La paciencia es virtud vencedora, y hace a
los reyes poderosos y justos.
La impaciencia es vicio del demonio,
seminario de los más horribles,
y artífice de los tiranos. (Joann., 20.)
Thomas autem cum audisset a condiscipulis suis,
quod vidissent Dominum, respondit: Nisi videro fixuram clavorum, et mittam
manum meam in latus ejus, non credam. Denique venit, et dicit Thomae: Infer
digitum tuum huc, et vide manus meas, et affer manum tuam, et mitte in latus
meum: et noli ese incredulus, sed fidelis. Respondit Thomas, et dixit ei:
Dominus meus, et Deus meus.
«Como Tomás
oyese de los que con él eran discípulos, que habían visto al Señor, respondió:
Si no viere la señal de los clavos, y no metiere mi mano en su lado, no creeré.
Finalmente vino y dijo a Tomás: Entra tu mano en mi lado, y no quieras ser
incrédulo, sino fiel. Respondió Tomás, y dijo: Señor mío y Dios mío».
San
Cipriano empezó aquella elegantísima oración del bien de la paciencia con estas
palabras (siguiendo a Tertuliano, a quien llamaba maestro): «Habiendo de
hablar, hermanos dilectísimos, de la paciencia, y declarar sus utilidades y
provechos, ¿de dónde podré mejor empezar, que de la necesidad que ahora tengo
de vuestra paciencia para oírme? Porque esto mismo que oís y aprendéis, sin la
paciencia no lo podéis obrar». De esta prevención me excusa, serenísimo, muy
alto y muy poderoso Señor, el hablar en todo este libro con vuestra majestad,
en quien resplandece heroica esta virtud, que el mismo santo mártir llama en
esta oración bien de Cristo; y en
otro lugar de la propia oración dice: «Porque esta virtud es común a nosotros
con Dios». Esto, que es de tan esclarecida loa al real ánimo de vuestra
majestad, es de confianza a la poquedad de mi entendimiento; porque así como el
que teme hablar con vuestra majestad reverencia su grandeza, así quien osa
hablar con tan soberana grandeza, conoce vuestra piadosísima clemencia y benignidad.
Yo trataré de la virtud de la paciencia ética, política y cristiana, y probaré
que para la guerra no sólo es fuerte y eficaz, sino que en la guerra sin ella
los más fuertes son flacos; que siempre venció quien la tuvo; que siempre quien
no la tuvo fue vencido; que es autora de la paz, y quien la conserva, y quien
solamente sabe gobernar en la paz y en la guerra; que ella contradice a todos
los vicios; que con ella florecen todas las virtudes.
Mucho
pareciera lo que prometo de esta virtud, si no fuera aun más lo que ella obra.
Por ser este capítulo el más importante de esta Política para todos y
particularmente para los reyes y monarcas, busqué con atenta consideración en
toda la vida de Cristo nuestro Señor, que toda fue paciencia desde el nacer al
morir, lugar en que autorizar mi discurso; y por el más encarecido de su
soberana, inmensa y benigna paciencia, escogí éste del apóstol Santo Tomás. La
causa que me obliga a preferirle a tan innumerables actos de paciencia en
Cristo nuestro Señor, quiero que preceda a la doctrina política cristiana.
