martes, 22 de mayo de 2018

El Infierno es Eterno - Mons. De Segur



El Infierno es necesariamente eterno,
a causa de la naturaleza misma de la Eternidad.


     Mucho tiempo ha que la natural debilidad del entendimiento humano se dobla bajo el peso del terrible misterio de la eternidad de los castigos de los condenados. Ya en tiempos de Job y de Moisés, diecisiete o dieciocho siglos antes de la era cristiana, ciertos entendimientos ligeros y ciertas conciencias muy cargadas hablan de la mitigación, ya que no del término, de las penas del infierno. “Imagínanse, dice el libro de Job, que el infierno decrece y envejece”[1]


     Hoy día, como en todas las épocas, esta tendencia a mitigar y abreviar las penas del infierno encuentra abogados más o menos directamente interesados en el asunto; pero se engañan. Sobre que su suposición no descansa sino en la imaginación, y es directamente contraria a las afirmaciones divinas de Jesucristo y de su Iglesia, parte de un concepto absolutamente falso de la naturaleza de la eternidad.


     No sólo no tendrán término ni alivio alguno las penas de los condenados, sino que es metafísicamente imposible que lo tengan, pues a ello se opone de una manera absoluta la naturaleza de la eternidad.


     La eternidad, en efecto, no es como el tiempo, que se compone de una sucesión de instantes, añadidos los unos a los otros, y cuyo conjunto forma los minutos, las horas, los días, los años y los siglos. En el tiempo se puede variar, precisamente porque se tiene el tiempo de variar. Pero si delante de nosotros no tenemos día, ni hora, minuto, ni segundo, ¿no es evidente que nó podemos pasar de un estado a otro estado? pues esto es lo que sucede en la eternidad. En ella no hay instantes que se sucedan a otros y que sean distintos. La eternidad es un modo de duración y de existencia que no tiene nada de común con el de la tierra; podemos conocerlo, mas no podemos comprenderlo. Es el misterio de la otra vida, el misterio de la duración de Dios, que un día ha de ser nuestra duración.


     La eternidad, conforme dice Santo Tomás con la tradición, es “toda entera a la vez, tota simul[2]. Es un presente siempre actual, indivisible, inmutable. Allí no hay siglos acumulados sobre siglos, ni millones de siglos añadidos a otros millones. Son modos éstos del todo terrestres y meramente imaginarios de concebir la eternidad.


     Lo repito, la naturaleza misma de la eternidad, que no se parece en nada a las sucesiones del tiempo, hace que en ella sea radicalmente imposible todo cambio; ora en bien, ora en mal. Con respecto a las penas del infierno es, pues, imposible todo cambio; y como la cesación o la simple mitigación de dichas penas constituiría necesariamente un cambio, debemos concluir con entera certeza que las penas del infierno son absolutamente eternas, inmutables, y que el sistema de las mitigaciones no es más que una flaqueza del entendimiento o un capricho de la imaginación y del sentimiento.


     Lo que acabo de resumir sobre la eternidad, lector amado, es quizás un poco abstracto; pero cuanto más reflexiones sobre ello, tanto más comprenderás su verdad. Como quiera que sea, comprendámoslo o no lo comprendamos, descansemos en este punto sobre la clarísima y muy formal afirmación de Nuestro Señor Jesucristo, y digamos con toda la sencillez y certidumbre de la fe: "Creo en la vida eterna, credo in vitam aeternam", esto es, en la otra vida, que será para todos inmortal y eterna; para los buenos, inmortal y eterna en las bienaventuranzas del paraíso; para los malos, inmortal y eterna en los castigos del infierno.


     Un día San Agustín, obispo de Hipona, se ocupaba en escudriñar, hasta el punto que podía hacerlo su poderoso entendimiento, la naturaleza de la eternidad. Investigaba, profundizaba, y tan pronto descubría como se sentía detenido por el misterio, cuando repentinamente se le aparece entre rayos de luz un anciano de venerable presencia y todo resplandeciente de gloria. Era San Jerónimo, que de edad de cerca cien años acababa de morir muy lejos de allí, en Belén. Y como San Agustín mirase con asombro y admiración la celestial visión que representaba a sus ojos:


     “El ojo del hombre no ha visto, le dice el anciano, la oreja del hombre no ha oído, y el entendimiento del hombre no podrá jamás comprender lo que tú buscas”.


     Y desapareció.


     Tal es el misterio de la eternidad, ya en el cielo, ya en el infierno. Creamos humildemente y aprovechemos el tiempo en esta vida, a fin de que cuando cesará para nosotros el tiempo, seamos admitidos en la eternidad feliz, y podamos por la misericordia de Dios evitar la otra.



[1] Job, 41, 23.
[2] Summa Theologicae, I, 10, 1, c.


                                             Mons. De Segur: “El Infierno” – Ed-Iction. Bs. As. 1980. Págs. 123-126.



        Nacionalismo Católico San Juan Bautista



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