lunes, 14 de noviembre de 2016

José Antonio Primo de Rivera: Aportes para el debate sobre la legitimidad o la ilegitimidad de insertarse en el sistema democrático – Antonio Caponnetto



  
I.-La apelación a los personajes prestigiosos


No ha habido ocasión en la que se debatiera la actitud del católico ante la teoría y la praxis democrática, en que los defensores de la inserción en el Régimen no blandieran –como máximo trofeo a sus argumentaciones- los ejemplos de aquellas figuras arquetípicas que se presentaron como electores y como candidatos del sistema, o que resultaron agraciados por el favor de los votos. Cada figura ejemplar ungida como postulante o como funcionario de algún democrático proceso, se les antoja la prueba inconcusa de la legitimidad del mismo, y de la conveniencia de abocarse sin tanto escrúpulo a las faenas propias del liberalismo.


El criterio, no obstante, es moral e intelectualmente endeble. La verdad o el error de una doctrina no queda probada con un argumento ad hominem. Cuando ya no se discute sobre la cosa en sí (ad rem) sino sobre la persona (ad personam) vinculada a esa cosa, sea para agraviarla o exaltarla, estamos ante el típico sofisma de cambio de asunto.


Del juicio positivo o negativo que recaiga sobre un sujeto, no se sigue la benevolencia o la malicia de la doctrina que él sustente o del hecho que él protagonice. Y si hay personalismos injuriosos, que intentan probar –injuriando a la persona- las ideas o los sucesos que lo tuvieron por actor, hay personalismos prestigiosos, que intentan probar lo contrario, alabando las condiciones personales del protagonista. Como ad hominem hace alusión al hombre, cada vez que el aludido resulte admirable en un sector determinado, se pretenderá producir necesariamente una adhesión a todas sus decisiones e ideas. Se olvida que, así como una verdad, la diga quien la dijere, procede del Espíritu; un error, lo cometa quien lo cometiere, procede de la confusión. En esto, como en todo aquello que reclame delimitación y precisión milimétrica, de poco sirven las generalizaciones indiscriminadas. Conviene siempre analizar caso por caso, antes de arribar a un corolario final.


Pero es preciso no engañarse con la falacia conocida técnicamente como argumentum ad verecundiam; esto es dirigido al respeto o a la dignidad. Puesto que mediante tal falacia, la refutación de un discurso pierde toda base lógica para afirmarse exclusivamente en la autoridad moral de quien opina o hace lo contrario. Es una variante más del recurso a la autoridad. Encontrada la autoridad indiscutida de quien piensa de modo opuesto a nosotros, somos nosotros los que quedamos automáticamente descalificados, sin importar ya el análisis objetivo y racional del tema en cuestión. Ante el recurso a la autoridad, las pruebas científicas a favor o en contra de una doctrina o de una conducta desaparecen. Se sustituyen por las alabanzas implícitas o explícitas al sujeto tomado como punto de referencia. Si A afirma B; y A goza de un prestigio o de una credibilidad mayor de quien lo contradice, luego B es cierto.


Aunque muy extendido y muy frecuente en el terreno que nos ocupa, este modo de argüir no puede ser tenido por correcto. Así como la existencia de un sinfín de reyes malandras no prueba la ilegitimidad de la monarquía; o como la decadencia del patriciado no demuestra el sinsentido de la aristocracia, la existencia de personas ilustres ocupando cargos mediante procesos democráticos, no prueba la legitimidad de la democracia. Concretamente y para especificar: si José Antonio Primo de Rivera fue diputado, el régimen parlamentario no queda libre de culpa y cargo, el partidocratismo electoralero no resulta redimido, el sufragio universal no se constituye en un recurso infalible.


