Algunos comentarios críticos
Fechada en
diciembre de 2017, pero dada a conocer públicamente, según sabemos, el pasado
29 de enero de 2018, Francisco nos ha entregado su Constitución Apostólica
Veritatis Gaudium, sobre las Universidades y Facultades Eclesiásticas.
Es un texto
que consta de varias partes, meramente técnicas algunas, con anexos
documentales otras y con disposiciones necesariamente leguleyas, repartidas
sobre todo en los tramos finales del documento.
Tal vez por
la naturaleza algo árida del tema abordado, y por la especificidad del asunto,
lo cierto es que Veritatis Gaudium pasó prácticamente inadvertida, y no parece
conveniente que así sea. Entre otras
razones, porque prueba una vez más lo que ya todo católico decente y de
formación elemental constata con angustia: que Bergoglio es el principal
enemigo de la Verdad, y correlativamente, el primer culpable de esta
pluriforme, escandalosa y trágica mentira que se enseñorea hoy sobre la
Iglesia.
Mencionemos
apenas algunos ejemplos.
El vaciamiento del Pueblo de Dios
La
Constitución supone –con ese aire sociológico y horizontalista propio de la
herejía modernista- que “los estudios eclesiásticos han florecido a lo largo de
los siglos gracias a la sabiduría del pueblo de Dios”. Sabiduría que es posible
descubrir y acrecentar “a través del diálogo” con “las diferentes expresiones
culturales”, y merced al hecho de que ese Pueblo de Dios ha sido “acompañado
con sinceridad y solidaridad de los hombres y mujeres de todos los pueblos y de
todas las culturas” (Veritatis Gaudium,I).
No resultaría
objetable el elogio al Pueblo de Dios y a su papel protagónico en los estudios
eclesiásticos, si se aclarara que ese Pueblo de Dios que es la Iglesia, surge
de la Nueva Alianza que abroga y dá caducidad a la Antigua; enseñanza
escriturística en la que Bergoglio expresamente no cree (cfr. vg. Evangelii
Gaudium, 247-249), sumido como está en la patética servidumbre al judaísmo y en
el ocultamiento de los dogmas fundantes de nuestra Fe. Si se aclarara a la par
que ese Pueblo de Dios tiene por cabeza a Cristo, y que no puede colocar esa
cabeza en paridad de condiciones con las de los innúmeros pueblos o culturas
desperdigados por el orbe. Y si se aclarara también que ese Pueblo de Dios es
sacerdotal, profético y regio, porque las tres notas distintivas tiene su Rey y
Señor. Lo que hace reyes a sus miembros cada vez que se persignan, dice San
León Magno (Sermo 4, 1). Y en carácter de tales los inhibe para ayuntarse
indiscriminada y festivamente con esas expresiones populares y culturales, con
las que se promueve ahora la contemporización y la logomáquica tertulia.
Sí; los miembros del Pueblo de Dios tienen jerarquía regia,
porque un Augusto Soberano los comanda. No son demócratas que consensúan lo
verdadero o lo falso en una babélica mesa de conversaciones.
Sin estas distinciones se incurre en un distorsionamiento
grave, que analoga al pueblo depositario de la soberanía con el pueblo
depositario de la sabiduria. En un caso estaría facultado para otorgar el poder
político; en otro para ofrecer la sapiencialiedad eclesial. Con el agravante de
que, para tamaño menester, le sería imprescindible a ese pueblo el diálogo
homogeneizante con otras culturas; justificándose la peregrina y falaz hipótesis
con la premisa de que tal Pueblo de Dios ha sido “acompañado con sinceridad y
solidaridad de los hombres y mujeres de todos los pueblos y de todas las
culturas”.
La verdad histórica y teológica es muy distinta a la que
aquí se sostiene. Ese Pueblo de Dios ha tenido que vivir en permanente
situación de batalla, hasta hoy, precisamente por la hostilidad declarada y
manifiesta de esos pueblos y culturas, tantas y tan crueles veces ubicados en
las antípodas de Jesucristo. Sólo en la construcción utopista y falaz de
Bergoglio el Pueblo de Dios ha vivido rodeado de ternezas, solidaridades y
amables coloquios interculturales. Sólo en su eclesiología de kermesse de
barrio, la Iglesia ha ingresado hoy en “una nueva etapa de la misión
caracterizada por el testimonio de la alegría” ( Veritatis Gaudium, I).
