“Basta de galos,
por favor. Basta de celtas, de germanos, de eslavos, de conquistadores romanos
y de conquistadores árabes. Porque entonces me siento solo y desnudo: mis
antepasados no han sido nunca ni galos ni celtas, ni eslavos, ni germanos, ni
árabes, ni turcos…”
“Yo no he podido
nunca decir “nosotros” al pensar en esas ascendencias históricas de las cuales
se enorgullecen mis conciudadanos. Nunca he oído a otro judío decir “nosotros” con naturalidad, sin hacerse
vagamente sospechoso de ligereza, de condescendencia o de hipocresía”.
“Cuando hace
algunos años salí de Túnez para trasladarme a Francia, sabía que salía de un
país musulmán, pero ignoraba que iba a un país católico. Unas cuantas semanas
bastaron para imponerme esa evidencia”.
“Descubrí
rápidamente que la realidad francesa es inextricablemente confusa, liberal y
católica, clerical y anticlerical al mismo tiempo. Pero el fondo común
cristiano se encuentra en todas partes, más o menos diluido, más o menos
ruidoso”.
“Francia, a pesar
de todo, continúa siendo un país católico, del mismo modo que Norteamérica es
un país protestante”.
“Cuando viajo por
el interior de este país, ¿qué es lo que me muestran con justificado orgullo?
¿Qué es lo que yo mismo pido que me enseñen, espontáneamente, sino las
iglesias, las capillas, los baptisterios, las Vírgenes, los objetos del culto,
y muy pocas cosas más? He comprobado la exactitud de las descripciones de
escritores ecuánimes: los pueblos están apretados alrededor de su Iglesia,
alrededor de los campanarios, que los señalan desde lejos y parecen protegerlos”.
“¿Es un caso
exclusivo de Francia? No, desde luego; el año pasado quedé estupefacto e
indignado primero, y luego amargamente divertido, al leer en los periódicos
italianos la solemne declaración de Togliatti, jefe de los comunistas
italianos, estimulando y bendiciendo a los “comulgantes comunistas”. Lo sé: se
me dirá que se trata de simple “táctica”… Pero, si es necesaria la táctica,
significa que existe una realidad con la cual hay que enfrentarse. Y la
realidad, en este caso, estriba en que el pueblo italiano es profundamente
católico, como lo es el pueblo polaco, como lo es el pueblo español, etc.”.
“Lo que
constituye mi situación religiosa no es tanto el grado de mi profunda religiosidad
como el hecho de que no pertenezco a la religión de los hombres entre los
cuales vivo, de que soy un judío en medio de no-judíos. Lo cual significa
asimismo que mis hijos, mis padres, mis amigos, se encuentran en ese caso. Hasta
cierto punto, me encuentro siempre al margen del universo religioso, de la
cultura de la sociedad de la cual formo parte en otros aspectos.”.
“La legalidad de
los países cristianos es una legalidad de inspiración cristiana apenas
disfrazada, y a menudo proclamada; la legalidad de los países musulmanes es una
legalidad musulmana sin reticencias”.
“La religión de
los otros está en todas partes, en la calle y en las instituciones, en los
escaparates y en los periódicos, en los objetos, en los monumentos, en los
discursos, en el aire, la moral y la filosofía son tan cristianos como el
derecho y la geografía. La tradición filosófica que se enseña en las escuelas,
los grandes temas de la pintura y de la escultura están tan impregnados del
cristianismo como la legislación del matrimonio. Encontrándome el año pasado en
la Costa Azul, me divertí observando los pueblos que llevan nombres de santos:
Saint-Tropez, Saint-Maxime, Saint Raphael, Saint-Aygulf… Por otra parte, ocurre
lo mismo con las estaciones del Metro de París. Si mis recuerdos son exactos,
mi primera irritación contra París, ciudad a la que por otra parte quiero
tanto, fue de origen religioso. Ocupado parte del día en un desagradable
trabajo, por la noche velaba hasta muy tarde para progresar en mis estudios;
cada mañana me despertaban unas campanas lanzadas al vuelo, insistiendo
largamente, y volviendo a la carga cuando estaba a punto de quedarme dormido de
nuevo. Entonces, todo hay que decirlo, vivía en un pequeño hotel a dos pasos de
una Iglesia; pero en esta ciudad siempre se está a dos pasos de una Iglesia. Aquellas
campanas anunciaban unos deberes comunes a los demás, pregonaban su unión; al
mismo tiempo, señalaban a mis oídos mi exclusión de aquella comunidad... Estaba
en un país católico; todo el mundo debía encontrar normales y quizás agradables
aquellas campanas matutinas, excepto yo, y los que eran como yo, que me sentía
molesto e indignado. Con una indignación impotente, por añadidura, ya que los
otros, los que no se sentían molestos por el toque de las campanas, que tal vez
ni siquiera les despertaban, eran el número y la fuerza. Lo que a ellos les
preocupa, lo que ellos aprueban es la legitimidad. Aquellas campanas no son más
que el eco familiar de su alma común...”
