EL MAL LLAMADO “MAL MENOR”
Por Antonio Caponnetto
ACLARACIÓN PREVIA
1) Esta es la última nota de una serie de tres
que,bajo el mismo título genérico: “Ante las elecciones”, entrego como
contribución a la agobiante cantidad de errores, confusiones, ignorancias y
mentiras de la que son víctimas y aún victimarios los católicos. Van dirigidas
muy especialmente a los jóvenes, pero también a los adultos que quieran conocer
o repasar la recta doctrina.
2) Como en los casos anteriores, estas notas no están
encaminadas en absoluto a remozar o a plantear enemistades con tal o cual
persona, sea candidato o propagadista o simple partícipe del error dominante.
El propósito, insistimos,es docente y formativo. Por eso incluso hemos
suprimido adrede ciertas referencias a tales o cuales nombres, porque hace rato
que hemos perdido todo interés en tenerlos por interlocutores válidos.
3) Al igual que en las notas precedentes, lo que
aquí ofrecemos es un fragmento de alguno de mis libros ya publicados sobre este
tema. En este caso, se trata de un fragmento de “La perversión
democráctica”(Buenos Sires, Santiago Apóstol, 2007). Invitamos al lector
inquieto, que quiera profundizar y ahondar, a que acuda a la totalidad de
dichos libros.
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El enunciado elemental de este principio es bien
conocido, y pertenece al patrimonio común de la filosofía perenne. “Cuando es
forzoso escoger entre dos cosas, en cada una de las cuales hay peligro, se debe
elegir aquella de la que menos mal se siga”. Y el ejemplo trilladamente puesto,
a guisa de ilustración, es el del hipotético paciente al que mutilan un miembro
para que siga vivo. Muerte inevitable y amputación son dos males; pero el
segundo es el menor, y entonces se escoge. No se hallará moralista que se oponga
a este principio.
“Aplicando la doctrina al tema eleccionario” –dice
un malminorista- “al votarse por un representante considerado mal menor, no se
está haciendo el mal menor, sino permitiendo el acceso [al poder] de alguien
que, posiblemente, según antecedentes, lo hará”. Se debe votar “al partido que
parezca menos peligroso; al proceder así, no se está avalando aquellos aspectos
cuestionables de su plataforma, sino,
simplemente, eligiendo el mal menor”.
Son muchas las aclaraciones que este delicado tema impone.
De modo que procederemos por partes.
1.- El mismo principio del mal menor trae en su
enunciado el de los requisitos básicos sin los cuales su puesta en práctica
sería calamitosa. Pero tales requisitos -en el apuro por votar, en la demencia
de considerar a “la mentira universal” una obligación moral y en la urgencia de
que no se desautorice ni se desaproveche el “privilegio electoral de
participar”- suelen quedar relegados u olvidados. Recordemos, pues, los más
significativos: a)nunca es legítimo hacer el mal para conseguir el bien; b)ni
buscar positivamente un acto desordenado pe
se; c)esa elección del mal menor ha de ser temporaria y excepcional,
contándose con la seguridad de evitar, efectivamente, un mal mayor, o promover
a la postre un bien más grande; d) se
debe tratar de una situación de emergencia y no de una circunstancia convertida
en regular y habitual; e)sólo mediante un probado ejercicio de la prudencia
se puede llevar a cabo, bajo causales excepcionales, no como vía ordinaria de praxis política;f) se debe determinar
objetivamente que aquello considerado mal menor sea efectivamente tal, y no una apreciación meramente táctica
propia del juego electoral; g) como jamás el mal, por menor que sea, puede
ser el fin del acto moral, hay que tener la suficiente certeza de probabilidad
de que el bien mayor, a mediano plazo, se seguirá finalmente de ese mal menor;
h)la voluntad que nos incline a ese mal menor tiene que estar libre de taras y
de coacciones, principalmente de la especulación estratégica sobre los
beneficios personales que se seguirían de ese mal menor instalado en el poder.
En su conjunto, como se advierte, la puesta en
práctica del mal menor no es una tarea sencilla, ni puede ejecutarse con un
encogimiento de hombros en cada comicio, sin arduos discernimientos, alta
responsabilidad y seria capacitación. Condiciones todas que no son comunes
entre los votantes, aún entre los sedicentemente católicos, puestos bajo el
influjo de una Jerarquía heterodoxa y pusilánime. Es un grave y duro ejercicio
del intelecto práctico, que si no se mueve ajustadísimamente en el delgado
margen de la tolerancia legítima, cae en la impunidad. Por eso, y muy
apropiadamente, enseña León XIII, a propósito de la tolerancia, que: a) lo
primero es “buscar el remedio en el
restablecimiento de los sanos principios” ; b)si hay que tolerar, que se
sepa que no es una situación ideal, sino violenta, por ser “contraria a la verdad y a la justicia”, permitida con el
solo objeto de “evitar un mal mayor o para adquirir y conservar un mayor bien”;
c)el mal tolerado, por menor que sea, “no debe jamás aprobárselo ni querérselo
por sí mismo”; d) “hay que reconocer, si queremos
mantenernos dentro de la verdad, que cuanto
mayor es el mal que a la fuerza debe ser tolerado en un Estado, tanto mayor es
la distancia que separa a este Estado del mejor régimen político”[1].
Nuevamente estamos ante el eterno
dilema de la tesis y la hipótesis. La hipótesis es el error que se tolera, cuando por causa
de extrema necesidad no se puede implementar el bien ideal deseado; cuando no
se dan las condiciones óptimas o las circunstancias posibilitadoras para que
dicho bien ideal esplenda en toda su
magnitud. Pero cuando así son las cosas, por causa de fuerza mayor; cuando no
puede sino tolerarse y no existe forma de evitar o permitir un mal, pues
entonces –aún así o por lo mismo- la recta doctrina (tesis) no debe ser
rechazada como ficción o utopía inalcanzable. “Debe ser considerada como el ideal de la vida pública temporal y meta
del esfuerzo político autenticamente cristiano. También la santificación
personal es obra difícil y, a menudo, desalentadora, mas no por ello se la
abandona con pesimismo”[2].
Resumiendo lo dicho hasta aquí, y
haciendo abstracción por un momento de
que el sufragio universal es siempre
ilegítimo, con o sin mal menor, esta última doctrina, prevista por el
Magisterio de la Iglesia ,
no se presenta para nada como un procedimiento que se pueda cumplir automática
y regularmente, sino como un acto excepcional cargado de requisitos y de condiciones.
Repásese en conciencia esos precisos requisitos y condiciones, y sobre todo la
obligación primera de “buscar el remedio en el restablecimiento de los
sanos principios”, y se verá que no
puede proponerse, sin más, en cada comicio, que cada quien vote el mal menor
según su conciencia. La distinción entre
el mal menor como principio moral de
aplicación extraordinaria y como táctica sufragista de uso ordinario, es
lo primero que se impone. Y lamentablemente, lo primero que se omite.
