Los grandes medios dieron a conocer en el
último día de octubre una Epístola de Julio De Vido, a quien su proverbial
colombofilia se le transformó en una tragicómica paradoja: la de acabar como vulgar
pajarraco tras las rejas de una jaula cualquiera.
La misiva tiene alpiste, si se nos permite
el tropo; y está titulada “La mano en el fuego”, no tanto como mención al
elemento fundante de El Oscuro de Efeso sino a la deslealtad de La Potranca de
Tolosa.
Quedará para expertos de toda índole
comentar los párrafos de la magna esquela devidiana.
Principalmente aquellos en los que el
autor sostiene el carácter injusto de su prisión. Aserto que estamos prontos a
suscribir, pues no es la celda sino el paredón el destino más equitativo para
sujetos de esta laya; y mucho más aún, para sus mandantes y mandanta; la cual,
si tuvieran un gramo de honor, debería presentarse voluntariamente arrestada
ante el Servicio Penitenciario, aduciendo que la elemental regla de la decencia
y de la responsabilidad consiste en hacerse cargo los superiores de las que
juzgan indebidas afrentas para sus subordinados. Lo que se deduce en cambio es
que, o no hay agravio en la captura del dependiente, o no hay honor en la jefa.
O esto es un sálvese quien pueda, mientras podamos.
Quedará también para los juristas de nota
analizar las quejumbrosas victimizaciones que dice padecer el palomo, como la
del circo mediático judicial montado a su alrededor, o la de ir a parar a
oscura bartolina sin condena previa. “Pregúntenmelo a mí”, dice Julius. Y se lo
preguntamos nomás; pero no en referencia a su destino de hampón sino al de los
centenares y centenares de militares cautivos, a quienes –siendo él poder
político- no se les ahorró circo, arbitrariedad, desafuero, crueldad refinada,
ilegalidad manifiesta y, al fin, la desolada muerte.
Mas no nos ocuparíamos de estas endechas
julias en pleno octubre, si las mismas no incursionaran en altas esferas
humanísticas, que nos obligan a meditar sobre la inequidad de mantener recluso
a un letrado de valía tan empinada.
Dice Julio principiando la misiva, que “la
mano en el fuego es un viejo refrán, tan antiguo como la Edad Media, propio del
Tribunal de la Inquisición”. Y sus afanes republicanos acrecen a medida que
constata que su ayer nomás empleadora no está dispuesta a asumirlo como propio
en defensa de su impoluta gestión.
Lamentamos decirle al Docto del Pabellón 3
que aquella frase hizo célebre la valentía y la heroica resistencia de Mucio
Escévola, joven patricio del siglo VI A.C, que desafiando las amenazas de
torturas indecibles ordenadas por el tirano Porsenna, ya caídos del trono los
Tarquinos, colocó voluntariamente su mano diestra en el brasero de sacrificio,
hasta mutilársela, sin proferir gemido alguno; jurando que esa misma capacidad
sufriente y oblativa la tendrían todos los soldados romanos enfrentados a la
abyección. Precisamente en nombre de todos ellos ponía él su mano en la
devoradora fogata. Lo cuenta Tito Livio en las Décadas (II,11), y Dionisio de
Halicarnaso en Antigüedades Romanas (V,35); para que el mundo sepa que no es lo
mismo quedar manco como el príncipe Mucio que cual motonauta Scioli. No es lo
mismo ser inmortalizado por la paleta de Romanelli, en el Palacio del Louvre,
que por una selfie en La Ñata.
Agrega el avechucho – superando ya toda
gala de sapiencia y maestría- que “en realidad yo no conozco a nadie, y usted
lector seguramente tampoco, que ponga las manos en el fuego y no se queme;
créame que Antonio Torquemada (el máximo impulsor de la Inquisicion) tampoco”.
Lamentamos decirle que el insigne fraile dominico Torquemada –quien vivió
virtuosamente y murió en olor de santidad- no se llamaba Antonio sino Tomás, y
que si bien no tiene el mérito de haber sido el máximo impulsor del Tribunal de
la Santa Inquisición, fue sí uno de sus personajes más gloriosos y honorables.
Uno de esos claros varones de Castilla, de los que habló Hernando del Pulgar.
“El relámpago de España y el honor de su Orden”, según lo ha bien descripto el
cronista Sebastián de Olmedo.
De Vido –dado a sisar y a coimear en el
presente antes que a la investigación serena del pasado- debe creer que la Inquisición
era el Sindicato de los Matones, con D´Elía y Moreno como “máximos impulsores”;
y que, por lo tanto, no hay mayor ofensa que traer a colación a los
inquisidores en toda comparanza de maldades. Destino ornitológico el suyo, pero
de sula bassanus, popularmente conocido como pájaro bobo, de la familia de los
spheniscidae o pingüinos, con quienes tan cercanamente convivió, birló y
ultrajó a la patria. La hora de la corneja siniestra le ha llegado. Pero su
saga no es la del Cid, sino la del Penado 14, aquel que “murió haciendo señas y
nadie lo entendió”.
Casi al final de la carta, Julio el Torcaz
se sensibiliza, como ante los difuntos del Once, y legítimamente resentido
frente a la felonía de Cristina, que le negó la metáfora –según él
inquisitorial- de la mano en el fuego, ensaya algunos alejandrinos con ripio:
“la confianza se da o se quita, se gana y se pierde, la cosa es de a dos como
en el amor[...]; nada se quema, sólo desilusiona y a veces mucho”. Sí; Julio. Tenía
razón Marechal: “con el número dos nace la pena”. En este caso la pena de
prisión por estafador, mafioso, corrupto y desfalcador de las arcas nacionales.
Pero cuidado con creer que nada se quema. Pregúntenle a los mapuches.
Habiendo pasado por el rigor de los
medievalistas y la estética de los vates, De Vido –acostumbrado a no arredrarse
ante las cuestiones de peso- incursiona en la exégesis evangélica. “La gente no
come vidrio, la historia nos dirá qué pasó[...], como siempre, el tiempo nos lo
dirá: Ecce Homo, dijo Pilatos hace XXI siglos, pero pocos se acuerdan de él y
todos recordamos y algunos adoramos al que nos redimió”.
Vea Julio. Si usted se quiere comparar
externamente con el Ecce Homo, avise. No sabe las ganas que tenemos muchos de
azotarlo y flagelarlo, en compañía de su troupe. Pero si la comparanza apunta
más alto, esto ya se llama blasfemia y sacrilegio, y tiene un castigo que no
sólo desilusiona sino que quema. Y para siempre.
Tampoco es cierto que pocos se acuerdan de
Pilatos. Ustedes, por lo pronto, los políticos del Régimen, se acuerdan de él
en cada elección y practican su método infalible de la voluntad popular. En
cuanto “al que nos redimió”, no debería usted contarse entre los que lo adoran,
pues el Redentor enseñó que no se lo puede servir a Él y a la par a Mamón.
Mamón, aclarémoselo, no es un dirigente del gremio de los cerveceros, sino el
patrono de las cajas fuertes ante las cuales entraba en éxtasis su paladín sin
par: Néstor 1050 Kirchner.
Después de los registrados sinsabores, la
misiva, por suerte, finaliza del mejor modo. “Si quieren saber dónde estoy,
estoy dónde estuve siempre, al lado de Néstor Carlos Kirchner, quien continuó y
profundizó la obra de Juan Perón”.
Es una tranquilidad, decimos, saber en
dónde está. Porque la verdad es que lo íbamos a mandar a la mierda. Pero vemos
que el hombre ya llegó...Ya llegó.
Antonio
Caponnetto
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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