Aguardó el Hijo de Dios, para encarnar, con paciencia enamorada, que se llegase
el plazo de las profecías y el de las semanas; aguardó para hacerse hombre el
sí de su criatura, de su Madre y siempre Virgen; aguardó en su sacratísimo vientre
los plazos de la naturaleza en los meses; nació yendo a obedecer el edicto de
César, quien es obedecido de los serafines; consintió que le fuese cuna un pesebre,
y compañía dos animales; que siendo él fuego del divino amor, le hospedasen las
pajas y el heno, no sólo seguros de incendio, sino gozosos; tuvo paciencia
viendo que Herodes le espiaba la vida, y siendo toda la valentía del cielo,
para huir con sus padres a Egipto. Esto será explayarme sin orilla, si prosigo
por todas las acciones en que Cristo nuestro Señor tuvo la paciencia con
ejercicio grande e incomparable. Llamáronle comedor
y endemoniado, y no se enojó; quisiéronle
apedrear y despeñarlo, y tuvo paciencia; sufrió a Judas a su lado, tuvo
paciencia para sentarle a su mesa, y para que comiese en su plato; besole para
entregarle, y pacientísimamente consintió el beso; escupiéronle muchos; diole
un ministro una bofetada, y el golpe que alteró el rostro no demudó su
paciencia. Azotole Pilatos; hicieron burla de su majestad los soldados,
hiriéndole con golpes, coronándole con espinas. Las señales se vieron en su
santísimo cuerpo, no en su paciencia. Ésta más allá estaba de la furia y de la
crueldad: todos la ejercitaban, nadie la irritó. Pusiéronle desnudo en la cruz
por malhechor, entre dos ladrones. Tuvo paciencia para todas tres cruces: para
la que padecía; para la del buen ladrón, perdonándole, y acompañándose con él
en su reino; para la del malo, viendo que aun un ladrón no le quería acompañar.
Vio a su santísima Madre al pie de su cruz, viola que le veía; vio que su
cuerpo y su pasión la eran martirio; tuvo paciencia para dejarla, para llamarla
mujer, y darla por hijo su discípulo querido; para dársela por madre. ¿Puede
ser la paciencia de Cristo más hazañosa, más divina, ni más encarecida? Señor,
maravillosas acciones son éstas, dignas sólo del que era hijo de Dios y Dios
verdadero; mas se obraron todas siendo hombre pasible, y que padecía como tal
lo que vino a padecer por su amor y por nuestro remedio. Empero dudar Tomás
apóstol que hubiese resucitado, y decir que si no ve las señales de los clavos
y entra la mano en su costado, que no la ha de creer; y mandarle Cristo nuestro
Señor resucitado, glorioso, impasible, que metiese la mano en su costado y
manosease sus llagas, es hazaña de la paciencia divina, que excede toda
ponderación, adonde se desalienta el espanto.
San
Pedro Crisólogo pesa los quilates inmensos de esta paciencia en el sermón 84.
Juzguen los oídos y los ojos con oírlas o con verlas el fil de las balanzas de
sus preciosas palabras, que aun el desaliño de mi estilo no podrá apagar todas
las luces que tienen. «¿Por qué así Tomas requiere las señales de la fe? ¿Por
qué a quien tan piadosamente padece, tan duramente examina resucitado? ¿Por qué
aquellas heridas que la mano impía rasgó, la diestra devota de nuevo las ara?
¿Por qué el lado que la impía lanza del soldado abrió, vuelve a cavarle del
discípulo la mano? ¿Por qué los dolores que causaron los furores de los que le
perseguían, la cruel curiosidad del compañero los renueva? ¿Por qué con los
tormentos al Señor? ¿Por qué a Dios con las penas? ¿Por qué, para averiguar el médico
celestial, el discípulo se informa de la herida? Cayó la potestad del demonio,
abriose la cárcel del infierno, fueron rotas las ataduras de los muertos.
Muriendo el Señor, se arrancaron los monumentos; y resucitando el Señor, toda
la condición de la muerte fue mudada; fue trastornada la piedra del mismo sacratísimo
sepulcro del Señor; las ligaduras fueron deslazadas, y a la gloria del que
resucitaba huyó la muerte, volvió la vida, resucitó la carne, que no había de
volver a caer. ¿Y por qué a ti sólo, Tomás, demasiadamente curioso explorador,
pides que solas las heridas se presenten para el juicio de la fe? ¿Qué fuera si
éstas como otras cosas se hubieran borrado? ¿Cuál peligro hubiera ocasionado a
tu fe esta curiosidad? ¿Juzgaste que no podías hallar algunas señales de
piedad, ni documentos de la resurrección del Señor, si no surcabas con tus
manos las entrañas que la judaica crueldad había arado?». No se hartaba el
Santo de más elegante pluma, de más sabroso estilo, con mejor metal de
palabras, de ponderar la más encarecida ocasión a la más encarecida paciencia
de Cristo.