“Por causa tuya, dice San Pablo refiriéndose a Cristo,
somos puestos a muerte todo el día” (Romanos 8, 31); esto es, somos objetos de
tribulaciones y de persecuciones antes que de solidaridades y altruismos
mundanos. Y por causa del mismo Cristo nos convoca reiteradas veces a librar el
buen combate (I Timoteo,6,12). Lo que el Apóstol preveía para el Pueblo de
Dios, no era un presente y un porvenir de inter-religiosas pláticas y
lisonjeras solidaridades mundialistas, sino una misión de lucha. Y en todo
caso, en esa lid, librada bajo la conducción de un Dios, al que la Escritura
llama Dios de los Ejércitos, se ponía a prueba el “testimonio de la alegría”.
Porque la alegría no es un nuevo eón, un novel yuga, una flamante edad
eclesiológica que inaugura Bergoglio. La Iglesia es la Musa de la Alegría que
habita en la tierra de los justos, al perenne decir de San Hilario (Tractatus super
Psalmos, 149, 2).
Es curiosa y paradojal la vanagloria de este modelo de
humildad por el que se tiene a Bergoglio, y que lo lleva a creer que, bajo su
égida, la Iglesia entra sin más en “una nueva etapa misionera” signada “por el
testimonio de la alegría”. Y es curioso asimismo que no se advierta que, si en
alguna nueva etapa está introduciendo a la Iglesia este hombre espeluznante, la
misma no está caracterizada por el contento o el júbilo, sino por los lindes
con la apostasía, cada día más trágicos, más lacerantes y más visibles.
La revolución cultural
Según Bergoglio el Concilio Vaticano II “ha revolucionado
en cierta medida el estatuto de la teología, la manera del hacer y del pensar
creyente” (Veritatis Gaudium, II); todo lo cual, por cierto, lo inunda de gozo,
ya que la Revolución, en el contexto de la herejía modernista que lo rige e
informa, es para él una categoría positiva y edificante. Siendo una de sus
metas la construcción “de un humanismo nuevo, el cual permite al hombre moderno
hallarse a sí mismo” (Ibidem). Ni siquiera un humanismo cristiano para mejor
hallar a Dios. Un neohumanismo a secas, del que el hombre es la medida de todas
las cosas. Protágoras antes que Maritain vuelve por sus fueros; Ficino antes
que Mounier; y no está nada bien que regresen ninguno de los mentados.
Ajeno a las sutilezas, la docencia bergogliana ofrece todas
las pistas explícitas para saber dónde ubicarla. Como un homicida tosco que
deja las huellas digitales diseminadas por todo el escenario del crimen, aquí
sucede exactamente lo mismo, con el agravante de que la víctima fatal es la
Esposa del Señor. Aquí, en efecto, no existe ya la teología como scientia
sacra, ni la antropología como disciplina centrada en la creatura que encuentra
su sentido en el Creador. Existe la Revolución, que al buen decir de quien
tanto la estudiara, Salvador Borrego, es precisamente “un nuevo humanismo”, que
“mina el ámbito religioso por fuera y por dentro”; que “propugna una nueva
religión, pero formada por trozos de otras muchas, de tal manera que absorba,
disuelva y neutralice al catolicismo”; que únicamente acentúa “los valores
humanos”, forjando “un nuevo tipo de religiosidad, en el que lo preferente sea
el aquí y ahora”, y dejando en definitiva como conclusión de “que todas las
religiones vienen a ser la misma cosa, y que los dogmas y sacramentos católicos
son relativos”[1]
Si De Maistre definió a la Contrarrevolución como un no
conformarse con hacer la Revolución en sentido contrario, sino lo contrario de
la Revolución, Bergoglio se encuentra en las antípodas de esta luminosa
consigna. Él ejecuta lo contrario de la Contrarrevolución; en pensamiento, en
palabra y en obra. Y no trepida en decirnos que propugna “una valiente
revolución cultural” (Veritatis Gaudium, III), “un cambio radical de paradigma”
(Ibidem), una “Iglesia en salida” (Ibidem), que esté “siempre abierta a nuevos
escenarios y a nuevas propuestas”, “en diálogo con las diversas culturas”. Una
Iglesia que asuma que “hoy no vivimos sólo una época de cambios sino un verdadero
cambio de época”, por lo que “se trata, en definitiva, de «cambiar el modelo de
desarrollo global y redefinir el progreso” (Ibidem).
