Mis
palabras no pasarán
El
mundo actual está ansioso de profecía.
Ante
los desastres y las amenazas de esta época catastrófica, es natural que todos
queramos saber lo porvenir. El que no sabe adónde se dirige, no puede dar un
paso. ¿Adónde va el mundo?, claman todos.
A esta
hambre actual de profecía se le propinan profecías falsas. Es menester dar la
buena profecía, que para eso la tenemos.
Los
protestantes sirven por Radio Excelsior La
Voz de la Profecía a toda Sudamérica. Las revistas argentinas Maribel, Mundo Argentino, El Hogar, ofrecen con asiduidad las
profecías de Nostradamus, de la Gran Pirámide, de Madame Thébes, del abad
Malaquías... Algunos católicos sin mucha teología se dedican temerarios a
espigar profecías privadas en el campo peligroso de los libros devotos.
Hay
que dar, pues, la gran profecía primordial, la profecía esjatológica de
Jesucristo, de San Pablo, del Apokalypsis de San Juan.
Este
mundo terminará. Su término será precedido de una gran apostasía y una gran
tribulación. A ellas sucederá el advenimiento de Cristo, y de su Reino, el cual
no va de tener fin.
Estas
profecías están contenidas primeramente en el llamado sermón esjatológico de
Nuestro Señor, que está en los tres Sinópticos: San Lucas XV II, 20; San Mateo
XXIV, 23; y San Marcos X III, 21.
De
este sermón de Cristo, cuyo eco son los pasajes esjatológicos de Pablo y Pedro,
y la gran revelación de Juan, hace la impiedad contemporánea su argumento
principal contra la Divinidad de Cristo.
Pretenden,
en efecto, que Cristo se equivocó y engañó a sus Apóstoles creyendo que el
mundo se acababa entones mismo, cuando El predicaba, o muy poco después.
Esgrimen exactamente la frase que en labios de ellos pone San Pedro: “Falló la
promesa relativa a la Segunda Venida.” Luego, Cristo —dicen— no es lo que Él
dijo.
La
palabra en que se apoyan principalmente es la siguiente: “En verdad os digo que
no pasará esta generación sin que todas estas cosas sean hechas.”
El
cielo y la tierra pasarán, mi palabra no pasará” (Mc. XIII, 30). Es un solemne
juramento de Jesucristo que parecería fallido. Se equivocó Cristo, entonces.
Pero
esta precisión misteriosa del tiempo
contiene precisamente la clave de la interpretación profética.
Toda
profecía se desenvuelve en dos planos y se refiere a la vez a dos sucesos: uno
próximo, llamado typo, y otro remoto,
llamado antitypo. ¿Cómo podría un
profeta describir sucesos lejanísimos, para los cuales hasta las palabras faltan,
a no ser proyectándolos analógicamente desde sucesos cercanos?
El
profeta se interna en la eternidad desde la puerta del tiempo y lee por trasparencia
trascendente un suceso mayor indescriptible en un suceso menor próximo; en el
modo que existe también analógicamente en los grandes poetas.
De la
manera que Isaías describe la redención de la humanidad en la liberación del
cautiverio babilónico, y San Juan h Segunda Venida en la destrucción de la Roma
étnica, así Cristo el fin del mundo en la caída de Jerusalén y en la dispersión
milenaria del pueblo judío. Eso justamente le preguntaron los Apóstoles,
creídos que las dos cosas habían de ser simultáneas. Al decirles, saliendo del
Templo, que de él no quedaría piedra sobre piedra, pensaron en el fin del siglo,
y le interrogaron: “¿Cuándo será esto y qué señal habrá de tu triunfo y de la
conclusión del siglo?”. Cristo, sin desengañarlos de su error, entonces
inevitable, respondió a la vez a las dos preguntas y describió en un mismo
cuadro pantografiado la ruina de la Sinagoga, que era el final de una edad, y
el final de todas las edades, o, como ellos decían, “la consumación del evo”.
