San Juan Bautista

San Juan Bautista

jueves, 16 de marzo de 2017

Novedad Editorial: No lo conozco: Del iscariotismo a la Apostasía - Antonio Caponnetto




Del Iscariotismo a la Apostasía
Buenos Aires, Detente, 2017.
Fragmentos de esta nueva obra del autor a modo de recensión bibliográfica.

Lo que pretende y lo que no pretende ser este libro

         Evitémosle rodeos, subterfugios e incógnitas al amable o ansioso lector. El título de este libro es una de las afamadas e incómodas respuestas, mediante las cuales –según coinciden los cuatro evangelistas- el Apóstol San Pedro negó a Nuestro Señor, en el ocaso del día que lo apresaron.
Está aplicado a Jorge Mario Bergoglio, devenido en Francisco cuando se iniciaba el año 2013. Pero no es sólo él, ni siquiera primero él quien pudiera merecer semejante sentencia. Y sin evadir el hecho para nada menor, de que cada uno de nosotros ha pecado alguna vez de tamaño amilanamiento, haciéndose culpable destinatario de semejante negativa del Dios Vivo, la verdad es que la historia de la Iglesia –en sus diferentes miembros o estamentos- está jalonada de análogos antecedentes. No es materia de este libro analizar esos casos. Lo harán otros que estén en mejores condiciones para afrontar la tarea. O ya lo han hecho, si bien se mira; puesto que no le faltan a la Barca los cronistas de sus tempestades o de los causantes de sus diluvios.
         El sentido común, la lectura guiada de las Sagradas Escrituras,y esa misma crónica eclesiástica antes mentada, nos permiten deducir asimismo, que no se llega abruptamente a negar a Jesucristo. Suele haber una gradualidad en el desertor que planifica su fuga; o sencillamente alguna serie de pasos internos –que tal vez ni él mismo registre conscientemente- y que lo impulsan en algún momento fatídico a dar el paso más letal y terrible de todos. En el hombre tibio, por ejemplo, una de las características de su conducta es la incapacidad de ser fiel en lo poco. Hasta que la sumatoria de esas infidelidades, a veces imperceptibles, lo convierten al final en un traidor sin atenuantes. Ya no puede ser fiel en lo Mucho.
         Tampoco es propósito de este libro escudriñar la gradualidad de quien ha defeccionado, con el agravante de que estaba obligado a ser leal para no quebrar sus votos ni su consagración plena a Christus, de quien se supone es su alter e incluso su vicario. Mucho menos se encontrará el propósito -en tan sintéticas páginas- de que tamaño escudriñamiento abarque tiempos remotos o medianamente distantes del presente. Es el hic et nunc lo que nos tiene más sobresaltados y dolientes. Sabemos sí que hay un itinerario, un tránsito, un camino tortuoso, recorrido por muchos y desde hace ya largo tiempo. Lo hemos dado en llamar del Iscariotismo a la Apostasía.
         Primero se actúa como Judas, besando con falsía al Maestro para encubrir la infamia. El Maestro, que todo lo conoce, lo insta  a quien así se comporta a apurar el amargo trance. Después llega el momento de actuar de un modo más dependiente aún de Satanás, pidiéndole al Señor que cumpla una misión que no vino a cumplir, una vocación extraña a la suya, una voluntad que no es la del Padre. El Señor que es omnisciente le grita que retroceda, que vuelva sobre su caminar poseso, que aleje su espíritu contaminado y recapacite. Por último, todo está preparado y tenebrosamente listo para negar a Jesús en la noche entenebrecida. Para afirmar que no se lo conoce, que no se lo ha visto antes, que ningún lazo con él se le puede imputar, que se confunden quienes lo toman por su discípulo o amigo.
Esta es la situación en la que aquí y ahora tenemos la impresión de estar inmersos. Ya no parece bastar el Iscariotismo para inteligir el mal que nos estremece. Ya no es sólo un beso taimado y treinta monedas tiznadas. Hay más. Quien funge de Pedro reúne todos los indicios de que no conoce a Cristo. Quien conoce a Cristo no puede permanecer indiferente ante este extraño Pedro que merece cada día, tras una nueva trapisonda de su inagotable repertorio, el clamor del Hijo exigiéndole el irrevocable ¡Vade retro Satanás! Así de grave y de aflictivo: quien ejerce la mayor diaconía de Cristo en la tierra, no es sabedor de su oficio ni de su Rey; quienes están enterados de quién es sobrenaturalmente el Monarca, verían como natural y pertinente que a golpes de fustas y zurriagos lo expulsara del templo.