Tertuliano,
en su doctísimo libro De Patientia,
dice: «La paciencia del Señor fue herida en Malco». ¡Grande encarecimiento de
la paciencia misericordiosa! Mas en Tomás fue la paciencia de Cristo en él
propio (digámoslo así) sobreherida. Solamente la incredulidad inventara herir las
mismas heridas; hízolas la judaica incredulidad, volvió a abrirlas la del
discípulo; sus dedos volvieron a ser clavos, su mano lanza. Según esto,
acreditado deja la elección que hice de este lugar, y acción de paciencia en
Cristo, para arrimar firmemente a su doctrina este capítulo. Para empezar a
discurrir en lo político cristiano, resta averiguar la utilidad que resultó de
esta incredulidad, que obligó a Cristo resucitado a tan soberana paciencia.
Consecutiva al lugar referido la declara San Pedro Crisólogo: «Buscó, hermanos,
esta piedad, inquirió esta devoción que después ni la misma impiedad pudiese
dudar que el Señor resucitó. Pero Tomás no sólo curó la incertidumbre de su
corazón, sino la de todos. Habiendo de predicar esto a las gentes, diligente
ministro, inquiría cómo fortaleciese sacramento de tanta fe. De verdad más fue
profecía que terquedad. ¿Pues para qué había de pedir esto, si de Dios no le hubiera
sido revelado con espíritu profético, que para el juicio de su resurrección se
guardaban sus heridas?». En importando, Señor, a la salud de los suyos, que la
paciencia de Cristo sea ejercitada en su cuerpo, dispensa los privilegios de
resucitado.
Yo
aplico, para la inteligencia de este misterio, literales las palabras del
Apóstol: «Todo lo cerró Dios en la incredulidad, para apiadarse de todos. ¡Oh
altura de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles
son sus juicios, y cuán investigables sus caminos! ¿Quién conoció el sentido
del Señor, o quién fue su consejero, o quién lo dio a él primero, y se le dará
retribución?». No sé que haya otro lugar en todo el Testamento nuevo, en que
literalmente se viese que Cristo lo cerrase todo en la incredulidad, para tener
misericordia de todos, sino éste de Santo Tomás; pues en su incredulidad
desengañada y convertida en fe por la paciencia de Cristo, curó con
misericordia la duda de todos los corazones, como lo afirma San Pedro Crisólogo
en el lugar referido, diciendo que dudó Tomás para que nadie dudase. Es tan
sublime esta misericordiosa paciencia de Dios, que en acabándola de referir,
exclama San Pablo con tan esclarecidas palabras: «¡Oh altura de las riquezas de
la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, y cuán
investigables sus caminos!». Exclamación que nos da bien a entender de cuán
majestuosa admiración está colmado este misterio, y que para mi intento es el
ejemplar más a propósito y el mayor.
Ofréceseme
considerar con novedad (quiera Dios con provecho y acierto) por qué causa,
siendo María Magdalena tan favorecida de Cristo, y tan amartelada y tierna
amante suya, y que con tanta solicitud y lágrimas le buscaba en el sepulcro,
habiendo asistido al pie de la cruz; cuando buscándole, y no conociendo a
Cristo, le pregunta por sí mismo, y Cristo con sólo llamarla María se da a
conocer, y ella derretida en amor le llama Maestro, Cristo la dice «No me
quieras tocar»; y a Tomás, que certificándole los demás apóstoles que Cristo
había resucitado, dijo con despego incrédulo: «Si no veo las señales de los
clavos y entro mi mano en su costado, no lo creeré»; no sólo se le aparece, no
sólo dice que le toque, sino le manda que le escudriñe las entrañas, que le
repase las heridas. ¿Por qué el Señor dispensa aquí, para que le toque Tomás,
el inconveniente de no haber subido al Padre, y en la Magdalena no lo dispensa,
pues dice: «No me quieras tocar, porque aún no he subido a mi Padre»?