Un párrafo de Juan Pablo II parece dilucidar esta
cuestión. Después de haber fijado como
regla que “al mal no se le hacen
concesiones”[3], que
“nunca es lícito someterse ni participar en una campaña de opinión a favor de
una ley [intrínsecamente injusta], ni darle el sufragio del propio voto”, se
menciona el caso especial, la excepción que confirma la regla. Dicho caso
especial podría ser el de una ley que se promulgara para “limitar los daños de
esa ley [intrínsecamente injusta] y disminuir así los efectos negativos” de la
misma. Sería entonces un “intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos
inicuos”. Entre una ley intrínsecamente injusta y otra que contrarrestara o
impidiera su aplicación, no puede haber dudas sobre la conveniencia de votar a
esta última. Es,claramente, la opción del bien contra el mal. Porque la regla,
insistimos, es que al mal no se le pueden
hacer concesiones, y que nos asiste el derecho de “no participar en
acciones moralmente malas”. “Los cristianos, como todos los hombres
de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no
prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde
el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta
cooperación nunca puede justificarse
[…]en el hecho de que la ley civil la prevea y exija […]El rechazo a
participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino
también un derecho humano fundamental”[4].
No cuesta mucho deducir aplicaciones
concretas al tema que nos ocupa. Una
legislación civil, aunque se presente con carácter obligatorio y exigitivo, no
puede apartarnos de la regla de no hacerle concesiones al mal, de no participar
en acciones moralmente malas, y de no cooperar formalmente con mal alguno.
Sólo el bien merece nuestro concurso. El resto es casuística aplicable por vía
de excepción, bajo la conducción cuidadosa de la prudencia y de la caridad.
Algunos opinan que, mediante la elección del mal
menor –convertido en regla- y específicamente encarnado en un partido o en un
candidato, “no se está avalando aquellos aspectos cuestionables de su plataforma”. Es una posición demasiado
laxa y a la vez demasiado restrictiva; y es, al mismo tiempo, un sentido algo
menguado de la responsabilidad. Voto por un partido, por ejemplo, porque se
manifiesta a favor de la defensa de la vida, desde la concepción hasta la
muerte. Pero a la vez dicho partido promueve una educación basada en el
laicismo integral, o un capitalismo salvaje. ¿Mediante qué artilugio o reserva
mental puedo deslindar que sufragué en pro de la cultura de la vida y no de
aquellos males sin cuento? ¿Es que acaso el voto anónimo, secreto y masivo,
permite este tipo de discriminaciones y sutilezas? ¿Me promete el candidato
alzado con el poder gracias a mi voto, que cuando aplique la educación laicista
y la usura, hará la pública salvedad de que yo no quise eso? ¿Y tengo yo,
simple número en el padrón y guarismo en el escrutinio, la posibilidad de
aclararle a mis compatriotas que voté el punto 1 del programa, pero no el 2 y
el 3?
La responsabilidad, dice David Isaacs, consiste en
“asumir las consecuencias de los actos
intencionados, resultado de las decisiones que tome; y también de los actos no intencionados, de tal modo que
los demás queden beneficiados lo más posible o, por lo menos no perjudicados”.
Ser responsable significa querer y tener que rendir cuentas, desechando
esa malsana “tendencia habitual de recurrir a excusas para justificar el
no cumplimiento de alguna indicación, y la tendencia de no comprometerse en
ningún asunto hasta que se ve que va a salir bien”. Desórdenes éticos al que se
le suma otro, el más frecuente hoy de todos, y que consiste en creer que
ejercito mi responsabilidad y soy un modelo de conducta, porque me disculpo con
fuertes ayes y golpizas de pecho, una vez provocada la catástrofe. “Somos
responsables de todos nuestros actos […] también cuando son resultado de una
falta de previsión”[5].
Quien vota al partido antiabortista, pero sabiendo que
“hay otros aspectos cuestionables de su plataforma”, es responsable del acto
intencional de defender la vida inocente, y de los actos no intencionales, que insensatamente no previó, o no quiso
prever, que cometan los hombres de ese partido, instalados en el poder por
su voto. Es responsable y no puede poner excusas; ni puede no hacerse cargo, ni
puede exculparse a posteriori. Sabía de antemano que había aspectos cuestionables. Luego, los daños al prójimo que esos tales
aspectos causen, los actos no intencionados a que den lugar, entran también en
la esfera de su responsabilidad. Es responsable quien elige un conductor para
trasladarse de una ciudad a otra porque el automovil es cómodo; y es
responsable si nos accidentamos por no prever –sabiéndolo de antemano- que había “aspectos cuestionables” en el
motor de dicho automóvil.
La sentencia de Aristóteles estampada en el
comienzo de su Peri Ouranou, debe
hacernos recapacitar sobre estas decisiones malminoristas: “un error pequeño al
principio es grande al final”. Podrá discutirse todo lo metafísicamente que se
quiera si el mal se hace, o si es privación de un bien;si el que busca el mal
menor en rigor está buscando algún bien oculto y potencial. Pero escapa al
arduo terreno de la metafísica para ingresar en el del mero sentido común,
saber que al permitir “el acceso al poder de alguien que posiblemente, según
antecedentes, hará un mal menor”, estoy
cooperando a ese mal menor. Mi forma
de cooperación consiste, precisamente, en “permitir el acceso”. Por eso es sólo
una elipsis cuando se sostiene que “al votarse por un representante considerado
mal menor, no se está haciendo el mal menor”. Como mínimo, se está construyendo
el error pequeño del principio.
2.- En vísperas de una elección –insistimos: haciendo abstracción
momentáneamente de la intrínseca invalidez del sufragio universal- nuestra
obligación moral es doble. Por un lado, saber que (si no es ineludiblemente obligatorio) cuando no hay bien no hay que elegir. Porque
humanamente hablando la causa del mal es la claudicación de una causa buena, la
voluntad deficiente de la criatura, la
incapacidad de hacer bien lo bueno. “Es el acto defectivo de nuestra libertad
contra el orden del ser”[6].Y
esta claudicación, deficiencia, incapacidad o acto defectivo, conforma para el
sujeto un “mal de culpa”, como lo llama Santo Tomás[7],
porque implica la ruptura intencional del orden de las predilecciones. Si
sabiendo que no hay bien elegimos igual; si
pudiendo no elegir elegimos igual,aún con ausencia de bienes; si no siéndonos obligatorio elegir sin
presencia de bienes, insistimos en elegir y en mover a otros a que elijan, nos
ponemos –como mínimo- en riesgo de ejecutar un mal de culpa. Es
curioso que quienes propician el mal menor no se detengan a considerar la
posibilidad de la abstención, siquiera como mal menor. Conminan a votar y votan
conminatoriamente, como si en eso radicara la panacea.
