Monte Megido.




Los de Gog y Magog  probarán su artería

fundida en las tinieblas, crepitantes de averno,

entonces el celaje se partirá de un tajo

y bajarás ecuestre, arrollador y eterno.




¿Dónde irán los traidores de la Cruz y la Sangre,

adónde los perjuros de la recta doctrina,

qué refugio de sombras, de negrura y de abismos

hospedará al indigno de la silla petrina?




Confirma nuestra Fe, para no defraudarte,

las aguas bautismales confírmanos al alba,

revalida en nosotros la fuerza de los héroes,

tu espaldarazo danos, Señor, porque nos salva.




El temblor se disipa, sabiendo que acaudillas

un ejército invicto transfigurado en  grey,

con vivac en el cielo, la gracia por vanguardia

la muerte derrotada, vivando a Cristo Rey.





Antonio Caponnetto




Nacionalismo Católico San Juan Bautista

domingo, 23 de octubre de 2016

La Mariconización de la neo-iglesia (Repost)



     Nota de NCSJB: El siguiente fragmento pertenece a un artículo de Steve Woods, publicado en Dads.org con el título “Family Synod lasting harm” con el cual disentimos en la mayoría de sus conclusiones; sin embargo, rescatamos un fragmento que nos parece contundente respecto a los efectos de la “mariconización de la neo-iglesia”.
 Traducción: Augusto TorchSon


     No puedo recordar donde me encontré con esta pregunta sobre la Guerra Civil, porqué los soldados de la Guerra Civil no retrocedían en la batalla cuando les tocaba enfrentar a los cañones cargados con municiones antipersonales con muchísimas bolitas de acero?” A menudo me preguntaba cómo los hombres se mantenían marchando hacia adelante para enfrentar una muerte casi segura y haciendo que despedacen sus cuerpos sin piedad. Seguramente tenían un  valor y una valentía poco comunes. Sin embargo, ¿Había otro movimiento dinámico impulsándolos a enfrentar una tan horrible muerte?


     Los soldados de la Guerra Civil marcharon a la batalla en unidades compuestas por hombres pertenecientes a sus propios pueblos natales y estados. Si un hombre retrocedía en batalla, su cobardía implicaba que no podía volver a casa como un hombre. Su reputación estaba en juego. La gran mayoría de los soldados que enfrentaban la munición de los cañones, preferían perder la vida en lugar de perder su virilidad.


     Muchos líderes de la Iglesia Católica necesitan desesperadamente aprender una lección de los soldados de la Guerra Civil. Los hombres tienen un profundo instinto divinamente incrustado de preservar su masculinidad y por lo que rechazan los ambientes feministas y pro-homosexuales.


     Leon Podles en su importante libro, La Iglesia Impotente: La feminización del cristianismo, afirma:

  Si la feminización de la Iglesia continúa, los hombres empezarán a buscar su sustento espiritual fuera de las iglesias, en las religiones falsas o inadecuadas, con consecuencias muy perjudiciales para la iglesia y la sociedad.

     Los intentos actuales en las distintas denominaciones cristianas por normalizar la homosexualidad, más que cualquier otra cosa, convencerán a los hombres heterosexuales que a la religión es mejor mantenerla a una gran distancia.
 
     Las iglesias católicas que cultivan un ambiente gay (Arquidiócesis con servicios a Gays y Lesbianas, coros gay, charlas de tolerancia hacia homosexuales en las escuelas) alejarán a los hombres heterosexuales. El miedo al afeminamiento es una de las mayores motivaciones en hombres que a veces prefieren morir a parecer afeminados.


     Millones de esposas católicas se preguntan por qué sus maridos no quieren ir a Misa con ellas. Del mismo modo, miles de brillantes y hermosas jóvenes se preguntan en voz alta: ¿Dónde están los jóvenes católicos con los cuales unirse en matrimonio?” Me temo que es el final para muchos de esos buenos hombres, debido a la afeminada atmósfera imperante en la Iglesia católica contemporánea. El homosexualizado ambiente eclesiástico contemporáneo es el penúltimo nivel de feminización, y es nauseabundo para el olfato de los hombres normales.





Agradecemos a nuestra amiga Empera Sol por acercarnos el artículo.



Nacionalismo Católico San Juan Bautista


jueves, 20 de octubre de 2016

Optimismo o esperanza (Recycled) - Por Augusto TorchSon


Nota de NCSJB: El siguiente artículo es una adaptación a circunstancias actuales, a uno ya publicado hace un par de años.


  Ante las situaciones terriblemente difíciles que se viven en la Iglesia sumida en una apostasía casi absoluta; la familia que dejó de ser la célula básica de nuestras sociedades para pasar a ser agentes instructores de las perversiones impuestas “culturalmente” por el globalismo mediático masónico; nuestras patrias agonizando por los ataques a sus excelsos valores fundacionales; y el mundo entero que parece a punto de estallar; no termina de sorprendernos seguir escuchando que tenemos que ser optimistas. Lo peor del caso es que éste planteo se predica hasta como un “imperativo religioso”. También se pretende que al ser cristianos jugamos del “lado ganador”, por lo que no tenemos que preocuparnos ya que las cosas necesariamente se van a arreglar, y que debemos pensar que, así como los asfixiantes problemas mundiales, las difíciles situaciones particulares van a tener un feliz término si confiamos adecuadamente, o rezamos lo suficiente. Cabe aclarar entonces que nos referimos a la pretensión de soluciones puramente contingentes y mundanas.


  Estas predisposiciones tan arraigadas en el catolicismo moderno, o más bien modernista, tienen su causa en el inmanentismo en el que se nos educó en las últimas décadas. Y así este optimismo que se autodenomina cristiano, no se apoya en la realidad y la lógica sucesión de los acontecimientos, sino en la ilusa pretensión de dejar a Dios las tareas que les corresponden a los hombres, o supone que Él suspenda las mismas leyes de la naturaleza para estas situaciones que nosotros consideramos justas y por lo tanto dignas de la intervención divina.


