EL
ESCRITOR ANTE LA DEMOCRACIA
(Publicado
en La Nación Bs.As. 27 de Junio de 1937, suplemento literario, 2ª. Sección
p.3.)
Definida la democracia según ahora existe,
como el sistema de gobierno en el que el pueblo ejerce la soberanía mediante el
sufragio universal con que designa sus mandatarios, este instrumento y aquella
autoridad se han vuelto sinónimos, La crisis de dicho régimen, al generalizarse
como un fenómeno universal que comprende a la sociedad entera, importa para el
escritor servidor del pueblo, el deber de considerarla, empezando por definir
en que consiste.
Para ganar tiempo, resumámoslo en la
expresión de una deficiencia que nadie discute: la democracia no satisface las
esperanzas de adelanto social que se pusieron en ella. El sufragio universal
resulta incapaz de constituir el gobierno equitativo, inteligente, eficaz y
módico que requiere la sociedad para asegurarse su bienestar moral y material,
su progreso y si defensa...
…(Es) el gobierno más caro, hasta el extremo
de que los pueblos que lo practican acaban por entregarse a una verdadera
autofagia como lo estamos viendo en Francia y en los Estados Unidos, vale decir
en las democracias modelos.
No lo niega, ni podría hacerlo ante los
hechos intergiversables, el ideólogo liberal que sigue creyendo en la
democracia; con lo cual trátase de un caso de fe cuyo examen procede ahora.
La fe en la democracia presupone la
realidad del progreso indefinido, pues afirma que el sistema liberal o doctrina
política de aquel nombre, es bueno y practicable aunque nunca se haya podido
practicar por haber sido malos hasta hoy los hombres que lo practican; con lo
cual bastará que sigan practicándolo malamente, para que se acaben por
practicarlo bien, lo cual equivale a transformarse, así, de malos en buenos.
Para quienes creemos que la bondad de un
sistema político o social consiste ante todo en que sea practicable, lo cual
significa la capacidad de realizar sus propósitos de bienestar común; que su
persistente inadecuación a este objeto permite calificarlo de malo, y que la
práctica del mal no ha de redundar en bien con prolongarse sino, al contrario,
en mayor mal todavía; la fe que analizamos constituye un caso de optimismo
frecuente que el demócrata en cuestión proclame su ateísmo como una expresión
de superioridad intelectual . Entre Dios y el contrasentido irracional que
acabamos de exponer, prefiere y profesa este último en nombre del racionalismo…
Mientras tanto, lejos de perfeccionarse, la
democracia tórnase más defectuosa cada vez, y el progreso indefinido yace en el
panteón de las hipótesis archivadas.
De consiguiente, afirma todavía el
demócrata, lo que ha menester reformar es el hombre y no el sistema; en otros
términos, acomodar el cuerpo al traje no
el traje al cuerpo, con disparatada inversión de relaciones naturales, lógicas
y posibles, aunque el sentido común enseña que si un traje incomoda se lo reforma,
para cambiarlo definitivamente por otro cuando así tampoco sirve.
Pasa esto, por lo demás, con todos los
sistemas, que siendo obras humanas, resultan perecederos como el hombre mismo,
y con mayor motivo cuando son racionalistas, dado que la razón, facultad
crítica en sí, rectifica y deroga sin cesar; mientras la perpetuación de la
democracia, contradice la hipótesis del progreso indefinido que es de suyo una
variación constante.
Dentro de dicha hipótesis que, como hemos
visto, es esencial a la formación y sostén de la fe democrática, el sistema
promueve otro conflicto racional. Desarrollado, en efecto, según su propia
lógica, lleva prácticamente, que es como vale, a la dictadura del proletariado,
o incurre, mejor dicho, en su propia negación según sucede con todas las
paradojas cuando se las somete a esa prueba clásica y e ilevantable; de suerte
que, aun a pesar suyo, el objeto final de la democracia es el comunismo cuyo
éxito requiere, sine qua non la mencionada tiranía. Y nada más sencillamente
lógico, según se ve: la capacidad de todos para todo, reconocida y
practicada con el sufragio universal, asienta en consecuencia que todo es de
todos e impone la conclusión de que todos tienen derecho a todo por el mero
hecho de nacer. Si el sufragio universal, bajo esta única condición, ya que
ninguna requiere su ejercicio, constituye y da gobierno al Estado, que es el
total, consecuencia y conclusión vienen al caso por la doble razón de que la
parte cabe en el todo y de que quien puede lo más puede lo menos. El absurdo
de confundir igualdad humana con capacidad política engendra la despótica
monstruosidad del comunismo.