“Esta
generación” significa, pues, a la vez los Apóstoles allí presentes con
referencia al typo, que es el fin de
Jerusalén; y también la descendencia apostólica y su generación espiritual con
referencia al antitypo, el Fin del Mundo.
Los Apóstoles vieron el fin de Jerusalén, la Iglesia verá el fin de Roma.
De
esta manera la objeción racionalista ha servido de ocasión para estimular y
para iluminar la interpretación católica, ahora en posesión de la llave de la exégesis.
Y el encarnizado trabajo de Heitmüller y Renán para aplicar cada versículo del
Apokalypsis a los sucesos colindantes al reino de Nerón -año 6 4 - se vuelve
útil al creyente: iluminando el typo
para comprender mejor el antitypo.
La
Gran Tribulación
Renán
escribe:
El
Anticristo ha cesado de alarmarnos [...] Nosotros sabemos que el fin del mundo
no está tan cerca como creyeron los inspirados videntes de la primera centuria,
y que ese fin no será una súbita catástrofe. Operará por medio del frío en
centenares de centurias, cuando nuestro sistema no tenga más poder para reparar
sus pérdidas; y el planeta Tierra haya agotado los recursos de los senos del
viejo Sol para proveer a su curso.
Antes
de esta quiebra del capital planetario, ¿alcanzará la humanidad la perfección
de la ciencia, que no es sino el manejo de las fuerzas cósmicas, o será la
Tierra otro experimento fracasado entre millones, convertida en hielo antes que
el problema de matar a la muerte se haya solventado? No podemos decirlo. Pero
con el Vidente de Patmos, más allá del flujo de las vicisitudes, percibimos el
ideal, y afirmamos que un día será cumplido.
Entre
las nieblas de un universo embrionario, contemplamos las leyes del progreso de
la vida, la conciencia del ser creciendo y ampliándose en sus fines, y la
posibilidad de un estado final en que todo será sumergido en un Ser definitivo,
Dios, igual que los innumerables brotes y yemas del árbol en el árbol, igual
que las miríadas de células del organismo viviente en el viviente.
Estado
en el cual hallará cumplimiento la vida universal; y todos los seres individuos
que han sido, vivirán de nuevo en la vida de Dios, verán en El, gozarán en El y
cantarán en El un eterno Aleluya.
Cualquiera
sea la forma en que concibáis el futuro adviento de lo Absoluto, el Apokalypsis
no puede dejar de regocijamos. Simbólicamente expresa el principio fundamental
de que Dios no tanto "es”, cuanto que "llegará a ser".
Hasta
aquí el apóstata bretón, padre del modernismo.
Frente
a este sueño averroísta y ateo de disolución paulatina en Dios, y aquesta
remotísima y del todo irresponsable evolución bergsoniana, la palabra
terminante de Cristo dice que el mundo terminará de golpe, que los hombres
serán juzgados, que no todos desembocarán en la Vida, “como las células
vivientes en el viviente”, puesto que muchos caerán en la "muerte segunda”
y definitiva; y que una terrible lucha precederá como agonía suprema la
resolución del drama de la Historia.
Las
palabras de Cristo en su simplicidad sintética son más temibles que las
fulgurantes visiones del Apokalypsis con sus formidables despliegues de sangre,
fuego y ruinas. Cristo dice simplemente que vendrá una tribulación como no se
ha visto otra en el mundo -¡y cuenta que se han visto algunas!-, que si no
fuera abreviada perecería toda carne, y que si fuese posible, serían inducidos
en error los mismos electos. Las guerras terribles, las pestes, los terremotos
que se sucederán en el mundo, no son sino el principio del dolor. El Dolor mismo será peor todavía. Porque
madurada ya la iniquidad de la tierra, ella se levantará en toda su pureza y
aprovechará todos sus anteriores ensayos, dirigida por Satanás en persona, que
será arrojado a la tierra y estará en pleno furor, sabiendo que le queda poco
tiempo, iAy de las que crían y de las preñadas en aquellos días! iAy de los que
quedaron para ser cribados por Satanás en la última prueba!