Aquí se centra nuestra acotada y lastimera pretensión. En intentar reflexionar sobre este tránsito dramático que estamos padeciendo; y que, insistimos, aunque pródromos tiene y no conviene nunca ocultarlos, hoy ha llegado a una cima que es sima. Esto es, hablando en paradojas, a lo más alto de lo más bajo.
Entiéndase entonces –nos interesa repetirlo- qué es lo que intentamos proponernos al fusionar estas páginas, y qué es lo que escapa a nuestro empeño o planificación. O más crudamente: a nuestras capacidades.
Alguien podría decir –diría lo correcto y nosotros mismos adherimos- que este tránsito infausto no empieza con Francisco. Por supuesto que es así, y no nos han faltado ocasiones para discurrir públicamente sobre el tema. Testimonios de que esto es lo que pensamos aparecen en nuestros libros y escritos; los cuales –tengan el valor que tuvieren- están allí para descubrir que, según nuestro leal saber y entender, al menos al siglo XIV habría que remontarse para captar con alguna perspicacia la hondura de la crisis. ¿Es esto incurrir en el “qué largo me lo fiáis” de Tirso de Molina? No; es incurrir en el anhelo de no ser simplistas, de no deificar el llamado preconciliarismo, ni practicar ese espíritu geométrico y simplista, según el cual, el 11 de junio de 1962, Juan XXIII dio por comenzado “el Día D” de la hecatombe de la Iglesia.
Alguien podría decir también –y seguramente será el decir prudente y veraz de muchos lectores- que a Francisco no se llega de la nada, y que el Concilio Vaticano II está siempre esperándonos para descargar sobre él culpas y causalidades culposas que tuvo en abundancia: ¡vaya si las tuvo!. Pero también existen otras que vinieron después, sin que se pueda aplicar el principio “post hoc ergo propter hoc”; porque mucho sucedió tras el Concilio que no fue consecuencia del mismo. No al menos como una estricta correlación coincidente.
¿Acaso es esto un intento de atemperar las fechorías del Vaticano II? No; es un intento por ser objetivo y razonable, oteando el horizonte desde una atalaya,no sobre el taburete oficinesco. El historiador o el simple observador de la vida religiosa debe intentar escalar el Tabor, y no sólo el sicómoro de Zaqueo. Michael Davis, por poner un caso, ha sido un objetor durísimo del Vaticano II, en su conocida obra “El Concilio del Papa Juan”. No ha vacilado sin embargo en transcribir un valioso texto de Don Guéranger, del año 1840, protestando sobre las acechanzas de “la herejía antilitúrgica”, cuando todavía no promediaba el siglo XIX. Los mojones que demarcan tragedias eclesiales y periodizan sus vicisitudes, son más abundantes y más antiguos de lo que suele aceptarse.
Dicho quede no obstante que quien nos exija certificaciones de haber hablado de estas cuestiones antes del actual y descomunal desmadre, estará en condiciones de constatarlas, si tiene el buen talante de saber buscarlas. Y si tal buen talante no lo acompaña, será vano e improcedente cualquier diálogo.
Se cuenta que el inglés Robert Conquest, autor de El Gran Terror, aparecido en 1968, cuatro años antes de Archipiélago Gulag, cuando su editor quiso reeditarle su obra, casi inadvertida por el gran público, le preguntó si quería modificarle el título. Conquest –algo molesto hasta donde se lo permitía su flema británica- respondió que sí, que le gustaría llamarla: “¡Os lo dije!”, y agregó dos lindos exabruptos. Algún módico derecho  a decir algo parecido, creemos que nos asiste. Lo cual tampoco nos da patente de profeta ni de augur o cosa parecida. Simplemente conocimos algunas causas y previmos algunos efectos. Aquí acaba y empieza todo cuanto hemos hecho. Y si de ser modestos sin simulaciones se trata, pues la verdad es que nuestro “yo os lo dije” es nada, absolutamente nada, comparado con el de ilustres y verdaderos visionarios, laicos y sacerdotes, que cuando todos iban con la corriente, señalaron que la tal corriente se parecía demasiado al Cocito, al Aquerón y al Caronte, aquellos ríos maléficos que, según el Dante, recorrían el Infierno.