La segunda obligación que nos asiste en vísperas de
una elección, es la que está sintetizada en la Sagrada Escritura : “no seguirás en
el mal a la mayoría”(Éxodo 23,2).Porque en ese caso –y es tristemente frecuente
en la sociedad de masas- la política deja de ser la búsqueda del bien común,
para serlo del mal común.
Si al amparo del malminorismo,y pudiendo
abstenernos, no sólo elegimos sino
que proponemos el mal menor como
obstáculo al triunfo del mal mayor, nuestra acción se convierte en objetable,
lisa y llanamente hablando. Porque la conciencia regida por la sindéresis nos
pide practicar el bien y evitar el mal,
si se nos permite recordar lo elemental que, al buen decir de Tomás Casares, es
lo fundamental.
En efecto, la responsabilidad no debe caer en
reduccionismos éticos; en este caso, en el de limitarse a elegir pasivamente
entre males; máxime cuando los llamados frecuentemente menores, suelen ser hoy
entre nosotros de pesado volumen y larga duración. Al fin de cuentas, mayor o
menor, el mal siempre se sustantiviza
mal, independientemente de cómo se adjetive.
Los malminoristas tienen, en la mayoría de los
casos, la mejor intención, y no lo pondríamos en duda. Pero justo es decir que,
en sus anhelos y en su prédica, suelen sumarse otras motivaciones, sino aviesas
cuanto menos desaconsejables. Como por ejemplo, el cansancio de la lucha
contrarrevolucionaria, el afán de obtener alguna victoria, por pírrica que
resulte, el abandono del irrenunciable mandato de León XIII de “buscar primero el remedio en el restablecimiento de los sanos principios”, el
pesimismo en la victoria del ideal, el menosprecio por el testimonio de la
coherencia extrema y martirial, y la ingenuidad de creer en las reglas de juego
del sistema.
La seguidilla de desaciertos que cometen acaba
siendo fatal. Primero toleran la
convivencia de la verdad con la mentira, y arguyen comunmente para ello la
parábola del trigo y la cizaña, sin reparar en su sentido esjatológico, y sin
querer advertir que la mezcla temporariamente consentida es por amor al trigo,
no por respeto a la cizaña. Después admiten con fatalismo y determinismo que no
hay más remedio que dar por legitimada una situación institucional y legal
impuesta en forma estable y “pacífica” durante largos años. En tercer lugar, se
acostumbran a la Revolución
y a la Modernidad ,
rechazando -en el mejor de los casos- su tiránica presencia en la vida privada
y en ámbitos específicos como el moral y el religioso, pero convalidando sus
criterios en el terreno político. El paso siguiente es contemporizar más
plenamente con el error, renunciando a llamarse confesionales o testigos de la Realeza Social de
Jesucristo. Al final, votan sin mayores
problemas de conciencia al candidato más adecentado o al programa menos
depravado; y nada se consigue, excepto la continuidad del Régimen y la alegría
del mismo por saber integrados y encuadrados a quienes deberían estar llamados
a ser sus impugnadores.
Los campeones de la eficiencia y del realismo –en
nombre de los cuales descalifican a los poetas, los líricos, los principistas-
sólo resultan eficientes para garantizar el continuismo. Mejor servicio a la Revolución no pueden
prestarle. Con razón escribe Ayuso que, la del mal menor, es una “doctrina que
no termina de aprender la lección, que la historia confirma con usura, de la
imposibilidad de acomodarse con el mal para evitar males mayores. Porque, como
sostuvo Maeztu, el mal nunca es limitado sino que lleva tras de sí un mal mucho
mayor que no se muestra sino cuando tiene confianza en el triunfo”[8].
La triste realidad es que los malminoristas no
logran disipar el mal. Suman al ya instalado el de su propia confusión y
revoltijo, el de su conformismo y poquedad, construyendo un escalón más a la Torre de Babel, un nuevo y
grueso trazo al círculo vicioso. Distraen y malgastan el entusiasmo y el esfuerzo que debería
centrarse en la justísima guerra contrarrevolucionaria,e instalan un clima espiritual
de sumisa condescendencia, que no conoce derrotas porque primero ha extirpado
el sueño de la victoria de los ideales cristianos como meta política. Perseguir “la inspiración
cristiana del Orden Social”, y trabajar activamente para ello desde “asociaciones
de apostolado”, con hondo carácter evangelizador y misionero, no es premisa que
desapareció de la Iglesia
en el siglo XIII. Está dicho en el número 37 de la Lumen
Gentium.Y que del mayor mal Dios puede sacar un bien, sin que por eso el mal deje de ser mal;
de lo que se sigue que con cuánta mayor razón le pasará lo mismo al hombre,
analógicamente hablando, no es tampoco algo que se disipó en antiguas
ortodoxias. Está asentado en el nº 312 del Catecismo
de la Iglesia
Católica.
Dicha ya sin cortapisas, la verdad es que “la
táctica del mal menor predica la resignación; y no precisamente la resignación
cristiana, sino la sumisión y la tolerancia al tirano, a la injusticia y al
atropello. Con tácticas malminoristas no habrían existido el alzamiento español
de 1936, ni las guerras carlistas, ni habría caído el muro de Berlín. No habría
habido Guerra de la
Independencia Española , ni insurgencia católica en la Vendée , ni Cristeros en
México. Y tal vez ninguna oposición habría encontrado el avance islámico por
Europa. No habrían existido ni Lepanto, ni Cruzadas, ni Reconquista. Porque el
mal menor [se olvida] de que la mayor riqueza de la Iglesia -su única riqueza-
es el testimonio de la Verdad ,
testimonio que si sigue hoy vivo es gracias a la sangre de los mártires. Porque
hay ejemplos sobrados en los que el triunfo del malminorismo ha dado el poder a
partidos que reclamando el voto católico han consentido, como es el caso de la Democracia Cristiana
en Italia, una legislación anticristiana (divorcio, aborto, etc.)
En definitiva, el
malminorismo no ha sido derrotado nunca porque en sí mismo es una derrota
anticipada, una especie de cómodo suicidio colectivo. Es el retroceso, la
postura vergonzante y defensiva, el complejo de inferioridad. Defendiendo una
táctica de mal menor, los cristianos renuncian al protagonismo de la historia,
como si Cristo no fuese Señor de la historia. Se creen maquiavelos y sólo son
una sombra en retirada. Niegan en la
práctica la posibilidad de una doctrina social cristiana, y niegan la
evidencia de una sociedad que, con todos sus imperfecciones, ha sido cristiana.
El malminorismo, contrapeso necesario de una Revolución que en el fondo es
anticristiana, ha fracasado siempre, desde su mismo nacimiento.
En cambio, la historia dela
Iglesia y de los pueblos cristianos está llena de hermosos
ejemplos en los que el optimismo -o mejor, la esperanza cristiana-, nos enseña
que es posible, con la ayuda de Dios, construir verdaderas sociedades
cristianas. La política cristiana no ha fracasado en la medida en que todavía
hoy seguimos viviendo de las rentas de la vieja cristiandad occidental”[9].
