La
sexta palabra dicha por Nuestro Señor en
la Cruz es mencionada por San Juan como ligada de alguna manera a la quinta
palabra. Pues tan pronto como Nuestro Señor había dicho “Tengo sed”, y había probado el vinagre
que le había sido ofrecido, San Juan añade: “Cuando tomó Jesús el
vinagre, dijo: "Todo está
cumplido"”. Y en verdad nada
puede ser añadido a estas sencillas
palabras: “Todo está cumplido”, excepto que la obra de la Pasión estaba ahora
perfeccionada y completada. Dios Padre había impuesto dos tareas a su Hijo: la
primera predicar el Evangelio, la otra sufrir por la humanidad. En cuanto a la
primera ya había dicho Cristo: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a
cabo la obra que me encomendaste realizar”. Nuestro Señor dijo estas palabras luego de que había concluido el largo discurso de despedida a sus discípulos en las Última Cena. Ahí había
cumplido la primera obra que su Padre Celestial le había impuesto. La segunda
tarea, beber la amarga copa de su cáliz, faltaba aún. Había aludido a esto
cuando preguntó a los dos hijos de Zebedeo “¿Podéis beber la copa que yo voy a
beber?”; y también: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz”; y en otro
lugar: “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?”. Sobre esta
tarea, Cristo al momento de su muerte podía entonces exclamar: “Todo está
cumplido, pues he apurado el cáliz del sufrimiento hasta lo último, nada nuevo
me espera ahora sino morir”. E inclinado la cabeza, expiró.
Pero como ni Nuestro Señor, ni San Juan, quienes fueron concisos en lo que
dijeron, han explicado qué fue
lo cumplido, tenemos la oportunidad de aplicar la palabra con gran razón y ventaja a diversos misterios. San Agustín, en su
comentario sobre este pasaje, refiere la palabra al cumplimiento de todas las
profecías que se referían al Señor. “Luego de que Jesús supiera que todas las cosas estaban ahora cumplidas,
para que sea cumplida la Escritura, dijo: tengo sed”, y “Cuando había tomado el
vinagre, dijo: "Todo está cumplido"”, lo que significa que lo que
quedaba todavía por cumplir había sido cumplido, y por tanto podemos concluir
que Nuestro Señor
quería
manifestar que todo lo que había sido predicho por los profetas en relación a
su Vida y Muerte había sido hecho y cumplido. En verdad, todas las predicciones
habían sido verificadas. Su concepción: “He aquí que una virgen concebirá, y
dará a luz un hijo”. Su nacimiento en Belén: “Más tú, Belén Efratá, aunque eres
la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de
dominar Israel”. La aparición de una nueva estrella: “De Jacob nacerá una
estrella”. La adoración de los Reyes: “Los reyes de Tarsis y las islas le
ofrecerán dones, los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes”. La
predicación del Evangelio: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor
me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de
corazón, anunciar la remisión de los cautivos y la libertad a los encarcelados”.
Sus milagros: “El mismo Dios vendrá y les salvará. Entonces serán abiertos los
ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces el cojo
saltará como el ciervo y la lengua de los mudos será desatada”. El cabalgar
sobre un asno: “Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, vendrá pobre y
sentado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna”. Y toda la Pasión había
sido gráficamente predicha por David en los Salmos, por Isaías, Jeremías,
Zacarías, y otros. Este es el significado de lo que Nuestro Señor decía cuando estaba a punto
de comenzar su Pasión: “Miren, subimos a Jerusalén y va a cumplirse todo lo que
escribieron los profetas sobre el Hijo del hombre”. De las cosas que debían
cumplirse, ahora dice: “Todo está cumplido”, todo está terminado, para que lo
que los profetas predijeron sea ahora encontrado como verdad.