  Olvidado entonces el realismo tomista para ser reemplazado por el sentimentalismo carismático que tiene raíces indudablemente protestantes, (en tiempos en los que se homenajea a Lutero en el Vaticano); no resulta extraño que ante el fracaso de tan humanas expectativas, puestas ya no en la Providencia Divina sino en mundanos deseos; se pueda llegar hasta al abandono de la fe por considerar que está se asienta en un dios que nos falló, y en casos más extremos, hasta llevar a una desesperación que puede incluso terminar en suicidio.


  Y es que si la Gracia supone la naturaleza, no resulta lógico que todas las situaciones terrenas se resuelvan con intervenciones extraordinarias de Dios (como sería el caso de los milagros), sin dejar lugar a la práctica de las virtudes a la hora de enfrentar la lucha cotidiana, la cual el cristiano está obligado a realizar para conseguir la eterna recompensa. De esta forma, muchas veces creemos que sólo con nuestras oraciones y buenas intenciones, torceremos el rumbo natural de los acontecimientos y hasta doblegaremos la voluntad del malvado (se llame éste Bergoglio, Obama, Ban Ki Moon o Rockefeller). Todo esto lo decimos sin negar de ninguna manera la eficacia de las oraciones que tienen que ser siempre el principio de toda acción, y cuando ésta última no sea posible, hasta el único recurso, poniendo siempre en manos de Dios el destino final de cualquier situación.


  Esta pérdida de objetividad nos lleva a reemplazar la esperanza por este optimismo basado exclusivamente en una consideración subjetiva de lo que creemos que debería suceder. La esperanza también conlleva un deseo, pero no pierde de vista la realidad objetiva, para así brindarnos las herramientas necesarias para enfrentarla adecuadamente. Mucho más peso tiene la esperanza, si nos referimos a la misma como virtud teologal, ya que de este modo, ponemos nuestros deseos en la correcta perspectiva al buscar un destino trascendente, relegando los deseos inmanentes a un segundo plano. Así dice el Catecismo N° 1817: “La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”.


  Entonces, si entendemos que tenemos que aspirar, antes que cualquier otra cosa, a nuestra salvación eterna, bien supremo por excelencia, dejaremos de lado la búsqueda desesperada de “las añadiduras” para concentrarnos en la que realmente importa: la búsqueda del Reino (Mt. 6,33). Por eso, advertimos en la postura de los eternos optimistas, que no se pide y espera lo que más nos convenga confiando en la Voluntad Divina , sino que se quiere sujetar la voluntad de Dios a los propios deseos, sin dejar lugar a Su Providencia. Y más que resultados concretos, hoy es imprescindible pedir el auxilio de la Gracia para que el Espíritu Santo nos fortalezca en las virtudes necesarias para no desfallecer en la batalla.


  El Nuevo Orden Mundial judaico imperante en el mundo (hoy de hecho y próximamente de pleno derecho), está imponiendo el laicismo masónico, el materialismo tanto marxista como capitalista, el relativismo moral, y hasta el abandono del orden natural para reemplazarlo por el desorden convencional; todos basados en expectativas puramente mundanas a conseguirse por medio de la diosa Democracia. Y en éstas circunstancias, recuerdo las palabras de un viejo y santo cura que nos decía que al presenciar tantos desastres naturales, sociales, políticos y hasta eclesiásticos; mucho se alegraba puesto que eso era un claro signo de que había que levantar las cabezas pues nuestra redención estaba pronta, según lo profetizado por Nuestro Señor (Mt.21,28), y por consiguiente el cumplimiento de la súplica que realizamos en el Padrenuestro cuando decimos: “Venga a nosotros tu Reino”.


  Quienes siguen pensando que todavía se puede conseguir una victoria global sobre el enemigo, no sólo ponen sus expectativas en logros que exceden enormemente sus posibilidades, sino que además, los distraen del combate que realmente tienen a su disposición, que es el que se lleva a cabo defendiendo la Verdad y viviendo en Ella. Y al final de cuentas, a pesar de que se nos acusa de conformarnos con el “pájaro en mano, antes que los cien volando” , aunque resulte paradójico, nos embarcamos en una empresa mucho más laboriosa y humanamente peligrosa pero realizable; que los que se empeñan en la voluntarista expectativa en pro de un “mundo feliz”, preparándose para la lluvia de fuego con sombrillas multicolores mientras insisten que “siempre que llovió paró”.
  



Augusto




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sábado, 15 de octubre de 2016

Conociendo a Lutero, el Monje Maldito (Repost) - Por el Padre Alfredo Saenz


  Nota de NCSJB: Ante la escandalosa presentación de Bergoglio de una estatua de Lutero en el Vaticano, recordamos una publicación realizada en éste espacio hace un par de año, para tener la perspectiva adecuada respecto a una de las personas que más daño causó a la Iglesia Católica en toda su historia y hoy es homenajeado en el Vaticano apóstata.
  


  Lutero pasó casi las tres últimas décadas de su vida lanzando, a través de sus escritos, cartas y charlas familiares, maldiciones, ultrajes, maldiciones morales y doctrinales a veces falsas, otras exageradas contra la Iglesia y el Papa, contra todos los obispos, contra todos los monjes, monjas y sacerdotes, contra todos los que él denominaba papistas, asnos papales, seguidores del anticristo y de la prostituta babilónica. Para ello recurrió a todas las expresiones alemanas y latinas que tienen que ver con la defecación y las grandes partes del cuerpo que la producen. Señala el P.García Villoslada que no conoce en toda la historia un desbordamiento tan atroz y persistente de odio contra una institución que le había amamantado y le había dado lo mejor que podía darle: la Biblia, los Sacramentos, la Tradición Apostólica, el símbolo de la fe, las oraciones de la liturgia.