No se busque en estas páginas, entonces,lo que estas páginas no ofrecen. Si una crónica detallada y minuciosa de las estafas doctrinales de Bergoglio que se suceden sin cesar, aquí no están. En muy buenos sitios se las podrá encontrar y los recomendamos. Los navegadores inteligentes de internet ya los conocen y frecuentan. Si un tratado con abundante aparato crítico y bibliografía erudita acerca de la crisis de la Iglesia, tampoco es esta obra. Si el dedo índice justificador de un agorero desoído, no ha lugar. Son todas cosas que no sabemos hacer y que rebalsan nuestras competencias. Acaso le viniera bien al presente libro el término ensayo, que según Alfonso Reyes es el género que cumple una función ancilar de un saber superior y al que comparó con un centauro. Más amable, Eugenio Dórs lo definió como “la poetización del saber”, algo así como la frontera entre la didáctica y la poética. Dios lo oiga.
Y aunque no somos fenomenólogos, dada la delicadeza del tema aquí abordado, más preferimos acercarnos a ellos en esta ocasión que a los distintos tipos de oradores ex cathedra o videntes privados. Más preferimos describir los hechos con fatiga y esperanza, con veracidad sufriente y confianza en Dios, que creernos autorizados o habilitados para determinar cuestiones tan relevantes como la instalación del Anticristo, la Abominación de la Desolación o la proximidad del Fin de los Tiempos. No descartamos ninguna de estas hipótesis y otras colindantes o consecuentes; y amigos y maestros eminentes tenemos a nuestro alrededor, que han comunicado sus fundamentos al respecto. Los escuchamos con atención.
De cara a Dios, ante el Sagrario, no creemos ser justos con nosotros mismos si nos acusáramos de evasivos o de apocados. Creemos ser sencillamente prudentes si no definimos más de lo que nos consideramos calificados para definir. Y lo que nos consideramos calificados a definir es lo que brota de estas páginas: que se está recorriendo, a la vista del que quiera ver, un horrendo camino que lleva del Iscariotismo a la Apostasía. Y que a la cabeza de ese trayecto atroz y abominable marcha quien debiera enarbolar el estandarte de Jesucristo, como su representante en el suelo y en la historia. Lo secundan –con gloriosas y admirables excepciones- una reata indigna de miembros de la Jerarquía y una yeguada salvaje de laicos, impúdicamente engalanados de los más negros atributos que definen al perfecto renegado, y al relapso imbécil y pertinaz. Si así serán indefectiblemente las cosas en el porvenir inmediato, no lo sabemos y deseamos que no. Pero que así son ahora, cuando escribimos estas páginas, es una certeza que no podemos callar.
Es de San Dionisio Areopagita la bella expresión e idea precedente de que la Iglesia es un organismo sacramental, y de que, por lo tanto, la jerarquía eclesiástica “queda así organizada, ordenada real y místicamente, por la contemplación de los misterios divinos, escondidos detrás de las ceremonias sacramentales”. Ergo, el que dice jerarca, quiere mostrar al varón inspirado por Dios, que tiene la ciencia de todos los misterios sagrados, recibidos de Cristo por tradición apostólica[1]. Esto es ser Jerarca Eclesiástico y esto define al Orden de la Esposa. No hay irreverencia entonces si con el debido respeto, y aún con nuestra simpatía por lo que hacen, nos decidimos a afirmar si no sería ésta la primera, capital y suprema duda que habrían de plantearle los cardenales y los bautizados todos a Jorge Mario Bergoglio: ¿Conoce a Cristo o es su negador? ¿Es la cabeza de la Iglesia Católica, Apóstolica y Romana, o el cabecilla de La Iglesia Traicionada?