En segundo lugar, San Juan Crisóstomo dice
que la palabra “Todo está cumplido” manifiesta que el poder que había sido dado
a los hombres y demonios sobre la persona de Cristo les había sido quitado con
la muerte de Cristo. Cuando Nuestro Señor dijo a los Sumos Sacerdotes y
maestros del Templo “esta es su hora y el poder de las tinieblas”, aludía a
este poder. Todo el periodo de tiempo durante el cual, con el permiso de Dios,
los malvados tuvieron poder sobre Cristo, fue concluido cuando exclamó “Todo
está cumplido”, pues la peregrinación del Hijo de Dios entre los hombres, que
había predicho Baruc, vino a su fin: “Este es nuestro Dios y ningún otro será
tenido en cuenta ante él. Él penetró los caminos de la sabiduría y la dio a
Jacob, su siervo, y a Israel, su amado. Después fue vista en la tierra y
conversó con los hombres”. Y junto con su peregrinaje, aquella condición de su
vida mortal fue terminada, aquella por la que sentía hambre y sed, dormía y se
fatigaba, fue sujeto de afrentas y flagelos, heridas y a la muerte. Y así
cuando Cristo en la Cruz exclamó “Todo está cumplido, e inclinando la cabeza,
expiró”, concluyó el camino del que había dicho: “Salí del Padre y vine al
mundo; otra vez dejo el mundo y voy al Padre”. Esa laboriosa peregrinación fue
terminada, sobre lo que había dicho Jeremías: “Esperanza de Israel, salvador en
tiempo de la tribulación, ¿por qué estás en esta tierra como un extraño o como
un viajero que pasa?”. La sujeción de su naturaleza humana a la muerte fue
terminada, el poder de sus enemigos sobre Él fue acabado.
En tercer lugar concluyó el mayor de todos
los sacrificios. En comparación al real y verdadero Sacrificio todos los
sacrificios de la Antigua Ley son tenidos como meras sombras y figuras. San
León dice: “Has atraído todas las cosas hacia ti, Señor, pues cuando el velo del Templo fue rasgado, el
Santo de los Santos se apartó de los sacerdotes indignos: las figuras se
convirtieron en verdades, las profecías se manifestaron, la Ley se convirtió en
el Evangelio”. Y un poco más adelante, dice: “Al cesar la variedad de sacrificios
en los que las víctimas eran ofrecidas, la única oblación de tu Cuerpo y Sangre
cubre por las diferencias de las víctimas”. Pues en este único Sacrificio de
Cristo, el sacerdote es el Dios-Hombre, el altar es la Cruz, la víctima es el
cordero de Dios, el fuego para el holocausto es la caridad, el fruto del
sacrificio es la redención del mundo. El sacerdote, digo, era el Hombre-Dios.
No hay nadie mayor: “Tu eres sacerdote para siempre, de acuerdo al rito de
Melquisedec”, y con justicia de acuerdo al rito de Melquisedec, porque leemos
en la Escritura que Melquisedec no tenía padre o madre o genealogía, y Cristo
no tenía Padre en la tierra, o madre en el cielo, y no tenía genealogía, pues “¿Quién contará su generación?”; “De mi seno, antes del lucero, te engendré”; “y su
salida desde el principio, desde los días de la eternidad”. El altar fue la
Cruz. Y así como previamente al tiempo en que Cristo sufrió sobre ella era el
signo de la más grande ignominia, así ahora se ha dignificado y ennoblecido, y
en el último día aparecerá en el cielo más brillante que el sol. La Iglesia
aplica a la Cruz las palabras del Evangelista: “Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo”, pues ella canta: “Esta señal de
la Cruz aparecerá en el
cielo cuando el Señor venga a juzgar”. San Juan Crisóstomo confirma esta opinión, y observa que cuando “el sol sea oscurecido, y la luna no de su luz”, la Cruz se verá más
brillante que el sol en su esplendor al medio día. La víctima
fue el cordero de Dios, todo inocente e inmaculado, de quien Isaías dice: “Como
oveja será llevado al matadero, como cordero, delante del que lo trasquila,
enmudecerá y no abrirá su boca”, y de quien su Precursor había dicho:
“He aquí el Cordero de
Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo”; y San Pedro: “Sabiendo que han
sido redimidos, no con oro, ni con plata, sino con la preciosa sangre de
Cristo, como cordero inmaculado y sin mancilla”. Es llamado también en el
Apocalipsis “el cordero que fue muerto desde el principio del mundo”, porque el
mérito de su sacrificio fue previsto por Dios y fue en beneficio de aquellos
que vivieron antes de la venida de Cristo. El fuego que consume el holocausto y
completa el sacrifico es el inmenso amor que, como en hoguera ardiente, ardió
en el Corazón del Hijo de Dios, y el cual las muchas aguas de su Pasión no
pudieron extinguir. Finalmente, el fruto del Sacrificio fue la expiación de los
pecados para todos los hijos de Adán, o en otras palabras, la reconciliación
del mundo entero con Dios. San Juan en su primera Carta, dice: “Él es
propiciación por nuestros pecados, y no tan solo por los nuestros, sino también
por los de todo el mundo” y esta es sólo otra manera de expresar la idea de San
Juan Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Una
dificultad surge aquí. ¿Cómo
pudo Cristo ser al mismo tiempo sacerdote y víctima, puesto que era deber del sacerdote matar a la víctima? Ahora bien, Cristo no se mató a sí
mismo, ni podía hacerlo, pues si lo hubiese hecho habría cometido un sacrilegio
y no ofrecido un sacrificio. Es verdad que Cristo no se mató a sí mismo, aún
así ofreció un sacrificio real, porque pronta y alegremente se ofreció a sí
mismo a la muerte por la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Pues ni
los soldados hubiesen podido aprehenderlo, ni los clavos traspasado sus manos y
pies, ni la muerte, aunque estuviese clavado a la Cruz, hubiese tenido ningún
poder sobre Él si el mismo no lo hubiese querido así. En consecuencia, con gran
verdad dijo Isaías: “Él se ofreció porque él mismo lo quiso”; y Nuestro Señor: “Yo doy
mi vida; no me la quita ninguno, yo la doy por mí mismo”. Y aún más
claramente San Pablo: “Cristo
nos amó y se entregó a sí mismo
por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave aroma”. Por tanto, de manera
maravillosa fue dispuesto que todo el mal, todo el pecado, todo el crimen
cometido al poner a muerte a Cristo fuese cometido por Judas y los judíos, por
Pilato y los soldados. Ellos no ofrecieron ningún sacrificio, sino que fueron
culpables del sacrilegio, y merecían ser llamados no sacerdotes sino miserables
sacrílegos. Y toda la virtud, toda la santidad, toda la obediencia de Cristo,
que se ofreció a sí mismo como víctima a Dios al soportar pacientemente la
muerte, incluso muerte de Cruz, para poder apaciguar la ira de su Padre,
reconciliar a la humanidad con Dios, satisfacer la justicia Divina, y salvar la
raza caída de Adán. San León expresa de manera hermosa este pensamiento en
pocas palabras: “Permitió que las manos impuras de los miserables se vuelvan
contra Él, y se convirtieran en cooperadores con el Redentor en el momento en
que cometían un abominable pecado”.
En cuarto lugar, por la muerte de Cristo
la gran lucha entre Él mismo y el príncipe del mundo llegó a su fin. Al aludir
a esta lucha, el Señor hizo uso de estas
palabras: “El juicio del mundo
comienza ahora; ahora será
expulsado fuera el príncipe
de este mundo. cuando sea alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo”.
La lucha fue judicial, no militar. La lucha fue entre dos demandantes, no dos
ejércitos rivales. Satanás disputó con Cristo la posesión del mundo, el dominio
sobre la humanidad. Por largo tiempo el demonio se había lanzado ilegítimamente
a poseerlo, porque había vencido al primer hombre, y había hecho a él y a todos
sus descendientes esclavos suyos. Por esta razón, San Pablo llama a los
demonios “principados y potestades, gobernadores de estas tinieblas del mundo”.
Y como dijimos antes, incluso Cristo llama al demonio “príncipe de este mundo”.
Ahora el demonio no solamente quiso ser príncipe, sino incluso el dios de este
mundo, y así exclama el Salmo: “Porque todos los dioses de las naciones son
demonios, pero el Señor hizo los cielos”. Satanás era adorado en los ídolos de los gentiles, y
era rendido culto en sus sacrificios de corderos y terneros. Por otro lado, el
Hijo de Dios, como verdadero y legítimo heredero del universo, demandó el
principado de este mundo para Él. Esta fue la disputa decidida en la Cruz, y el
juicio fue pronunciado en favor del Señor Jesús, porque en la Cruz expió plenamente los pecados del primer hombre y de todos
sus hijos. Pues la obediencia mostrada al Padre Eterno por su Hijo fue mayor
que la desobediencia de un siervo a su Señor, y la humildad con la que murió el Hijo de Dios en la Cruz redundó más para
el honor del Padre que el orgullo de un siervo sirvió para su injuria. Así Dios, por los méritos de su Hijo, fue reconciliado con la humanidad, y
la humanidad fue arrancada del poder del demonio, y “nos trasladó al reino de
su Hijo muy amado”.
Hay otra razón que San León aduce, y la
daremos en sus propias palabras. “Si nuestro orgulloso y cruel enemigo hubiese
podido conocer el plan que la misericordia de Dios había adoptado, habría
reprimido las pasiones de los judíos, y no los habría incitado con odio
injusto, por lo que pudiese perder su poder sobre los cautivos al atacar
infructuosamente la libertad de Aquel que nada le debía”. Esta es una razón de
muchísimo peso. Puesto que es justo que el demonio perdiera toda su autoridad
sobre todos aquellos que por el pecado se habían hecho esclavos suyos, porque
se había atrevido a poner sus manos sobre Cristo, quien no era su esclavo,
quien nunca había pecado, y a quien sin embargo había perseguido a muerte.
Ahora, si tal es el estado del caso, si la batalla ha terminado, si el Hijo de
Dios ha ganado la victoria, y si “quiere que todos los hombres se salven”, ¿cómo es que tantos en esta vida están bajo el poder del demonio, y sufren los tormentos
del infierno en la próxima? Lo respondo en una palabra: lo quieren. Cristo
salió victorioso de la contienda, luego de otorgar dos indecibles favores a la
raza humana. Primero el abrir a los justos las puertas del cielo, que habían
estado cerradas desde la caída de Adán hasta aquel día, y en el día de su
victoria, dijo al ladrón que había sido justificado por los méritos de su
sangre, a través de la fe, la esperanza, y la caridad: “Este día estarás
conmigo en el Paraíso”, y la Iglesia en su exultación, clama: “Tu, habiendo
vencido al aguijón de la muerte, abriste a los creyentes el Reino de los
Cielos”. El segundo, la institución de los Sacramentos, que tienen el poder de
perdonar los pecados y conferir la gracia. Envía a los predicadores de su
Palabra a todas las partes del mundo a proclamar: “Aquel que cree, y sea
bautizado, será salvado”. Y así nuestro victorioso Señor ha abierto el camino a todos para adquirir la
gloriosa libertad de los hijos de Dios, y si hay algunos que no quieren entrar
en este camino, mueren por su propia culpa, y no por la falta de poder o la
falta de querer de su Redentor.
En quinto lugar, la palabra “Todo está
cumplido” puede ser con justicia aplicada a la conclusión del edificio, esto
es, la Iglesia. Cristo nuestro Señor usa
esta misma palabra en referencia a un edificio: “Hic
homo coepit aedificare et non potuit consummare”, “Este
hombre empezó a edificar y no ha
podido acabar”. Los Padres enseñan que la fundación de la Iglesia fue hecha cuando Cristo fue bautizado,
y el edificio completado cuando murió. Epifanio, en su tercer libro contra los
herejes, y San Agustín en el último libro de la Ciudad de Dios, muestran que
Eva, que fue hecha a partir de una costilla de Adán mientras dormía, tipifica a
la Iglesia, que fue hecha del costado de Cristo mientras dormía en la muerte. Y
resaltan que no sin razón el libro del Génesis usa la palabra
"construyó", y no "formó". San Agustín prueba que el
edificio de la Iglesia comenzó con el bautismo de Cristo, con las palabras del
Salmista: “Dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la
redondez de la tierra”. El reino de Cristo, que es la Iglesia, comenzó con el
bautismo que recibió de manos de San Juan, por la que consagró las aguas e
instituyó ese sacramento que es la puerta de la Iglesia, y cuando la voz de su
Padre fue claramente escuchada en los cielos: “Este es mi Hijo amado, en quien
me complazco”. Desde ese momento nuestro Señor empezó a
predicar y a reunir discípulos, quienes fueron los primeros hijos de la
Iglesia. Y todos los sacramentos derivan su eficacia de la Pasión de Cristo,
aunque el costado de Nuestro Señor fue
abierto después de su muerte, y
sangre y agua, que tipifican los dos sacramentos principales de la Iglesia,
fluyeron. El fluir de la sangre y el agua del costado de Cristo luego de su
muerte fue una señal de los sacramentos,
no de su institución.
Podemos concluir entonces que la edificación de la Iglesia fue completada cuando Cristo dijo: “Todo está cumplido”, porque nada quedó luego más que
la muerte, que sucedió inmediatamente, y cumplió el precio de nuestra
redención.
San
Roberto Belarmino: “Sobre las siete palabras pronunciadas por
Cristo en la Cruz” Capítulo XII