Una dificultad. Las soluciones
propuestas
Esta
doctrina sobre el hombre y sus derechos es muy atractiva, cuando se considera a
la persona tomada individualmente; pero las dificultades comienzan al tratar de
compaginar los derechos de unos con los derechos de otros. Como lo dice Kant,
el derecho también podría ser definido como «... el conjunto de condiciones por
medio de las cuales el arbitrio de uno puede concordar con el de los otros, de
acuerdo a una ley general de libertad» [1].
¿Cuáles son estas condiciones?
En
teoría, la dificultad no existe. Para el optimismo burgués —que constituye el
telón de fondo del desarrollo de estas ideas— el desencadenamiento de las
libertades individuales no debe preocupar, porque es ahí donde está la clave de
todo progreso. No hay para qué preocuparse del interés común, pues la búsqueda
de los intereses particulares acarrearán siempre el triunfo del primero: una mano invisible arreglará siempre las
cosas, de modo que nunca haya contradicción entre los intereses particulares y
el común.
Sin
embargo, este optimismo no es compartido por todos. Más aún, teóricos del
sistema dudan que las libertades individuales ejercidas sin límites puedan
producir por sorpresa el triunfo del bien común.
Desde
luego, Hobbes, en su Leviatán, nos dice que es derecho común de todos los
hombres, en el estado de naturaleza, el poder hacer todo lo necesario para la propia conservación personal. Pero,
agrega, como el uso de este derecho no puede acarrear sino guerras, anarquía y
destrucción, es preciso cederlo sin reservas a una autoridad común que lo
asumirá en toda su extensión. Sólo ella puede entonces hacer lo que quiera. Lo que es más grave, esta
renuncia constituye para Hobbes el único uso razonable de la libertad. En el
estado de naturaleza, de soledad, los hombres gozamos entonces de todos los
derechos que cada uno pueda imaginar. En el estado social, en cambio,
naturalmente no gozamos de ninguno; sólo de aquellos que nos conceda la autoridad,
pues los hemos depositado irrevocablemente, por medio del pacto, en manos de
este monstruo que es el Leviatán.
El
punto de partida de Rousseau es más optimista. En el estado de naturaleza, en
el cual cada uno vive aislado, todos somos buenos. Es la sociedad la que
corrompe. Pero, puesto que ésta se ha hecho inevitable, hay que organizaría de
modo tal que no entrabe las libertades y derechos propios al estado de
naturaleza. De lo que se trata es de «... encontrar una forma de asociación que
defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado,
y por cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y
permanezca tan libre como antes» [2].
Ello
se lograría mediante el expediente del pacto
social. Sus cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola: «La
enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad
entera ...» [3].
Aparentemente, esta cláusula es peligrosísima. Sin embargo, nuestro autor nos
pide calma; nada hay que temer pues, «... primeramente, dándose por completo
cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual,
ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás..., dándose cada
individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no
se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo
que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene ...» [4].
La voluntad de los asociados se subsume en la «voluntad general», que viene a
ser la expresión verdaderamente auténtica del querer de cada uno. Esta voluntad
«... es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública ...». «El
soberano, por la sola razón de serlo, es siempre lo que debe ser ...» [5].
Nuestra
libertad y nuestros derechos están garantizados. Si alguno comete la locura de
rebelarse contra la «volonté genérale», se rebela en el fondo contra sí mismo.
Obligarlo a obedecer «... no significa otra cosa que obligarlo a ser libre» [6].
En
Kant, el proceso ideológico es parecido. El punto de partida es la
consideración de la persona humana como un absoluto, un fin en sí mismo: «...
todo ser razonable existe como un fin en sí, y no como un medio ...» [7].
Conclusión capital: siendo la persona un fin para sí misma, no está obligada
sino a las leyes que ella consienta en obedecer; es decir, «... una persona no
puede ser sometida más que a las leyes que ella misma se da» [8].
Es el principio de la autonomía moral
y jurídica, «... la voluntad de un solo individuo, respecto de una posesión
exterior, y, por consiguiente, contingente, no puede ser una ley obligatoria
para todos, porque chocaría con la libertad determinada según leyes generales» [9].