  Se podría pensar que hacia el fin de su vida sus diatribas amainarían. Pero no fue así. En sus sermones pronunciados en Wittemberg en 1546 se las agarró contra la razón: “es la ramera mayor del diablo; por naturaleza y por la manera de ser es una ramera nociva, una prostituta, la ramera designada para Diablo, una ramera carcomida por la roña y por la lepra, que debiera ser aplastada y destruirla (…) Tiradle fango a la cara para afearla. Está y debería estar ahogada por el bautismo. Merecería la miserable ser desterrada a la parte más maloliente de la casa, a los retretes.” Asimismo siguió insultando a los teólogos de Lovania, burros, malditos puercos, panzas de blasfemadores, charcos putrefactos, y a los de Soborna, Sinagoga del demonio, la más abominable prostituta intelectual que hay bajo el sol.


  Tampoco ahorró dicterios contra la Iglesia Católica …No es para él sino “la prostituta del diablo”. Lo mismo se diga del Papa: “Es un asno tan grosero que no puede ni siquiera aprender la distinción entre palabras de Dios y doctrina humana. Las estima por igual” Tal fue su lenguaje habitual.

  Su última predicación fue el 15 de febrero de 1546 tres día antes de morir. Empezó citando a las palabras de Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los pequeñuelos…”  ¿Quiénes eran esos sabios y prudentes? El Papa, los papistas y todos los herejes. ¿Quiénes los pequeñuelos? Él y los suyos. Según García Villoslada el odio teológico al papado fue la mayor potencia motriz que puso en actividad sus facultades y lo que sostuvo y alargó su vida hasta el fin.

  …(Escribió) un panfleto furioso …poco antes de morir. Contra el papado de Roma,  fundado por el diablo, es su titulo. …Los cardenales y toda la gentuza de la Curia son hombres por delante y mujeres por atrás”, porque “toda la Iglesia del papa es una Iglesia de putas y de hermafroditas”. El papa mismo es “un loco furioso, un falsificador de la historia, un mentiroso, un profanador, un tirano del emperador, de los reyes del universo entero, un estafador, un bribón, un expoliador de los bienes eclesiásticos y seculares; pero ¿quién podría enumerar todos esos crímenes?” Para calificarlos recurre a toda la gama de la zoología: cerdo, burro, rey de los asnos, perro, dragón, cocodrilo, larva, bestia etc. Más adelante hace que el Papa le diga al demonio: “Ven Satán, si tu poseyeras otros mundos además de este, yo querría poseerlos a todos y no solamente adorarte, sino lamerte el trasero.” En cuanto a los actos pontificios están todos “sellados con la mierda del Diablo, y escritos con los pedos del asno-papa”. Encara luego al Papa en persona: “!Ah, si yo fuese el Emperador, haría atar de dos a todos esos granujas impíos: cardenales y chusma papal. Los haría llevar a tres millas de Roma, hacia Ostia. Allí se encuentra una extensión de agua llamada mar Tirreno, baño perfectamente recomendado contra la peste, los daños y los crímenes de la santidad del papa, de los cardenales y de toda la Santa Sede. Yo los sumergiría y los bañaría como corresponde. Y sí, como sucede ordinariamente con los posesos y los locos, se muestran temerosos del agua, les colgaría del cuello, para mayor seguridad, la Piedra sobre la cual están fundados con su Iglesia. Allí juntaría las llaves que les sirven para atar y desatar todo lo que está en el cielo y sobre la tierra, para que puedan dominar en el agua según su voluntad. Y añadiría además una cruz pastoral y una cachiporra, para que golpeen el agua en el rostro hasta que el hocico y la nariz le sangren”


P.ALFREDO SAENZ – “La Nave y las Tempestades”: La Reforma Protestante. Editorial Gladius 2005. Pags. 235 al 240 (extractos)



Nacionalismo Católico San Juan Bautista

jueves, 13 de octubre de 2016

Entrevista al Dr. Antonio Caponnetto con ocasión de su libro "Independecia y Nacionalismo" por Javier Navazcués Perez


Entrevista al Dr. Antonio Caponnetto con ocasión de su reciente libro: "Independencia y Nacionalismo"


Estimados amigos:

  El periodista Javier Navascués Pérez, de actuación marcadamente católica y mariana en medios barceloneses, y en distintas emisoras españolas y europeas, ha tenido la generosidad de hacerme una entrevista con motivo de la aparición de mi último libro: Independencia y Nacionalismo (Buenos Aires, Katejón, 2016). 

  La entrevista se hizo originalmente para el sitio “Adelante la Fe”   (http://adelantelafe.com/), pero dada la extensión, dicho blog, al que mucho apreciamos, tomó la decisión de publicarla fragmentariamente, autorizándonos a hacerla circular en forma íntegra, para aquellos a quienes el tema pudiera interesarles.

  Nuestra gratitud a Javier Navascués y a los responsables de “Adelante la Fe”.

Antonio Caponnetto



-Javier Nacascués Pérez: Por lo que sabemos, frente al Bicentenario de la Independencia, o de las independencias americanas, usted se ubica en un lugar equidistante. ¿Cuál sería ese lugar?

-Antonio Caponnetto: Estoy en contra de los que celebran con alborozo la Independencia porque disfrutan con la desmembración del Imperio Hispano Católico; y estoy en contra, a la par, de los que nos acusan de traidores o de felones, como si aquella desmembración hubiera sido causada primero por nosotros, y como si entre los mejores de los nuestros no hubieran existido claros exponentes del fidelismo, del arraigo y de la conservación del inmenso patrimonio cristiano y español heredado.


-Pero ¿cómo se hace para sostener la tesis del arraigo y del fidelismo cuando era generalizado el afán de emanciparse, de tener gobiernos propios y de librar guerras por estos ideales?

A.C.: ¿Cómo se hace? Distinguiendo. Una cosa es la “independencia” de los ideólogos masones y liberales; otra la autonomía gubernativa conservando las formas monárquicas, las grandes unidades geopolíticas americanas y la prosapia cultural de tres siglos gloriosos de evangelización española. Una cosa es la emancipación –concepto netamente kantiano, iluminista y rousseauniano- y otra cosa es la autodeterminación fruto del legítimo ejercicio del ius resistendi a la tiranía. Una cosa es un ejército como el sanmartiniano, que castiga la blasfemia y nombra a la Virgen del Carmen su Generala, repartiendo escapularios a la tropa; y otra cosa son las hordas rapaces de libertarios, conducidas por impíos, que no dejaron sacrilegio por cometer, sobre todo en el tradicional ambiente norteño de nuestro país. Una cosa, al fin, es querer tener bandera con los colores de la Inmaculada Concepción, y otra fabricarse un himno, al lado del cual, La Marsellesa parece el Oriamendi.


-Pero usted convendrá conmigo, en que más allá de las distinciones –que le admito- se impusieron los ideólogos del descastamiento...

A.C.: No sólo lo admito, lo deploro y condeno. Y denuncio además la doble imposición que padecimos y padecemos de ese mal. Porque se trató de una imposición política pero también historiográfica. Nos hicieron creer que la única historia existente –los únicos hechos registrables- eran los que llevaban el signo maldito de los descastados. Pero cuidado; porque el descastamiento no revistaba solamente en ciertas filas americanas o en testas criollas. El llamado con error “bando realista” tuvo sus exponentes repudiables, en la península y en el territorio de ultramar. Manifestaciones repudiables tanto teóricas como prácticas, tanto en  hechos e ideas como en personajes. No somos fabricantes ni compradores de leyendas, sean negras o rosas. “La verdad: sol duro pero claro”, decía Maurras. Y nos gusta el sol dando de pleno en la cara; además de Maurras, claro.


-Por lo que usted nos comenta, entonces, se cumplió también en este caso aquello de que “Dios ayuda a los malos...” Pero, ¿por qué habla del erróneamente llamado bando realista?

A.C.: El éxito no es criterio de verdad, se sabe desde Aristóteles. Que hayan ganado los malos no prueba que tuvieran razón, ni mucho menos que su triunfo nos conforme o beneficie a los hispanoamericanos. Se cumplió más o menos la simpática coplita que me recuerda. Y de rondón retomo algo de una pregunta suya precedente. No era “generalizado” ese afán de emanciparse. El pueblo simple, de misa y olla, no lo deseaba. A nadie le importaba el sapere aude de Kant, y no escasean los testimonios de hispanistas ilustres, como Ramiro de Maeztu, Eugenio Vegas Latapié o José María Pemán, que han dejado asentado en solventes ensayos esta aquiescencia popular criolla hacia la noble matriz española. Tampoco eran más los ideólogos que los genuinos libertadores, ni había multitudes rugientes en las plazas mayas o julias pidiendo saber de qué se trataba aquello. Dios no ayudó a los más. Es un aristócrata, diría Castellani. El demonio metió la cola, que es “la especialidad de la casa”. De la casa del diablo, quiero decir.


-Pero lo de los realistas que le comentaba...

Ya voy a eso, perdone la disgresión previa. En cuanto a realistas eran casi todos o todos los que pugnaban entre sí. No diré fernandinos o proborbones –que los hubo y sobre todo entre los liberales vernáculos más exaltados- pero sí favorables a mantener un sistema monárquico. La diferencia mayor era otra: o se respetaba o se conculcaba el principio de intangibilidad americana; ese privilegio americano de pertenecer al monarca legítimo, y no a cualquier sustituto colocado por un déspota o devenido en marioneta del Clan Bonaparte.

Nuestra pertenencia era a la potestad regia castellana, no a los mercaderes de Cádiz, los pescadores de León, o a las arbitrariedades de un dipsómano instalado por el complot inicuo de los renegados de España. O se respetaba o se conculcaba ese pacto de vasallaje recíproco. Ahí está la diferencia sustancial de los bandos en pugna. Pero la triste realidad es que, al momento de la independencia, había más defensores de las aspas de Borgoña en estas tierras argentinas y menos sepultureros del gorro frigio en España.
 No se ha tenido aún suficientemente en cuenta la significativa paradoja de que los más intransigentes defensores de la obediencia Fernando VII, aquí, en América, no eran contrarrevolucionarios que abrevaban en las tradiciones escolásticas. Eran masones perseguidores mortales (en sentido estricto) de los católicos; y eran agentes ingleses. El ejemplo más patético es el de Bernardino Rivadavia. Y no es un ejemplo de detalle, puesto que llegó a ocupar los puestos más encumbrados del Estado, ¡la presidencia misma de la República!


-Pacto antiguo y medieval, aclara usted; ¿para diferenciarlo de otros pactismos, verdad? Me parece entender mejor ahora porqué afirman estar -usted y los suyos- entre dos fuegos. ¿Cómo sería más específicamente ese cruce de disparos?

A.C.: Sí; he aclarado esos de los pactos, porque lo que me faltaba era ser tenido por sospechoso de adherir a ese “hombre nefasto”, como llamó José Antonio a Rousseau en el Discurso Fundacional de Falange, o de adherir sin retaceos al granadino Francisco Suárez. Un fuego absurdo e irritativo es el que disparan, por un lado, quienes creen que nacimos hace 200 años. Pero el otro, no menos erróneo e incluso avieso, es que toma la fecha de nuestra independencia como certificado de defunción de la patria. Si yo fuera psicoanalista (¡las cosas que hay que conjeturar para hacerse entender!), diría que a unos los mueve la libido dominandi y a otros el instinto tanático. No conviene explicar la historia con pulsiones instintivas, sino más bien con categorías teológicas. Y aclaro que esto lo dice alguien tan poco clerical como Niesztche.


- La verdad es que no me lo imagino psicoanalista, tampoco obispo; pero ya que mentó la cuestión, ¿cuál o cuáles serían esas categorías teológicas que estarían faltando para la comprensión de este drama independentista, que así veo también que lo llama en alguna parte?

A.C.: En un libro anterior a éste, he tratado de probar que el oficio del historiador es analogable al del liturgo. Por lo menos, el oficio del católico puesto a historiar. El historiador, como el liturgo, por ejemplo, debe comprender que el cielo irrumpe en la tierra, que hay una vinculación fontal entre los visibilia e invisibilia Dei. El historiador, como el liturgo, debe inteligir el sentido  del leiton ergon, de la obra, función o ministerio público proyectada al servicio del bien común. Hay muy buenos consejos al respecto; de San Vicente Ferrer, de San Alberto Magno o del Cardenal Newman. Aplicado esto al tema que nos ocupa, diré y digo que hay un modo sacramental de entender nuestro pasado. Nuestras tierras tienen su bautismo, su confirmación, su primera eucaristía, sus contricciones, y están necesitadas con urgencia de la Unción de los Enfermos.


-Perdone, pero ¿en dónde se ha explayado sobre este criterio? Le confieso que me inquieta...

A.C.: En un libro titulado “Poesía e historia: una significativa vinculación”, que lleva más de quince años andando. Desde esta categorización teológica de la historia, sostengo, por ejemplo, que no es la Independencia “oficial” la que nos inaugura como patria, sino el bautismo que recibimos el 12 de octubre de 1492, y más específicamente el 1 de abril de 1520, fecha de la primera celebración eucarística en el territorio argentino. La independencia antagónica a la emancipación y al desarraigo; la independencia de los hombres fieles a la Tradición; que haya sido derrotada o pisoteada, no anula la gracia recibida en esos sacramentos. Nuestro drama es que la emancipación se impuso por sobre el doloroso y legítimo acto independentista. Y como fue una derrota tanto política como historiográfica, según ya se lo he dicho, en vez de hacernos celebrar sacramentos nos imponen efemérides laicas y masónicas. ¡Ay de esos pueblos!, dice Pieper en su libro “Una teoría de la fiesta”, a los que les cambian los festejos sacros por otros mundanos o impíos.


-Vale la pena entender e incorporar estas categorías teológicas, ya veo. Tal vez sean un poco inusuales y disonantes a los oídos vulgares.

-A.C.: Vale la pena entender e incorporar la filosofía y la teología de la historia, que no son inventos míos. Yo no he descubierto el Mediterráneo. Pero se necesita, por cierto, un sensus fidei y sobre todo, como distingue Pascal, un reemplazo del espíritu de geometría por el esprit de finesse. Fíjese que me he enterado de un sujeto –que adhiere al tradicionalismo- según el cual la Primera Misa; esto es, la primera patencia de Cristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad en estas tierras argentinas, no tiene para él ningún sentido. Y hasta cree hilvanar una ironía, diciendo que si Cataluña se independizara de España, entonces una misa podría “fundarla”. Como si nuestra bendita Primera Misa, en los albores del siglo XVI, hubiese sido un grito de rebeldía separatista o un acto revolucionario de cuño marxistoide. Por querer pasarse de sarcástico incurrió en blasfemia. Ahí tiene un espíritu geométrico, por no decir canibalesco, incapaz de toda sutileza. Lo grave es que si tamaña carencia hermenéutica tienen los “nuestros”, ¿qué le puedo pedir a los enemigos?


-¿Hay alguna otra categoría o concepto teológico que nos pudiera ayudar a comprender su posición en este complicado tema?

A.C.: Siempre me llamó la atención un texto de Santo Tomás –está en la cuestión 76 de la primera parte de la Suma- en la que el Aquinate enseña que el alma está presente entera en todo el cuerpo y en cada parte del cuerpo, pero no del mismo modo, sino del modo aquel que conviene al ser y a la acción de cada parte. El alma católica e hispana se mantuvo en el cuerpo de la americanidad según la totalidad de sus energías y fuerzas y según conviniera a su ser y a su obrar. Porque era aquello –las Españas- una sola alma y un solo cuerpo. Es cierto que no faltaron desalmados, de un lado y del otro del Atlántico; y que los mismos terminaron quedándose con el triunfo. Pero no puede decirse sin faltar gravemente a la justicia, que todo y todos en nuestra independencia fue obra de desalmados. También sería faltar a la justicia que los españoles no vieran la viga inmensa en el ojo propio que les cupo en este penoso proceso de disolución.


-Sí; sí; nadie ignora que en todo esto hay culpas y responsabilidades compartidas. No podemos conservar un maniqueísmo simplón. Pero más allá de los legítimos enfoques sobrenaturales que usted hace, ¿no considera la posibilidad de causas más terrenas o demasiado humanas, como la injerencia británica?

A.C.: Claro que sí; y expresamente me refiero a ellas. Hace muy bien en bajarme a la tierra. Yo en esto prefiero pecar de conspirativista que de ingenuo, aunque bien sé que la tesis del complot se usa muchas veces de comodín cuando no se quieren encontrar explicaciones más complejas. Pero si nos atenemos al ejemplo singular que usted me pone, allí se ve otra vez, con claridad, que las dicotomías de los manuales no ayudan a entender lo sucedido. Hay una gran cantidad de documentos, privados y públicos, que muestran la enemistad entre San Martín y los ingleses, o que prueban el modo heroico con que Cornelio de Saavedra combatió a los britanos, antes y después del famoso 25 de Mayo de 1810. Y esto por mencionarle a dos exponentes famosos del “bando criollo” o independentista. Paralelamente, hay otra documentación del mismo calibre que prueba la ominosa connivencia del borbonato con ingleses y franceses. En “El equipaje del Rey José”, Benito Pérez Galdós dice sin ambages que en aquella desdichada España “los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro”.


-Pero no se puede negar la presencia de agentes británicos entre los llamados independentistas.

A.C.: ¡Claro que no! Pero lo que me preocupa, y en realidad me irrita, es que no se tenga en cuenta que la denuncia y el repudio de esta injerencia británica fue desde siempre uno de los ejes de la llamada escuela revisionista o nacionalista. Aquí nadie quiso ocultar nada al respecto. Lo mismo sucede cuando se trae a colación el asesinato de Liniers o la heterodoxia del llamado clero revolucionario. Fuimos nosotros, salieron de nuestras filas, los repudiadores de estos episodios y de estos personajes. ¿De qué leyenda rosa me hablan?


-¿Usted quiere decir que no han ignorado la existencia de los llamados planes para humillar a España?

A.C.: Eso mismo. Hay incluso entre estos autores revisionistas-nacionalistas un estudioso como Federico Rivanera Carlés (con quien tengo mis discrepancias, nobleza obliga), que ha abordado un tema muy poco conocido, como el de las rebeliones contra España ya en la primera mitad del siglo XVII, cuando gobernaban los Austrias. Esas rebeliones contra la unidad del Imperio estuvieron manejadas por la marranía, y por eso se han convertido en un tema tabú. No sé de autores españoles que hayan abordado este punto. Todos suelen quejarse de que se socavó la autoridad de un tirano como Fernando VII. Pero sobre los intentos judaicos de acabar con la España Católica de los Austrias no veo mucho material procedente de los españoles anti-independentistas americanos.


-Está fuera de duda el amor y la gratitud que le profesa a España; y no hablo sólo de su caso personal sino de la corriente de pensamiento que usted expresa, pero me parece importante establecer algunas precisiones. ¿Cómo se definiría entonces la patria y porqué ese concepto –el de una patria independiente- no entra en contradicción con la fidelidad a España?

A.C.: En la cosmovisión pagana, la patria es exclusivamente la terra patrum, la tierra de los padres, el alrededor geográfico heredado de los antepasados. La cosmovisión cristiana no anula este concepto, pero lo ordena a otro superior que permite desdeñar el mero carnalismo, o la tentación de la carnalización. En perspectiva cristiana, la patria es un don de Dios y subsiste en Él. Es un todo donado por Cristo y para Cristo que Dios Padre quiere llevar a su plenitud, como enseña Alberto Caturelli. Por lo tanto nosotros –hablo en plural deliberadamente- tenemos este don de Dios que se nos ha dado, llamado La Argentina; este don que el Señor nos dá para que seamos capaces de cultivarlo y de guardarlo, tal como leemos en el libro inicial del Génesis. Y el primerísimo bien que tenemos que cultivar y que guardar en esta tierra donada, es el patrimonio recibido en herencia de la terra patrum. Pero a su vez, ese patrimonio incuestionable de la terra patrum no es un gobierno, un monarca, una dinastía o un costumbrismo. Es un espíritu, un alma. Es la Hispanidad.  Y antes de que me pregunte me anticipo a decirle que la Hispanidad es una rama viva de la Cristiandad.


-¿La Independencia que usted concibe y defiende no anula la Hispanidad, qué sería el núcleo de lo que acaba de decirnos?

A.C.: En parte es al revés. Si yo puedo defender una independencia que no expulsa a la Hispanidad sino que la supone como condición sine qua non, es porque esa Independencia y esos independentistas existieron. Aunque fueron derrotados, insisto. Y los triunfadores nos inventaron una patria en la cual no queda ni la terra patrum ni el don de Dios. Queda ese “lodo, lodo, lodo”, que repetía el precitado Padre Castellani.

Bien entendidas las cosas, Hispanidad e Independencia se suponen necesariamente la una a la otra. Por eso llamo a la Independencia un acto legítimo pero doloroso. Lo primero en tanto ese acto revistió las formas de la clásica resistencia contra una tiranía que pone en riesgo la existencia misma de la sociedad política. Lo segundo; esto es lo doloroso, porque nunca es grato tener que llegar al límite de poner en práctica el ius resistendi.

Pero entiéndase que nuestra noción de patria y nuestra práctica del patriotismo no declama sólo una hispanofilia. Obliga a una hispanofiliación, como decían Goyeneche y Anzoátegui. Aquí son dos los errores simétricos que hay que evitar. Uno, el de concebir ese don patrio sin lo esencial de la terra patrum que es la Hispanidad. El otro, reducir la Hispanidad a un carnalismo en cualquiera de sus variantes, desde el racial hasta el de un linaje en particular. Si en lo primero tenemos muchos pechos vernáculos para golpear gritando mea culpa; en lo segundo, hay pechos españoles que deberían llevarse, por lo menos, algunos dedos índices acusatorios.


-Me quedé pensando en la independencia como dolor...

A.C.: Muchos se quedaron pensando en ello. El poeta Leopoldo Marechal le canta a la patria como “un dolor que se lleva en el costado sin palabra ni grito”. Hay en la historia personal y en la historia general de la humanidad muchos dolores que fueron germinativos y que a juzgar después por sus frutos eran dolores inevitables unos, necesarios los otros, permitidos por Dios, en suma.


-Le hablaba antes de la necesidad de establecer algunas precisiones. La de la patria quedó zanjada, pero ¿qué pasa con el concepto de nación, y de su derivación natural, el polémico tema del nacionalismo?

A.C.: En cuestiones que se han prestado y se prestan a tanta oscuridad, no veo otro modo de ser claro que ser simplote y básico. El punto de partida es la Cristiandad, y el modo peculiarísimo en que ella nos accede a nosotros, los americanos, que es mediante la Hispanidad. La Iglesia tiene promesas de vida eterna, la Cristiandad lamentablemente no. Es, o fue, un modelo de organización política, en el sentido amplísimo de la palabra, que supo resumir León XIII diciendo que en ella el Evangelio informaba la filosofía de las sociedades. Desaparecida la Cristiandad, queda el deber y el derecho de anhelar su instauración en el lugar de nacimiento de cada uno de nosotros. Ese lugar de nacimiento es la nación o natus. Y ese programa o anhelo de instauración de Cristo en las naciones no es otro que el sintetizado por San Pío X, o el definido por Pío XI en la Quas Primas. Programa o anhelo que supieron enunciar de otro modo, pero con no menos vigor, pontífices como Juan Pablo II y Benedicto XVI.


-¿Qué sería entonces el Nacionalismo?

A.C.: El querer instaurar en Cristo todas las cosas de nuestra nación; ese abrir de par en par las puertas a Cristo a todos y a cada uno de los ámbitos de la vida social, para que Cristo señoree sobre ella, para que sea factible la soberanía o principalía social de Nuestro Señor. Como se verá, este Nacionalismo reclama de modo indisoluble ser calificado y sustantivizado como católico. Y no tiene ni quiere tener nada que ver con separatismos, regionalismos, segregacionismos, cismas, revoluciones francesas o invocados principios de las nacionalidades.


