“Y si lo hirió con una piedra en la mano, por
la cual pueda morir, y muere, es un asesino; al asesino ciertamente se le dará
muerte”.
Números, 35,17
En tanto los hechos, por su propio peso, se tornan
evidencias, escaso o nulo es el margen que queda para la duda. Todo se vuelve
certidumbre válida.
-Es evidente que Macri tiene tres ciudades paradigmáticas
que guían su gestión gubernativa. Cartago, Sodoma y Sión. En la primera –según nos
lo dice Aristóteles en la Política- se valoraba más la riqueza que la virtud.
En la segunda, los pecados contra natura eran política de Estado. La tercera es
el símbolo de la Sinagoga rampante. Símbolo y garantía a la vez del
destronamiento intencional de Jesucristo. Menos la Civitas Dei, todo remedo
babilónico dará la medida de su polis ejemplar.
-Es evidente que, para sus opositores, las tres ciudades
poseen el mismo encanto; y que la materia que los diferencia ocasionalmente no
es el funesto abanico de las predilecciones, sino el que puedan ser los
regidores de aquellas urbes siniestras o sus meros secuaces. Idolatran sustantivamente lo mismo porque son
lo mismo. Se pelean por la alternancia en los puestos de madame o de ramera,
pero todos trabajan para el éxito del mismo lupanar.
-Es evidente que las izquierdas, con sus tentáculos
múltiples, hacen ostentación de actos vandálicos, criminales y delictivos, cada
vez que se les ocurre; demostrando que la gimnasia terrorista sigue siendo su
apuesta, su fuerte y su curso de operaciones preferido.
-Es evidente que nadie se atreve a llamar al accionar de
esas izquierdas por su verdadero nombre: Revolución Marxista; y hasta se comete
el delirio semántico de acusarlas de fascistas por una supuesta obstaculización
que ejecutarían del institucionalismo regiminoso.
-Es evidente que las principales testas crapulosas del
oficialismo –del de hoy y del de ayer nomás- utilizan a las fuerzas armadas y
de seguridad como meros fusibles, para que sobre ellos se descargue todo el
odio y la vesania de esas izquierdas pluriformes pero unánimemente asesinas. La
consigna emanada de los más altos poderes políticos es que los garantes de la
seguridad permitan la consumación de los más graves actos delincuenciales,
antes que osar la conjugación del verbo prohibido: reprimir. Y que permitan ser
apaleados a mansalva antes que atreverse a conculcar el derecho humano al
desmán que posee, de mínima, todo miembro de las troikas nativas.
La orden de la lenidad para los cien rostros del salvajismo
rojo, se cumple a rajatablas. Su triste consecuencia inmediata también:
destrozo de vidas y de bienes, escarnio del orden y victoria del caos. La
sangre de un policía o la herida de un gendarme se vuelven invisibles. La más
superficial magulladura de un forajido será tenida ipso facto por genocidio. Un
vulgar piropo callejero es ahora violencia de género. Lapidar a mujeres
uniformadas es protesta social. Los mismos que gritan ni una menos, tienen
permiso para usar de blanco mortal a las mujeres de las fuerzas públicas.
-Es evidente que la Iglesia en la Argentina –que acaba de
llevar en andas y en olor de multitud a dos representantes episcopales de la
clerecía villeril, ideologizadora del resentimiento y del rencor del lumpen- ha
tomado partido por el progresismo; herético en lo teológico, subversivo en lo
político, insurreccional en lo social y desquiciado en todo. Del Cardenal
Primado para abajo, la casi totalidad de los pastores son funcionales, ya no a
la apostasía, que es la máxima expresión de su infidelidad, sino al programa
revulsivo de las izquierdas dominantes. Su declamada opción por los pobres, no
es porque les importe de ellos el bienestar ordenado al Reino de Dios, sino la
rebelión social permanente.