Las
dos fuerzas antagónicas que pelean en el mundo desde la Caída se tenderán en el
máximo esfuerzo. Los santos serán derrotados y vencidos por todas partes. La apostasía
cubrirá el mundo como un diluvio. La iniquidad y la mentira tendrán libre
juego. El poder político más poderoso que haya existido no sólo perseguirá la
Religión a sangre y fuego, sino que se revestirá de religiosidad falsa. Y los
pocos fieles a Cristo parecerán perder el resuello cuando, separado el Obstáculo, aparezca en la tierra el Hijo de Perdición, aquel en que Dios no
tiene parte y que Cristo no se dignó nombrar siquiera: el Anticristo... El Otro.
Decir
“una tribulación como nunca se vio otra igual”, es decir muchísimo.
Quiere
decir que los cristianos de aquel tiempo sufrirán como nunca se sufrió, como no
sufrió Job, ni Edipo, ni Hamlet; como no sufrió San Alejo, San Roque, Santa
Liduvina, San Juan de la Cruz, San Alfonso Rodríguez.
Y los
cristianos de aquel tiempo no son los que ya pasaron; somos nosotros, o algunos
muy próximos a nosotros. ¡Bienvenido sea ese dolor, con tal que veamos volver a
Cristo!
Considerad
una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y asoladora; y sin
embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente, porque los Estados eran
pequeños y las relaciones universales imposibles de todo punto. Señores, las
vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso
[...] Ya no hay resistencias ni físicas, ni morales. Físicas, porque con los
buques y las vías férreas no hay fronteras, con el telégrafo no hay
distancia.., Y no hay resistencias morales, porque todos los ánimos están
divididos y todos los patriotismos están muertos*.
*Donoso
Cortés, Discurso de los sucesos de Roma, 14/01/1849.
Dulcísimas promesas
Las
terríficas visiones del Vidente de Patmos -que Renán califica de “delirios de
terror”- y las palabras de Cristo -más duras aún en su limpidez de acero que
las del discípulo- inducirían pánico y desesperación, sí no estuviesen
equilibradas por las promesas más dulces.
Así
como la mayor tribulación en su
brevedad encierra un terror desmesurado, así la condicional si fuera posible encierra una promesa
amorosísima. “Caerían, si fuera posible,
los mismos escogidos”, dice Cristo.
No es
posible, pues, que caigan los escogidos. Un ángel les marca la frente y los
cuenta. Dios ordena suspender las grandes plagas hasta que están todos
señalados. Dios abrevia la persecución por amor de ellos. El Anticristo reinará
solamente media semana de años (42 meses, 1,260 días). Todos los mártires serán
vengados. Los impíos serán flagelados de innúmeras plagas. Dos grandes santos
defenderán a Cristo y tendrán en sus manos poderes prodigiosos. Y cuando
caigan, Cristo los llamará y revivirán.
Después,
nosotros, los que vivimos, seremos llamados y arrebatados con Cristo en el
aire. Ésta será la Resurrección Primera. Y reinaremos con Cristo mil años, es
decir, un largo tiempo, en la Jerusalén restaurada, donde tienen que cumplirse
un día todas las opulentas promesas mesiánicas: porque ni una sola de las
dulcísimas promesas de la Escritura dejará de llenarse más allá todavía de la
esperanza y la imaginación del hombre, cualquiera sea el sentido que
corresponda en la realidad futura a esta difícil palabra, cuya interpretación
aquí no prejuzgamos... ¡Dichoso aquel que merezca gozar la Resurrección
Primera!
Pero antes
tiene que manifestarse el Misterio de
Iniquidad, tienen que reinar las Dos
Bestias, tiene que ser quitado el Obstáculo,
tiene que aparecer la Gran Prostituta.
Leonardo
Castellani: “Cristo ¿vuelve o no vuelve? – Ed. Dictio. Págs. 18-23.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista