El
Infierno es necesariamente eterno,
a
causa de la naturaleza misma de la Eternidad.
Mucho tiempo ha
que la natural debilidad del entendimiento humano se dobla bajo el peso del
terrible misterio de la eternidad de los castigos de los condenados. Ya en
tiempos de Job y de Moisés, diecisiete o dieciocho siglos antes de la era
cristiana, ciertos entendimientos ligeros y ciertas conciencias muy cargadas
hablan de la mitigación, ya que no del término, de las penas del infierno. “Imagínanse,
dice el libro de Job, que el infierno decrece y envejece”[1]
Hoy día, como en
todas las épocas, esta tendencia a mitigar y abreviar las penas del infierno
encuentra abogados más o menos directamente interesados en el asunto; pero se
engañan. Sobre que su suposición no descansa sino en la imaginación, y es
directamente contraria a las afirmaciones divinas de Jesucristo y de su
Iglesia, parte de un concepto absolutamente falso de la naturaleza de la
eternidad.
No sólo no
tendrán término ni alivio alguno las penas de los condenados, sino que es
metafísicamente imposible que lo
tengan, pues a ello se opone de una manera absoluta la naturaleza de la
eternidad.
La eternidad, en efecto, no es como el tiempo, que se compone de una
sucesión de instantes, añadidos los unos a los otros, y cuyo conjunto forma los
minutos, las horas, los días, los años y los siglos. En el tiempo se puede
variar, precisamente porque se tiene el tiempo de variar. Pero si delante de
nosotros no tenemos día, ni hora, minuto, ni segundo, ¿no es evidente que nó
podemos pasar de un estado a otro estado? pues esto es lo que sucede en la
eternidad. En ella no hay instantes que se sucedan a otros y que sean
distintos. La eternidad es un modo de duración y de existencia que no tiene
nada de común con el de la tierra; podemos conocerlo, mas no podemos
comprenderlo. Es el misterio de la otra vida, el misterio de la duración de
Dios, que un día ha de ser nuestra duración.
La eternidad,
conforme dice Santo Tomás con la
tradición, es “toda entera a la vez, tota
simul”[2].
Es un presente siempre actual,
indivisible, inmutable. Allí no hay siglos acumulados sobre siglos, ni millones
de siglos añadidos a otros millones. Son modos éstos del todo terrestres y
meramente imaginarios de concebir la eternidad.
Lo repito, la
naturaleza misma de la eternidad, que no se parece en nada a las sucesiones del
tiempo, hace que en ella sea radicalmente imposible todo cambio; ora en bien,
ora en mal. Con respecto a las penas del infierno es, pues, imposible todo
cambio; y como la cesación o la simple mitigación de dichas penas constituiría
necesariamente un cambio, debemos concluir con entera certeza que las penas del
infierno son absolutamente eternas, inmutables, y que el sistema de las
mitigaciones no es más que una flaqueza del entendimiento o un capricho de la
imaginación y del sentimiento.
Lo que acabo de
resumir sobre la eternidad, lector amado, es quizás un poco abstracto; pero
cuanto más reflexiones sobre ello, tanto más comprenderás su verdad. Como
quiera que sea, comprendámoslo o no lo comprendamos, descansemos en este punto
sobre la clarísima y muy formal afirmación de Nuestro Señor Jesucristo, y
digamos con toda la sencillez y certidumbre de la fe: "Creo en la vida
eterna, credo in vitam aeternam",
esto es, en la otra vida, que será para todos inmortal y eterna; para los
buenos, inmortal y eterna en las bienaventuranzas del paraíso; para los malos,
inmortal y eterna en los castigos del infierno.
Un día San Agustín, obispo de Hipona, se
ocupaba en escudriñar, hasta el punto que podía hacerlo su poderoso
entendimiento, la naturaleza de la eternidad. Investigaba, profundizaba, y tan
pronto descubría como se sentía detenido por el misterio, cuando repentinamente
se le aparece entre rayos de luz un anciano de venerable presencia y todo
resplandeciente de gloria. Era San
Jerónimo, que de edad de cerca cien años acababa de morir muy lejos de
allí, en Belén. Y como San Agustín mirase con asombro y admiración la celestial
visión que representaba a sus ojos:
“El
ojo del hombre no ha visto, le dice el anciano, la oreja del hombre no ha oído,
y el entendimiento del hombre no podrá jamás comprender lo que tú buscas”.
Y desapareció.
Tal es el
misterio de la eternidad, ya en el cielo, ya en el infierno. Creamos
humildemente y aprovechemos el tiempo en esta vida, a fin de que cuando cesará
para nosotros el tiempo, seamos admitidos en la eternidad feliz, y podamos por
la misericordia de Dios evitar la otra.
[1] Job, 41,
23.
[2] Summa
Theologicae, I, 10, 1, c.
Mons. De Segur: “El Infierno” – Ed-Iction. Bs. As. 1980. Págs. 123-126.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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