Señor,
en tocar la Magdalena a Cristo no había interés de bien universal, solamente
una caricia amorosa de reverencia y adoración; mas en el tocar Tomás a Cristo
había utilidad para la fe y creencia de todos. Del tacto de aquella mano
pendían los corazones de todos los hombres, el crédito de aquella gloriosa
resurrección. Aquella mano, tentando con duda, adiestra a que nosotros con la
fe, que es ciega, acertemos creyendo. Por eso acaba su sermón el gran Crisólogo
diciendo: «Vengan y oigan los herejes, y como dice el Señor, no sean
incrédulos, sino fieles. Cristo nuestro Señor no dispensó por las caricias en
sus favorecidos y amados algo de su severidad, y siempre dispensó por el
provecho y mejora de los suyos y de las almas. Cuando a vuestra majestad le
dicen que un vasallo hizo de otra manera lo que en su real nombre se le mandó,
o que lo hizo mal, o que no lo hizo, entonces ha de dispensar a intercesión de
la paciencia (virtud de Dios) con su poder para castigarle, con su ira para deshacerle.
Entonces para reducirle ha de hacer las más encarecidas pruebas de su real
ánimo: no sólo le ha de oír vuestra majestad, no sólo dejar que le vea, ha de
consentir que ponga la mano en las diligencias que a su remedio importan; que
en estos negocios tanto importa a los reyes dejar que los toquen los acusados
para que los reyes no crean acusaciones envidiosas, como que los toquen para
creer y obrar lo que dicen y mandan.
¿Cuál
descortesía pudo igualarse a no creer que Cristo había resucitado, habiéndolo
él dicho, y diciéndoselo a Tomás los otros apóstoles? Empero el Señor, que vio
el bien que resultaba de aquella incredulidad, olvidó la descortesía y atendió
al provecho del mundo. ¿Quién contará los príncipes a quien ha depuesto su
impaciencia? ¿Los que por ella han sido cuchillo de sus reinos, veneno de sus
buenos vasallos, fin de sus grandezas, vituperio de sus ascendientes, infamia
de los siglos, escándalo a los porvenir y abominación a la memoria de las gentes?
¿Quién, sin perder la paciencia, pudo ser cruel? ¿Quién avaro? ¿Quién soberbio?
¿Quién adúltero? ¿Quién tirano? Si pudo resultar provecho tan grande de la
incredulidad de Tomás examinada, ¿por qué Señor, no podrá resultar para los
reyes y príncipes de la duda y terquedad de los vasallos? Para que esto no se
averigüe, los que mal los asisten procuran que no sólo no puedan tomar a los
monarcas, mas ni verlos ni hablarlos. No quieren que la mano delincuente
negocie por sí, sino con las manos que la hacen delincuente. Dios guarde a
vuestra majestad, que en esto ha dado ejemplo a todos los reyes de su tiempo, cuando
en materia tan ardua y temerosa se cerró con el duque de Ariscot, gran señor en
Flandes, y le oyó, y vio, y acercó a sí con piedad magnánima de que espero
resultará a él libertad con perdón, y a vuestra majestad gloria con seguridad.
El
grande y magnánimo rey don Alonso de Aragón (a quien todas las naciones llaman
por excelencia el Sabio) tuvo tan docta e invencible paciencia, que no sólo
sufrió que se le atreviesen, como se vio en el soldado que en público en
Nápoles le detuvo con insolencia, mas no contento con perdonarlos, premió a los
que de él hablaban mal; y no consintió que en su presencia se dijese de otros,
como sucedió con los que notaron a Nicolao Pichinino de bajo nacimiento. No
sólo no rehusaba que no le obedeciesen, antes mandaba a todos sus consejos que no
le obedeciesen en lo que ordenase contra razón; y a los ministros que dependían
de estos superiores, mandaba que no los obedeciesen en lo que no fuese justo.
Así lo refiere todo esto de este raro ejemplo de reyes valientes y sabios y
católicos Antonio Panormitano, en el libro que en latín escribió de sus dichos
y hechos, adicionado por el doctísimo Eneas Silvio, obispo de Sena, por otro
nombre papa Pío. Léase este libro y el que de su historia escribió el
elegantísimo Bartolomé Faccio, y se verá cuánto mayor rey fue don Alonso con
una paciencia perpetuamente docta y triunfante, que Alejandro Magno y César;
cuánto mayor capitán que Aníbal y Escipión; cuánto más sabio que Sócrates.
