El anunciado fariseísmo de
Bergoglio
POR ANTONIO CAPONNETTO
Cuando escribimos “La Iglesia Traicionada” en el año 2010,
dedicamos un capítulo de la misma a analizar el libro “El Jesuita”, larguísimo
reportaje al entonces Cardenal Bergoglio, realizado por Sergio Rubín y
Francesca Ambrogetti de Parreño, y publicado en Buenos Aires, por Editorial
Vergara, en ese mismo año 2010. En las páginas cincuenta y uno y siguientes de
nuestra obra, asentábamos algo que cobra ahora una triste actualidad, ante la
heterodoxa modificación del punto 2267 del Catecismo, declarando la absoluta
ilicitud de la pena de muerte. Lo transcribo:
“En la misma línea ideológica [judaizante],
y para seguir avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del ámbito espiritual y artístico para
recalar en el terreno moral.
Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un
relativismo aún más impropio en un hombre de Fe, sostiene que “antes se
sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena de muerte] o, por
lo menos, que no la condenaba”. Pero ahora en cambio, merced al progreso de la
conciencia, se sabe que “la vida es algo tan sagrado que ni un crimen tremendo
justifica la pena de muerte” (p. 87).
Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para
valorar adecuadamente lo que dirá después. La aceptación de la licitud de la
pena de muerte -que aparece taxativamente exigida como tal, tanto en las
páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros católicos y
de textos pontificios- debe percibirse como un déficit, un tramo oscuro en el
devenir de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las sociedades.
En la medida en que “la conciencia moral de las culturas va progresando,
también la persona, en la medida en que quiere vivir más rectamente, va
afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo religioso sino humano” (p.88).
Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del
hecho, que lo valore inherentemente, sino por la evolución de la conciencia,
tanto la Iglesia como la Humanidad, saben hoy que la pena de muerte debe ser
rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa cronolatría que protestara
Maritain en Le Paysan de la Garonne. Pero entonces, ¡cómo no deplorar, en
consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó
erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso “un crimen tremendo”!
¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los que la conciencia
aún juzgaba que bajo determinadas condiciones, circunstancias y requisitos era
legítima la aplicación del castigo capital!
Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano.
Pero un tema irrumpe en el diálogo y la ineluctable evolución de la conciencia
se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema? Dejémoselo explicar al
interesado: “Uno no puede decir: ‘te perdono y aquí no pasó nada’. ¿Qué hubiera
pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los
jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros la
cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de
ese momento y fue la reparación que la sociedad exigió siguiendo la
jurisprudencia vigente” (p. 137).
El pequeño detalle –advertido precisamente por los
kelsenianos de estricta observancia- de que “la ley de ese momento”, vigente positivamente en Alemania,
no volvía criminales a los jerarcas nazis, se le olvida al Cardenal. El otro
detalle más “pequeño” aún, de que en Nüremberg no se dejó tropelía legal por
cometer, ni aberración jurídica por aplicar, ni derechos humanos de los
acusados por conculcar, ni tortura aborrecible por aplicar, ni mentira por
aducir, tampoco cuenta. Ese otro detallecito de que la horca y el tormento
atroz para los germanos no fue “la reparación que la sociedad exigió” sino la
venganza monstruosa de la judeomasonería, tras los triunfantes genocidios de
los Aliados, en Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal
está en contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos
comprensivos y hagamos una excepción hermenéutica. “Era la ley de ese momento”,
caramba. La evolución de la conciencia podía esperar un ratito más.
El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del
judeocristanismo, ya tiene dónde tranquilizar sus escrúpulos, supuesto que le
acometieran. “Hace poco” –les confía a sus socios biográficos- “estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y,
mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos
recordaba: ’Señor, que en la burla sepa mantener el silencio’. La frase me dio
mucha paz y mucha alegría” (p. 151).
Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla
propia o a la que él le propina a Jesucristo al visitar obsecuentemente la
morada de los negadores de su divinidad y artífices de su asesinato. Porque el
prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por objeto,
pero Dios no se deja burlar (Gál.6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su
Justicia irrefragable y definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando, a
fuer de felones, sabrán qué quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo
“la vara de hiel de su rigor”.