No puede
escapársele a Bergoglio la funesta gravedad de lo que está predicando. No puede
escribir impunemente cuanto ha escrito. Negado el principio perenne del
Ecclesia semper idem, semper fidelis, y sustituído por el ardid luterano del
Ecclesia semper reformanda (decimos ardid porque la premisa completa, no
mencionada por los protestantes, dice originalmente: semper reformanda est
secundum verbum Dei), la ideología del cambio por el cambio sienta sus reales.
Changer pour changer, gritaban durante el Mayo Francés. Entonces, se tomará
como la cosa más natural y más deseable del mundo, aceptar los cambios en los
paradigmas, en las definiciones de desarrollo o de progreso, o en los
escenarios y las propuestas. Y lo más terrible: los cambios en aquellas
cuestiones de las que los bautizados leales esperan precisamente que la Iglesia
sea el refugio de la perennidad e inmovilidad. Ni arqueologismo ni
evolucionismo necesitamos los fieles. Simplemente la certeza de que el Señor
tiene “palabras de Vida Eterna” (Jn. 6,68), y que de ellas no se tocará ni una
jota ni una tilde (Mt. 5, 17).
Insistimos en
que no pueden ser ni son inocentes estas expresiones bergoglianas, como
revolución cultural, cambio de paradigma o sustitución de época,
correspondientes todas ellas a la semántica de la insurrección marxista, al
lenguaje del desquicio progresista y hasta al estilo lingüístico de los más
frívolos intelectuales de la izquierda. Sectores los mencionados con quienes
Bergoglio tiene gratos, amables y frecuentes contactos. Los argentinos con
memoria lo conocemos muy bien.
De resultas,
¿hacia dónde es la salida de esta “Iglesia en salida”, que insensatamente se
propugna? Es, sencillamente, la salida de su ortodoxia, de su eje, de su
rectitud y de su Camino, hacia una pluralidad de vías tendidas todas por el
Mentiroso desde el Principio (Juan 8,44). Salida del quicio y del eje, del centro
diamantino diría Ramiro de Maeztu; y por eso mismo admirada entre aplausos y
vítores por lo más granado del mundo. La Iglesia en salida que se nos propone
es la Iglesia en huída del Misterio de la Cruz, y forzada a ingresar en los
arrabales de la historia. La Madre ida, evadida y desertora de su Tradición,
para buscar albergue y prestar un dócil servicio en el mercado de las
religiones del Nuevo Orden Mundial. La Iglesia en salida salió desdeñando la
puerta estrecha (Ls 13,24), buscando insensatamente el portón espacioso que
lleva a la perdición.
Bergoglio
está felicísimo por lo que debería ser causa de angustia para un católico
genuino; esto es, por la pertenencia a una época signada por el más pavoroso de
los cambios de paradigmas, que es el de la hostilidad manifiesta e infame al
Orden Natural y al Orden Sobrenatural. Contrariamente lo que lo apena son los
católicos que aún no están en salida, ni en retirada ni en fuga, sino decididos
a formar parte del pequeño rebaño desde el cual poder hacerle frente a la
Bestia, con el auxilio de la Gracia.
La Iglesia en salida
Para
justificar esta torva eclesiología, Bergoglio –ya otras veces lo ha hecho- no
vacila en utilizar textos de santos venerables, a los que vacía de sentido y de
contexto, amparado en la ignorancia o en la obsecuencia de sus lectores. Dice
en esta ocasión: “El teólogo que se complace en su pensamiento completo y
acabado es un mediocre. El buen teólogo y filósofo tiene un pensamiento
abierto, es decir, incompleto, siempre abierto al maius de Dios y de la verdad,
siempre en desarrollo, según la ley que san Vicente de Lerins describe así:
<annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate> (Commonitorium
primum, 23: PL50,668)”. (Veritatis Gaudium, III).
Cortado y
reducido de este modo el texto del célebre Padre de la Iglesia, dá la impresión
de que el mismo está a favor de un evolucionismo dogmático, según el cual la
Verdad se va consolidando por causa del devenir de los años, desarrollándose
según el tiempo y ahondándose con el correr de la edad.
Sin embargo,
en la misma obra a la que remite Bergoglio, San Vicente de Lerins sienta la
primera norma de Fe, no precisamente convalidadora de una “Iglesia en salida”.
Esa primera norma sostiene la obligación de creer “sólo y todo cuanto fue
creído siempre, por todos y en todas partes”: quod semper, quod ubique, quod ab
omnibus. “Evita, pues, las novedades profanas en las expresiones, ya que
recibirlas y seguirlas no fue nunca costumbre de los católicos, y sí de los
herejes” (Commonitorium, 24).