Que éste lo sea, no cabe duda después de la gigantesca
experiencia rusa y de sus horrendas repeticiones en Hungría y en España. No se
trata pues, de dialéctica, sino de hechos con magnitud y repetición suficientes
para constituir acabada certidumbre.
En el desarrollo lógico que a todo sistema
induce para su complemento natural, la democracia nos lleva al Paraíso Rojo;
de suerte que cuando el burgués, según su cómodo principio: “ni facismo ni
marxismo”, lo enuncia así para quedarse en la democracia, opta realmente por lo
segundo. La democracia se encargará de llevarlo a él como un buque en
marcha donde se hace la ilusión de la inmovilidad que es su propia poltronería.
Por otra parte, el régimen hace crisis mortal
en la indiferencia del descreimiento. El voto obligatorio fue la primera
expresión de ese estado de ánimo. Los “frentes populares”, de invención
comunista, son la segunda y más grave, pues nadie ignora que el comunismo
aspira a apoderarse del gobierno mediante el sufragio universal, para acabar
con la democracia.
Que por lo demás, repito, se acaba sola.
Basta ver, para no ir más lejos ni atenernos sino a lo propio, o sea lo que
conocemos mejor, qué está pasando con asunto de tanta magnitud como la
renovación de la Presidencia. Fuera de los políticos a quienes interesa como
resultado profesional, la elección del futuro Presidente goza – o padece – de
la indiferencia pública. Lo que la gente
quiere es que la dejen en paz, designando a cualquiera “porque todos son
iguales”. Opinión que los políticos se han encargado de ratificar con su
insignificancia. El soberano delega con una especie de insípida conformidad. No
opino a mi vez; refiero como periodista. La “cuestión presidencial” tan solemne
otrora, carece ya de importancia. Es lo mismo, dice el sufragante universal; y
tan lo mismo, que si mañana el Presidente que ya está decidiera quedarse, la
gente no lo hallaría mal y hasta lo consideraría quizás mejor. Ocupada en
recuperarse de la crisis, la carencia de agitación electoral pareceríale una
ventaja. Hay, sin duda, en esto su parte de positivismo sórdido; pero el
descreimiento es lo principal, Se carece de entusiasmo porque se ha perdido la
fe. Faltan, además, las personalidades vigorosas y atrayentes que el pueblo ha
menester para encarnarla. Todos son iguales; y elegir es decidirse entre dos
distintos; un acto de desigualdad, si bien se mira. La perfección de la
democracia tiende hacia la reducción a cero.
Para la suerte del sistema, esto es peor
todavía que elegir mal, porque suprime hasta la reacción ante la amenaza que el
error trae consigo. Es la extinción por abandono.
Y nada cuesta ver por qué. La libertad
negativa del racionalismo lleva en este carácter su espontánea anulación. El
desenfreno del instinto en que acaba al fin de cuentas su atribución
incondicional, no interesa sino al vicioso y al bribón. Corrompe también a los
predispuestos; agrada a la mayoría; pero el grupo moralmente mejor, y con esto
el más importante para la sociedad, tiene otra idea de albedrío. Lejos de confundirlo
con antojo, lo condiciona al deber y al orden. Conceptúa la libertad como un
estado de conciencia, no como un deseo instintivo de satisfacerse
materialmente.
Pues bien: la satisfacción material acaba
pronto en hartura. El placer puramente instintivo concluye siempre en
desencanto. La prosperidad no es un fin como creía el liberalismo, ni existe
tampoco la prosperidad perpetua. Fundar en ella un sistema, es dar a éste por
base un doble error del optimismo que constituye otro mayor a su vez cuando se
vuelve sistemático.
