lunes, 6 de noviembre de 2017

El pecado de la democracia – Augusto TorchSon


  Casi inevitablemente la humanidad toda sigue esperando y confiando en que la solución a la anarquía global actual provenga del consenso. Consenso que podría pretenderse prudente y razonado, científico incluso, por el cual progresivamente se vayan realizando pequeños logros, a fin de que, al cabo de unas cuantas generaciones, la sociedad vaya reencaminándose hacia verdaderas políticas promotoras del bien común. Así, incluso entre quienes se dicen antidemocráticos, se busca ganar espacios en el sistema que dicen combatir, para ir corrigiendo y mejorando el mismo, y hasta llegar a reemplazarlo, por medio de la paciente acción de los que, según manifiestan, están dispuestos a “sacrificarse” participando en el sistema partidocrático con el objeto empezar a trabajar por ese supuesto bien futuro. Resulta entonces que el ideal de consenso está dado por la opinión mayoritaria y no por la verdad misma.

  Respecto de los que pensamos que la democracia es simplemente una estrategia de dominación de las masas, sostenida en la ficticia idea de que el pueblo sufragante participa de alguna manera en el gobierno poniendo un papel en una urna; nos resulta claro que la propuesta de la sola búsqueda de un supuesto bienestar material que impulsa la democracia, necesariamente redunda en detrimento de lo espiritual, y esa omisión siempre termina en el caos.

 Decimos supuesto bienestar material porque como se observa en los hechos, el mismo es alcanzado por unos pocos que son los que quieren y tienen la oportunidad de transigir con los pérfidos poderes terrenos.

El razonar de esa manera, nos lleva a ser considerados verdaderos amargados, pesimistas, faltos de “cintura política”, y hasta de realismo, cómo si la única forma posible de solución a los problemas de las naciones, fuera perfeccionar un sistema que se conoce y se demuestra absolutamente corrupto. De la insistencia en la práctica de un mal sistema no puede nunca razonablemente esperarse un bien. A las pruebas nos remitimos cuando vemos que se cree que los problemas generados por la democracia se curan con más democracia y sólo es cuestión de insistir hasta llegar, aunque sea por obra del azar en alguna oportunidad a elegir bien, o lo que es más ridículo, conseguir la madurez del pueblo al que la misma democracia se encarga de pervertir.
Entonces, la idea es mejorar un sistema perverso, pero nunca osar cambiarlo, ya que dicha propuesta se considera subversiva y revolucionario, cuando lo verdaderamente revolucionario es la absolutista democracia judeo-masónica instalada con pretendida vocación de perpetuidad en el mundo entero.

  De ahí que siempre se busquen las soluciones a los problemas de las naciones en los ministros de economía, los de producción o de relaciones exteriores, cuando el problema real es la falta de valores en el hombre democrático, es decir, termina siendo el verdadero problema el espiritual y no el material, aspecto éste último que es el único al que la democracia pretende atender.

  La moralidad de los ciudadanos en la democracia es algo considerado solamente como “acto privado, dejado al juicio de Dios”, y es por eso que los gobiernos de mundo entero, estimulados y financiados por los tentáculos de ese monstruo internacionalista judaico que es la ONU, promueven la necesidad de la educación para el nuevo mileno en la imagen del hombre desprovisto de los condicionamientos de las fronteras, las identidades culturales y sobre todo de las religiones, para buscar solamente la fraternidad universal. Hasta se les puso un nombre para hacerlo atractivo a los jóvenes y así identificar a los cultores esta ideología promotora de la emancipación de la creatura de su Creador; se les llama: “Millenial”. Hasta el presidente argentino Macri hizo el ridículo al lucir ese look juvenil millenial en el evento “Global Citizen” que promueve estos “valores” para la humanidad. Así se habla de la importancia del respeto a las elecciones de los demás, respeto que termina alcanzando a las más perversas de las conductas las que tienen como único límite el realizarse de común acuerdo (consensualmente) o privadamente. La democracia entonces es la gran propiciadora de esos pretendidos derechos, y aunque se mencionen supuestos respectivos deberes, no es esto más que un eufemismo para encubrir lo disolvente para la sociedad de estas conductas. Indudable resulta entonces que a un drogadicto o a un alcohólico no pueden exigírseles actos responsables, como de un sodomita o pedófilo no pueden esperarse conductas de nobleza cuando no pueden controlar sus propias torcidas conductas. Entonces del respeto de conductas viciosas, se espera que surjan sociedades virtuosas en otro de los falsos paradigmas democráticos. Esta es la consecuencia lógica de la búsqueda de bienestar material con absoluta prescindencia del espiritual. 