Pero hay una trampa extra en este recurso a la autoridad. Porque se pretende enfatizar en estas figuras prestigiosas aspectos puramente subalternos, adjetivos y circunstanciales, prefiriendo el protagonismo de lo accidental por encima de sus grandes gestos y trascendentales destinos. Lo anecdótico y mudable –aquello que ocupa el papel de un mero fenómeno en sus biografías- se convierte de accesorio en principal y hegemónico. Se piense lo que se quiera de Adolfo Hitler, ¿su importancia política radica en que, hacia 1920, tenía el carnet de afiliación nº 3680 al Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo? ¿Mussolini pasó a la historia como diputado, ocupando una de las 35 bancas ganadoras en las elecciones de 1921? ¿Pavelic es famoso por su condición de parlamentario en el régimen yugoslavo? ¿A Petain se lo recuerda por el procedimiento electivo con que llegó a presidir el Consejo de Francia? Los mártires de Cristo Rey, García Moreno en Ecuador, Idiarte Borda en Uruguay o Monseñor Tiso en Eslovaquia, ¿merecen los altares o al menos nuestra veneración, por las múltiples leguleyerías de las convenciones electorales que supieron sortear con éxito? ¿A alguien le parece relevante el mecanismo jurídico con el que resultó designado Oliveira Salazar? ¿De veras puede afirmar alguno que el inmenso José Antonio ganó el cielo por asalto y se convirtió en nuestro arquetipo de la Hispanidad cuando se presentó como candidato a diputado?


Lo que queremos decir es que de estos hombres singulares, además se podrá predicar que se presentaron a elecciones y las ganaron o perdieron, según los años y las campañas. Además se podrá recordar en sus trayectorias que resultaron elegidos o catapultados a la vida pública por mecanismos más o menos democráticos, más o menos ajustados a derecho. Además se podrá considerar en ellos las estrategias regiminosas para acceder al poder. Pero lo capital de sus enseñanzas y de sus respectivos legados no tiene absolutamente nada que ver con la democracia. Sus testimonios no prestan un servicio a quienes optan por insertarse en el sistema como quehacer político ordinario, sino a quienes valoran la lucha, la batalla, la guerra justa, la resistencia heroica y el derramamiento martirial de la propia sangre. No son modelos de contemporización con las estructuras liberales, sino de pugna activa y frontal contra las mismas. No nos dejan un mensaje de reconciliación con el demoliberalismo, sino de opugnación vigorosa.


Prueba lo que decimos, el hecho cierto de que demócratas y liberales no han perdonado a ninguno de ellos por su temporaria condición de ungidos por el demos. Precisamente porque han advertido que no fue eso lo esencial de sus respectivas actuaciones. Fases transitorias, tal vez, pero no puntos de llegada. Todos estos hombres prestigiosos que suelen ponérsenos por delante para que valoremos las posibilidades políticas que ofrece el liberalismo son, en rigor, la prueba de su honda crisis, como lo ha percibido agudamente José Larraz. La prueba de que el gobierno de un Estado no es cuestión de aritmética, ni la barbarie preferible a la aristocracia, ni el igualitarismo a la jerarquía, ni la superstición parlamentaria al sentido unitivo del mando, ni el señuelo de los sufragios al clarín de la victoria armada, ni la demagogia populista al estadio religioso de la vida espiritual. La prueba, al fin, de que la democracia no es una tierra de promisión sino un lodazal artero.


¿Acaso la vida cristianísima, el gobierno sapiencial y la muerte gloriosa de García Moreno, Idiarte Borda o Monseñor Tiso son blasones de la democracia? ¿Guarda alguna relación con la legitimidad de la misma, la sangre generosa que derramaron por la Realeza Social de Jesucristo en sus respectivas patrias? ¿Acaso, instimos, no fueron demócratas, liberales y masones, los artífices de las conjuras y posteriores crímenes que acabaron con las vidas de estos hombres excepcionales?


Por razones fáciles de comprender, entre nosotros –y nos referimos específicamente al ambiente del hispanismo americano y argentino- del conjunto de estos hombres prestigiosos utilizados como señuelos para justificar el ingreso al sistema, el que se menciona casi como una muletilla obligada es el de José Antonio Primo de Rivera. No hay aprendiz de candidato a una banca o a un puesto que no invoque engoladamente que lo hace a imitación del legendario jefe de Falange. No pudiendo imitar su vuelo poético, ni su capacidad de sacrificio, ni su señorío natural, ni sus múltiples cualidades para la lid, ni su inteligencia luminosa ni su muerte amanecida de luceros, optan por parecérsele en la condición de diputado. Nos recuerdan a aquellos que empiezan por ser tomistas, no rumiando humildemente las obras del Aquinate sino ensanchando los contornos de su vientre. O a aquellos otros que creyeron emular al caudillo Facundo Quiroga dejándose crecer las patillas.


