Se
puede ser una chismosa romántica como Elinor Glynn y escribir novelas para
solteronas esperanzadas, se puede ser un viejo baboso como Anatole France y
escribir novelas para casadas exigentes y hasta se puede ser una buena persona
y escribir novelas para jóvenes exclusivamente piadosos. Pero no se puede
escribir novelas inteligentes si no se tiene un poco de inteligencia.
La inteligencia es una virtud que Dios
entrega al hombre para que el hombre conozca a Dios y manifieste su grandeza
ante los hombres: es una de las virtudes más despreciadas en el mundo moderno.
Por mundo moderno entiendo yo no sólo el conjunto de los idiotas sino también
el conjunto de los católicos que serían idiotas si no fueran católicos. Yo no
pretendo que todo católico deba ser necesariamente un hombre inteligente, pero
sí pretendo que el hombre católico, en las cosas de la inteligencia, utilice la
inteligencia. El hombre católico no tiene la obligación de ser un sabio pero
tampoco tiene el derecho de ser un falso sabio. El hombre católico no tiene la
obligación de ser un novelista pero tampoco tiene el derecho de ser un mal novelista.
La palabra es una facultad común a los
hombres y a los loros. Los loros, afortunadamente, no saben escribir, pero hay
hombres que al escribir imitan maravillosamente a los loros. Son los hombres
que repiten la verdad que oyeron, como si la verdad no fuera más que un ruido
en la cabeza. Sus palabras son, evidentemente, las palabras de la verdad, pero
les falta el acento de la verdad, que es la inteligencia. La verdad es siempre
la verdad, en la boca de un tonto o en la boca de un sabio, pero la verdad en
la boca de un tonto no convence sino a los tontos. De aquí que la apologética
sea la más peligrosa de las actividades saludables.
La apologética es el arte de defender a la
verdad contra sus enemigos reales o imaginarios. Hay dos clases de enemigos
reales: los enemigos tontos y los enemigos equivocados. Para ellos se hicieron
la acción y la oración: la acción, que consiste en abrirles los ojos, y la
oración, que consiste en encomendar a Dios el trabajo de abrirles los ojos. En
cambio, hay una sola clase de enemigos imaginarios: los enemigos tontos.
Existen apologistas modernos que tienen la conocida costumbre de hablar solos.
Ellos imaginan un enemigo, lo visten con las armas más aparatosas, le pintan
debajo de los bigotes una sonrisa escéptica y terminan pegándole una paliza.
Esta es la primera deshonestidad de los apologistas modernos. La segunda
deshonestidad es la de hacer tontos a sus propios héroes. Los novelistas
católicos suelen atribuir a la virtud las cualidades de la más selecta
estupidez protestante: desde la puntualidad hasta el abstencionismo. Se puede
ser católico sin ser tonto y sin tener aspecto de tonto. Se puede ser católico
sin necesidad de adoptar todo ese sistema de pequeñas estupideces que algunos
novelistas católicos atribuyen a sus personajes ejemplares. Se puede, en una
palabra, ser católico sin tener cara de católico. Se debe ser católico y no
tener cara de católico. Los novelistas piadosos han creado un tipo de hombre
que se parece más a la monja que al hombre religioso: un tipo de San Luis Gonzaga
con algo de Amado Nervo, un San Luis Gonzaga que para ser protestante sólo le
faltaría jugar al tennis al costado de la iglesia. La primera obligación de un
católico es la de ser un hombre. El catolicismo no es una escuela de ademanes
untosos y de sonrisas de catálogo: es una escuela de humanidad donde el hombre
aprende a portarse como un hombre delante de Dios y delante de los hombres,
porque Dios no quiere avergonzarse de sus creaturas y no quiere que los hombres
se avergüencen del hombre; una escuela donde las malas palabras no escandalizan
demasiado.