“¿Se dan cuenta
siempre, los cristianos, de lo que el nombre de Jesús, su Dios, puede significar
para un judío? Para un cristiano, incluso convertido en ateo, evoca, o al menos
ha evocado, una inmensa virtud, un ser infinitamente bueno, que se propone como
el Bien y que ha venido a sustituir todas las morales del pasado. Para el
cristiano que continúa siendo creyente, resume y realiza la mejor parte de sí
mismo. El cristiano que ha dejado de creer no se toma ya esa ambición en serio,
incluso puede experimentar un resentimiento, acusar a los sacerdotes de incapacidad
o aún de falsedad; pero, si denuncia una ilusión, no pone en duda,
generalmente, la grandeza y la belleza de la ilusión. Para el judío que no ha dejado de creer y de practicar su propia
religión, el cristianismo es la mayor usurpación teológica y metafísica de su
historia, es una blasfemia, un escándalo espiritual y una subversión.
Para todos los judíos, aunque sean ateos, el nombre de Jesús es el símbolo
de una amenaza, de esa gran amenaza que pende sobre sus cabezas desde hace
siglos, y que en cualquier momento puede estallar en catástrofes, sin que ellos
sepan por qué, ni cómo prevenirlas. Ese nombre forma parte de la acusación,
absurda, delirante, pero de una eficaz crueldad, que les hace la vida apenas
respirable. Ese nombre ha acabado por ser, finalmente, uno de los signos, uno
de los nombres del inmenso aparato que les rodea, les condena y les excluye.
Que mis amigos cristianos me perdonen; para que me comprendan mejor, y para
utilizar su propio lenguaje, diré que para
los judíos, su Dios es un poco el diablo. Si el diablo, como ellos afirman, es
el símbolo, la condensación del mal sobre la tierra, inicuo y todopoderoso,
incomprensible y obstinado en aplastar a los desamparados humanos”.
“Un día en
Túnez, un idiota judío (siempre teníamos cierto número de esos desgraciados que
frecuentaban los cementerios y las reuniones comunitarias), al ver pasar un
entierro cristiano se sintió súbitamente poseído por un insólito furor. Con un
cuchillo en la mano, se precipitó sobre el cortejo, el cual se dispersó
aterrorizado, en tanto que el idiota, sin mirar siquiera a la multitud aullante
de terror, se acercó rápidamente a uno de los monaguillos… y le arrancó el crucifijo
de las manos, lo tiró al piso y lo pisoteó rabiosamente largo rato. Tardé
bastante en comprender aquel hecho: la ansiedad se expresa como puede; el
idiota respondía a su modo a nuestro
común malestar ante aquel mundo de crucifijo, de sacerdotes y de iglesias,
símbolos concentrados de la hostilidad, de la extrañeza de aquel universo que
nos rodeaba en cuanto salíamos del angosto espacio del gueto”.