-Es difícil de entender esto en Europa, pero también en la Argentina, donde hay nacionalistas que no adoptan esta cosmovisión católica como columna vertebral

A.C.: Yo creo que esta dificultad comprensiva podría disiparse si hubiera un poco más de buena fe y alguna lectura nueva o vieja repasada. Hablo en principio para los españoles o europeos en general. Pío XI, por ejemplo, descalificó en su momento en la Ubi arcano Dei, a lo que llamó un “nacionalismo inmoderado”. ¿De dónde brota esa inmoderación? Precisamente de la matriz revolucionaria moderna que desliga a la nación de la Cristiandad y sustituye el Derecho de Gentes por el Derecho Nuevo. No es nuestra postura. La condenamos.

Un autor como Joseph Delos, en su obra “El problema de la civilización”, gana en sensatez cuando retrata un “Nacionalismo de Civilización”, amparado en el supuesto despertar de las conciencias nacionales que sería un fenómeno equivalente al despertar de los derechos individuales del hombre y del ciudadano. Retórica iluminista pura, en las antípodas de nuestro pensamiento. Para quienes puedan comprender el guiño localista, rápidamente asociarán esto de Delos a lo que dice Sarmiento. Nosotros, claro, no seríamos el “nacionalismo de civilización” sino el de la barbarie. Esto es, el del respeto a las tradiciones hispanocatólicas.


-Más allá de estas distinciones sobre el Nacionalismo, la independencia, en la práctica, ¿no suponía necesariamente disgregar a América en naciones individuales convertidas en repúblicas democráticas?

A.C.: No; necesariamente no. Que eso haya sido buscado por los ideólogos del liberalismo y de la masonería bajo la siniestra tutela británica, es un hecho. Y trágicamente se impuso. Pero también es un hecho –aunque sus propulsores hayan sido vencidos- que los genuinos independentistas hablaban de Nación Americana, no de Estados Nacionales. En el mismo Congreso de Tucumán que declaró nuestra independencia se hace referencia a las Provincias Unidas de América del Sur, no a tal o cual país por separado. San Martín le dice a Echavarría en carta del 1 de abril de 1819: “mi país es toda América”. Era el sentir de los libertadores. Pero ganaron los emancipadores, ya quedó dicho. Nociones como las de Imperio o Patria Grande quedaron abolidas. Entonces se impusieron las republiquetas.


-¿Esa victoria podría explicar, entre otras cosas, no sólo la disgregación de las “naciones” sino la imposición de la democracia como sistema políticamente correcto?

A.C.: Daré dos ejemplos que permiten deducir lo que se me pregunta. Uno lo ha advertido con maestría Enrique Díaz Araujo. Estudiando la propuesta monárquica, cristiana e hispanocriolla trazada por San Martín en Punchauca, en 1821, su biógrafo oficial, liberal y masón, Bartolomé Mitre, llega a la conclusión de que San Martín “cayó como Libertador” en el preciso momento en que desconoce una supuesta ley inexorable de la historia, según la cual, “el progreso político no admite sino las formas democráticas y republicanas de gobierno”. La demencia mitrista quedó consagrada y estampada. Independencia y democracia eran lo mismo. Patria y Democracia eran lo mismo; y todo el que se opusiera quedaba al margen de la “civilización” (¡otra vez!) y del progreso. Este pensamiento hizo escuela; yo diría que es hoy Política de Estado.


-¿Y el segundo ejemplo que mencionaba?

A.C.: Lo encontré para mi consuelo leyendo el largo y enjundioso estudio preliminar que le hace Eugenio Vegas Latapié a la obra de Marius Andre: “El fin del imperio español en América”. Allí, el notable hispanista, analiza el mal ingénito del sufragio universal, la perversión connatural del sistema democrático, la inmoralidad intrínseca del régimen de votaciones mayoritarias. Y concluye que fue la adopción de este mal horrendo como lo políticamente correcto, lo que condujo a América, una vez independizada, a su desgajamiento físico y espiritual. Y tiene razón.


-A esta altura de nuestro diálogo, y teniendo en cuenta estos factores que han ido apareciendo en el transcurso del mismo, ¿no cree usted que sería prudente condicionar un poco la valoración del concepto de independencia?

A.C.: He intentado hacerlo. Por lo pronto, diciendo que la independencia, como la libertad no son bienes absolutos, ni fines per se. Independizarse de Dios, de la Verdad, de la Iglesia; como ser libres para delinquir, apostatar o blasfemar, no son fines apetecibles ni plausibles. Nosotros, los argentinos, tenemos el caso de regiones que integraban nuestro territorio. O al revés, si se prefiere: integrábamos el territorio nuestro con otros, y fueron segregados violentamente, de un modo artificial, con clara y aviesa injerencia extranjera. Lo que quedaba de la Patria Vieja o Patria Grande devino aún en individualidades separadas, enfrentadas, rivales. Un absurdo. Pero en todo esto hay una paradoja o una contradicción de parte de quienes impugnan nuestra independencia.


¿Cuál sería?

A.C.: La paradoja o contradicción es que se convierta la dependencia o la obediencia en un valor absoluto. Cuando miradas las cosas con rectitud doctrinal, hay casos en los que corresponde desobedecer, rebelarse, desacatar o independizar el propio juicio o la propia conducta de una autoridad devenida en tiránica o en mala.

Le hablaré con crudeza. La mayoría de los sectores que critican nuestra desobediencia independentista a Fernando VII pertenecen a esa clase de fieles que se sintieron moralmente obligados a desobedecer al Papa, al Concilio Vaticano II y al grueso de las directivas de la Roma Conciliar. No los critico. Digamos que los pondero. Pero ¿cómo es esto? ¿Se puede uno independizar de un Papa para salvar la fe católica amenazada y conservarla íntegra, y no cabe la posibilidad de independizarse de un monarca canalla y de una dinastía purulenta, para salvar la integridad del patrimonio hispánico heredado?


¿Qué balance hace de 200 años de Independencia?

A.C.: Difícil pregunta; para mí al menos. Hay que tener cuidado, por lo pronto, de no caer en la falacia aquella que confunde correlación con causalidad. Esto es, no todo lo que sucede después de un hecho es efecto de ese hecho. Muchos males que hoy padecemos son la consecuencia directa de la prevalencia de esa emancipación kantiana, rousseauniana, iluminista, masónica, etc, etc. Sin duda. Otros males no, en cambio; son de adquisición propia; pura responsabilidad o culpabilidad nuestra.

También hay que evitar la otra falacia o argucia de la llamada historia contrafáctica. ¿Qué hubiera pasado si...tal cosa o tal otra? Pues sencillamente no lo sabemos. La historia es historia de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, mucho menos de lo que nos hubiera gustado que fuese. Pero para quienes amamos profundamente a España, como se ama a una madre, verla en el actual estado de descomposición al que ha llegado, no nos alimenta mucho la esperanza de que nuestra suerte hubiera sido mucho mejor sin la independencia. 

Todavía nos lastima aquella obscenidad pronunciada por Alfonso Guerra en 1982, y según la cual: “vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. No debió permitirse que se llegara tan lejos. Pero la tragedia descripta en este exabrupto no es sólo patrimonio de España o de Europa. Es la llamada civilización cristiana la que está amenazada de muerte. Principalmente por causa del proceso de heretización y de apostasía que se vive hoy en la Iglesia.


¿Ve alguna esperanza en medio de esta tragedia, como la ha llamado?

A.C.: Siempre veo esperanza. No verla sería incurrir en el pecado de la desesperación o de la presunción. La esperanza existe y es posible, asida fuertemente a ella, intentar –para parafrasear lo indigno y volverlo digno- recuperar ese rostro que sea reconocible y amable para la madre que nos dio a luz. En estos días (el 8 de octubre en el ABC, para ser exactos), Juan Manuel de Prada, hizo el elogio de la conducta de los colombianos, que no aceptaron la tramposa paz con la guerrilla homicida. Déjeme que le lea textualmente uno de estos párrafos, precisamente por el carácter esperanzador que encierra: “Todavía enorgullece llevar sangre española en las venas, aunque el pueblo español, antaño tan valeroso ante las agresiones de sus enemigos, se haya convertido en una papilla amorfa y bardaje. Pero en América, allá donde la sangre de españolas venas se fundió con la sangre nativa para fundar la raza más hermosa, allá donde nuestra lengua se hizo dulce y fecunda, todavía queda dignidad[...].Ojalá esa dignidad vuelva algún día –¡mediante gozosa transfusión de sangre!– a su desnaturalizada madre”

Lo que está reconociendo con una hidalguía inusual el señor De Prada, es que aquí en América, todavía quedan restos o vestigios o simientes de esa grandeza antigua y venerable que recibimos hace cinco siglos. Más aún: nos está pidiendo una transfusión de sangre, que en este caso, no sería sino una devolución o restitución de la sangre heredada. Es lo que dice nuestro poeta Vocos: “Yo sé que en todas partes hay semillas/de tus claros varones aguardando/ surcos de gestación en maravillas”.

Esto es lo que me da esperanza. Y a fe mía, que no me parece escaso motivo.




Nacionalismo Católico San Juan Bautista


miércoles, 12 de octubre de 2016

La evangelización española de América - Ramiro de Maetzu


Todo un pueblo en misión


     Toda España es misionera en el siglo XVI. Toda ella parece llena del espíritu que expresa Santiago el Menor cuando dice al final de su epístola que: “El que hiciera a un pecador convertirse del error de su camino, salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (V.20). Lo mismo los reyes, que los prelados, que los soldados, todos los españoles del siglo XVI parecen misioneros. En cambio, durante el siglo XVI y XVII no hay misioneros protestantes. Y es que no podía haberlos. Si uno cree que la Justificación se debe exclusivamente a los méritos de Nuestro Señor, ya poco o nada es lo que tiene que hacer el misionero; su sacrificio carece de eficacia.


     La España del siglo XVI, al contrario, concibe la religión como un combate, en que la victoria depende de su esfuerzo. Santa Teresa habla como soldado. Se imagina la religión como una fortaleza en que los teólogos y sacerdotes son los capitanes, mientras que ella y sus monjitas de San José les ayudan con sus oraciones y escribe versos como éstos:

"Todos los que militáis
debajo de ésta bandera,
ya no durmáis, ya no durmáis
que no hay paz sobre la tierra"


     Parece que un ímpetu militar sacude a nuestra monjita de la cabeza a los pies...


     La Compañía de Jesús, como las demás Órdenes, se había fundado para la mayor gloria de Dios y también para el perfeccionamiento individual... San Ignacio había enviado  a San Francisco a las Indias, cuando todavía no había recibido sino verbalmente la aprobación del Papa para su Compañía. ... si no iba él era porque como general de la Compañía tenía que quedar en Roma, en la sede central; pero al hombre que más quería y respetaba, le mandaba a la obra misionera de las Indias. ¡Tan esencial era la obra misionera para los españoles!


     El propio padre Vitoria, dominico español, el maestro directa o indirectamente, de los teólogos españoles de Trento, enemigo de la guerra como era y amigo de los indios, que de ninguna manera admitía que se les pudiese conquistar para obligarles a aceptar la fe, dice que en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún concepto, “tanto si reciben como si no reciben la fe”; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la predicación del Evangelio, “los españoles, después de razonarlo bien, para evitar escándalo y la brega, pueden predicarlo, a pesar de los mismo, y ponerse al a obra e conversión de dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio”. Es decir, el hombre más pacífico que ha producido el mundo, el creador del derecho internacional, máximo iniciador, en último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran nuestras Leyes de Indias, legitima la misma guerra cuando no hay otro medio de abrir el camino a la verdad.


     Por eso puede decirse que toda España es misionera en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo; acaso hubiera convenido dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, d tal suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física del mundo, al descubrirse las rutas marítimas de Oriente y Occidente; en Trento se había confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos los hombres podían salvarse, ésta era la íntima convicción que nos llenaba el alma. No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros mismo; había que llevar la buena nueva a todos los rincones.



Ramiro de Maetzu – En defensa de la Hispanidad – Editorial Poblet – Bs.As. 1952 – Págs. 117-120.



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