En cambio, la historia de
3.- Suele
ocurrir que alguien –que no explicita en ningún momento la distinción entre la doctrina del mal menor y el mal menor
en tanto táctica eleccionaria, y que
tampoco hace las aclaraciones necesarias a la cuestión doctrinal- propone sin
más la táctica como una derivación
automática de la doctrina. Ello sería
posible porque la política “es como un itinerario que se cumple con realidades
indóciles, sobre un terreno escarpado”, “una opción entre dificultades”, una
acción que “se asemeja a la física, pues se enfrenta con algunos datos
inmodificables en la sociedad que debe regir. Los que tratan de cambiar desde
sus raíces una realidad social que les disgusta porque no es perfecta, no se
detienen ante los aspectos positivos que arrasarían al eliminar el trigo con la
cizaña[…]Los hechos deben ser tomados como son, no como quisiéramos que fuesen,
de lo contrario nos limitaríamos a una política hipotética, a aplicarse en un
futuro indefinido, mientras nos abstenemos de operar sobre la realidad actual,
porque no nos satisface”[10].
Citando a Balmes a través de García Escudero, se
agrega que “en política no es verdadero lo inaplicable (…)porque desde el
momento que una teoría no se puede realizar es señal de que está en lucha con
la misma naturaleza de las cosas y que,
por tanto, no es verdadero con relación a ellas”. El “régimen constitucional
vigente”, en cambio, goza de aplicación desde 1853, y “cuando queda consolidado
un régimen su aceptación es obligatoria, con obligación impuesta por el bien
común”, ya que “en cada sociedad, un conjunto de circunstancias históricas
determinan una forma particular de gobierno, y como siempre, el poder político
procede exclusivamente de Dios”[11].
Nuestro autor se da cuenta de que “el sistema
político vigente adolece de graves defectos”, y de que “nada nos obliga a
manifestar conformidad con el orden jurídico vigente, y es lícita toda acción
destinada a modificarlo, siempre que sea compatible con los principios
doctrinarios”. Pero “como el acceso al gobierno depende de una elección”, sólo
queda elegir o ser elegido de acuerdo al sistema que nos rige, recordando que
“cuando un pueblo parece preferir a los malos dirigentes, es sencillamente
porque faltan buenos dirigentes”.
Disipando cualquier escrúpulo al respecto, y
convencido de que “podemos encontrar en la antigua doctrina del mal menor una
ayuda invalorable”, se aclara que “la teología moral al estudiar la cooperación
en los pecados ajenos, distingue entre la cooperación formal –que constituye
siempre un pecado, por contribuir al pecado de otro- y la cooperación material.
Es lícita la cooperación material, siempre que con una acción se defienda un
bien superior o se impida un mal mayor. Una actitud rigorista que impida hacer
cualquier cosa de la que otro pueda aprovecharse para el mal, haría imposible
toda acción política”[12].
Casi como un sarcasmo se nos deja este consejo
final: “la prédica abierta y el testimonio de una conducta coherente con los
principios, son los mejores instrumentos para engendrar adhesión y lograr
influencia efectiva en la realidad social”.
Formulemos ahora nuestros comentarios.
-Ya hemos visto en recientes páginas anteriores que
el malminorista proclamaba como tarea esencial del político, la de la humilde docilidad a la realidad. De
modo que desconcierta en parte su reciente afirmación, según la cual, las realidades son indóciles. Si lo
primero, lo único que le quedaría al político es sucumbir ante el poder de lo
fáctico; pero no para discernir entre hechos buenos o malos, sino para admitir
la prerrogativa ineluctable de lo fenomenológico. Si lo segundo –esto es, de
resultar indóciles las realidades- lo único que le quedaría al político es el
desconcierto y el caos. Ser gobernado antes que gobernar.
Se necesita otra visión para salir de esta aporía.
El realismo nos está exigido a todos, sin que el político pueda escapar a la
regla. Cuanto más “escarpado” sea el terreno, cuantas más las dificultades
entre las que haya que optar, al decir de Indalecio Gómez, cuantas más
“inmodificables” se presenten ciertas circunstancias, mayor será la obligación
del realismo. Pero el realismo –como ha notado Gilson vigorosamente- parte del
conocimiento del objeto tal cual es, y se sabe en la obligación gnoseológica de
aprehenderlo tal como es. El error está en creer que esa captatio fidedigna del objeto me obliga además a adherir moralmente
a su contenido o a su fin, si precisamente por medio de esa captatio descubro su naturaleza perversa.
Tanto en la introspección como en la extroversión, que el realista diga: res sunt, no equivale a que diga también
“es bueno que sean”, puesto que se dan por racimos las cosas negativas que se
suceden y ante las cuales tenemos el deber del rechazo o de la enmienda. La
aprobación recta es aprobación de lo amado; esto es de lo que por su
innegociable valor intrínseco merece ser amado. Desaprobar lo odioso, lo feo,
lo mendaz, lo malévolo, los horribles hechos consumados, no me convierte en un
idealista o en un utópico. Tampoco el contraponer a esa desaprobación el anhelo
de un deber ser normativo. Realismo no es neutralidad de juicios, ni aprobación
fatídica e inmodificable de lo malo que existe.
Combinadas armónicamente todas y cada una de las
partes de la prudencia, las realidades no serán “indóciles”, pues tendremos
señorío sobre ellas; el terreno “escarpado” nos fatigará y agotará, pero
conoceremos el camino y su puerto de llegada; y presentadas las dificultades,
no optaremos entre las mismas sino entre las soluciones posibles, porque la política es el arte de hacer posible lo
necesario. Experiencia y razón son virtudes del político; previsión y
circunspección además; precaución e imperio, y una alta dosis de decoro, que no
es un adorno de la conducta sino la capacidad de inteligir el decus que las cosas poseen; esto es su
potencia mayor y mejor. Si el político rige, preserva, custodia, se enseñorea;
si no sólo administra o recuenta sino que ejerce la potestas como genuino homo
conditor, ni las realidades le serán indóciles, ni los anegamientos del
terreno lo apartarán de la diritta via,ni
serán males sus alternativas habituales. Se ha escrito mucho al respecto como
para intentar aquí una síntesis[13].
La
política,entonces, reclama la juntura con la teología y la metafísica, con las
virtudes cardinales y naturales, con la virtud madre que es la prudencia. Pero
por el rumbo del más craso positivismo andamos si la identificamos con la
física, y si al amparo de esta ciencia exacta declaramos nuestra pesimista resignación
ante la inmodificabilidad del sistema, como quien se rinde ante la
inevitabilidad de las leyes de Kepler. No puedo ni debo alterar la ley de
gravedad, ni la atracción de los polos opuestos, ni la rotación de la tierra;
pero aunque estos hechos físicos se sucedan desde siempre mientras el hombre
vive, sin que sea cuerdo que él los ignore, la naturaleza de los hechos que le
toca protagonizar en tanto político, no son de esta índole. La sustitución en
la vida del espíritu, de una virtud como la prudencia por una técnica como la
que pueden emplear los físicos;la rebelión de la poiesis contra la praxis,
de lo factible contra lo agible, es una de las subversiones más
radicales que ha introducido la
Revolución. “La política pertenece al orden práctico y más
concretamente a la esfera del obrar humano.