Confesamos nuestro estupor ante este este caso particular de recurso a la autoridad. Porque creemos conocer un poco la doctrina joseantoniana, y en ella –aunque no es el Denzinger ni el Syllabus– abundan las expresiones notables, rotundamente descalificatorias, contra el sufragio universal, la soberanía del pueblo, los partidos políticos, las elecciones masivas, el parlamentarismo, el derecho liberal y la perversión democrática. Abundan las ironías sobre su propia condición de candidato “sin fe y sin respeto”, y sus muchas aclaraciones sobre la defensa de la memoria de su padre como móvil principal del camino parlamentario que circunstancialmente eligió.


“El ser rotas es el más noble destino de todas las urnas”, dijo el 29 de octubre de 1933. “Hay que acabar con los partidos políticos” –repitió el 7 de diciembre de 1933- “porque un Estado verdadero, como el que quiere Falange Española, no estará asentado sobre la falsedad de los partidos políticos, ni sobre el parlamento que ellos engendran”. “Los partidos están llenos de inmundicia”, redondeó el 4 de marzo de 1934. “La Falange relegará con sus fuerzas las actas de escrutinio al último lugar del menosprecio”, aclaró el 2 de febrero de 1936. “El sistema democrático es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías”, y “el sufragio, la farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal” (29 de octubre de 1933). “Ya es hora de acabar con la idolatría electoral. La verdad es verdad aunque tenga cien votos, y la mentira es mentira aunque tenga cien millones” (4 de julio de 1935).


Con innúmeras citas podríamos glosar su pensamiento en la materia. Desde la teoría del antipartido hasta su opción por el movimientismo; o desde el desaire a Rousseau hasta su elogio a Felipe II. Desde su furia contra el cotorreo parlamentarista hasta su dialéctica de los puños y de las pistolas en resguardo de la patria ultrajada. Todo en José Antonio rezuma rechazo genuino y varonil contra la democracia. Ese talante tan suyo, con el que dijo desde la Comedia el 29 de octubre de 1933: “¡votad lo que os parezca…no me importa nada!”. Y los inicuos servidores de la democracia, un 20 de noviembre de 1936, se amontonaron para asesinarle. Murió por la España Eterna, no por un escaño en el parlamento. No molestaba a los rojos porque pudiera candidatearse a Presidente, sino porque alistaba a las almas en pos de una Cruzada combativa y regeneradora.


Los candidatos a diputados o a lo que fuere, que lo invocan aquí, en nuestro desdichado país, para justificar sus heterodoxias, deberían empezar por leer los discursos del fundador de Falange. Y a continuación, emular su capacidad de combate hasta ofrendar la vida por Dios y por la Patria. Es fácil ser joseantoniano participando de una campaña electoral. Mejor vendría emular al testigo cristiano de Alicante, peleando en las calles, y cayendo palma al cielo, al grito inclaudicable de ¡Arriba España!




II.-Las apropiaciones indebidas de la figura de José Antonio
  


El primer modo de la apropiación de la figura de José Antonio consiste en decir que es un arquetipo de político católico, y sin embargo recomendó: “¡votad lo que os parezca menos malo!”; mientras se presenta como candidato a diputado por un partido político por Madrid, hace campaña electoral e inicia su actuación en el Segundo Parlamento de la República el 19 de diciembre de 1933. Sería un José Antonio “malminorista”, como si no hubiera buscado, a costa de su propia sangre, el bien mayor para España. Como si el conjunto de su vida y de su obra no hubiera sido un anhelo de bienes mayores ordenados al Supremo Bien.


No se puede ignorar que el discurso en el que José Antonio aconseja votar “lo que os parezca menos malo” -aquella célebre pieza oratoria del 29 de octubre de 1933, inaugurando la Falange- el fundador pide claramente:

a) “que desaparezcan los partidos políticos”;
b) que se sustituya al régimen liberal por una opción política superadora del liberalismo y del marxismo;
c) que se emplee la violencia armada para rescatar a España, pues “no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria”;
d) que él es “candidato sin fe y sin respeto”[en el sistema electoral y democrático], y que lo dice antes de presentarse a elecciones, “cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada”.
e) que el acto electoral es comparable a un “banquete sucio” ejecutado en una “atmósfera turbia, como de taberna al final de una noche crapulosa”.
f) que precisamente le hacía asco la realidad regiminosa de todos los días, y por eso propone estar en otro sitio, “alegremente, poéticamente”. “Nuestro sitio está afuera, al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y en lo alto las estrellas”.