Pero vayamos al párrafo completo citado en la Veritatis
Gaudium: “Quizá alguien diga: ¿ningún progreso de la religión es entonces
posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso, ¡Y
grandísimo! ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios
que intentara impedirlo? Pero a condición de que se trate verdaderamente de
progreso por la fe, no de modificación. Es característica del progreso el que
una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; es propio, en
cambio, de la modificación, que una cosa se transforme en otra. Así, pues,
crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el
conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad como del individuo, de
toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda
exactamente según su naturaleza peculiar, en el mismo dogma, en el mismo
sentido, según una misma interpretación. Que la religión de las almas imite el
modo de desarrollarse los cuerpos, cuyos elementos, aunque con el paso de los
años se desenvuelven y crecen, sin embargo permanecen siendo siempre ellos
mismos. […] Estas mismas leyes de crecimiento debe seguir el dogma cristiano,
de modo que con el paso de los años se vaya consolidando, se vaya desarrollando
en el tiempo, se vaya haciendo más majestuoso con la edad, pero de tal manera
que siga siempre incorrupto e incontaminado, integro y perfecto en todas sus
partes y, por así decir, en todos sus miembros y sentidos, sin admitir ninguna
alteración, ninguna pérdida de sus propiedades, ninguna variación en lo que
está definido” (Commonitorium, 23)[2]
Es clara, como no podía ser menos, la postura del santo; y
nítido el contraste con la Neoiglesia en Salida, engendro diverso y antagónico
a la Iglesia Católica. Es patente, insistimos, la contraposición entre el
genuino progreso en la Fe, que nunca negó la recta doctrina, y la modificación
de la misma, que se está ejecutando ante nuestros ojos indignados y dolientes.
Es más; si esta
fuera la ocasión, el análisis del famoso Conmonitorium permitiría retratar más
agudamente el itinerario heretizante de Bergoglio. San Vicente de Lerins, en efecto, brega
porque no se adultere el depósito de la Fe: “Has recibido oro, devuelve, pues,
oro. No, tú no puedes desvergonzadamente
sustituir el oro por plomo, o tratar de engañar dando bronce en lugar de metal
precioso. Quiero oro puro, y no algo que sólo tenga su apariencia” (
Conmonitorio, 22). Brega asimismo por huír de las vanas novedades profanas,
pues “las novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones en contraste
con la tradición y la antigüedad; así como su aceptación, implicaría
necesariamente la violación poco menos que total de la fe de los Santos
Padres[...]. Evita, pues, las novedades profanas en las expresiones, ya que
recibirlas y seguirlas no fue nunca costumbre de los católicos, y si de los
herejes” (Conmonitorio, 24). Y brega en fin, con tono apasionado, por que se
combata frontalmente al “diablo y sus discípulos -pseudoApóstoles,
pseudo-profetas, pseudo-maestros y herejes en general- que acostumbran utilizar
las palabras, las sentencias, las profecías de la Escritura” (Conmonitorio,
27); como podría ser después el caso de los protestantes, a quienes la
Neoiglesia de la Salida ha dado plena y calurosa acogida en su seno.
Bergoglio pide que, para no ser mediocre, un teólogo, no
debe tener “un pensamiento completo y acabado”, sino “abierto, es decir
incompleto”. Amén del galimatías que significa tener a la incompletez por
excelencia, y a lo inconcluso, truncado y mocho por virtud intelectual, este
elogio de lo que no es entero sino defectuoso, ni cabal sino carente, entra en
abierta colisión con el mentado San Vicente de Lerins. “El depósito de la Fe es
lo que te ha sido confiado, no encontrado por ti; tú lo has recibido, no lo has
excogitado con tus propias fuerzas. No es el fruto de tu ingenio personal, sino
de la doctrina; no está reservado para un uso privado, sino que pertenece a una
tradición pública. No salió de ti, sino que a tí vino: a su respecto tú no
puedes comportarte como si fueras su autor, sino como su simple custodio. No
eres tú quien lo ha iniciado, sino que eres su discípulo; no te corresponderá
dirigirlo, sino que tu deber es seguirlo. Guarda el depósito, dice; es decir,
conserva inviolado y sin mancha el talento de la fe católica” (Conmonitorio,
22).
Mientras escribimos estas líneas -Miércoles de Ceniza del
2018- nos enteramos con consternación que Bergoglio, para dictar los Ejercicios
Espirituales de Cuaresma, dirigidos a él y a la Curia Romana, ha convocado al
cura portugués José Tolentino de Mendonça, secuaz de Sor María Teresa Forcades
i Vila, promovida como teóloga proclive al homosexualismo, y autora del libro
“Siamo tutti diversi. Per una teologia Queer”. ¿Esta es la teología no mediocre
de la Neoiglesia en Salida? ¿Este es “el pensamiento abierto al maius de Dios”,
que alaba Bergoglio? ¿Este es el fruto de encomiar lo inconcluso y lo manco,
por odio a la completa, acabada y cumplida teología católica?[3].
Otra vez podría resonar la voz de San Vicente de Lerins:
“El verdadero y auténtico católico es el que ama la verdad de Dios y a la
Iglesia, cuerpo de Cristo; aquel que no antepone nada a la religión divina y a
la fe católica: ni la autoridad de un hombre, ni el amor, ni el genio, ni la
elocuencia, ni la filosofía; sino que despreciando todas estas cosas y
permaneciendo sólidamente firme en la fe, está dispuesto a admitir y a creer
solamente lo que la Iglesia siempre y universalmente ha creído. Sabe que toda
doctrina nueva y nunca antes oída, insinuada por una sola persona, fuera o
contra la doctrina común de los fieles, no tiene nada que ver con la religión,
sino que más bien constituye una tentación”. (Conmonitorio, 20).
Postulados masónicos elementales
Esta Neoiglesia en Salida (corolario fatídico de la Iglesia
Conciliar, como se osó llamarla antaño desde altos estrados jerárquicos),
otorga todas las señales necesarias, una a una, para ser perfectamente
asimilada y aceptada por la masonería en general y por la forma mentis
acuariana y gnóstica en particular.
Es su fundador y pontífice quien nos dice ahora en la
Veritatis Gaudium que esta neoiglesia:
a)“se hace levadura de aquella fraternidad universal”,
vértice tercero de la trilogía iluminista que se completa con la de la libertad
y la igualdad ;
b)tiene “el
imperativo de escuchar en el corazón y de hacer resonar en la mente el grito de
los pobres y de la tierra”, tal como podrían enunciarlo los socialistas, los
panteístas o los seguidores de Gaia, la diosa tierra de la New Age. Proletarios y pachamamas que gritan, son
muletillas con las que han saturado el mercado los grupúsculos indigenistas y
aún terroristas. Una mirada católica de la gran cuestión de la pobreza y del
cuidado de la iustisima tellus, demandaría un idioma y un criterio distintos a
los que se están usando oficialmente.
c) posee “un signo que no debe faltar jamás: la opción por
los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (Veritatis
Gaudium, 4, a); y que, por supuesto, no son los católicos, apostólicos y
romanos, perseguidos, ultrajados y martirizados a causa de la Fe Verdadera,
sino los que revisten en determinadas clases sociales tenidas por excluidas del
sistema; sistema al que sin embargo siguen sirviendo los de la Iglesia
Salidora, para no ser políticamente incorrectos. Sistema –el democrático- al
que han llamado con estulticia: “el eco temporal del Evangelio”. Los
descartados y los desechados hoy son los genuinos católicos; y no parece ser
precisamente en resguardo de ellos por quienes se cruzan lanzas en este extraño
pontificado.
d)considera que “El Evangelio y la doctrina de la Iglesia
están llamados hoy a promover una verdadera cultura del encuentro, en una
sinergia generosa y abierta hacia todas las instancias positivas que hacen
crecer la conciencia humana universal” (Ibidem, 4,b). Esto es, que tiene por
meta el irenismo y el eclecticismo, al servicio del ideal evolucionista y
gnóstico de la conciencia universal. En la Iglesia Católica se trataba de
encontrar a Cristo en la Sagrada Escritura, en la Sagrada Liturgia, en los
Sacramentos, en la Oración, en los Santos y en su Santísima Madre. En la
Iglesia Salidora, el encuentro no es una experiencia sacra sino sociocultural;
en rigor, ni siquiera es un encuentro sino una sinergia; una mecánica, no una
aventura de la gracia.
La perspectiva fenomenológica suple a la teológica. Lo
importante ahora no es ocuparse de “la cosecha abundante” (Ls. 10, 1-9),
rogando al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies, según feliz
expresión de San Gregorio Magno (Homilía 17, 1,3). No; lo importante ahora es
hacer crecer la conciencia universal en espacios de luz, que son como esos
salones de usos múltiples de los modernos edificios, en los que lo mismo se
ejecuta una orgía, un Bar Mitzva que un festejo de bautismo.
Asimismo, en la Iglesia Católica, Dios sale al encuentro
del hombre, y “el hombre, dirá San Agustín, quiere alabarte, pues Tú mismo le
incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza”
(Confesiones, I, 1). En la neoiglesia bergogliana, el encuentro es una reunión
de pares, en una mesa de diálogo y de consensos múltiples “entre todas las
culturas auténticas y vitales, gracias al intercambio recíproco de sus propios
dones en el espacio de luz que ha sido abierto por el amor de Dios para todas
sus criaturas (Ibidem,4, b).
Para que estas reuniones culturales “en el espacio de luz”
sean lo más fructíferas posibles,”es necesario llegar allí donde se gestan los
nuevos relatos y paradigmas” (Ibidem). No para desenmascararlos, para protestar
su falsía y ruindad, ni para combatir su perversión ingénita, ni siquiera para
evaluar su validez moral, sino para incorporarlos a “la conciencia universal”,
tanto más pletórica cuanto más manifestaciones culturales pluralistas
incorpore.
e)se exige que sea “una Iglesia llamada a “crear redes” con
“las diferentes tradiciones culturales y religiosas”; y que pueda aportar sus
estudios e investigaciones, proponiendo “pistas de resolución apropiadas y
objetivas a los “problemas de alcance histórico que repercuten en la humanidad
de hoy” (Veritatis Gaudium, 4 d).
Diferencia importante la que aquí se nos plantea. La
Iglesia Católica era misionera; buscaba la conversión de las almas –individual
y socialmente- y para ello estaba dispuesta al martirio, como de hecho sucedió
en miles de casos y en remotísimos lugares. La Iglesia Salidora no misiona;
crea redes, teje mallas, urdimbres, estratagemas de convivencia. No ofrece la
Verdad para salvar a los hombres, sino “pistas” para dialogar, interactuar y
convivir con ellos.
En la Iglesia Católica había un gran motivo para misionar:
“el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor. 5, 14), y el conocer por lo tanto que
“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de
la verdad" (1 Tm 2, 4). En la Iglesia Salidora, como dijimos, se dan
pistas para resolver conflictos acuciantes; y por supuesto, sin pretender que
esas pistas sean superiores o mejores a las otras muchas que pueden ofrecer las
plurales y fluctuantes costumbres, culturas y pueblos.
La Iglesia Católica fue comparada con una Barca, con su
velamen que es la Cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, y que navega
bien en este mundo: pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc
bene navigat mundo (San Ambrosio, De virginitate 18, 119). La Iglesia Salidora, en cambio, es una
habilidosa agencia moderna, promotora de pistas de aplicabilidad internacional,
pues “la tendencia es la de concebir el planeta como patria y la humanidad como
pueblo que habita una casa de todos” (Veritatis Gaudium, IV,d); sabiendo que
“la toma de conciencia de esta interdependencia nos obliga a pensar en un solo
mundo, en un proyecto común”(Ibidem).
Es, además, una agencia promotora de practiquísimas
síntesis dialécticas, al alcance de cualquiera, pues la fórmula es muy sencilla
y ni siquiera hay que andar leyendo al complicado Hegel. “Se trata de aceptar
sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo
proceso, adquiriendo un modo de hacer la historia, en un ámbito viviente donde
los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad
pluriforme que engendra nueva vida” (Ibidem). Algo le escuchamos decir a
Feuerbach y Carlos Marx al respecto, pero no hagan caso. Son los macartistas de
la Iglesia Católica. El católico tenía batallas, cruzadas, lides, justas,
gestas y epopeyas. El salidero tiene conflictos, tensiones, procesos,
unificación de opuestos.
Al presente todo es más sencillo, y no se necesita estar
creyendo que el mundo, el demonio y la carne son nuestros enemigos. La tarea
del teólogo no mediocre que quiera colaborar con los Estudios Eclesiásticos
consistirá en elaborar “herramientas intelectuales que puedan proponerse como
paradigmas de acción y de pensamiento, y que sean útiles para el anuncio en un
mundo marcado por el pluralismo ético-religioso. Esto no sólo exige una
profunda conciencia teológica, sino también la capacidad de concebir, diseñar y
realizar sistemas de presentación de la religión cristiana que sean capaces de
profundizar en los diversos sistemas culturales” (Ibidem, 5).
Si el relativismo ético-cultural ha pasado a ser un bien
apetecible, es lógico que el mester de los teólogos sea analogable al de los
ingenieros en informática o al de los peritos en marketing: “concebir, diseñar
y realizar sistemas de presentación de la religión cristiana”. No teólogos
mediocres que nos inculquen la Verdad.
Sí en cambio comunicadores ingeniosos que hallen la clave de
presentación de ese producto llamado “religión cristiana”. No santos doctores, místicos maestros o
sabios rumiantes y contemplativos, que nos entreguen la leche espiritual no
adulterada (1 P.2,2). A la Iglesia Salidora le bastará con investigadores que
desde “nuevos y cualificados centros de investigación” junto con “estudiosos
procedentes de diversas convicciones religiosas y de diferentes competencias
científicas puedan interactuar[...]a fin de entrar en un diálogo entre ellas
orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la
construcción de redes de respeto y de fraternidad” (Ibidem).
En la Iglesia Católica, en fin, regía el clásico principio
del “Credo ut intelligam et intelligo ut credam”. En la Iglesia Salidora habrá
que poner en práctica una gnosis particular; una “forma de conocimiento y de
interpretación de la realidad en el que el modelo de referencia y de resolución
de problemas “no es la esfera […] donde cada punto es equidistante del centro y
no hay diferencias entre unos y otros”, sino “el poliedro, que refleja la
confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad”
(Ibidem). Pero llegados a este punto de la comparación inter-eclesial,
declinamos nuestra tarea hermenéutica, sea de la continuidad o de la ruptura.
Sólo atinamos a sugerir la consulta del Diccionario Simbólico de la Masonería,
en el que los iniciados nos explican la particular valoración del poliedro en
su infernal alegoría. (Cfr. http://libroesoterico.com/biblioteca/masoneria/Dicccionario%20Simbolico-De-La-Masoneria.pdf). Cualquier coincidencia relean el Apocalipsis...
Santo Tomás entre sarcasmos
Así las cosas –con una gravedad que no logran atenuar ni la
síntesis ni la leve cuota de humorismo de estas glosas- suena a sarcasmo que la
Veritatis Gaudium nos diga que “se deben investigar, escoger y tomar con
cuidado los valores positivos que se encuentran en las distintas filosofías y
culturas; pero no se deben aceptar sistemas y métodos que no puedan conciliarse
con la fe cristiana” (II Parte, Artículo 71. § 2). Cuando la inconciabilidad
con la fe cristiana no sólo está en las directrices de esta Constitución
Apostólica, sino en la totalidad de cuanto dice y obra Jorge Mario Bergoglio.
Una inconciabilidad recurrente, buscada, predeterminada; y por lo tanto lesiva
y ofensiva en grado sumo.
Sarcasmo es también, y del peor gusto, que se deje asentado
que “la investigación y la enseñanza de la filosofía en una Facultad
eclesiástica de Filosofía deben basarse en el patrimonio filosófico
perennemente válido, que se ha desarrollado a lo largo de la historia, teniendo
en cuenta particularmente la obra de Santo Tomás de Aquino” (II Parte, Título
III, Art. 64. § 1). Primero, porque si alguien está ausente en la Veritatis
Gaudium y en la Iglesia Salidora construida enfermizamente por Francisco, ese
alguien es el Doctor Angélico. Pero segundo, porque querer separar en el
Aquinate la filosofía de la teología, es pisotear y atomizar la obra insigne
del Doctor Común, en el cual lo filosófico se imbrica con lo teológico, y de
ese seno teologal brota y esplende.
De allí las
acertadas y sesudas reflexiones que hilvanara al respecto Francisco José
Delgado, quien nos dice entre otros conceptos: “¿Qué papel otorga la Veritatis
Gaudium a Santo Tomás en el panorama de las Universidades y Facultades
Eclesiásticas? Según hemos dicho, en este documento la atención a la doctrina
tomista se cita explícitamente sólo en la Facultad de Filosofía, siempre dentro
de las Normas aplicativas de la Congregación para la Educación Católica[...].
Hubiera visto mucho mejor que se insistiera más en la centralidad que debe
ocupar la doctrina tomista dentro del estudio de la teología. Porque bajo la
insistencia en la filosofía tomista y la exclusión o solapamiento de la
teología tomista, se puede ocultar un prejuicio muy común en las últimas
décadas y que es enormemente perjudicial para la necesaria restauración de la
teología católica. El prejuicio es el de pensar que la teología tomista no es
más que una filosofía y que hoy la teología escolástica en general es algo
pasado de moda y ajeno al «espíritu del Vaticano II». Los que insisten en esta visión
suelen decir que la teología escolástica era excesivamente racionalista y no
tenía una perspectiva bíblica. Y es muy frecuente contraponerla a la «teología
arrodillada», haciendo un uso bastante desviado de la ya de por sí
desafortunada expresión, en mi opinión, de von Balthasar[...].