La dificultad que esta afirmación presenta en el campo de la vida social es
fácilmente superable. En ese ámbito, las leyes han de ser producto de la
voluntad común o colectiva: «La única
voluntad capaz de obligar a todos es, pues, la que puede dar garantías a todos,
la voluntad colectiva general (común), la voluntad omnipotente de todos» [10].
«El poder legislativo no puede pertenecer más que a la voluntad colectiva del
pueblo. Y puesto que de él debe proceder todo derecho, no debe absolutamente
poder hacer injusticia a nadie por sus leyes. Ahora bien, si alguno ordena algo
contra otro, es siempre posible que le haga injusticia; pero nunca en lo que
decreta para sí mismo (porque volenti no
fit infurta). Por consiguiente, la voluntad concordante y conjunta de
todos, en cuanto cada uno decide para todos y todos para cada uno, esto es, la
voluntad colectiva del pueblo, puede únicamente ser legisladora» [11].
Contra
esta voluntad nadie puede rebelarse; ella resume todas las voluntades
particulares y así no hace injuria a nadie. Nadie atenta contra sí mismo. «No
hay, pues, contra el poder legislativo, soberano de la ciudad, ninguna
resistencia legítima de parte del pueblo; porque un estado jurídico no es
posible más que por la sumisión a la voluntad universal legislativa... ningún
derecho de sedición... menos todavía de rebelión... pertenece a todos contra él
como persona singular o individual (el monarca), bajo pretexto de que abusa de
su poder... La violencia ejercida en su persona, por consiguiente, el atentado
a la vida del príncipe no es permitido» [12].
A
pesar del marcado acento antirreligioso y especialmente anticatólico que estas
ideas siempre presentaron, ellas no han dejado de fascinar a un número cada vez
más importante de católicos. Entre ellos, quiero destacar a Jacques Maritain,
principal representante de la corriente de pensamiento llamada «personalista».
Maritain
esboza una crítica bastante aguda de las teorías individualistas que, con Kant
y Rousseau, terminan por tratar al individuo humano «... como a un Dios y a
hacer de todos los derechos que le son atribuidos los derechos absolutos e
ilimitados de un Dios» [13].
Estos derechos encontrarían su fundamento «... en la afirmación de que el
hombre no está sometido a ninguna otra ley que aquella que proviene de su
propia voluntad y libertad... puesto que toda medida o regulación que emane del
mundo de la naturaleza (en último término de la sabiduría creadora) destruiría
al mismo tiempo su autonomía y suprema dignidad» [14].
Sería
lógico, entonces, esperar de Maritain al menos los esbozos de una teoría
contraria. Sin embargo, cae en los mismos errores. Su crítica no se refiere, en
definitiva, tanto a los «derechos» en sí, sino a su fundamento. Para Rousseau y
Kant en el estado «social», tal fundamento no es sino el pacto. Para Maritain,
católico, ellos encontrarían su base en la calidad que tiene el hombre de «hijo
de Dios», de criatura hecha «... a imagen y semejanza divinas ...». En lo que
al fondo se refiere, la posición de Maritain es idéntica a la de los autores
que él critica.
Desde
luego, su punto de partida es el mismo: la consideración de la persona humana
como un absoluto. Esta tendría «... una dignidad absoluta, porque ella está en
una relación directa con el absoluto, en el cual solamente puede ella encontrar
su total plenitud» [15].
Por eso Maritain considera como una derrota
el hecho de que la persona «... sea sometida, como objetos especificadores de
su conocimiento y de su querer, a realidades distintas de ella misma, y como
medidas reguladoras de su acción, a leyes que él no ha hecho» [16].
De
esta dignidad absoluta nacen los derechos.
El bien que constituiría mi derecho
me sería debido «... porque yo soy un yo, un sujeto (un soi)» [17].
La condición presupuesta es «... una dignidad o un valor absoluto en el sujeto
de derecho. Este valor metafísico es absoluto, porque el sujeto de derecho es
tomado no como parte de un todo, sino como siendo él mismo un todo... Lo que es
debido al sujeto (soi) que se posee a
sí mismo y que tiene un valor metafísico absoluto, le es debido como a un
centro absoluto, y no en relación al mundo o al orden cósmico» [18].
Por
eso, en definitiva, el derecho es «... una exigencia que emana de un sujeto (soi) en vistas de alguna cosa, como
aquello que le es debido, y respecto del cual, los otros agentes morales están
obligados en conciencia a no frustrarlo» [19].
Maritain señala una treintena de derechos, desde el derecho a la libertad
personal, a la integridad corporal, a la seguridad, hasta el derecho a una
igual admisibilidad a los empleos públicos y al libre acceso a las diversas
profesiones, a la asistencia de la comunidad en la miseria y la cesantía, en la
enfermedad y la vejez [20].
Todos temas muy importantes. Pero hay dos dificultades que nuestro autor deja
sin solución.
En
primer lugar, la lista de derechos que él presenta es fruto de su personal
imaginación. A ella, según los gustos de cada uno, pueden agregarse o retirarse
derechos sin mayor explicación. Es decir, Maritain no señala el criterio que él ha seguido para determinar
estos derechos. En su caso, además, como en los de Rousseau y de Kant, atendido
el carácter absoluto de la persona individual, sólo ésta puede determinar
cuáles son sus derechos y cuál es su extensión. Cualquier ensayo de
determinación exterior es un «abuso», un desprecio a esta dignidad absoluta.
Y con
mayor razón —segunda dificultad— lo sería cualquier intento de limitación de estos derechos, aunque su
finalidad no sea otra que ensayar de conciliarlos con los de las otras
personas. Maritain es consciente del problema. Sostiene, por lo tanto, que, aun
los derechos más importantes pueden sufrir algunas limitaciones en su
ejercicio. Este estaría sometido «... a las posibilidades concretas de una
sociedad dada, y puede ser contrario a la justicia reivindicar hic et nunc el uso de (un) derecho para
cada uno y para todos, si ello no puede realizarse sino arruinando el cuerpo
social» [21].
Si «... cada uno de los derechos humanos es por naturaleza absolutamente
incondicional e incompatible con toda limitación, a la manera de un atributo
divino, todo conflicto que los opone entre ellos sería irreconciliable. Pero,
¿quién no sabe, en realidad, que estos derechos, siendo humanos, son, como todo
lo que es humano, sometidos a condicionamiento y a limitación, al menos, como
lo hemos visto, en lo que toca a su ejercicio? Que los derechos diversos
asignados al ser humano se limiten mutuamente, en particular que los derechos
económicos y sociales, los derechos del hombre en tanto persona comprometida en
la vida de la comunidad, no puedan encontrar lugar en la historia humana sin
restringir en alguna medida las libertades y los derechos del hombre en tanto
individuo, es cosa simplemente normal»
[22].
Nada
se soluciona, sin embargo, con decir que una limitación es «cosa simplemente
normal» si, al mismo tiempo, no se da algún criterio para realizarla. La verdad
es que Maritain no da ninguno.
Atendida la dignidad «absoluta» del sujeto, el tratar de limitarlos es ya una
pretensión inicua. Por eso nuestro autor, en definitiva, debe reconocer que
«... la estimulación secreta que mantiene sin cesar la transformación de las
sociedades, es el hecho de que el hombre posee derechos inalienables, pero está
privado de la posibilidad de reivindicar justamente el ejercicio de algunos de
estos derechos a causa del elemento inhumano
que permanece en la estructura social de cada período» [23].
Las
dificultades quedan todas sin solución. Maritain sostiene, además, que la
posesión de estos derechos constituye un elemento indispensable de nuestra
perfección. Sin embargo, es evidente que los bienes en que esos derechos se
resuelven no alcanzan para satisfacer lo que todos desean. ¿Cómo impedir la
lucha entre los hombres por su posesión? El suspenso en que Maritain, y los
personalistas en general, dejan estas cuestiones es clara muestra del alto
grado de irresponsabilidad y de demagogia con que siempre trataron los
problemas políticos y jurídicos, aun los más graves.