Hay que estar empecinadamente ciego para no ver que José Antonio acaba de lanzar la revolución armada por el rescate de España; que ofrece para eso su propia vida en la batalla –cosa que sucedió-; que está repudiando con toda su fuerza al sistema democrático y partidocrático; que está haciendo el escarnio del sufragio universal; y que, guste o disguste, es esto lo esencial de su mensaje, repetido incesantemente hasta el final de su combate. Lo demás es absolutamente adjetivo, accidental, eventual, anecdótico, intrascendente. Asimismo, hay que forzar los hechos y los dichos hasta lo inverosímil para presentar un José Antonio cual pulcro malminorista tolerante. No lo era, y lo dejó dicho con esa verba castellana de las que pocas hubo similares en el idioma cervantino. Porque si pidió clamorosamente la extinción de los partidos políticos; si sostuvo que “el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas”(29-10-’33); si agregó que “los partidos están llenos de inmundicia”(4-3-1934); que “la Falange relegará con sus fuerzas las actas de escrutinio al último lugar del menosprecio”(2-2-’36), porque “el sufragio es la farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal”(29-10-’33); si advirtió de que “ya es hora de acabar con la idolatría electoral”(4-7-’35), no sabemos qué más tiene que decir para que lo dicho equivalga a declarar pecaminoso al sufragio universal y moralmente ultrajante a la democracia y sus partidos.


Por si algo faltaba, Luisa Trigo lo reporteó el 14 de febrero de 1936, para La Voz, de Madrid, y en aquella ilustrativa entrevista dijo José Antonio:

“No confío en el voto de la mujer. Más no confío tampoco en la eficacia del voto del hombre. La ineptitud para el sufragio es igual para ella que para él. Y es que el sufragio universal es inútil y perjudicial a los pueblos que quieren decidir de su política y de su historia con el voto[…]. Don Antonio Maura hizo el voto obligatorio. ¿Y para qué? En el mejor de los casos, los hombres elegidos son señores sin voluntad propia, sometidos a los partidos, sin especialización para ir meditadamente resolviendo los arduos y trascendentales problemas del Estado. Los elegidos no lo son por ser los más adecuados al país, sino los más flexibles a los jefes, y nada les preocupan las leyes que se van a dictar para guiar a la nación por una ruta determinada. La incultura de la masa de los electores no es menos que la de la masa de los elegidos en materia política. Ahí están las listas de candidatos llenas de nombres desconocidos; no podrían muchos alegar otra razón para estar en ellas que la amistad y representar mañana en el Parlamento un número, un voto, un sumando, pero no una inteligencia y un pensamiento.

En fin, yo le aseguro que en vísperas de la contienda electoral me afirmo más que nunca en mi oposición al sufragio, lo mismo para la mujer que para el hombre”.


Y al fin, como estrambote, si se quiere, recordemos la carta dirigida al diputado de la C.E.D.A, Manuel Giménez Fernández, fechada el 4 de junio de 1936: “El parlamentarismo es la tiranía de la mitad más uno; sin norma superior que se acate ni cabeza individual visible que responda. Yo no entiendo por qué ha de ser preferible a la dictadura de un hombre la de doscientos cincuenta bestias con toga legislativa. Con el aditamento de que no es una dictadura que se ejerza al servicio del bien público o del destino patrio, sino al servicio de la blasfemia y de la ordinariez”.


Agreguemos incluso algo particularmente significativo, bien a propósito quizás de quienes con cierto morbo democrático presentan a José Antonio haciendo campaña electoral, como si con ello se registrara una nueva señal de su maleabilidad ante el sistema.


Pues otra es la realidad. Le debemos a Enrique del Castillo Martínez un estudio pormenorizado de José Antonio y la campaña electoral en Cádiz. Vale la pena leerlo. Porque lo que se descubre no es a un dirigente partidócrata sonriendo para los flashes publicitarios, o debatiendo amablemente con sus oponentes al son de las encuestas, sino a un caballero cruzado desplegando una tarea políticamente incorrectísima, con tiroteos incluidos y muertos en las refriegas, y con un final o “cierre de campaña” apoteósico. Consistente el mismo en un José Antonio que les dice a sus eventuales votantes: “si vosotros prestáis vuestro concurso, es posible que, pasado el tiempo, en una tarde como esta, nos encontremos otra vez aquí mismo, bajo este hermoso cielo de Andalucía[…]. Entonces nuestros hijos, que no tendrán que votar, podrán asomarse a los mares y verán con orgullo cruzar nuestros barcos, volviendo España a ser la capitana del mundo civilizado”. El candidato que se presenta a elecciones no tiene mejor y más feliz y más solemne promesa que hacerle a sus votantes, que el asegurarles que, mañana, cuando vuelva a reír la primavera, sus hijos y los nuestros ya no tendrán más que votar. Habrá sido el fin de la perversa democracia con todos y cada uno de sus macabros rituales.