Conozcan
pues los que a los príncipes les quitan la paciencia, todo lo que les quitan;
pues les quitan todo lo que es bueno y real. Deseo saber dónde halló Nerón
paciencia para sufrir siempre y solos a aquéllos que le quitaban la paciencia
para que no pudiese sufrir a ningunos otros; y cómo y dónde dejaron éstos
paciencia en Nerón para sí, quitándosela para los demás. Tropelía es del diablo ésta:
padeciola Roma en este y en otros malos emperadores, sin entenderla. Tan grande
virtud y tan real es la de la paciencia, que Tertuliano dice de ella estas
animosas y altísimas palabras, hablando de Cristo: «El que propuso esconderse
en la figura de hombre, nada de la impaciencia de hombre imitó. De esto principalmente,
fariseos, debisteis conocer al Señor; paciencia semejante ningún hombre pudo
alcanzarla». ¡Gran dignidad de la paciencia de Cristo principalmente debieron
conocer los fariseos que era Dios; pues siendo hombre, no participaba nada de
la impaciencia de hombre! ¿Quién desecha virtud que da a conocer a Dios, siendo
hombre? Y ¿cuál hombre admitirá la impaciencia, no sólo pecado del demonio,
sino artífice de los demonios y de los pecados y de los pecadores? Así lo prueba,
desde Luzbel y Adán y Caín, universalmente San Cipriano, en su Oración de paciencia. Según esto, los
que a su señor dijeren que tener paciencia es de esclavos, y de bestias el
sufrir, contradicen a la verdad calificada por Cristo con sus mismas
experiencias.
Tiene
el diablo sus paciencias, porque siempre pone los nombres de las virtudes a sus
maldades. Aconsejan los instrumentos de Satanás, que por un leve descuido
quiten el oficio y el crédito a uno: quéjase, y dícenle con enojo que agradezca
a la suma paciencia del rey el haberle sufrido sin hacerle morir en una
prisión; préndenle, y dícenle que agradezca no haberle hecho quitar la vida;
hácenle morir, lloran los hijos, -dicen que fue paciencia no degollarlos con el
padre. ¿Quién creerá esto, sino el que lo mandare hacer? Porque el demonio que
lo aconseja, porque conoce lo que es, lo aconseja. Él no hace sino poner
nombres: a la soberbia llama grandeza, y a la envidia atención, y al robo
ganancia, y a la avaricia prudencia, y a la mentira gracia, y a la venganza
castigo; y por el contrario, a la humildad vileza, a la pobreza infamia, al
desinterés descuido, a la verdad locura, y a la clemencia flojedad. Y los que estudian
por estos vocabularios sólo adquieren suficiencia para condenados. Dije que la
paciencia siempre era vencedora en la guerra: lo que yo dije dicen las
historias del mundo. Alejandro Magno, a quien el grito universal da mayor
gloria militar, véase si fue en otra virtud tan frecuente ni tan glorioso:
léanse sus acciones con los vencidos, con los que se le dieron, con los
enemigos que cautivó. ¡Cuál ejemplo de paciencia dio con el aviso del veneno!
¡Cuál de constante ánimo y sufrido en las heridas, pues dice Plutarco que no
tenía parte en su cuerpo que no se la señalasen! ¡Cómo trató a la mujer e hijas
de Darío! ¡Cómo sufrió el motín de su gente! ¡Cuán magnánimo fue en dar lo que
más quería! ¡Con cuán dócil paciencia oía de los sabios los consejos y las
reprensiones! ¡De Diógenes los desprecios! Julio César, que le es segundo, sólo
tuvo por principio, medio y fin de sus glorias la paciencia: ésta fue su
imperio y su mayor estratagema en la
guerra. Carlos V, nuestro glorioso emperador, a quien estos dos deben ceder, a
entrambos los excedió en grandeza. Nadie mereció el imperio con más virtudes,
ni lo tuvo con más triunfos, ni le dejó con tanta gloria; y esto porque los
excedió a todos en la virtud de la paciencia. No se lee sin ejemplo en ella
alguna palabra en su vida ni en su muerte, por eso gloriosas entrambas.