  Lo cierto es que, mientras se excluya a Dios de las naciones, y de las instituciones sociales, empezando por la familia; el resultado no puede ser otro que el desorden hoy imperante en el mundo entero. La omisión de la creatura en buscar su sostén en su Creador solo genera anarquía. Y al hablar de Creador, nos referimos al único Dios verdadero que es el Católico, por más que al Obispo de Roma Bergoglio no sólo le moleste el término sino que hasta considere inexistente a ese Dios para favorecer la ideología sincretista democrática que respeta hasta la posibilidad de considerar dios a quien no lo es. Lo grave en ese sentido es que la misma democracia termina adquiriendo carácter religioso y así promueve la libertad para cambiar de religión y hasta despojarse de ella, pero nunca para proponer un cambio de régimen.

  Son claras las connotaciones teológicas señaladas por León XIII como erróneas en aceptar la soberanía popular, pilar en la que se asientan los regímenes democráticos modernos. Así el poder no desciende de Dios, sino que asciende desde el pueblo, divinizando a éste y relativizando a Aquel.

  Y lamentablemente en la Iglesia desde Pio XII hasta aquí, se viene promoviendo y apoyando a ese sistema haciendo aclaraciones que resultan utópicas como el salvar la doctrina católica del origen y ejercicio del poder, encontrando o buscando bondades que el régimen no tiene ni puede llegar a tener, y con las cuales enmascara su verdadero y perverso propósito.

  Los arquitectos del mundo trabajan incansablemente para hacer del hombre moderno un ser absolutamente materialista. Entonces la idea democrática se impone hasta en la Iglesia en la búsqueda primera de la satisfacción de necesidades terrenas. En ese sentido el Obispo de Roma Bergoglio en su viaje a las libertinas playas de Rio de Janeiro sostuvo que no le importaba quién eduque a los niños, si protestantes, judíos, musulmanes o ateos, lo importante era que lo eduquen y le quiten el hambre. Y esa educación sin Dios y ese desprecio por la cita de Nuestro Señor en el desierto respecto de que “No sólo de pan vive el hombre…” (Mt.4, 4), son en consonancia con las ideas de la religión democrática.

  Es así como queda expuesto el principal y más diabólico pecado de la democracia, el buscar el orden con prescindencia del Supremo Ordenador, el buscar las añadiduras antes que el Reino y la Justicia.

  Y sabiendo que si no cambia el hombre difícilmente puedan cambiar las sociedades, la clave entonces está en la cita bíblica: “desnudaros del hombre viejo para hacer morir el hombre viejo, según el cual habéis vivido en vuestra vida pasada, el cual se vicia siguiendo los deseos del error. Renovaos, pues en el espíritu de vuestra mente y revestíos del hombre nuevo que ha sido creado conforme a Dios en justicia y en la santidad de la verdad” (Ef.4, 22-24).

  Dejemos entonces de justificarnos sosteniendo hacer lo que se puede buscando hacer lo que se debe en vez de seguir adaptándonos siempre al sistema. Los tiempos que corren al hacerse cada día más asfixiantes para quienes queremos trabajar por una sociedad justa y sana, preanuncian al hombre de fe la proximidad de la redención, por lo que la esperanza tiene que estar puesta en el Redentor de la humanidad y no en el progreso indefinido del sistema democrático. Dios no miente, y la radicalidad evangélica no es fanatismo sino el único camino a la salvación. Ningún sacrificio es poco ante tan grande recompensa, y así fuimos advertidos: “el que ama su vida, la perderá; más el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna” (Jn.12, 25).


Augusto


Nacionalismo Católico San Juan Bautista




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