Los sofismas desgranados para avalar en el pensamiento y en la conducta de José Antonio una posición pro partidocrática, pro democrática y pro sufragista, se estrellan de modo rotundo contra el entero conjunto de las tajantes y clarísimas palabras y conductas que acabamos de transcribir, y que son sólo una parte de lo que el gran español ha dicho y hecho al respecto.


Toda la arquetipicidad joseantoniana blandida como prueba de que, a imitación del fundador de Falange, deberíamos aceptar también nosotros insertarnos en el sistema, aceptando sus medios y herramientas, cae en saco roto ante tamañas embestidas irrevocables contra la funestísima democracia y sus inmundos ingredientes propios, empezando por las elecciones con sufragio universal.


Alguien podrá pensar que la conducta de José Antonio fue contradictoria, incoherente o paradojal; pues si tenía del sistema el juicio negativísimo que tenía para qué se presentó a elecciones y ocupó un cargo de diputado. ¿Qué necesidad podía haber en quién llamaba a las armas para voltear a un régimen corrupto, el estar probando suerte electoral adentro del mismo?


Para hablar con franqueza, estamos entre quienes podríamos acusar de paradójica y de confusa esta actitud concreta de la carrera política de José Antonio. Cierto que hay algunos factores puramente circunstanciales que podrían explicar parcialmente su determinación, como la forzosa obligación moral de desagraviar la memoria de su padre o la búsqueda de algún espacio público oficial desde el que “legitimar” a un movimiento como Falange, que nacía “deslegitimizado” por proponer ab initio la lucha armada contra el enemigo. Pero aún así, sostenemos sin refugiarnos en atenuantes, que este aspecto particular y concreto la conducta de José Antonio nos resulta reprochable, confusa y prácticamente incoherente. Gracias a él mismo, dada su inclinación martirial y oblativa por Dios y por España, y gracias a la Divina Providencia que le tenía reservado otro destino, su condición paradigmática permanece incólume, pues va mucho más allá de este episodio subalterno de su trayectoria.


No es incoherente seguir elogiando como hombres de bien a quienes han cometido tamaños actos paradojales o confusos. Lo incoherente sería elogiar a esos hombres de bien por lo que han tenido de reprobable; o tenerlos por perfectos e infalibles siendo humanos, o indistinguir entre lo esencial y accidental en sus vidas. O lo que es peor, valernos de sus virtudes para que se cuelen sus defectos en nuestra capacidad imitativa.


Es cierto que los hombres de bien son autoridades en la ciencia moral; y de que existe la ejemplaridad normativa que en la ciencia moral tienen las conductas de los hombres de bien. Pero ninguno de estos grandes hombres goza del don de la impecabilidad, y es tarea nuestra discernir con caridad y tino, con lucidez y con misericordia, en qué acertaron mereciendo nuestra gratitud y emulación y encomio; y en qué se comportaron como seres falibles o sencillamente desacertados. Lo contrario nos llevaría a adorar a Zeus a fuer de socráticos, a tener un hijo natural, de puro agustinianos, o a descontrolar nuestro sobrepeso en virtud del tomismo que profesamos.


Hay un segundo modo de apropiación democrática de la figura de José Antonio, pero es menos riesgoso que el primero, e incluso aporta razones a nuestra propia posición. Porque hasta dónde advertimos apunta a distinguir lo político de lo religioso en el lenguaje, aunque todo sirva a esto último.


De modo que en distinguir para unir; en distinguir pero para poner las palabras al servicio de la Fe, en última instancia, no vemos motivos de discrepancia sino de coincidencia.


José Antonio, según algunos de estos apropiadores, constituiría un modelo de lenguaje laical, católico y político, con un toque sano de también católico anticlericalismo, en la cuestión religiosa. Y ofrecen como ejemplo el punto VIII de los Puntos Iniciales de Falange. Precisamente el punto en el cual se dice:


“Ningún hombre puede dejar de formularse las eternas preguntas sobre la vida y la muerte, sobre la creación y el más allá. A esas preguntas no se puede contestar con evasivas; hay que contestar con la afirmación o la negación. España contestó siempre con la afirmación católica. La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es, además, históricamente, la española[…].Así, pues, toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico. Esto no quiere decir que[…]el Estado vaya a asumir directamente funciones religiosas que corresponden a la Iglesia. Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para a dignidad del Estado o para la integridad nacional. Quiere decir que el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos”


Claro; pero téngase en cuenta que esa Catolicidad del Estado que José Antonio proclama, y que estos otros apropiadores estiman, es la misma que después, cuando les conviene, restringen a una pura cuestión prudencial opinable. De repente, José Antonio mediante, la promesa de un Estado Católico se ha convertido en modelo de lenguaje laical, católico y político. Enbuenahora. Lo celebramos.


Un debido reconocimiento a su conducta política.


Abundando sobre lo dicho, y habiendo referido algunas de las apropiaciones indebidas de la figura joseantoniana, quisiéramos acotar algo de lo que le es debido. Algo más que hemos podido incorporar en nuestras lecturas, y que nos parece oportuno compartir ahora. En efecto, gracias al aviso generoso del Dr. Gustavo Esparza, hemos tenido la ocasión de leer un trabajo de Legaz y Lacambra que desconocíamos. En el mismo, su autor, tras muchas asociaciones que pueden aprovecharse. Recuerda, por ejemplo, que:


“en una ocasión, José Antonio, se vio obligado a defender la memoria y la obra de su padre; fue en el célebre juicio de responsabilidades de la Dictadura. Se acusaba a ésta […] de haber violado la Constitución[…].Desde el momento en que el Rey aceptaba el hecho de esa violación constitucional, el pacto constitucional había perdido todo su vigor y ya no quedaba más posibilidad jurídica que la consulta a la voluntad popular, la cual, en 1931, había decidido la instauración de la República, único poder legítimo subsistente en España. Evidentemente este razonamiento […] implica la tesis política de la soberanía popular […]. José Antonio opone a este razonamiento otro […], para explicar el nacimiento, la creación de un orden jurídico nuevo […]. La República Española no nació de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 […], y es evidente que la Constitución de 1876 no disponía que el triunfo republicano en unas elecciones municipales implicase a abolición de la monarquía”.


Está claro que el José Antonio que surge de este interesante análisis de una reyerta planteada en términos estrictamente jurídicos, rechaza de cuajo la soberanía popular y el mandato electoralista como categorías políticas que puedan definir el destino de una nación. Vale la pena tenerlo en cuenta.


Sorprendente asimismo es el relato que hace Eugenio Vegas Latapié, después del famoso discurso inaugural de Falange, en el Teatro de la Comedia, en 1933. Elogia y pondera a José Antonio, “de excelentes cualidades, inteligencia y atractivo personal, y que era además un magnífico orador”. Pero a renglón seguido, hablando de “la campaña electoral” para la designación de diputados a Cortes, que tuvo lugar poco después, como se sabe, hace una serie de caracterizaciones y de salvedades del sistema electoral vigente, para concluir con estas más que significativas palabras: “No atreviéndose [los políticos católicos] a asumir la frase de Pío IX: «¡Sufragio universal, mentira universal!», se entregaron a la tarea de arbitrar sistemas [electorales] que atenuasen las consecuencias más perturbadoras de las elecciones[…]. Se siguió el mismo sistema que el francés del ballotage, fundamentado en el temor de los políticos a un sistema democrático puro, después de la experiencia alemana que siguió a la primera guerra mundial y que demostró que la democracia proporcional directa y el gobierno eran conceptos incompatibles”.


Comentario por demás gráfico del que se siguen por lo menos dos lecciones. La una, que estaba vigente la severa admonición de Pío IX y que los católicos la conocían y temían, se atrevieran o no a seguir proclamándola y cumpliéndola. La otra lección es que la traída y llevada candidatura a diputado de José Antonio –exhibida como trofeo del ideario democrático– se hizo bajo un sistema que expresamente buscaba eludir los males del sufragio universal.


Es el mismo José Antonio al que se le une en la lucha y en la muerte heroica, el Caudillo de Castilla, Onésimo Redondo. Del cual son algunas de las siguientes consideraciones que no vemos cómo podrían encajar con la perspectiva de quienes buscan un falangismo fundacional en armonía con el sometimiento al régimen liberal, democrático y partidocradista. Cedámosle la palabra a Onésimo:


– “En España hay que acabar con el sufragio universal como expresión única de soberanía. El mito de la soberanía del Parlamento es bastante por sí sólo para proveer permanentemente los mandos nacionales con la gente más incivil, la más despegada de la honradez común de los españoles. Amarrado el Estado a la desdichada supremacía de los grupos parlamentarios, el arribismo se apodera de la política, la pequeñez y el derrotismo turban la visión de toda idea nacional, la anarquía es como un canon de buen gusto para vivir en todas las profesiones, la chabacanería domina las costumbres, y la ruina progresiva del tesoro es reflejo y causa de la suerte que arrastran las actividades económicas de todo el país Y es que ninguna fórmula como la de la soberanía sufragista para profanar con la irresponsabilidad y la trampa las sagradas alturas del poder político y entronizar la esterilidad como presupuesto de las actividades de gobierno (Libertad, nº 27, 14-12-31).


– “El voto engendra la plena soberanía; frente al poder, conquistado por la suma mayoría de votos sueltos, ya no hay más libertades que las que consienta el partido dominante. El absolutismo parlamentario, construido así con la mecánica falaz de las papeletas electorales, domina en toda la dilatada existencia social situada entre el votante –que desfloró su soberanía en la urna– y el Estado Todopoderoso. La Familia, la Escuela, la Propiedad, el Trabajo, la Asociación libre, todas las libertades y formas de convivencia quedan de rodillas ante el poder que dispone de cárceles y ametralladoras Esta es la traza exacta de la llamada democracia liberal, que es, de hecho, un politicocracia absolutista. Sus principios o, más exactamente sus supuestos –emisión libre y consciente del voto, poder constituyente de la mayoría de los individuos- después de ser un tejido burdo de arbitrariedades mentales, contienen una lógica tan brutal, que autorizan las intromisiones más despóticas de la clase dominadora en la vida y voluntad de los dominados: es el fatalismo esclavista, elevado a principio de civilización. La humanidad, bajo el mito del sufragio universal, resulta o prisionera moral de ese mito y sierva físicamente de sus consecuencias. Porque a nadie le es posible sustraerse al dogma de la soberanía popular: se puede votar en contra del candidato adverso, más el voto contra el sistema, que es lo que importa, no tiene alcance práctico (Libertad, nº 17, 5-10-31).


– “No tengo fe en partido político alguno: ni en partido de derechas ni de izquierdas. Y conste que con esto no les igualo, son fatalmente e inexorablemente un conjunto de contradicciones y un abismo de distancia entre las palabras y los hechos, ante los problemas y ante la realidad. Ésta es la verdad; ésta es la experiencia triste del pueblo español hecha con su sangre. Son los partidos políticos también aluviones, formados por el huracán o por las aguas, de arenas movedizas que se llaman la opinión pública que fluctúa inconscientemente detrás de la varilla mágica de los periódicos y de los periodistas anónimos y venales que son los que forman opinión. Aluviones de gente que vacila entre los entusiasmos rápidos y las decepciones inmediatas, entre los calores repentinos y el frío de la inconsciencia suicida. No hay formalidad, no hay decencia, no hay verdadera realización, ni verdaderos hechos detrás de un partido político […]. El Parlamento es la agonía de la Patria, la constitución masónica un grillete para las aspiraciones nacionales y los partidos políticos el cáncer del pueblo como lo fueron siempre (Libertad, nº 19-11-34).


– “Dice la religión democrática: -«No hay más poder que el del Pueblo: su voz es soberana»; y ¿quién es el «Pueblo»? ¿Sin duda el que consigue una mayoría de mandatos para las Cortes? Según: Los doctores de la ley democrática –los escribas del periodismo– contestamos afirmativamente, a juego con la conveniencia de sus planes. Pero puede suceder que el Parlamento se haya elegido de modo que no estén satisfechos los oligarcas de la pluma; o que los magnates ocultos de la prensa capitalista no hayan sacado bastante ración en la revuelta o, simplemente, que los vividores del escándalo se cansen de ver a la nación demasiado pacífica. Hay que volver, entonces, las cerbatanas contra el Congreso; hay que sabotear la «representación nacional», que –ahora– resultará no representar al «pueblo», que fue elegida impuramente, o que se aleja con la mayor contumacia de los imperativos de aquel. Lo dicen los doctores con la misma solemne indignación, con idéntico gesto sibilítico que sirvió antes para decir lo contrario (Libertad, nº 3, 27-6-31).


