La
ideología del hedonismo penetra cada vez con más fuerza, que parece ser el lema
fundamental de toda vida humana: huir lo más que se pueda del dolor y del
sufrimiento.
Si
eres joven lloras porque tus sueños no se ven realizados en la vida, si eres
anciano la vida ya no te permite soñar.
Si
eres pobre lloras porque no posees, si eres rico lloras porque lo has de dejar,
si amas, lloras porque no hay amor sin sufrimiento, si odias porque no hay odio
sin tormento.
Si
vives, lloras por la muerte que se acerca, si estás viviendo, lloras por la
vida que te abandona.
Si
eres ignorante lloras por cuanto desconoces, y si estás aprendiendo por lo poco
que sabes.
Si
descansas, lloras por el trabajo que te falta, y si trabajas lloras por la
fatiga que te abruma.
En la
virtud lloras por el cansancio del esfuerzo, y en el vicio lloras por el peso
de las cadenas.
No hay
un solo niño que no ha llamado a su madre llorando, y no hay madre a quien su
hijo no le haya costado lágrimas.
Toda
casa tiene su tormento, toda ventana su luto, toda puerta se cierra gimiendo
detrás de alguien que ya no volverá.
Así el
sufrimiento es como la sombra que acompaña al hombre allá donde vaya, no se
puede evitar del todo, ni con medicinas, ni con tranquilizantes, ni con la
multiplicación de placeres, lo que debe lograrse es adoptar una postura digna,
consciente, permanente en el dolor.
Fortalece
el pensar que el sufrimiento humano aceptado es fuente de vida, primero porque
paga las deudas de nuestras faltas que deberíamos expiarlas en el lento fuego
del Purgatorio. Segundo, porque cada sufrimiento aceptado enriquece al alma con
esos tesoros que la acompañarán en la eternidad, y tercero, en unión con Cristo
en su Cruz, nuestros sufrimientos ayudan a la salvación de los hermanos.
El
sufrimiento tiene un valor expiatorio. En todo pecado hay una culpa que hace
merecedor al pecador de dos penalidades: una pena ontológica (se emborrachó, y
al día siguiente se sintió enfermo), y una pena jurídica (se emborrachó y al
día siguiente perdió el empleo). Ergo, la expiación es castigo. El mismo poder
tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor,
que los emplea para nuestro bien como castigos medicinales (1Cor 5, 5; 1Tim 1,
20) o como pruebas purificadoras (2Cor 12, 7, 10). Dios puede dar permiso al
demonio para poseer o atormentar a una persona con el fin de purificarla o
probarla. Fue el caso de Job, o de la beata Maryam de Jesús Crucificado.
El
sufrimiento tiene sus valores, que podríamos resumir en ocho:
1º
Lleva al conocimiento de sí mismo. Nos ayuda a conocernos, ya que nos coloca
solos frente a nosotros mismos, sin influencia de otros. Alguien escribió:
«Debo a mis desventuras el conocimiento de mí mismo, sino me hubiera encerrado
en mi cárcel, no me habría encontrado a mí mismo, no me habría conocido».
2º
Madura a la persona. Es el dolor el que nos incita en la seriedad de la vida,
el que trunca los sueños y disuelve las fantasías. Son las dificultades y los
contratiempos los que nos obligan a pensar y a reflexionar, los que nos
muestran la existencia desnuda y en su triste realidad. Los que nos hacen ser
más cautos, más serenos, más prudentes.
3º
Fruto del sufrimiento: afina y eleva el espíritu. Únicamente el dolor penetra
en la intimidad de nuestro yo, llega hasta los sitios más celosamente ocultos
de nuestro espíritu y sabe ensancharlo y hacer que se desarrollen en él, los
gérmenes más preciosos.
4º El
dolor capacita para comprender a los demás con el paso de los años y con el
aumento de las penalidades personales se va abriendo camino en nuestro corazón
la comprensión sincera para el enfermo, para el atormentado, el caído, el
humillado.
5º
Purifica y expía nuestros errores y pecados. La humillación, la impotencia y la
inacción son el castigo del orgullo. La decadencia y la debilidad del cuerpo,
el castigo de la concupiscencia.
6º El
dolor es mensajero de Dios. En los Proverbios se afirma: «El Señor corrige a
los que ama, como un Padre al hijo querido».
Permite
que nuestros ídolos sean destrozados, que encontremos amargura y desilusión,
donde creíamos saborear la dulzura del placer y gozo. Así llegaremos a
convencernos de que la felicidad ha de buscarse no en las criaturas sino por
encima y fuera de ellas.
7º El
dolor es un medio eficaz de redención social. Partícipes del dolor y de la
ofrenda de Jesús en la Cruz, somos llamados a compartir la obra de su
resurrección para la salvación del mundo y para la de cada individuo.
8º El
dolor es fuente de alegría y de paz. La alegría de saberse guiados y sostenidos
por aquél de quien procede toda ayuda y a asegurar a todos el alivio y el
consuelo. La alegría de saber que los sufrimientos de la vida presente no son
nada en comparación con el placer y la gloria que ha de manifestarse en
nosotros.
María
Satoko, cristiana japonesa escribía así: «Hasta que no se me haya concedido
llegar a la felicidad del Paraíso, pienso que mi vida sería un viacrucis largo
de sufrimientos indescriptibles, sin embargo, yo no quiero cerrar los ojos ante
la vida de mi prójimo y preocuparme sólo de mi salvación, no quiero tan sólo no
cometer pecados, más bien deseo recoger un tesoro de sacrificios para el
Paraíso, cuanto más grande ha de ser la felicidad de nuestro Padre Celestial,
si en vez de salvarme a mí sola, conducirme a él, llevándolas de la mano, a
muchas otras almas, salvándolas de las penas del infierno. Si mi sufrimiento
puede conseguir tal resultado, con cuánta alegría abrazo al dolor, la fuerza
para soportar todo sufrimiento, o mejor, la alegría de llevar la cruz espero
lograrla por los méritos de todos los santos del Cielo».
Germán
Mazuelo-Leytón
Fuente: La Patria
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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