Bergoglio –en quien se cumple el neodogma de la infalibilidad
para el mal- sólo le ha insuflado un tinte más ramplón y plebeyo a este cuadro
literalmente apocalíptico, pero no lo ha inventado. Su culpa, seamos francos,
es atizar hasta el escándalo los carbones del averno, pero el averno ya estaba
funcionando hace rato. De todos modos, en el campeonato de los renegados
difícilmente le emparde alguno su puesto en la avanzada.
Y así podríamos seguir enunciando evidencias, tan palmarias
cuanto desgarradoras. La llamada “batalla del Congreso” o “De las piedras”,
acaecida el pasado 18 de diciembre, quedará como cifra y epítome de esta
patencia de la iniquidad sin freno.
Lo que, por culpa del lavado de cerebro colectivo, del
pensamiento único dominante y de la execrable corrección política, no se quiere
tornar evidente, es que todo esto que ocurre se llama democracia. Se llama
triunfo de la mitad más uno, dictamen del sufragio universal, imposición de la
deificada soberanía del pueblo, vigencia plena de la partidocracia,
constitucionalismo de cuño iluminista, tripartición del poder, representantes
del pueblo y todo el repertorio de vejámenes al bien común, fraguado en el
aborrecible molde del liberalismo.
Sí; lo diremos hasta con nuestro último aliento: la gran
culpable es la perversión democrática; intrínsecamente endemoniada,
inherentemente pérfida, connaturalmente enferma y nefanda. Toma entre nosotros,
rotativamente, los nombres ruines que se han vuelto infamemente familiares:
peronismo, radicalismo, socialismo o macrismo, lo mismo da. En sí mismos y en
sus caciques son la nada absoluta, la fraseología insustancial, la praxeología
aterradora, el activismo oportunista, la corrupción generalizada. Pero en tanto
rostros y brazos rotativos de la perversión democrática, su enemistad con la
salud de la patria se vuelve absoluta.
Que todavía haya supuestos amigos o próximos que no se den
cuenta, sólo prueba la eficacia de aquel mentado lavaje de cerebro. Pero que
haya otros, capaces de quebrar lanzas por la justificación del sistema
imperante, ya no es simple miopía sino culposo contubernio. Son los católicos
libeláticos y los argentinos perduéllicos. Libeláticos eran llamados los
creyentes cobardes, que para evitar las persecuciones de los poderosos de la
tierra, bajo el imperio romano, procuraban tener un libellus o certificado de
que habían echado incienso a los dioses. Perduéllicos, en el mismo horizonte
cultural romano ya mentado, eran los enemigos internos de la nación. Se lleven
ambos grupos nuestro mayor desprecio. Unos y otros, de consuno, trabajan para
probar la licitud y la conveniencia de legitimar la inserción en el sistema
democrático. Que es trabajar para legitimar la conculcación del Decálogo.
Nuestro Señor enseñó, para ejercitar un acto real y
concreto de misericordia, que el que estuviera libre de pecado arrojara la
primera piedra a aquella desdichada mujer adúltera. Y apaciguó la iracundia del
fariseísmo. Hoy, la hez de los pecadores
y viciosos, de los crápulas e indecentes de la peor ralea, de los que no se
diferencian en nada de una náusea o de un esputo, han invertido el mandato de
Cristo. Sus piedras arrojadas a mansalva y con la anuencia despiadada de todos
los poderes políticos, claman al cielo pidiendo justicia.
En esta nueva Navidad doliente, se nos conceda la gracia de
ser los artífices de aquello que imploró y que prometió Isaías(9,10): “Los
ladrillos han caído, pero con piedras labradas los reedificaremos; los
sicómoros han sido cortados, pero con cedros los reemplazaremos”.
Que otros tengan vocación de sufragistas, de congresales, de
demócratas con encuestas al tope y estadísticas a favor; de módicos
funcionarios del macrismo, del peronismo u otras subpurulencias derivadas. Se sumarán al infierno.
La patria necesita varones y mujeres con vocación de cedro
y de piedra labrada. Se sumarán a ese paraiso, joseantonianamente concebido,
con ángeles portadores de colosales mandobles en los aguilones de la puerta.
Antonio Caponnetto
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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