– “El pobre Pueblo, que otra vez tuvo que confiar en el sufragio universal, se convencerá como antes lo estaba, de que el sufragio elige, por lo general, a los peores españoles; es decir, a los que tienen la desvergüenza de prometer lo que saben que no han de dar: el parlamentarismo es una estafa al país como la que comete con los incautos el logrero que, a fuerza de palabras, consigue sacarles los cuartos para los negocios fantásticos y se alza luego con el capital. Es misión de España disciplinar a su Parlamento o acabar con él antes de que acabe con la nación” (Libertad, nº 10, 17-8-31).


– “El pueblo aprenderá de nuevo la vieja verdad, tristemente olvidada, de que sus mayores males provienen de la inmoralidad de los partidos, culminante en una Cámara irresponsable integrada por los negociantes electoreros, que eternamente prometen lo que no tienen intención de cumplir. Hay que superar el organismo parlamentario decadente, decadente en el mundo, desplazado en realidad de la vida dirigente por todos los Estados que han conquistado una nueva época y por los que han tenido que salvar las profundas crisis que anuncian el tránsito hacia una civilización postliberal” (Libertad, nº 14, 14-9-31).


– “¿Cuál es el fin de los partidos? Conquistar el poder. Y ¿cómo lo procuran? Congregando a las gentes según su «ideología», extendiendo promesas cuya garantía de ser cumplidas no es otra que la palabra de los propagandistas; sembrando el odio como base de la solidaridad partidista, clamando unos contra otros todos los grupos concurrentes a la puja del mando. Ya otra vez hemos afirmado que no está la solución en crear un partido más; por mucho que se cuide la selección del programa y el enunciado delos principios. La solución está en acabar con los partidos (Igualdad, nº 17, 6-3-33).



Corolario


Pueden encontrarse razones prudenciales para entender por qué José Antonio se insertó temporariamente en las reglas del sistema que abominaba, y se prestó a jugar con esas reglas, de suyo moralmente desaconsejables. Que entendamos esas razones no quiere decir que las mismas sean correctas o que las compartamos.


Pueden no encontrarse razones prudenciales y sostenerse lisa y llanamente que su conducta en la materia fue paradojal, o si se quiere ser más duro, incongruente. Un hombre no es un retazo o un fragmento de su vida sino una vida toda y entera. De modo que aún registrando una incoherencia en su obrar, en el balance que se haga de su existencia o biografía completa y de su muerte mártir, pesan más las razones admirativas que las objetables. Pero cualesquiera sean las posiciones que se adopten, nadie en su sano juicio podrá inspirarse en José Antonio para elogiar a la democracia liberal, al sufragio universal, a la partitocracia y a todas las características ruinosas del régimen dominante. Si algo inspira El Ausente, a ocho décadas de su tránsito, no es la conveniencia comodona y burguesa de afiliarse a un partido, sino la incómoda perentoriedad de alistarse en una nueva Cruzada.


Nosotros, a 80 años de su muerte heroica, no recordamos, ni celebramos, ni festejamos al “diputado José Antonio”, sino a José Antonio, el testigo de la España Eterna. Y renovamos ante su tumba nuestra promesa de serle fiel a su mandato sustancial. Hace mucho, de paso por el Valle de los Caídos, perpetramos un soneto para decirlo. Se nos permitirá compartirlo con los indulgentes camaradas y amigos:

Ya se han cifrado todos los secretos
se han ensayado todas las poesías,
y de la muerte por volver porfías
bajo el grave escandir de los sonetos.
Ya los cantores en racimos prietos
nombraron de Falange angelerías.
Hasta el lucero, como tú querías,
fulge la guardia con sus ojos quietos.
Nada resta agregar, la buenanueva
tarda en llegar, y apenas si retumba
un cañón olvidado en Somosierra.
Siendo invierno en mi vida y en la tierra,
sólo quiero decirte que a tu tumba
fui cara al sol, con la camisa nueva.



Antonio Caponnetto


Publicado originalmente en: Desde Mi Campanario



Nacionalismo Católico San Juan Bautista

3 comentarios:


  1. Excelente artículo, que hace honor a la verdad.

    Rocco

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  2. Inmenso artículo de Don Antonio Caponnetto.
    Una voz sincera y valiente en este desierto de tribulación y mentira.

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  3. soberbia recuperación de José Antonio Primo.

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