Agreguemos apenas un par de cosas, en las actuales
circunstancias. La primera, para quienes creen que cuando insistimos en la
maldita vigencia del sofisma hebreo de la reductio
ad Hitlerum, estamos afiliados al Nacionalsocialismo. No; tratamos de estar
filiados a la verdad histórica, que es algo bien distinto. En grosera evidencia
queda el funcionamiento de aquella falacia. Con los nazis se acabaron los
axiomas providistas de “toda vida vale”
y otros semejantes. Toda vida vale;
desde la de la ballena hasta la de la mascota hogareña. Pero las tronchadas de
modo crudelísimo bajo el tribunal más abyecto de la historia contemporánea,
ésas no cuentan. Siempre habrá un eufemismo para justificarlas.
¿Alguna vez, como lo dijera Federico Mihura Seeber, sacarán
al Nazismo del Cuarto de Barba Azul de la Historia; aquel en el cual no se
puede ingresar so pena de morir si uno descubre y grita la verdad? ¿Alguna vez
los católicos escucharán la voz de León XIII, que ciceronianamente exigía
escribir la historia, tomando por ley primera la de la veracidad y por segunda
la del rechazo a la mentira?
Lo segundo es que admitimos que se pueda distinguir entre lo
doctrinal y lo prudencial en tan delicada materia; dejando a salvo los
principios perennes sobre la legitimidad de la pena de muerte, mas
desaconsejando su aplicación sin causas, condiciones, requisitos y
protagonistas de probada licitud. Pero aquí, al mejor estilo bergogliano, se ha
fusilado sin misericordia a la recta doctrina, conculcándola a sabiendas; a
pesar de los funestísimos efectos en cascada que tamaño cambio puede implicar
potenciando el relativismo ético.
Bergoglio, por caso, ya aceptó el pañuelo verde abortero que
le entregó el crápula de Nicolás Fuster, en vez de enroscárselo en el cuello al
osado, y pedirle a algún guardia suizo que lo desalojara de la plaza de San
Pedro. Ahora, las mismas aborteras usarán esta reforma catequística para
enrostrarles a los católicos que si no legalizan la “interrupción voluntaria
del embarazo” las están condenando a muerte, lo que sería contrario al neodogma
francísquico. Porque entre las demencias de este cambio doctrinal está la de no
querer distinguir entre persona culpable e inocente. Como si la Iglesia,
durante los dos milenios que dio razones en pro de la pena capital, lo hubiera
hecho pensando en liquidar seres humanos indiscriminadamente.
Lo tercero por agregar es aún más importante. En el artículo
del Catecismo reformado por Bergoglio, se dice que “la pena de muerte es
inadmisible a la luz del Evangelio”. Imposible reunir aquí la cantidad de
pruebas en contrario que durante veinte siglos han aportado los estudiosos de
la doctrina católica. Patrólogos, escolásticos, pontífices, doctores: una
legión de sabios estudió el tema y supo resolverlo sin faltar a la caridad ni a
la ortodoxia.
Acaso
sirva recordar uno de esos textos evangélicos significativos, hoy olvidados por
el ghandismo eclesiástico dominante o por la vulgar sodomización de los cuadros
jerárquicos. Está en el capítulo diecinueve del Evangelio de San Lucas, Parábola
de las Diez Minas o De las minas y los talentos, y dice: “Pero mis enemigos, los que no me
querían por Rey, sean apresados y degollados en mi presencia” (Ls. 17,
27).
Por cierto que lo antedicho exige una lectura en clave
parusíaca, y que nadie está pensando en una degollina literal que, de
sobrevenir, nos tendría a nosotros por primeros destinatarios. Parafraseando a
Bernanós habría que decir en estos días: “seremos degollados por curas
bergoglianos”. Pero aún leída la perícopa en perspectiva sobrenatural, es
evidente que Nuestro Señor no rechazó la licitud de analogar Su Mensaje
Salvífico con la posibilidad de la muerte como pena, sanción y castigo, para
todos aquellos que, rechazándolo, le declararan enemistad a su Divina Realeza.
Ahora falta que Bergoglio modifique los Santos Evangelios
porque le resultan inadmisibles a la moderna conciencia de la dignidad humana.
Según la bibliográficamente caudalosa “Enciclopedia dei
Papi”, fue el Pontífice Benedicto IX el que renunció a su cargo, vendiéndoselo
por 1500 libras al Arcipreste Juan de Graciano, futuro Gregorio VI. Dirán los
celosos investigadores si el dato es corroborable. Desde aquí, simplemente,
damos por iniciada la colecta para juntar 1500 libras. Por las dudas se pueda
repetir la historia.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
https://www.youtube.com/watch?v=NiGlux1yARk
ResponderBorrarhttps://www.youtube.com/watch?v=UJBG-xm5H2E
Convicciones: Iota Unum - la pena de muerte - parte 2- 3/3
Dios le bendiga.Don Antonio
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