“En definitiva, es evidente la necesidad que tiene la
Iglesia de una filosofía cristiana de inspiración genuinamente tomista. Pero
mucho más necesaria es una teología profundamente tomista, que suponga la
aplicación del método de tal filosofía a los principios que la fe recibe de las
fuentes de la Revelación. En la crisis actual de la fe, la teología y el
magisterio, el recurso a la síntesis teológica tomista es, a mi entender, el
único camino para la recuperación de la única Tradición en la que se puede ser
católico”[4].
Corolario
Nos preguntamos, con un dolor indescriptible que muy pocos
comprenden, qué sentido tiene hacer el esfuerzo de estudiar estos documentos y
de plantear objeciones o reparos, cuando es un hecho constatable que el
principal responsable de tanto daño no tiene ninguna voluntad rectificadora; y
que jornada tras jornada abruma, abochorna y degrada a la Iglesia. No responde
dudas, no atiende correccciones filiales, no recibe a los maestros, no posee la
más mínima docilidad a la Verdad. En paralelo, son cada vez más nutridos los
contingentes de degenerados de toda ralea, que lo visitan y que él recibe, con
una aquiescencia, una capacidad contemporizadora y una absoluta ausencia de
toda reconvención pública, que antes lo colocan en la categoría de cómplice que
de obligado anfitrión.
Sin embargo tiene por lo menos un sentido este esfuerzo, y
le damos gracias a Dios que nos permite constatarlo, bien que en proporcionada
medida. Es el sentido de alertar sobre el peligro inmenso que se cierne cuando
un ciego guía a otro ciego. Según Nuestro Señor, ambos caerán en el hoyo (Mt.
15, 14), imagen demasiado explícita como para requerir exégesis. Pues bien;
cuantas más almas podamos alertar sobre el riesgo horrendo de dejarse conducir
por tamaño invidente, mayor significación cobrará el testimonio solitario de la
Verdad. Cuanto más lejos y protegidos del hoyo podamos tener a los feligreses,
y a nosotros mismos, mayor alivio experimentaremos y en algo habremos
cooperado, siquiera mínimamente, para salvar el honor de la Fe Católica.
Esto sin mengua de que la Divina Providencia nos mande otra
vez un santo de la talla de San Nicolás de Myra, que venciendo para su gloria
todo respeto humano y toda prudencia carnal, cruzó el rostro del heresiarca
Arrio, con una bofetada viril y justiciera, cuya resonancia magnífica llegó
hasta el trono del Emperador y estremeció la Silla de Pedro.
[2] Cfr. San Vicente de Lerins, El Conmonitorio, Sevilla, Apostolado Mariano, 1990[Serie Los Santos Padres, . 44. Traducción y notas del P. José Madoz.S.I]. .
[3] Mucho nos tememos que el lector corriente desconozca la repugnancia y la sordidez de la llamada “teoría Queer”, obra, entre otras, de la judía Judith Butler. Recomendamos al respecto el ensayo de Ernesto Alonso, ¿Qué es la teoría Queer”, publicado en el blog de la revista Cabildo. Cfr. http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/search?q=Ernesto+Alonso&updated-max=2016-06-11T07:40:00-03:00&max-results=20&start=4&by-date=false Medítese después lo que significa acudir a un “teólogo” contemporizador de estas aberraciones, para que dicte –nada menos- que los Ejercicios Cuaresmales en la Curia Romana.
Como siempre, por Gracia de Dios , y una vez más, todo lo dicho aquí por el Profesor Antonio Caponnetto es oportuno, esclarecedor e irrefutable.
ResponderBorrarEXCELENTE
ResponderBorrarno puede no ser masón. Cuándo habrá dado el paso?
ResponderBorrar...no hace falta, con ser naturalista como ellos its enough...
BorrarComo siempre, una bocanada de aire fresco de parte de Antonio. Estimado Augusto le juro que me siento acompañado por Uds dos en medio de este desierto. Abrazos.
ResponderBorrarJeromín
Una alegría saber que, aunque mínimamente, se puede por este medio acompañar en estos tiempos de tribulación.
BorrarUn fuerte abrazo en Cristo y María