El fracaso pacifista ante la inexorabilidad
de la guerra; la crisis capitalista, no menos que se ilusan los chorlitos de la
especulación; el desastre experimental de las doctrinas extremas a que conduce
la libertad racionalista, cuando se las pone en práctica; la inmoralidad
suicida en que se desenfrena esa libertad, que al ser negativa, lleva en sí
propia su inevitable anulación: he ahí, entre otros, pues los hay más, en
efecto, los principales motivos de caducidad democrática.
La ley de periodicidad, que lo rige todo,
contradice la perpetuación del progreso y de los sistemas. Es lo que hemos
visto por cuenta propia los hombres del siglo XIX con el liberalismo de la
prosperidad, la paz y la democracia. Pero, mucho más claro aun con la ciencia
que según el positivismo habrá de ir alejándose sin cesar de la metafísica, su
iniciación ilusoria. ¡La metafísica que con vanagloria pueril, y en lo que a mí
toca, con ignorancia contumaz, creíamos haber superado!
Y bien, no. La más perfecta de las ciencias,
la matemática, predilecta por cierto del filósofo Montpellier, remonta su vuelo
con grandeza que él mismo no sospechó, para dilatarlo en trascendencia
metafísica. Así el hombre se rehalla, dijera el genial astrónomo inglés (Eddington)
a la orilla de lo desconocido; pero en esta recisión con que va buscandola
dentro de sí, que es donde está, la divina chispa, la razón deja de ser su
omnipotente numen, y con ello la expresión de su autoidolatría, con que efectúa
aquella tarea de la propia iluminación.
Así cae el racionalismo o sea el susodicho
numen de la omnipotencia y de la soberbia, y con él la democracia que es una de
sus creaciones. Por esto, porque se trata de una transformación espiritual, la
consecuencia es irrefragable. Groseramente materialista, por otra parte, el
régimen materialízase más aún con ese abandono del espíritu. Su desenlace,
mejor dicho su final, puesto que se trata de maximalismo y extremismo según la
propia definición de los sectarios, es un hundimiento en la bajeza del
instinto; un repliegue concéntrico del cerebro en el vientre para autodevorarse
así el ser degradado por ella, como todo lo absoluto se reduce a cero en los
dominios de la materia y la razón. Por algo el hombre ideal de Rousseau, apóstol
de la libertad incondicional, es el salvaje cabalísimo. El círculo vicioso de
la paradoja que es ese concepto de la libertad, ciérrase en una doble negación
del espíritu.
¿Qué simboliza, en efecto el estandarte de la
dictadura proletaria enarbolada para redimir al mundo desde esa roja Moscú
donde la estatua de Judas Iscariote conmemora el triunfo de la “patria
proletaria” sobre el “prejuicio burgués”?
Pues, el trabajo manual que es la
materialidad extrema; la apoteosis del ganapán en que viene a consistir la
redención consabida. Esta ingenua glorificación de la fuerza física aplicada a
los oficios más toscos cuya herramienta blasonaría en consecuencia la “Nueva
Civilización”, define un sistema. Fácilmente se infiere de ahí su sordidez y su
ateísmo; pero, sin mencionar la máquina todopoderosa en que sus sectarios
adoran a la Prosperidad, fuente para ellos de la dicha, la misma utilería
rudimentaria del martillo y de la hoz no es invención de la mano, sino de la
mente. La dictadura del proletariado y el sufragio universal podrán crear un
tirano, un presidente, un falso dios, pero no un tornillo. A despecho
del materialismo con sus pitecos y antropoides, científicos hasta la
veneración, no somos bestias. El sectario más afanoso por ratificar con su
degradación el linaje animal de que se envanece, lleva a pesar suyo un destello
de inmortalidad en las alas que revuelca.
LEOPOLDO LUGONES “La
misión del escritor. El ideal caballeresco” Ediciones Pasco Pags. 67 a 72.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista