Del
Iscariotismo a la Apostasía
Buenos
Aires, Detente, 2017.
Fragmentos
de esta nueva obra del autor a modo de recensión bibliográfica.
Lo que pretende y lo que no
pretende ser este libro
Evitémosle rodeos, subterfugios e
incógnitas al amable o ansioso lector. El título de este libro es una de las
afamadas e incómodas respuestas, mediante las cuales –según coinciden los
cuatro evangelistas- el Apóstol San Pedro negó a Nuestro Señor, en el ocaso del
día que lo apresaron.
Está
aplicado a Jorge Mario Bergoglio, devenido en Francisco cuando se iniciaba el
año 2013. Pero no es sólo él, ni siquiera primero él quien pudiera merecer
semejante sentencia. Y sin evadir el hecho para nada menor, de que cada uno de
nosotros ha pecado alguna vez de tamaño amilanamiento, haciéndose culpable
destinatario de semejante negativa del Dios Vivo, la verdad es que la historia
de la Iglesia
–en sus diferentes miembros o estamentos- está jalonada de análogos
antecedentes. No es materia de este libro analizar esos casos. Lo harán otros
que estén en mejores condiciones para afrontar la tarea. O ya lo han hecho, si
bien se mira; puesto que no le faltan a la Barca los cronistas de sus tempestades o de los
causantes de sus diluvios.
El sentido común, la lectura guiada de
las Sagradas Escrituras,y esa misma crónica eclesiástica antes mentada, nos
permiten deducir asimismo, que no se llega abruptamente a negar a Jesucristo.
Suele haber una gradualidad en el desertor que planifica su fuga; o sencillamente
alguna serie de pasos internos –que tal vez ni él mismo registre
conscientemente- y que lo impulsan en algún momento fatídico a dar el paso más
letal y terrible de todos. En el hombre tibio, por ejemplo, una de las
características de su conducta es la incapacidad de ser fiel en lo poco. Hasta
que la sumatoria de esas infidelidades, a veces imperceptibles, lo convierten
al final en un traidor sin atenuantes. Ya no puede ser fiel en lo Mucho.
Tampoco es propósito de este libro
escudriñar la gradualidad de quien ha defeccionado, con el agravante de que
estaba obligado a ser leal para no quebrar sus votos ni su consagración plena a
Christus, de quien se supone es su alter e incluso su vicario. Mucho menos se
encontrará el propósito -en tan sintéticas páginas- de que tamaño
escudriñamiento abarque tiempos remotos o medianamente distantes del presente.
Es el hic et nunc lo que nos tiene más sobresaltados y dolientes. Sabemos sí
que hay un itinerario, un tránsito, un camino tortuoso, recorrido por muchos y
desde hace ya largo tiempo. Lo hemos dado en llamar del Iscariotismo a la Apostasía.
Primero se actúa como Judas, besando
con falsía al Maestro para encubrir la infamia. El Maestro, que todo lo conoce,
lo insta a quien así se comporta a
apurar el amargo trance. Después llega el momento de actuar de un modo más
dependiente aún de Satanás, pidiéndole al Señor que cumpla una misión que no
vino a cumplir, una vocación extraña a la suya, una voluntad que no es la del
Padre. El Señor que es omnisciente le grita que retroceda, que vuelva sobre su
caminar poseso, que aleje su espíritu contaminado y recapacite. Por último,
todo está preparado y tenebrosamente listo para negar a Jesús en la noche entenebrecida.
Para afirmar que no se lo conoce, que no se lo ha visto antes, que ningún lazo
con él se le puede imputar, que se confunden quienes lo toman por su discípulo
o amigo.
Esta
es la situación en la que aquí y ahora tenemos la impresión de estar inmersos.
Ya no parece bastar el Iscariotismo para inteligir el mal que nos estremece. Ya
no es sólo un beso taimado y treinta monedas tiznadas. Hay más. Quien funge de
Pedro reúne todos los indicios de que no conoce a Cristo. Quien conoce a Cristo
no puede permanecer indiferente ante este extraño Pedro que merece cada día,
tras una nueva trapisonda de su inagotable repertorio, el clamor del Hijo
exigiéndole el irrevocable ¡Vade retro Satanás! Así de grave y de aflictivo:
quien ejerce la mayor diaconía de Cristo en la tierra, no es sabedor de su
oficio ni de su Rey; quienes están enterados de quién es sobrenaturalmente el
Monarca, verían como natural y pertinente que a golpes de fustas y zurriagos lo
expulsara del templo.
Aquí
se centra nuestra acotada y lastimera pretensión. En intentar reflexionar sobre
este tránsito dramático que estamos padeciendo; y que, insistimos, aunque
pródromos tiene y no conviene nunca ocultarlos, hoy ha llegado a una cima que
es sima. Esto es, hablando en paradojas, a lo más alto de lo más bajo.
Entiéndase
entonces –nos interesa repetirlo- qué es lo que intentamos proponernos al
fusionar estas páginas, y qué es lo que escapa a nuestro empeño o
planificación. O más crudamente: a nuestras capacidades.
Alguien
podría decir –diría lo correcto y nosotros mismos adherimos- que este tránsito
infausto no empieza con Francisco. Por supuesto que es así, y no nos han
faltado ocasiones para discurrir públicamente sobre el tema. Testimonios de que
esto es lo que pensamos aparecen en nuestros libros y escritos; los cuales
–tengan el valor que tuvieren- están allí para descubrir que, según nuestro
leal saber y entender, al menos al siglo XIV habría que remontarse para captar
con alguna perspicacia la hondura de la crisis. ¿Es esto incurrir en el “qué
largo me lo fiáis” de Tirso de Molina? No; es incurrir en el anhelo de no ser
simplistas, de no deificar el llamado preconciliarismo, ni practicar ese
espíritu geométrico y simplista, según el cual, el 11 de junio de 1962, Juan
XXIII dio por comenzado “el Día D” de la hecatombe de la Iglesia.
Alguien
podría decir también –y seguramente será el decir prudente y veraz de muchos
lectores- que a Francisco no se llega de la nada, y que el Concilio Vaticano II
está siempre esperándonos para descargar sobre él culpas y causalidades
culposas que tuvo en abundancia: ¡vaya si las tuvo!. Pero también existen otras
que vinieron después, sin que se pueda aplicar el principio “post hoc ergo
propter hoc”; porque mucho sucedió tras el Concilio que no fue consecuencia del
mismo. No al menos como una estricta correlación coincidente.
¿Acaso
es esto un intento de atemperar las fechorías del Vaticano II? No; es un
intento por ser objetivo y razonable, oteando el horizonte desde una atalaya,no
sobre el taburete oficinesco. El historiador o el simple observador de la vida
religiosa debe intentar escalar el Tabor, y no sólo el sicómoro de Zaqueo.
Michael Davis, por poner un caso, ha sido un objetor durísimo del Vaticano II,
en su conocida obra “El Concilio del Papa Juan”. No ha vacilado sin embargo en
transcribir un valioso texto de Don Guéranger, del año 1840, protestando sobre
las acechanzas de “la herejía antilitúrgica”, cuando todavía no promediaba el
siglo XIX. Los mojones que demarcan tragedias eclesiales y periodizan sus
vicisitudes, son más abundantes y más antiguos de lo que suele aceptarse.
Dicho
quede no obstante que quien nos exija certificaciones de haber hablado de estas
cuestiones antes del actual y descomunal desmadre, estará en condiciones de
constatarlas, si tiene el buen talante de saber buscarlas. Y si tal buen
talante no lo acompaña, será vano e improcedente cualquier diálogo.
Se
cuenta que el inglés Robert Conquest, autor de El Gran Terror, aparecido en
1968, cuatro años antes de Archipiélago Gulag, cuando su editor quiso
reeditarle su obra, casi inadvertida por el gran público, le preguntó si quería
modificarle el título. Conquest –algo molesto hasta donde se lo permitía su
flema británica- respondió que sí, que le gustaría llamarla: “¡Os lo dije!”, y
agregó dos lindos exabruptos. Algún módico derecho a decir algo parecido, creemos que nos
asiste. Lo cual tampoco nos da patente de profeta ni de augur o cosa parecida.
Simplemente conocimos algunas causas y previmos algunos efectos. Aquí acaba y
empieza todo cuanto hemos hecho. Y si de ser modestos sin simulaciones se
trata, pues la verdad es que nuestro “yo os lo dije” es nada, absolutamente
nada, comparado con el de ilustres y verdaderos visionarios, laicos y
sacerdotes, que cuando todos iban con la corriente, señalaron que la tal
corriente se parecía demasiado al Cocito, al Aquerón y al Caronte, aquellos
ríos maléficos que, según el Dante, recorrían el Infierno.
No
se busque en estas páginas, entonces,lo que estas páginas no ofrecen. Si una
crónica detallada y minuciosa de las estafas doctrinales de Bergoglio que se
suceden sin cesar, aquí no están. En muy buenos sitios se las podrá encontrar y
los recomendamos. Los navegadores inteligentes de internet ya los conocen y
frecuentan. Si un tratado con abundante aparato crítico y bibliografía erudita
acerca de la crisis de la
Iglesia , tampoco es esta obra. Si el dedo índice justificador
de un agorero desoído, no ha lugar. Son todas cosas que no sabemos hacer y que
rebalsan nuestras competencias. Acaso le viniera bien al presente libro el
término ensayo, que según Alfonso Reyes es el género que cumple una función
ancilar de un saber superior y al que comparó con un centauro. Más amable,
Eugenio Dórs lo definió como “la poetización del saber”, algo así como la
frontera entre la didáctica y la poética. Dios lo oiga.
Y
aunque no somos fenomenólogos, dada la delicadeza del tema aquí abordado, más
preferimos acercarnos a ellos en esta ocasión que a los distintos tipos de
oradores ex cathedra o videntes privados. Más preferimos describir los hechos
con fatiga y esperanza, con veracidad sufriente y confianza en Dios, que
creernos autorizados o habilitados para determinar cuestiones tan relevantes
como la instalación del Anticristo, la Abominación de la Desolación o la
proximidad del Fin de los Tiempos. No descartamos ninguna de estas hipótesis y
otras colindantes o consecuentes; y amigos y maestros eminentes tenemos a
nuestro alrededor, que han comunicado sus fundamentos al respecto. Los
escuchamos con atención.
De
cara a Dios, ante el Sagrario, no creemos ser justos con nosotros mismos si nos
acusáramos de evasivos o de apocados. Creemos ser sencillamente prudentes si no
definimos más de lo que nos consideramos calificados para definir. Y lo que nos
consideramos calificados a definir es lo que brota de estas páginas: que se
está recorriendo, a la vista del que quiera ver, un horrendo camino que lleva
del Iscariotismo a la Apostasía. Y
que a la cabeza de ese trayecto atroz y abominable marcha quien debiera
enarbolar el estandarte de Jesucristo, como su representante en el suelo y en
la historia. Lo secundan –con gloriosas y admirables excepciones- una reata
indigna de miembros de la
Jerarquía y una yeguada salvaje de laicos, impúdicamente
engalanados de los más negros atributos que definen al perfecto renegado, y al
relapso imbécil y pertinaz. Si así serán indefectiblemente las cosas en el
porvenir inmediato, no lo sabemos y deseamos que no. Pero que así son ahora,
cuando escribimos estas páginas, es una certeza que no podemos callar.
Es
de San Dionisio Areopagita la bella expresión e idea precedente de que la Iglesia es un organismo
sacramental, y de que, por lo tanto, la jerarquía eclesiástica “queda así
organizada, ordenada real y místicamente, por la contemplación de los misterios
divinos, escondidos detrás de las ceremonias sacramentales”. Ergo, el que dice
jerarca, quiere mostrar al varón inspirado por Dios, que tiene la ciencia de
todos los misterios sagrados, recibidos de Cristo por tradición apostólica[1].
Esto es ser Jerarca Eclesiástico y esto define al Orden de la Esposa. No hay
irreverencia entonces si con el debido respeto, y aún con nuestra simpatía por
lo que hacen, nos decidimos a afirmar si no sería ésta la primera, capital y
suprema duda que habrían de plantearle los cardenales y los bautizados todos a
Jorge Mario Bergoglio: ¿Conoce a Cristo o es su negador? ¿Es la cabeza de la Iglesia Católica , Apóstolica y
Romana, o el cabecilla de La Iglesia
Traicionada ?
Presente
y porvenir
Decíamos recién,y nos ratificamos, que
la cautela nos lleva a comportarnos antes como un fenomenólogo que como un
visionario. No quiere decir eso que no evaluemos los fenómenos que percibimos, que
nos mantengamos neutrales ante los mismos o que no podamos conjeturar lo
venidero, al modo simple en que lo hacen aquellos que detectan una causa y
luego prevén los efectos. Dicho de otro modo; hay algo que podemos asegurar del
presente que vivimos, y algo que podemos augurar. O más sencillamente aún: algo
que podemos pedir, solicitar, esperar y hacer. Sí; estos últimos verbos se
adaptan mejor a nuestro objetivo.
Por lo pronto, sostenemos que en el
presente, la cabeza visible de la
Iglesia está transitando del Iscariotismo a la Apostasía , con el
consiguiente fruto de perdición que eso conlleva: arrastrar a los fieles hacia
un abismo de alucinación, aturdimiento, infidelidad y caos. Y algo más grave
aún: servir de pista de aterrizaje para que La Bestia se aposente si ya
llegó, o tenga cómo desembarcar con holgura si su arribo fuera inmediato.
Marcamos tres tiempos o tres pasos aciagos de ese fatal itinerario. El “hazlo
pronto” de Judas; el “apártate de mí” imperativamente solicitado por Cristo a
su apóstol Simón, y el “no le conozco”, clavado como un puñal trapero por el
mismo Pedro.
El Padre Leonardo Castellani, una vez más,
puede auxiliarnos a entenderlo. En su libro “El Evangelio de Jesucristo”,
predicando sobre “La parábola del Sembrador”, correspondiente al Domingo de
Sexagésima, sostiene que es dable analogar las tres clases de semillas
malogradas con tres tipos humanos referidos a la religión. El primero es el Frívolo,
el segundo el Flojo y el tercero el Furioso.A cada uno de los cuales identifica
con un personaje histórico para facilitar su comprensión.
“En
los tipos frívolos o distraídos, la fe no puede ni prender siquiera, porque
ella pertenece al dominio de Lo Serio:allí cae sobre el camino, es sembrada en
la calle. Ellos pueden hablar de Dios y aún del Credo, pero lo Religioso está
amputado en ellos; o mejor dicho, está atrofiado”[2]. El Flojo es
capaz de lo ético y de lo religioso, pero la fe se secó en él porque no quiso
sufrir por testimoniarla y vivirla íntegra y rectamente. Es “el miedo al
sufrimiento lo que suprime la
Religión en estos tipos; lo cual prueba que entienden lo que
es religión puesto que ven claramente que la religión los va a remolcar por un
camino que les causa pavor, y por eso desenganchan al momento. Con estos el
diablo tiene más trabajo, pero también más cosecha”[3].
El
caso del Furioso es el más tremendo, dice Castellani. La fe todavía existe en
él, pero está subsumida, atrapada y atenazada en el activismo, en la praxis, en
el utilitarismo; “en fermento de acción y de desesperación. Lo demoníaco es
aquí inmediato”. Porque en esa religiosidad salida de quicio y de madre, La Semilla cayó entre
espinas. Su fatal paradigma es el Judío Errante. “Lo Religioso es lo que
impulsa al Judío Errante a su fatídica errabundia; si no puede pararse es
porque tiene fe, pero su fe está aprisionada por una pasión[...]entonces el
desasosiego espiritual que es el manatial de la religiosidad, en vez de
volverse fe se vuelve angustia”[4].
La
correlación con cuanto venimos tratando de explicar, gana claridad y hondura a
la luz del pensamiento castellaniano. Hace rato, se dirá, que en la Iglesia gobiernan los
frívolos, los flojos y los furiosos. Hace largo o larguísimo rato, según se
mire, que la Barca
está a merced de ellos, y que el tálamo de la Esposa ha sido hollado por la presencia en él de
estas tres contrafiguras nefastas. Hace tiempo, acotarán algunos, que se viene
divisando este predominio de lo insustancial, de lo flácido y de lo furibundo. Pero
hasta donde nos da la inteligencia y la sensibilidad, nunca como ahora nos
había tocado percibir y constatar que en una misma persona habitaran los tres
densos y boscosos males. Y que esa persona hubiese quedado a cargo de la Silla de Pedro.
Hasta
aquí –con la síntesis que reclama un simple introito- cuanto podemos decir del
presente. Lo que queremos pedir, solicitar, esperar y hacer, de acuerdo con los
cuatro verbos que cuidadosamente elegimos antes, lo hallará el lector que tenga
la benevolencia de recorrer estas páginas. Pero si algún anticipo se nos
pidiera, el mismo quedaría condensado en la conveniencia de rezar, de combatir
y de conservar la esperanza. En huir de las tentaciones fáciles –que se dan en
el terreno de las cavilaciones intelectuales o de las respuestas espirituales-
y seguir el buen consejo de los Padres que pedían el remedio del labor improbus,
de la plegaria recta, de las lágrimas acreedoras de bienaventuranzas, de la
discreción y de la medida.
El
santo abad cisterciense Isaac de Stella, monje del siglo XII, en una Inglaterra
todavía católica, nos dejó una buena enseñanza en uno de sus Sermones: “Lo
suficiente es fácil decirlo. El gozo, el amor, la delectación, la visión, la
luz, la gloria, es lo que Dios exige de nosotros, aquello para lo cual Dios nos
hizo. El orden y la religión verdadera es hacer aquello para lo cual fuimos
hechos. Contemplemos lo que es la belleza suprema, luchemos vehementemente
contra lo que se opone a ello. Todas nuestras actividades, el trabajo como el
reposo, la palabra como el silencio, estén encaminados a este fin. Lo que no
está encaminado a él, lo que no hacemos por el fin para el cual fuimos hechos
por Dios, haciendo coincidir la razón y la intención de su obra y de la
nuestra, no es una virtud y no merece recompensa”.
No
es mal destino (insistimos con esto) el de formar parte del pequeño rebaño. Lo
difícil es merecer un puesto en el mismo y perseverar en él. El desafío es
cultivar esa humildad genuina, no impostada, que según Santo Tomás distingue a
quienes forman parte de la pequeña grey. Lo árido pero gloriosamente meritorio,
es vivir de tal modo en la adversidad, que podamos recibir como escritas y
exclamadas para cada uno de nosotros estas palabras divinas: “No temas,
rebañito mío,porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino”(Ls.
12,32). Ningún temor entonces. El combate contra la impostura y los impostores,
ocupen los cargos que ocuparen, reclama de nosotros gallardía y ardor.
Para
completar el pensamiento de Castellani, el cura nos decía que a esas tres malas
semillas –tres anti arquetipos, contra paradigmas o dechados de malicia- había
que oponerles tres modelos virtuosos: el del Penitente, el Pío y el Perfecto. Y
que sendos ejemplos podrían sintetizarse
en un sola denominación: Los Hombres del Ciendoblado, en explícita alusión a la
misma Parábola del Sembrador, en la cual, Nuestro Señor, explica que el
plantador bueno y virtuoso obtuvo como recompensa a su esfuerzo que los frutos
le rindieran “hasta cien veces más de lo que se había sembrado”(Mt.13,8).
“Esos
son los hombres que hacen todas las cosas que predican, que tienen una fe total
y todos sus actos expresan esa fe. El Ciendoblado es el hombre cuya vida
predica el Evangelio sin muchas palabras; que cuando habla del sufrimiento,
sabe lo que es sufrir; cuando habla de la renuncia, sabe lo que es renunciar;
cuando habla del martirio, sabe lo que es el martirio. Y cuando habla del Amor
de Dios, dichoso él, sabe lo que es el Amor”[5].
Ya
sabremos qué responder a la neurálgica pregunta sobre el qué hacer.
Convertirnos en buenos sembradores. Volvernos penitentes, píos, perfectos.
“Como mi Padre Celestial es perfecto”(Mt.5,48).
[1] San Dionisio Areopagita, Sobre la Jerarquía Eclesiástica ,Buenos
Aires,Vórtice, 2015, p. 5, 21 y 168. Estamos citando, primero, las palabras de
sus traductores y presentadores, Fray Rafael María Rossi O.P y el Lic.
Francisco Augusto Cornavaca, y después las del mismo Dionisio.
[2] Estamos usando la versión de
Buenos Aires, Dictio, 1977, p.144-150.
[3] Ibidem, p. 147.
[4] Ibidem, p. 148.
Nacionalismo Católico San
Juan Bautista
SIMPLE. Es cabecilla de la secta conciliar.
ResponderBorrarParece buenísimo el libro. Gracias por la reseña, ya copié unas partes.
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