Este rápido
vistazo sobre las doctrinas que están detrás de la idea de una plena libertad e
igualdad entre los hombres nos muestra un hecho fundamental. A la hora de
resolver el problema que presenta la compaginación de estas libertades,
representadas por los «derechos humados», o bien éstos quedan completamente
descartados mediante la entrega de los individuos al arbitrio de una voluntad
que, a pesar de todo, no es la de
ellos, o bien la dificultad es contorneada artificialmente para dejarla sin
solución.
La
crítica marxista
Es
difícil explicarse la resonancia de estas doctrinas, si se las analiza en
abstracto. Son tan extravagantes, que es imposible no ver detrás del éxito que
las ha acompañado, otros motivos que los puramente intelectuales. Como decíamos
más arriba, apoyando estas teorías hay intereses políticos y económicos cuya
justificación está pendiente.
Hobbes
escribe para sostener el poder absoluto y sin contrapeso a que aspiraba Jacobo
I en Inglaterra. Contra sus ideas se levanta, más tarde, Locke. Este autor dice
que en el estado de naturaleza los hombres gozan de muchos derechos y que no es
cierto que su uso engendre solo anarquía. En este estado, los hombres están
«bien». Si pasan al estado civil o social es para estar «mejor». Por lo tanto,
al momento del pacto, ellos no abandonan todos sus derechos en beneficio de la
autoridad. Al contrario, conservan bastantes, en especial el de propiedad cuyo
fundamento es el trabajo.
¿Qué
ha sucedido? Simplemente que en Inglaterra se ha levantado una oligarquía
propietaria contra el absolutismo de los Stuart. Esta oligarquía, en el fondo,
quiere hacer del gobierno un instrumento al servicio de sus intereses. No se
trata de que todos los hombres hayan conservado derechos en el «estado civil»,
sino solamente sus miembros. Sólo ellos son personas
en el pleno sentido de la palabra.
La
influencia de Rousseau sobre los acontecimientos de 1789 es de sobra conocida.
¿Quién es la voluntad general? No por supuesto la de la mayoría, sino la de
aquellos que han triunfado en el afán por conquistar el poder: la burguesía. Al
arbitrio real ella opone su arbitrio disfrazado de volonté genérale. Como señala Stucka, el teórico soviético de la
filosofía marxista del derecho, «La gran revolución francesa comenzó, como es
sabido, con la proclamación triunfal de la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. En realidad, este derecho de la gran revolución
francesa —este derecho para toda la
humanidad—fue solamente un derecho de clase del ciudadano, un código de la burguesía» [24],
«... en el mundo burgués solamente el ciudadano —es decir, el hombre que tiene
la calificación de propietario, el hombre dotado de propiedad privada— es
reconocido como hombre en el verdadero sentido de la palabra» [25].
Maritain
es fiel representante, por una parte, de sectores católicos pseudo-místicos que
se sienten destinados a manejar el proceso revolucionario mundial para hacer la
gran síntesis —hegeliana— entre todas
estas ideas y el cristianismo y, por otra, de una cierta pequeña burguesía que
se siente mal bajo el peso de la que triunfó en 1789. Ella ataca las ideas de
ésta, pero sólo para presentarlas después, con ligeros retoques, como propias, esgrimiéndolas
contra los grupos que las habían empleado primero.
Marx
ha visto muy bien cómo, en la época moderna y contemporánea, las ideologías no
son sino disfraces, a veces bien groseros, de intereses económicos y políticos.
Su error consiste en querer hacer de una visión sociológica referida a un
período de la historia, una filosofía de verdades universales. Es decir, no
porque en alguna época las cosas hayan sucedido como lo dice Marx, ellas habrán
de pasar siempre así.
Pero,
en todo caso, el grado de su acierto es bastante grande. Él le saca la careta a
este mundo moderno y llama las cosas por su nombre. Y lo que es tan importante
como lo anterior, él vuelve las ideas contra sus inventores. Mucho escándalo se
hace porque Marx trata a la religión de opio del pueblo: ¿qué son, sino eso,
las religiones «nacionales» que brotan con la Reforma? Lenin dice —¡horror para
muchos!— que la verdad de una proposición se mide por su eficacia práctica para
alcanzar el poder: pero si eso está ya en el idealismo: ¡cada uno tiene su
verdad!
Consideraciones
finales
La
conciliación de la libertad y de la igualdad predicadas por los autores
«modernos» es una contradicción desde un punto de vista intelectual. Imposible
impedir la lucha entre los hombres: las libertades son contradictorias. En el
escenario no caben muchos absolutos,
sólo uno.
Por
eso, en el terreno práctico, esta utopía ha sido alimentada por aquellos que
viéndose con fuerzas suficientes, pretenden el dominio de los poderes políticos
y económicos. Escudándose tras el mito de la «voluntad popular» o de una plena
libertad, buscan el beneficio de sus intereses. Los otros serán sus «servidores
asalariados». El mito de «la» persona humana, llena de dignidades y de
«derechos», sólo beneficia a quienes son capaces de llegar efectivamente a ser
lo absoluto en la sociedad. La lucha de clases y de grupos es la única
consecuencia de esta utopía.
Tal
vez, como decía Hobbes, los hombres, cansados de tanto luchar, lleguen a
algunos acuerdos. Pero no hay que
equivocarse. Se trata de acuerdos tácticos, temporales. En el preciso instante
en que a alguno de los «socios» se le presente una oportunidad de obtener una
mejor tajada, el acuerdo cesará: «dos pasos hacia adelante, uno hacia atrás»,
fórmula leniniana, vieja como la humanidad. Sobre todo muy practicada por los sectores
triunfantes en 1789.
La
solución a las dificultades exige, por supuesto, dejar de lado la utopía. Para
comenzar, olvidarnos de que somos unos «absolutos». Lo cual no quiere decir,
como se teme, que las personas queden entregadas al arbitrio de las otras.
Afirmar nuestra relatividad sólo
significa, en el plano moral, afirmar que los hombres hemos sido hechos en vistas
de un fin que nos trasciende: Dios. De Él, en definitiva, participaremos, pero
sólo en la medida que lo sirvamos.
Servir
a Dios implica, por otra parte, cumplir con nuestro rol en la creación y, más
específicamente, en la sociedad política. Esta no es un invento de los hombres,
sino un hecho natural, que tenemos que perfeccionar a partir de nosotros
mismos, sus elementos. Es decir, el criterio próximo de moralidad no es nuestra
propia voluntad, ni lo que nosotros creamos son nuestros intereses, sino el
bien común. Como dice Santo Tomás: «... al bien de la multitud están ordenados,
como a su fin, todos los bienes particulares que el hombre se procura, las
ganancias de la riqueza, la salud, la elocuencia o a erudición» [26].
Significa, también, dejar de considerar el derecho como un poder o libertad de
hacer lo que queramos. Modestamente, él no es sino la proporción que nos corresponde en el todo social, la parte que nos
es debida en atención a nuestros méritos, a nuestras capacidades y al lugar que
ocupamos dentro de la sociedad. Sólo sobre esta base podrá asentarse, por lo
demás, una convivencia razonable entre los hombres.
Aceptar
todo esto, parece difícil para muchos hombres de hoy. El orgullo humano soporta
mal el reconocer que hemos sido hechos para servir y no para ser servidos. La
dificultad no es tanto intelectual —no es que no se sepa qué hacer— sino moral:
no se quiere hacerlo.
El
saduceísmo práctico de una buena parte de la religiosidad contemporánea se
mantiene: al lado de unas prácticas religiosas a veces intensas, el triunfo
temporal sigue constituyendo el objetivo principal de esta vida. La falta de fe
en la otra vida —la vida eterna—, y en todo lo que ella significa: juicio
final, premios, castigos, etc.... es evidente.
Occidente
se hizo sobre la base de esta creencia. Esta vida es camino para la otra: Dios
conoce nuestro destino final, lo ha predestinado, pero eso no obsta para que de
nuestra condenación o salvación seamos personalmente responsables por nuestras
obras. Como dice San Pablo, si no hay resurrección, nada tiene sentido, nada
vale la pena, sino gozar intensamente de los pocos años que pasaremos sobre
esta tierra.
Desde
luego, y con esto termino, el mundo moderno no es tan caótico y negativo como
parecería desprenderse de las ideas que hemos comentado en el cuerpo de este
trabajo. El terror mutuo al desencadenamiento de los poderes individuales ha
conducido, a menudo, a los acuerdos a la
Hobbes que hemos señalado más arriba. Más importante, el antiguo ideal no
ha dejado nunca de subsistir y de seguir animando nuestra vida social.
En el
plano de las ideas, sin embargo, las que reflejan el ideal contrario,
individualista, ha logrado imponer las suyas casi sin contrapeso. En el plano
moral, la lucha es aun considerable. Ello no obsta para que lenta, pero
seguramente, el espíritu individualista —del cual el socialismo no es sino una
nueva fase—se imponga entre nosotros. No podemos dejar de notar que la fuente
de nuestra civilización se agota poco a poco.
Revista
Verbo Nº 219-220. 1983, Págs. 1151-1163. Fund. Speiro.
[1] Principios
Metafísicos del Derecho, Ed. francesa de Durand, París, 1853, pág. 43.
[2] «El
Contrato Social», en Obras Selectas, trad. de Everando Velarde, El Ateneo,
Buenos Aires, 1966, págs. 741-2.
[3] Id.,
pág. 742.
[4] Id-, id.
[5] Id., págs.
752 y 744.
[6] Id.,
pág. 745.
[7] Fundamentos
de la Metafísica de las Costumbres; ed. francesa de Hatier, París, págs. 51-52.
[8] Principios
metafísicos del Derecho, ed. cit., pág. 37.
[9] ld.f
pág. 76.
[10] Id.,
id.
[11] Id.,
pág. 148.
[12] Id.,
págs. 157-158.
[13] UHomme
et VEtat, P . U . F . , 1965, pág. 76.
[14] Id.,
id.
[15] «Les
Droits de l'Homme et la Loi Naturelle», en Oeuvres choisies, t. II, Ed. Desclée
de Brouwer, Paris, 1979, pág. 166.
[16] L'Idée
thomiste de la Liberté, id., t. I , Paris, 1974, pág. 1218.
[17] Neuf
Leçons sur les notions premières de la Philosophie morale, id., t. II, pág. 30.
[18] Id.,
págs. 631-632.
[19] Id.,
pág. 632.
[20] Les
Droits de l'Homme et la Loi Naturelle, ed. cit., págs, 226 y siguientes.
[21] L'Homme
et l'Etat, éd., cit., pág. 94.
[22] Id.,
pág. 98.
[23] Id.,
pág. 95.
[24] La
Función revolucionaria del Derecho y el Estado, Ed. Península, Barcelona, 1969,
pág. 31
[25] Id.,
id.
Las doctrinas de una plena libertad e igualdad entre los hombres no indican el como han de compaginarse estas libertades, representadas por los «derechos humanos». Pero, la doctrina de Santo Tomas tampoco indica como han de compaginarse los bienes particulares para lograr el "bien común", concepto igualmente utópico. En los hechos ninguna teoría de la sociedad tiene resuelto el Como. Mi respuesta es que es necesaria la presencia de una autoridad superior y externa al hombre, dirimiendo los conflictos.
ResponderBorrarMe parece que está enfocando el tema hacia el lugar equivocado. Aquí no se está presentando el deber ser político sino el error en considerar la libertad y el igualitarismo humano de forma absoluta y su consecuencia en el desorden político actual.
BorrarTampoco se propone de ninguna manera la supresión de una autoridad superior, sino que dicha autoridad esté inspirada en el orden natural y consecuentemente atienda al fin último de los gobernados que es trascendente y de esa manera aspirar, dentro de lo humanamente posible, a un bien común posible y no utópico como usted plantea.
Saludos en Cristo Rey y María Reina.
Mi hipótesis: NAPOLEÓN no fue lo que nos dijeron
ResponderBorrarhttps://www.youtube.com/watch?v=RgGxQWRPt-k