Pero como el obrar se apoya en el ser, toda consideración política debe
remitirse en sus fundamentos a una concepción antropológica que le sirva de
soporte […] A través de la actividad poiética
se busca la perfección de obras externas al sujeto que las realiza. A través de
la praxis se busca la perfección del
hombre mismo. Es el campo de la
prudencia. La politica tiene elementos técnicos, factibles, pero en lo
fundamental pertenece al campo de lo
agible y está regida por la prudencia política”[14].
Lo
verdaderamente grave del planteo que estamos criticando ,es que por el contexto
y por el tono de sus afirmaciones, los que están en falta no son los malditos
artífices de la
Revolución Mundial Anticristiana, que han trastrocado el
orden natural de la política; ni tampoco los liberales que han impuesto en la
patria, a sangre y fuego, un constitucionalismo masónico y una
institucionalidad acorde. Los desubicados y reprobables somos nosotros
–utopistas e idealistas- que en vez de conformarnos al sistema estable y pacífico que nos rige desde
hace tanto tiempo, y de acatar las autoridades legal y electoralmente
elegidas, “tratamos de cambiar desde sus
raíces una realidad social que nos disgusta porque no es perfecta”, y ni
siquiera nos detenemos “ante los aspectos positivos que arrasaríamos al
eliminar el trigo de la cizaña”.
El
resultado de este razonamiento es muy sencillo. No fue la Revolución la que
“cambió desde sus raíces” el Orden Cristiano,alterándolo todo. Somos nosotros,
nostálgicos soñadores del Orden Cristiano, insolentes aventureros que queremos
pasar del plano intelectual –donde es lícito soñar bondades- al plano práctico
donde rige la tiranía de lo fáctico, los que venimos a alterar tantos siglos de
pacífica y estable antinaturaleza. Somos nosotros los culpables de recordar que
“al principio no fue así”. Díscolos teóricos y principistas, aferrados nada
menos que al deber ser de las cosas, a las causas ejemplares y a los paradigmas
recién salidos de las manos de Dios. Toda nuestra es la culpa por persistir con
el anacrónico omnia instaurare in Christo,
y no entender que “consolidado un régimen su aceptación es obligatoria”.
Lo
cierto es que no es nuestro propósito cambiar desde sus raíces una realidad
social que nos disgusta porque no es perfecta. Sino volver a las raíces, enraizarnos y enceparnos nuevamente,
reaccionando con altivez en contra de una realidad social que nos subleva e
indigna, no por no ser perfecta sino por no ser cristiana. No por no responder
a nuestras utopías, sino por haber traicionado violentamente la realidad
querida y creada por Dios. No porque seamos rebeldes a la autoridad
consolidada, per se, sino porque
sabemos del deber de rebelarse contra la autoridad ilegítima.
Lo
cierto igualmente, no es que nos mueva “una política hipotética a aplicarse en
un futuro indefinido”. Nos mueve una
política real, aplicada en un pasado concreto; esto es, en una tradición viva,
que nos fue robada y saqueada vilmente por los protagonistas de la Revolución. Los hechos
“son tomados como son”. ¡Vaya si como son los tomamos! Por eso, si son pésimos, los deploramos y
combatimos; y les oponemos no el “como quisiéramos que fuesen”, sino el como
Dios quiso que fueran hasta que los hombres los sacaron de quicio. No; habrá que repetir una y mil veces más con
San Pío X en Notre Charge Apostolique;
lo nuestro no es una hipótesis futurible e indefinida,”la civilización no está por inventarse, ni la ciudad por construirse en
las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la Ciudad Católica.
No se trata más que de instaurarla y restaurarla sobre sus naturales y divinos
fundamentos, siempre renovados de la utopía nociva, de la rebeldía y de la
impiedad”.
Nada
más opuesto a este mandato pontificio que “abstenernos de operar sobre la
realidad actual porque no nos satisface”. Luchamos contra el utopismo, no somos
sus propulsores; contra los que quisieran que los hechos fueran imagen de su
pequeñez y no reflejo de la grandeza del Padre. Y operamos sobre la realidad actual precisamente porque no nos satisface.
Porque nos resulta incómoda, diría José Antonio; porque nos causa cólera y
asco; porque no nos sentimos como pez en el agua en ella, mendigando los
mendrugos putrefactos de un partido de ocasión, de un retazo de sufragio, de
una alianza electoralera con peronistas o gorilas. Nos abstenemos, o procuramos
hacerlo, de “pecar contra Dios y contra Martín Fierro”, al decir de Castellani.
Pero nunca de actuar sobre la realidad de esta patria enferma, para intentar la
salvaguarda de las poquísimas semillas cristianas que aún pudieran quedar, y
hacerle frente a los protagonistas de la perversión democrática, con nuestras
menguadas fuerzas.
Ni
utopistas, ni idealistas, ni abstencionistas. Simples sabedores –sin olvidos-
de que “el único remedio para extirpar los males presentes e impedir los
peligros que amenazan es restituir los
principios y la práctica del cristianismo en la vida privada como en todas
las esferas del cuerpo social”[15].
“Hay que volver al orden fijado por Dios también en las relaciones entre los
Estados y los pueblos; volver a un verdadero cristianismo en el Estado y entre los Estados”[16].
En
cuanto a la amonestación recibida, en el sentido de que nuestra furia
cristianizadora o nuestro deseo irrefragable de no respetar la
institucionalidad estable y pacíficamente constituida, pudiera llevarnos a
eliminar el trigo con la cizaña, creemos tener aprendido el Catecismo de
Primera Comunión. Lo que el Señor ha querido enseñarnos en aquella mentada
parábola, es que buenos y malos coexisten misteriosamente entreverados hasta la
siega final que a El le corresponde; que a nosotros, como escribe San Cipirano,
nos toca trabajar para que podamos ser trigo y hacernos merecedores de habitar
en los graneros del Señor; que ni hemos de encizañarnos
los que presumimos de buenos, ni desistir de la trigalización de los malos; que si nos precipitamos impulsivamente
en erradicar los sembrados nocivos corremos el riesgo de arrancar –con la misma
precipitación impulsiva- los frutos nobles y saludables.
Pero
“si de las palabras de Cristo se quisiese inferir una exhortación a dejar
crecer todo mal sin restricción alguna, debería dejarse también en libertad a
los ladrones y homicidas; y denunciar como anticristiana la conducta de San
Pablo cuando decidió excomulgar a aquel corintio vicioso y ordenar su expulsión
de la comunidad de los fieles […]No podemos echar a los pecadores ocultos,
aunque nos persigan, pero sí a los pecadores manifiestos, sobre todo si dañan a
los demás […] Lo que el Señor enunció en la parábola fue una ley general […]
Jesús no se refirió a los casos particulares, donde podría ser preferible para el trigo que tal o cual planta de cizaña
fuese erradicada, sin esperar la cosecha, sobre todo si la cizaña no se
contentara con crecer junto al trigo, sino que se hubiese propuesto dañarlo y
devorarlo”. Siempre será conveniente al respecto “recordar el modo de
proceder de San Pablo con los corintios: ‘Os escribí que no os mezcláseis con
quien, llamándose hermano, fuese fornicario, o codicioso, o idólatra, o
ultrajador, o borracho, o ladrón; con ese tal, ni comer. Expeled
al malvado de entre vosotros’( 1 Cor 5,11-13)’”[17].
-Vuelve
a tomar carácter de error gravísimo el que estamos comentando, cuando tras una
descontextualizada cita de Balmes, se descalifica a los que se oponen al
“régimen consolidado”, afirmando de ellos –y de su utopismo e irrealismo- que “en política no es verdadero lo
inaplicable”. De modo que, los tales utopistas e idealistas deberían escarmentar
de una vez, dándose cuenta de que “desde el momento que una teoría no se puede
realizar es señal de que está en lucha con la misma naturaleza de las cosas y
que, por lo tanto, no es verdadero con relación a ellas”.
Bien
ha distinguido el mismo Balmes los grados de posibilidad o de aplicabilidad que
tienen los actos, dilucidando paralelamente los casos de imposibilidad metafísica, física y moral[18].
No puede darse un triángulo circular, ni un cuerpo que arrojado al vacío no
caiga, pero hay cosas moralmente imposibles, a fuer de repugnates o de
violentas contra la naturaleza, y que sin embargo se aplican y prosperan, bien
que a la larga el Orden Natural se toma sus durísimos desquites. De resultas,
tanto en el plano individual como en el social,no es cierto que sólo lo verdadero sea aplicable. Debería serlo
como mandato de la sindéresis y del
Decálogo, pero no lo es. Y casi rige hoy, penosamente, la ley inversa; aquella
que enunciara el Cardenal Pie: se ha probado todo, se ha aplicado todo, sólo
resta probar la Verdad.
Un horrible descubrimiento ha hecho el hombre
contemporáneo, dice Juan Pablo II en la Veritatis Splendor ; a saber, que si la naturaleza
limita su libertad, prefiere violar la primera para dar rienda suelta a la
segunda. “La naturaleza debería ser superada por la libertad, dado que
constituye su límite y su negación”[19].
Entonces, desde tamaña óptica, es “aplicable” la homosexualidad en el terreno
privado o la democracia en el terreno político. Es aplicable la contranatura y
la mentira porque para este hombre envilecido, el neo evangelio le dice que
sólo la impostura lo hará libre.
Precisamente de esta aplicabilidad política del mal
se quejaba Balmes, cuando refiriéndose a los tiempos y a las tendencias del
siglo, sostenía que “los reformadores no han querido resignarse al papel de utopistas, sino que, empeñados en hacer aplicaciones de sus ideas, se han
erigido en fundadores y directores de una sociedad nueva, enteramente calcada
sobre los principios que ellos excogitasen”. No contentándose “con meditar en
el retiro de su gabinete, con pasearse en espíritu por mundos imaginarios […] o
con escribir un libro”, estos personajes saltaron a la acción para imponer sus
desdichados proyectos[20].
Puede una teoría estar en pugna “con la naturaleza de las cosas”, como lo están
las ideas liberales y marxistas, e imponerse de todos modos. Y puede la verdad
católica seguir siendo inconcusa y perenne, y resultar sin embargo, como en
nuestros días, desterrada y cautiva.
Mas no era a los católicos a quien dirigía Balmes
la advertencia, según la cual, “en política no es verdadero lo inaplicable”,
sino precisamente a los protestantes y sus epígonos, recriminándoles que “la
experiencia ha enseñado que una organización política que no esté acorde con la
social, no sirve de nada para el bien de la nación, y antes al contrario,
derrama sobre ellas un diluvio de males”[21].
Porque la causa de todos estos fracasos políticos la veía el filósofo español
en la irreligión, ya que “quien no acata la majestad divina,¿cómo queréis que
respete la humana? […]Cuando no hay un punto fijo donde se afiance el primer
eslabón de la cadena”, se suceden “la insurrección, la asonadas, la anarquía”;
y se concluye en aquel trastrocamiento descripto por Guizot: “donde no vemos asambleas, elecciones,
urnas y votos, suponemos ya el poder absoluto, y a la libertad sin garantías”[22].
De modo que, Balmes mediante, llegamos a conclusiones
exactamente opuestas.Y sostenemos sin ambages que es un error peligrosísimo
–engendrador y justificador de las peores tiranías, y por lo mismo contrario a
la doctrina católica- instar a la aceptación obligatoria de un régimen,
fincando su legitimidad en su perdurabilidad y consolidación en el tiempo, y lo
que es mucho peor,deduciendo de tan falsa legitimidad su condición de autoridad
procedente de Dios. No resiste la menor
confrontación con la lógica y con el sentido común, dar por legítimo un sistema
en aras de su duración cronológica, de su consolidación por “un conjunto de
circunstancias históricas”, o por su aplicabilidad estable en la vida de un
país. El comunismo es intrínsecamente perverso y gozó de estas
características de “legitimidad”. El liberalismo es un “virus insidioso y
oculto”, y también podría decirse lo mismo de él. Y en nuestro país, lo que
comunmente llamamos Régimen, y que aúna en sí tanto los desvaríos liberales
como los marxistas, disfruta del mismo y extraño privilegio de “legitimidad”.
Se admite que dicho Régimen “adolece de graves
defectos”, que “nada nos obliga a manifestar conformidad con el orden jurídico
vigente, y que es lícita toda acción destinada a modificarlo, siempre que sea
compatible con los principios doctrinarios”. Pero dentro de esos principios doctrinarios está la
desobediencia civil, la resistencia a la tiranía, el levantamiento armado y aún
el tiranicidio[23], y
sin embargo, no sólo no lo predica sino que propone la solución del mal menor
dentro del marco electoral vigente. Y simplifica esta última cuestión
sosteniendo que “cuando un pueblo parece
preferir a los malos dirigentes, es sencillamente porque faltan buenos
dirigentes”. La culpa, una vez más, la tendrían –no las multitudes adocenadas,
indoctas y desquiciadas- que entregan su voto al peor, “por un poco de asado
con cuero y otro poco de vino falsificado”, al decir de Anzoátegui, sino los
buenos dirigentes que no quieren presentarse como candidatos, por rechazo al
sistema. La culpa de que en el lupanar los clientes solo puedan elegir entre
meretrices, la tienen las muchachas decentes, porque son abstencionistas, y en
el colmo del utopismo todavía anhelan formar un hogar católico. No se han dado
cuenta aún de que la prostitución se ha consolidado pacífica, legal y
establemente desde hace larguísimas décadas. Por lo que, en teoría, si les
place, pueden seguir prefiriendo la pureza; pero en la práctica están obligadas
a aceptar el poder de lo fáctico.
Sobre este error funesto también ha dicho lo suyo
Jaime Balmes, al enseñar que “un hecho consumado, por solo serlo, no es
legítimo, y por consiguiente no es digno de respeto. El ladrón que ha robado, no adquiere derecho a la cosa
robada; el incendiario que ha reducido a cenizas una casa, no es menos digno de
castigo y merecedor de que se le fuerce a la indemnización, que si se hubiese
detenido en su conato; todo esto es tan claro, tan evidente, que no consiente
réplica. Quien lo contradiga es enemigo de toda moral, de toda justicia, de
todo derecho; establece el exclusivo dominio de la astucia y de la fuerza. Por pertenecer los hechos consumados al
orden social y político no cambian de naturaleza”[24].
En esto es verdad que “la prédica abierta y el
testimonio de una conducta coherente con los
principios, son los mejores instrumentos para engendrar adhesión y lograr
influencia efectiva en la realidad social”. El detalle, no menor por cierto, es
acertar con los principios, respecto
de los cuales hay que guardar testimonio de coherencia hasta el final.
4.-Al margen de estas muy
necesarias consideraciones doctrinales que venimos haciendo, hay algo de orden
práctico sobre el mal menor –tal vez demasiado
ligado a la “viveza argentina”- que también es necesario aclarar. Porque la
verdad sea dicha, con alguna pudibundez, entre nosotros el mal menor no se ha
presentado nunca como un objeto de dilucidación moral, sino como una vulgar
táctica para alzarse con alguna cuota de poder, esgrimida por aquellos a
quienes repugna todo abstencionismo, pero ninguna mella les hace la grave
prevención ética que pesa sobre el relativismo y el pragmatismo[25].
Malminoristas resultan así los que han
pretendido “entrar en el sistema para cambiarlo desde adentro”.Terminaron
subsumidos y tragados por el mismo, cuando no rentados y alquilados a onerosos
precios. Los que –como descubridores del Mediterráneo- descubrieron un día que
podían aprovecharse de la estructura de algún partido mayoritario para
capitalizar sus votos. El partido mayoritario los usó, los descartó, y siguió
naturalmente su curso de iniquidades.
Los que “entristas” o “foquistas”, se metieron
camouflados en la partidocracia, se
aliaron con ella o buscaron cierta posibilidad tangencial de triunfar
electoralmente, como furgón de cola de algún movimiento masivo. Sumaron a la
mentira del partido en que se infiltraban, la mentira inherente que toda
infiltración supone, respondiendo así a un mal con otro mal, sin demasiados
escrúpulos. Adoptan los métodos de los hijos de las tinieblas queriendo
conservarse hijos de la luz. No tardan mucho en parecerse a los métodos que
adoptan.
Los que dicen practicar la reserva
mental, valerse de los mismos recursos de los enemigos (como si fuera legítimo
emular al mal), y nos repiten para tranquilizarse que todo es cuestión de
“sacarse de encima ahora a lo que más molesta, y después veremos”. Confunden la
sagacidad con la astucia, se rinden a la forma
mentis pragmatista del adversario, y el potencial “después veremos” se transforma en un ahora y eternamente transigimos con el mal.
Hacen un paréntesis con el deber de hablar claro para conquistar espacios de
poder; si al fin lo conquistan, ese mismo paréntesis los vuelve viles e insolventes
para la misión testimonial. Como el que es fiel en lo poco será en lo mucho
fiel, también sucede con el desleal en aparentes cosas pequeñas: suele acabar
cometiendo felonías mayúsculas.
Los que han intentado conciliar un
supuesto testimonio católico dentro del Régimen con la incompatibilidad que el
mismo ofrece al católico serio. Se olvidaron de la enseñanza aristotélica,
según la cual, en toda comparación entre lo bueno y lo malo sufre lo bueno; y
de la enseñanza teresiana que nos pide preferir la Verdad en soledad al error
en compañía. Contaminaron lo bueno y sentaron el triste precedente de que hasta
las ideas son negociables, como enseñaba el indigno John Dewey. Pierden las elecciones y pierden la
coherencia. ¿Cuál es la ganancia? ¿Lo que el Estado paga por voto, aunque
se salga último en el escrutinio?
Los que contemporizaron con el error,
callando verdades sustantivas, jurando decirlas a posteriori, una vez alcanzada
la victoria electoralista. Cuando la alcanzaron, el grado de compromiso
establecido con el error y el deseo de conservar el puesto conquistado, les
impidió toda actitud testimonial. Se olvidan de que la omisión de una verdad necesaria es tanto o más grave que la emisión
de una mentira; y a la postre constatan la amarga validez de lo que gustaba
repetir el Padre Elíseo Melchiori: “cuando nos ponemos a gitanear siempre nos
ganan los gitanos verdaderos”.
Los que arman “partidos de los buenos”
para “votar en positivo”. Y enredan o arrastran a los buenos a vulnerar cada
uno de los principios rectores de la concepción católica de la política,
mimetizándose con el sistema y aprobando el examen de educación democrática.
Son albañiles de la torre de Babel, comensales del banquete revolucionario,
interlocutores validos de la modernidad, piezas ajustables de la república
plural y sincretista, alumnos dóciles y mansos –ya lo hemos dicho- puestos en
la fila y esperando el turno correspondiente, para aprobar el examen de
educación democrática. Son liberales, lo sepan o no.
No juzgamos las intenciones de nadie,
pero los frutos están a la vista y no pueden negarse. Amén de la ineficacia de
tantos aprendices de Maquiavelo –que renuncian a los principios en pos de los
resultados, y se quedan sin resultados y sin principios- lo concreto es que, cada uno a su turno, todos estos intentos
malminoristas, terminaron consolidando el mal mayor, que es la democracia.
Por eso, ya no como doctrina –que no negamos- sino como táctica, la verdad es que el
mal menor sólo ha sido funcional al mal mayor. Por consiguiente, la
decisión de no aceptar esta táctica, no es un mero prurito purista personal
sino una conducta ligada a la preservación del bien común. Si para combatir a
Belcebú terminamos convertidos en Luzbel, socios de Mamon o consensuadores de
Asmodeo, el infierno ya no son los otros, como diría Sartre. Somos nosotros
mismos.
El Abba Matoes, uno de los Padres del
Desierto, predicaba que el demonio sabe alimentar el alma de quien se inclina
al mal, entregándole ocasiones precisamente a
aquella parte inferior propensa a la inclinación. Santo Tomás, a su debido
tiempo, aclaró que lo que se pone al
final al construir, será lo primero
que se ha de voltear al destruir. Y
San Juan de la Cruz
repetía, que un pájaro es esclavo y no puede volar, sea incapaz de romper un
hilo delgado o la gruesa cadena que lo tiene sujeto. Quiere decir esto que hay una especie de predilección demoníaca por el mal menor. Nuestra
“partecita” moral apenas inclinada al desorden, el demonio la inclina por
completo y gradualmente. Nuestra cadena pequeña él la prefiere a la gruesa,
pues sabe que al fin de cuentas igual nos inhibe de desplegar las alas, y se
nota menos. Nuestro detalle menudo con el que terminamos la construcción de la
vida espiritual, es lo primero que él destruye. “El demonio nunca nos
propondría de entrada un gran mal grande y patente, que, en frío, la sola idea
de cometerlo nos causaría repugnancia. Pero uno pequeño, un peldaño abajo, el
comienzo de una escalera que no sabemos hasta dónde podrá llevarnos, esa sí, es
una propuesta para la que generalmente no estamos prevenidos con tanta fuerza”[26]
Como en la partida del trile –con cartas o con dados- existe un
trilero; esto es, un profesional del
engaño, que nos hace creer que es fácil ganar. Cuando alentados por los
“éxitos” del trilero intervenimos en
pos del triunfo seguro, barajas o dados ganadores desaparecen y sólo nos queda
la derrota, más la ridícula sensación de haber sido engañados. Tal lo que hace
la democracia con los malminoristas. Es que el
mal nunca termina donde comienza y se dispara más lejos de lo que nos parece al
comienzo. El mal no se contenta con ser circunstancial o pasajero, y cuando
se presenta como menor en el terreno político suele estar agazapando
ulterioridades más negativas áún. Porque “la democracia liberal es una
corrupción en sí misma y avanza hacia toda clase de corrupciones”[27]. Entonces, hay que olvidarse de la
táctica del mal menor, funcional al mayor, como decimos; y mal al fin, con
diferencia de grado, no de naturaleza. Hay que trabajar por el bien posible.
“Pocas cosas” –dice Ramiro de Maeztu-
“muestra la historia con claridad mayor que la imposibilidad de acomodarse con
el mal para evitar males mayores. El mal surge en la historia para que lo
combatamos. En cuanto intentamoa acatarlo ‘para evitar males mayores’ estamos
perdidos, porque el mal no es nunca limitado. El mal que aparece lleva siempre
detrás de sí un mal mucho mayor que no se muestra sino cuando tiene confianza
en el triunfo. El mal asoma la puntita de un alfiler tan solamente para que lo toleremos.
En cuanto consigue hacerse perdonar, enseña detrás del alfiler un puñal de
Toledo, y detrás del puñal toledano todos los ejercitos de la Rusia roja. Siempre ha sido
lo mismo. ¿Qué hubiera ocurrido con el Cristianismo si Nuestro Señor hubiera
preferido acatar a Caifás y entenderse con él? ¿Qué hubiera sido de nuestra
Reconquista si nuestros padres hubieran preferido aceptar el dominio de los
moros?”[28].
Don Ramiro, al fin, y colocando por
delante la autoridad de Eugenio Vegas Latapie –con su formidable Historia de un fracaso- pone de ejemplo de catástrofe estrepitosa del
mal menor, el “ralliement” de León
XIII, y contrariamente a los pesimistas de la Generación del 98,
aconseja “no meter al Cid en el sepulcro ni dejar de cabalgar”[29]. No es casual que los católicos
liberales, regiminosos y malminoristas tengan al ralliement como dogma de fe, y obren como si después la Iglesia no hubiese tenido
que lamentar sus amargos frutos de perdición.
[2] Cfr. Isabel
Cárdenas de Becu, La Iglesia y la intolerancia,
Buenos Aires, Buschi, 1953, p. 68-69.
[3] Monseñor Javier
Lozano Barrágan, Jefe de la
Delegación de Observación de la Santa Sede en la XX
Sesión Especial de la Asamblea General
de las Naciones Unidas, pronunció este mensaje pontificio en Nueva York, el
10 de junio de 1998.
[9] F. Javier Garisoain Otero, El mal menor y el voto útil, cfr. Arbil, n.100, http://www.arbil.org/100garis.htm
[10] Mario Meneghini,
La doctrina del mal menor. Su aplicación
a la política argentina, en http://presonales.ciudad.com.ar/accioncivica/prod04.htm
[13] Sugerimos las
siguientes lecturas: Etienne Gilson, El
realismo metódico, Madrid, Rialp, 1974; Francisco Javier Vocos, El Gobernante, Buenos Aires, Cruz y
Fierro, 1982, y Carlos Disandro, Sentido
político de los romanos, Buenos Aires, Horizontes del Gral, 1970.
[14] Bernardino
Montejano, Proyecto Nacional y Política,
en A A.V V, Actualidad de la Doctrina Social de
la Iglesia ,
Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1980, p.116-117.
[17] Alfredo Sáenz, Las parábolas del Evangelio según los
Padres de la Iglesia. El
misterio de la Iglesia ,
Buenos Aires, Gladius, 2001, p. 235 y ss.
[21] Jaime Balmes, El protestantismo comparado con el
catolicismo, Buenos Aires, Emecé, 1945, p. 567
[23] Cfr. Jorge
Guillermo Portela, La justificación
iusnaturalista de la desobediencia civil y de la objeción de conciencia,
Buenos Aires,Educa, 2005.
[25]
“Un
país con 700 partidos es un país excentrico, por decir lo menos […]Dicha cifra
[…] es la resultante de la laxitud extrema del sistema en vigor. Aunque parezca
mentira, un fenómeno de tal dimensión está fundado no en la inverosímil
diversidad de ideas que pueda campear en la ciudadanía argentina, sino en una caudalosa e insumergible picaresca
entrenada en obtener con ardides provechos personales de las arcas del Estado.
A costa de éste funcionan, en efecto, remedos de partidos que constituyen, en
realidad, cajas recaudadoras de verdaderas empresas familiares, como se
comprueba con la coincidencia entre el domicilio de sus autoridades y el de las
organizaciones con personería para actuar en competencias
electorales”.Editorial, Un sistema de
partidos enfermo, La Nación , Buenos
Aires, 2 de marzo de 2008, p. 34.
[28] Ramiro de
Maeztu, El mal menor, en su En vísperas de la tragedia, Madrid,
Cultura Española, 1941, p. 59-60.
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista
Buenas tardes Don Antonio. ¿Dónde puedo conseguir su libro "La perversión democrática"? Aguardo respuesta. Muchas gracias
ResponderBorrarEdiciones Bella Vista. La Plata 1721 (Bella Vista) 011-46663817
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