Presente y porvenir
         Decíamos recién,y nos ratificamos, que la cautela nos lleva a comportarnos antes como un fenomenólogo que como un visionario. No quiere decir eso que no evaluemos los fenómenos que percibimos, que nos mantengamos neutrales ante los mismos o que no podamos conjeturar lo venidero, al modo simple en que lo hacen aquellos que detectan una causa y luego prevén los efectos. Dicho de otro modo; hay algo que podemos asegurar del presente que vivimos, y algo que podemos augurar. O más sencillamente aún: algo que podemos pedir, solicitar, esperar y hacer. Sí; estos últimos verbos se adaptan mejor a nuestro objetivo.
         Por lo pronto, sostenemos que en el presente, la cabeza visible de la Iglesia está transitando del Iscariotismo a la Apostasía, con el consiguiente fruto de perdición que eso conlleva: arrastrar a los fieles hacia un abismo de alucinación, aturdimiento, infidelidad y caos. Y algo más grave aún: servir de pista de aterrizaje para que La Bestia se aposente si ya llegó, o tenga cómo desembarcar con holgura si su arribo fuera inmediato. Marcamos tres tiempos o tres pasos aciagos de ese fatal itinerario. El “hazlo pronto” de Judas; el “apártate de mí” imperativamente solicitado por Cristo a su apóstol Simón, y el “no le conozco”, clavado como un puñal trapero por el mismo Pedro.
 El Padre Leonardo Castellani, una vez más, puede auxiliarnos a entenderlo. En su libro “El Evangelio de Jesucristo”, predicando sobre “La parábola del Sembrador”, correspondiente al Domingo de Sexagésima, sostiene que es dable analogar las tres clases de semillas malogradas con tres tipos humanos referidos a la religión. El primero es el Frívolo, el segundo el Flojo y el tercero el Furioso.A cada uno de los cuales identifica con un personaje histórico para facilitar su comprensión.
“En los tipos frívolos o distraídos, la fe no puede ni prender siquiera, porque ella pertenece al dominio de Lo Serio:allí cae sobre el camino, es sembrada en la calle. Ellos pueden hablar de Dios y aún del Credo, pero lo Religioso está amputado en ellos; o mejor dicho, está atrofiado”[2]. El Flojo es capaz de lo ético y de lo religioso, pero la fe se secó en él porque no quiso sufrir por testimoniarla y vivirla íntegra y rectamente. Es “el miedo al sufrimiento lo que suprime la Religión en estos tipos; lo cual prueba que entienden lo que es religión puesto que ven claramente que la religión los va a remolcar por un camino que les causa pavor, y por eso desenganchan al momento. Con estos el diablo tiene más trabajo, pero también más cosecha”[3].
El caso del Furioso es el más tremendo, dice Castellani. La fe todavía existe en él, pero está subsumida, atrapada y atenazada en el activismo, en la praxis, en el utilitarismo; “en fermento de acción y de desesperación. Lo demoníaco es aquí inmediato”. Porque en esa religiosidad salida de quicio y de madre, La Semilla cayó entre espinas. Su fatal paradigma es el Judío Errante. “Lo Religioso es lo que impulsa al Judío Errante a su fatídica errabundia; si no puede pararse es porque tiene fe, pero su fe está aprisionada por una pasión[...]entonces el desasosiego espiritual que es el manatial de la religiosidad, en vez de volverse fe se vuelve angustia”[4].
La correlación con cuanto venimos tratando de explicar, gana claridad y hondura a la luz del pensamiento castellaniano. Hace rato, se dirá, que en la Iglesia gobiernan los frívolos, los flojos y los furiosos. Hace largo o larguísimo rato, según se mire, que la Barca está a merced de ellos, y que el tálamo de la Esposa ha sido hollado por la presencia en él de estas tres contrafiguras nefastas. Hace tiempo, acotarán algunos, que se viene divisando este predominio de lo insustancial, de lo flácido y de lo furibundo. Pero hasta donde nos da la inteligencia y la sensibilidad, nunca como ahora nos había tocado percibir y constatar que en una misma persona habitaran los tres densos y boscosos males. Y que esa persona hubiese quedado a cargo de la Silla de Pedro.
Hasta aquí –con la síntesis que reclama un simple introito- cuanto podemos decir del presente. Lo que queremos pedir, solicitar, esperar y hacer, de acuerdo con los cuatro verbos que cuidadosamente elegimos antes, lo hallará el lector que tenga la benevolencia de recorrer estas páginas. Pero si algún anticipo se nos pidiera, el mismo quedaría condensado en la conveniencia de rezar, de combatir y de conservar la esperanza. En huir de las tentaciones fáciles –que se dan en el terreno de las cavilaciones intelectuales o de las respuestas espirituales- y seguir el buen consejo de los Padres que pedían el remedio del labor improbus, de la plegaria recta, de las lágrimas acreedoras de bienaventuranzas, de la discreción y de la medida.
El santo abad cisterciense Isaac de Stella, monje del siglo XII, en una Inglaterra todavía católica, nos dejó una buena enseñanza en uno de sus Sermones: “Lo suficiente es fácil decirlo. El gozo, el amor, la delectación, la visión, la luz, la gloria, es lo que Dios exige de nosotros, aquello para lo cual Dios nos hizo. El orden y la religión verdadera es hacer aquello para lo cual fuimos hechos. Contemplemos lo que es la belleza suprema, luchemos vehementemente contra lo que se opone a ello. Todas nuestras actividades, el trabajo como el reposo, la palabra como el silencio, estén encaminados a este fin. Lo que no está encaminado a él, lo que no hacemos por el fin para el cual fuimos hechos por Dios, haciendo coincidir la razón y la intención de su obra y de la nuestra, no es una virtud y no merece recompensa”.
No es mal destino (insistimos con esto) el de formar parte del pequeño rebaño. Lo difícil es merecer un puesto en el mismo y perseverar en él. El desafío es cultivar esa humildad genuina, no impostada, que según Santo Tomás distingue a quienes forman parte de la pequeña grey. Lo árido pero gloriosamente meritorio, es vivir de tal modo en la adversidad, que podamos recibir como escritas y exclamadas para cada uno de nosotros estas palabras divinas: “No temas, rebañito mío,porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino”(Ls. 12,32). Ningún temor entonces. El combate contra la impostura y los impostores, ocupen los cargos que ocuparen, reclama de nosotros gallardía y ardor.
Para completar el pensamiento de Castellani, el cura nos decía que a esas tres malas semillas –tres anti arquetipos, contra paradigmas o dechados de malicia- había que oponerles tres modelos virtuosos: el del Penitente, el Pío y el Perfecto. Y que sendos  ejemplos podrían sintetizarse en un sola denominación: Los Hombres del Ciendoblado, en explícita alusión a la misma Parábola del Sembrador, en la cual, Nuestro Señor, explica que el plantador bueno y virtuoso obtuvo como recompensa a su esfuerzo que los frutos le rindieran “hasta cien veces más de lo que se había sembrado”(Mt.13,8).
“Esos son los hombres que hacen todas las cosas que predican, que tienen una fe total y todos sus actos expresan esa fe. El Ciendoblado es el hombre cuya vida predica el Evangelio sin muchas palabras; que cuando habla del sufrimiento, sabe lo que es sufrir; cuando habla de la renuncia, sabe lo que es renunciar; cuando habla del martirio, sabe lo que es el martirio. Y cuando habla del Amor de Dios, dichoso él, sabe lo que es el Amor”[5].
Ya sabremos qué responder a la neurálgica pregunta sobre el qué hacer. Convertirnos en buenos sembradores. Volvernos penitentes, píos, perfectos. “Como mi Padre Celestial es perfecto”(Mt.5,48).



[1] San Dionisio Areopagita, Sobre la Jerarquía Eclesiástica,Buenos Aires,Vórtice, 2015, p. 5, 21 y 168. Estamos citando, primero, las palabras de sus traductores y presentadores, Fray Rafael María Rossi O.P y el Lic. Francisco Augusto Cornavaca, y después las del mismo Dionisio.
[2] Estamos usando la versión de Buenos Aires, Dictio, 1977, p.144-150.
[3] Ibidem, p. 147.
[4] Ibidem, p. 148.
[5] Ibidem, p. 149.




Nacionalismo Católico San Juan Bautista

2 comentarios:

  1. SIMPLE. Es cabecilla de la secta conciliar.

    ResponderBorrar
  2. Parece buenísimo el libro. Gracias por la reseña, ya copié unas partes.

    ResponderBorrar