“Ahora estoy
convencido de que la historia de los pueblos, su aventura colectiva, es una
historia colectiva, es una historia religiosa; no solamente marcada
por la religión sino vivida y expresada a través de la religión. Esa fue una de
nuestras grandes ingenuidades, y muy nociva: el haber creído, en nuestros
medios llamados de izquierda, en el final de las religiones. Fue un gran error
haber tratado de minimizar su papel en la comprensión del pasado de los
pueblos. No se trata de celebrarlo ni de lamentarlo, sino de comprobar su
extraordinaria importancia y tenerla en cuenta. Hoy me parece evidente que toda
la vida colectiva de los cristianos está determinada aún en su conjunto por el
cristianismo; su historia pasada y la historia que continúa haciéndose. Ved aún
esas sucesivas consagraciones que jalonan la historia y la vida de Francia; la
consagración de Carlomagno y la de Clovis, la consagración de Carlos VII y la
de Napoleón. Se sabe el lugar y el papel de la Iglesia en las costumbres y en
la política: esas regiones enteras dependientes de las consignas de sus
párrocos…”
“Todo eso es
trivial, desde luego; hasta tal punto, que apenas se piensa ya en su
significado. Se descubre todavía mejor, quizás, la intensidad de lo religioso
en los momentos de fiesta, cuando lo religioso culmina, cuando la colectividad
adquiere conciencia de ella misma, como ser único. Por una ironía de la suerte,
no menos trivial e incomprensible, es entonces cuando el judío se descubre más
excluido. En el instante en que el cuerpo social se unifica más en la comunión
recobrada, en el recuerdo de los dramas y de las victorias comunes, el judío
mide mejor su no-coincidencia, su distanciamiento de la comunidad. Entonces,
todo se lo recuerda, con más insistencia que de costumbre: los periódicos, la
radio, las calles, las manifestaciones públicas de los jefes de la nación. En
la semana de la Navidad, los discursos científicos, políticos, en la radio, en
la televisión, empiezan con unas invocaciones: “En estos días en que todos los
hombres se sienten niños de corazón...” ¿Todos? Yo, no; yo no pertenezco a esa
comunión. Uno de los primeros gestos del general De Gaulle al asumir el poder
fue dirigirse al Papa solicitando su bendición para Francia y para los
franceses. ¿Forma parte el judío de esa Francia? En caso afirmativo, ¿cómo
puede aceptar que sea bendecido por el Papa, y él con ella? En realidad, los
jefes de Estado obran como si el judío no existiera. Es cierto que apenas
cuenta, que ni siquiera se atreve a contar él mismo: de no ser así, ¿cómo
toleraría que el jefe de Estado, es decir; su representante, fuera a la Iglesia
en el ejercicio de sus funciones, es decir, en su nombre? El nuncio apostólico
es decano del cuerpo diplomático: ¿con que derecho? Por una simple deferencia
hacia la religión católica, que no es la suya (la del judío). En los momentos
de mayor efusión, en las ceremonias y en los ritos comunes, en el sepelio de
los héroes, en la celebración de las victorias, o en las catástrofes
ferroviarias, el judío comprueba con más fuerza su aislamiento y su escasa
importancia; y su corazón se oprime al descubrir que aquella efusión, aquella
reconciliación general, donde todos sus conciudadanos vuelven a encontrarse,
redescubriéndose orígenes y proyectos comunes, le dejan al margen”.
“Me doy cuenta,
en el mismo instante de enunciarla, de lo que mi protesta puede tener de poco
convincente y de irrisoria, y mi reclamación de exorbitante. ¿Acaso pretendo
imponer mi ley a la mayoría? ¿No es natural que una nación viva según los
deseos, las costumbres y los mitos del mayor número? Pero, me apresuro a
decirlo, lo reconozco inmediatamente: completamente natural. No veo cómo podría
vivir de otro modo. Debo confesar, incluso, que hoy tengo un concepto distinto
del fenómeno religioso. Continúo creyendo, desde luego, en lo nocivo de la
influencia clerical en la vida de una nación, en la necesidad de luchar contra
toda influencia política de los sacerdotes y contra toda utilización política
de la religión. Pero creo también que el fenómeno religioso no es una invención
de los curas o de una sola clase dominante. Es una expresión, de las más
importantes y significativas, de la vida de todo el grupo”.
“El judío es el
que no pertenece a la religión de los otros. Quisiera, sencillamente, llamar la
atención sobre esa diferencia y sus consecuencias, vividas por mí. Es evidente que tengo que vivir una
religión que no es la mía y que rige y determina toda la vida colectiva”.
Tengo que salir
de vacaciones en las fiestas de Pascua cristianas y no en la Pascua judía. Que
no se me replique que numerosos ciudadanos no judíos condenan también esa
contaminación. No se trata más que de una condena teórica; su vida cotidiana
permanece ordenada por la religión común, que al menos fue su religión y que no
les desgarra.
“Lo malo- me
decía, medio en broma, medio en serio, uno de mis amigos no-judíos- es que ni
siquiera has sido cristiano”
“Ya he contado en
otro lugar cómo nuestra adolescencia y nuestra madura juventud se negaban
igualmente a pensar en serio en la posibilidad de persistencia de las naciones:
Vivíamos en la entusiasta espera de
nuevos tiempos, inauditos, y creíamos ver ya sus signos precursores: la agonía,
decisivamente iniciada, de las religiones, de las familias y de las naciones.
Los Retrasados de la historia que se aferraban a esos residuos sólo nos
inspiraban cólera, desprecio e ironía. Hoy comprendo mejor por qué
poníamos tanto ardor en cultivar tales esperanzas. Desde luego, el humor
impaciente y generoso de la adolescencia, que la impulsa a liberarse y a
liberar al mundo entero de todas las trabas, encaja de un modo especial en las
ideologías revolucionarias. Pero, además, éramos judíos. Estoy convencido que
el hecho de ser judíos no era ajeno al vigor de nuestra elección: por encima de
las familias, las religiones y las naciones de los demás, que nos rechazaban y
nos aislaban en nuestro judaísmo, queríamos volver a encontrar a todos los
hombres como los demás”.
“Bueno, sea que
nos equivocábamos del todo, sea que hayamos entrado en un período de reflujo,
sea simplemente que me he hecho viejo, me
he visto obligado a admitir que aquellos residuos poseían la vivacidad de la
grama y se obstinaban en continuar siendo unas estructuras profundas de la vida
de los pueblos, unos aspectos esenciales de su ser colectivo. La
guerra se hizo en nombre de las naciones, y la Paz confirmó a las más antiguas
e hizo nacer otras nuevas. La postguerra vivió un indiscutible renacer
religioso que llevó, en una parte de Europa, a unos partidos confesionales al
poder. Por haber comprendido eso, los
comunistas, atentos siempre al pulso de los pueblos, felicitan a los
comulgantes comunistas, proponen a los cristianos su “mano tendida” y se proclaman
patriotas nacionales. Los socialistas ni siquiera tienen necesidad de fingir”.
“Al parecer,
estamos condenados, y por mucho tiempo, a las religiones y a las naciones. Una
vez más me limito a dar constancia de una realidad, no la juzgo”.
“¿Qué va a ser de
nosotros? ¿En qué quedarán nuestras esperanzas de adolescentes? Lo que
sentíamos de un modo confuso, lo que queríamos suprimir rechazando toda la
sociedad de entonces, no quiero ni puedo ocultármelo ya a mí mismo: siendo lo que es el estado religioso de
los pueblos, siendo lo que es la nación, el judío se encuentra, hasta cierto
punto, al margen de la comunidad nacional”.
“La historia del país donde vivo se me
aparece como una historia de prestado. ¿Cómo podría sentirme representado por
Juana de Arco, cómo podría oír con ella sus voces patrióticas y cristianas?
Sí,
todavía la religión. Que me den una receta para pensar independientemente en la
tradición nacional y la tradición religiosa. No puedo olvidar que la heroína
nacional llevaba su espada como una cruz: como la mayoría de los héroes históricos;
al morir, Bayardo pedía que dejaran besar su espada; doble símbolo fundido en
uno. ¿Cómo podría identificarme con Clovis, ingenuo y bueno al decir de los
manuales de la escuela primaria pero que, al parecer, hubiera exterminado de
buena gana a los malvados judíos? ¿O con Napoleón, tan ambiguo, tan halagado,
por los judíos de su época? ¿O, con
mayor motivo, a los zares pogromistas o a los soberanos orientales? En verdad, me resulta imposible
coincidir seriamente con el pasado de ninguna nación”.
A.
Memmi: Retrato de un judio, Gallimard, 1962
citado por Leon de Poncins: El judaísmo y la Cristiandad, Ed. Acervo, 1966 pag.
211-222
Enviado por
Santiago Mondino
Nacionalismo Católico San Juan Bautista