Hay novelistas católicos que rodean a sus
personajes de todas las miserias menores que acompañan a la virtud inexperta:
por eso sus personajes repugnan fundamentalmente al hombre que no ha padecido
aún esas miserias o que ha tenido la fortuna de superarlas. La técnica
apologética de estos novelistas tiene por objeto mostrar el grado de estupidez
a que puede llevar la rutina de la verdad. Las ideas fracasan siempre por culpa
de los que las defienden. La verdad no puede fracasar porque la verdad es Dios,
pero Dios suele tener más trabajo con sus amigos que con sus enemigos.
Chesterton era un amigo de Dios que le
daba muy poco trabajo: una especie de administrador de Dios, en cargado de
repartir la verdad entre los hombres. Con su alegría de gordo se acerca al
hombre y le ofrece la verdad con una palmadita en la espalda o con un
papirotazo en la nariz. Y el hombre se ríe con él y el prestidigitador le
saluda con su galera de felpa y de su galera vuela la paloma de la Gracia. Es
el alegre obispo que en la Confirmación se aprovecha para repartir sonoras
cachetadas y es el curioso de todos los tumultos que se mete entre la gente
para pellizcar en las nalgas a los hombres demasiado importantes. Es el gordo
de las plazas que les dice piropos a las nodrizas y se pone la cofia de las
nodrizas para divertir a los niños; el gordo que tiene la edad de las plazas y
de los monumentos, el gordo de los sacos increíbles, con los bolsillos llenos
de papeles y de miguitas de pan.
El procedimiento novelesco de Chesterton
es el procedimiento de un hombre que trabaja con hombres: el procedimiento de
un hombre alegre que asiste al espectáculo de los otros hombres, de los hombres
que tienen su manera propia de comer y su manera de caminar, que tienen su
manera de atarse la servilleta al cuello y su manera de sonarse las narices,
que tienen sus grandezas y sus miserias, que tienen la responsabilidad de su
inteligencia y la irresponsabilidad de su estupidez. Los personajes de Chesterton
son, indiscutiblemente, personajes caricaturescos: caricaturescos en la medida
que lo somos todos cuando nos afeitamos o nos ponemos las medias. Chesterton no
deforma al hombre como Cervantes deforma a Don Quijote y a Sancho. No es el
creador que coloca a sus creaturas en un mundo de ridículo, sino el creador que
coloca sus creaturas en el mundo ridículo que es nuestro mundo. No les jabona
el piso para que se caigan, sino que les jabona el piso para que levanten el
vuelo. Chesterton maneja a Don Quijote y a Sancho y les facilita su vida,
porque él es un admirador de la santidad y de la buena mesa. Cervantes maneja a
Don Quijote y a Sancho y les dificulta su vida, porque él no supo comprender la
santidad y 110 pudo alcanzar a la buena mesa. A Cervantes le mueve el desengaño
y a Chesterton le guía la esperanza. Para Cervantes el desengaño lleva a la
muerte; para Chesterton el mismo desengaño es un incentivo de la vida.
Cervantes da muerte a su héroe para salvarle de la desesperación; Chesterton
desespera a sus héroes para entregarlos libres a la esperanza.
Los héroes de Chesterton viven y mueren
por un ideal, pero su ideal no es el ideal estúpido del idealismo sino el ideal
terrible del cristianismo. Ellos no se pasean entre las gentes envanecidos de
armaduras antiguas ni armados de palabras anacrónicas. Su traje es el traje a
cuadros del corredor de seguros o el vestido de huérfana de la secretaria. Su
lenguaje es el lenguaje del cockney o del político de la era victoriana. El
héroe de Chesterton necesita de una sola condición: la humanidad; la humanidad,
que le hace pasible de la redención. Puede ser un ladrón como Flambeau o puede
ser un santo como el Padre Brown, pero el ladrón de Chesterton es un hombre
capaz de llegar a ser un santo y el santo es capaz de llegar a ser un ladrón.
El hombre de Chesterton, como el hombre de Dios, es un hombre expuesto a todas
las contingencias de la Gracia y del barro.
Chesterton se resiste sistemáticamente a
introducir en sus obras los modelos de santos a que nos tienen acostumbrados
los novelistas católicos y las imágenes de yeso pintado. La santidad no
consiste para él en levantar los ojos al cielo y sostener un rosario en una
mano, porque él sabe que esas son actividades eminentemente privadas de los
hombres que aspiran a la santidad. La santidad para Chesterton consiste en la
buena voluntad de que hablaron los ángeles cuando cantaron el nacimiento del
Salvador: en la buena voluntad del hombre que rompe de un bastonazo una
vidriera porque detrás del vidrio hay un periódico donde se insulta a la
virginidad de María, y en la buena voluntad del vigilante que ayuda a una vieja
a subir a un ómnibus.
Chesterton es el novelista de un mundo en
ruinas, que comunica al mundo que de las ruinas puede nacer una rosa agradable
a Dios. No es el hombre que atruena el espacio con sus amenazas de muerte a
cargo de la espada divina, ni es el imbécil que afirma que todo está bien en el
mejor de los mundos. Es el hombre honrado que recibe al mundo tal como es y
sueña con un mundo tal como debiera ser: el hombre que se burla del mundo para
despertarle las ganas de ser el reino de Dios. Desde la desolación espiritual
de Inglaterra, Chesterton vuelve los ojos hacia Roma: no precisamente hacia la
altura de Roma que florece en la grandeza de la Iglesia Católica, sino en la
profundidad de Roma que duerme su sueño de siglos en la obscuridad del subsuelo
de Inglaterra. Y sus héroes son héroes precisamente porque son hombres que
surgen de la tierra para cumplir con su destino de hombres. Son héroes porque
tienen la honradez del hombre: la honradez del hombre que cree honradamente en
la verdad y que se salva por la verdad, y la honradez del hombre que cree
honradamente en el error y que se salva por la posibilidad de llegar a la
verdad. Chesterton siente como un santo el pudor de la santidad. Su
preocupación consiste en hacerse amigo de sus personajes, no para que sus
personajes le cuenten sus intimidades espirituales, sino para que se sientan
cómodos delante de él, para que se porten como si estuvieran delante de un
aliado y para que lo compliquen a él en sus aventuras. Frente al santo,
Chesterton se conduce como un despreocupado pecador, que es la mejor compañía
para un santo; frente al hombre tolstoiano, Chesterton se disfraza de muchacha
traviesa, que es la mejor compañía para el hombre tolstoiano. Porque la virtud
sobresaliente de Chesterton es la caridad: la caridad que le obliga a
escandalizar a los seminaristas con un chiste sobre el Papa y a escandalizar a
los liberales con un elogio de la Inquisición; la caridad que le lleva a reírse
de los vigilantes para consolar a los ladrones y a ridiculizar al jefe de
policía para consolar a los vigilantes.
Todas las novelas de Chesterton pertenecen
a la especie de las novelas policiales donde hay hombres respetables que
resultan delincuentes y delincuentes que resultan hombres respetables. Son
novelas policiales don de los ángeles les tiran zancadillas a los diablos y los
diablos se tocan con una peluca de político influyente para despistar a los
ángeles. Chesterton es el ministro del Interior que, como Dios, cree en el
arrepentimiento último de los delincuentes y allana, como allanará Dios en el
día del Juicio Final, las casas de las personas respetables.
El arte de escribir novelas es el arte de
imitar a Dios: el arte de imitar su buen humor y sus ocurrencias de espíritu
topoderoso, su seriedad terrible y su terrible alegría. Chesterton novelista es
el gordo ejemplar que baila desnudo delante de una junta de viejas puritanas.
IGNACIO
B. ANZOATEGUI
“Sol
y Luna” Nº1 – Bs.As. Noviembre de 1938 -Págs. 95-102
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
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