Señor,
esta doctrina de la paciencia militar un ejemplo de los romanos es quien mejor
la enseña. Quinto Fabio Máximo (llamado El
Cuntador, El Detenido, que en sustancia es El Sufridor), conociendo la valentía y astucias de Aníbal, y que si
recibía batalla o si se la daba se perdía, aconsejado con la paciencia le llegó
a desesperar. Los bachilleres en el Senado llamáronla cobardía; enviaron otro
que alternativamente mandase con él: éste de impaciente dio la batalla de Canás
y perdiose con toda la nobleza romana, sólo por haber perdido la paciencia con
que Quinto Fabio vencía sin pelear. Irrefragable texto es en el libro 1 de los Macabeos,
en el verso 3 del cap. 81. «Y (oyeron) cuanto habían hecho en la región de España,
y cómo habían puesto bajo de su poder las minas de plata y de oro que hay allí,
y habían conquistado toda la región por su consejo y paciencia». Donde el
nombre paciencia dice literalmente
toda la valentía victoriosa de los romanos en España.
La
paciencia, Señor, no da lugar a la ira ni a la pasión, con que estorba la
ceguedad, y se le debe la vista; da lugar al consejo, y al mejor consejero, con
que se le debe el acierto: ella dispone la prevención propia, y embaraza la
ajena; no admite presunción ni orgullo, con que no se precipita; no cree
ligeramente, con que no se engaña; no se cansa de oír, con que se informa; ni
de ver, con que se asegura; en los casos adversos se recobra, en los prósperos
se reporta. Pues, Señor, si esto obra la paciencia, y la impaciencia lo
contrario; y Cristo naciendo, viviendo y muriendo, y lo que más es, resucitado,
nos es (todo y en todo) ejemplo de paciencia, ¿quién no conocerá en ella y por
ella todas las utilidades de la guerra y de la paz del alma y del cuerpo, de la
vida y de la muerte? Mucho importa la paciencia para vencer; más si el vencedor
la deja, podrá ser vencido de su propia victoria por la confianza de ella.
Cristo nuestro Señor, muriendo, había vencido la muerte y el infierno con la paciencia;
y con no poder ser vencido nunca, ni de nada, victorioso y triunfante y
resucitado, no sólo tuvo paciencia, sino la mayor, como he probado en este
capítulo. ¿Quién peleó como Job con todos los elementos, con Satanás, con la
salud y con los amigos? ¿Cuál persecución fue igual a la suya? Todo lo venció
con la paciencia. Y victorioso por no quedar sin ejercicio de paciencia, dice
Tertuliano en su libro De patientia, que
no pidió a Dios que le volviera, con lo demás, sus hijos, que le había muerto la
ruina de la casa; que si los pidiera, otra vez se llamara padre. Sufrió tan
voluntaria orfandad por no vivir sin alguna paciencia. Hasta en esto fue Job
sombra de Cristo, que después de la victoria que le dio la paciencia, quiso
quedarse con paciencia que le conservase victorioso. Que la paciencia en el
príncipe y en los vasallos es el alma de la paz, es cierto; porque la paz es
amor y caridad, y la caridad el Apóstol dice es paciente y es sufrida.
Con
admirable elegancia lo dice Tertuliano (harele español, con temor de poder
expresar aquella elegancia africana): «La dilección, dice, es magnánima: así
admite la paciencia. Es bienhechora: la paciencia no hace mal. No envidia: eso
propio es de la paciencia. No sabe a protervia: la modestia tomó de la paciencia.
No se hincha, no se encona: no son cosas que pertenecen a la paciencia. No
cobra lo propio: súfrelo mientras a otro aprovecha. No se irrita: ¿qué dejará a
la impaciencia? Por esto dice: La dilección todo lo sufre, todo lo sobrelleva;
conviene saber, porque es paciente. Con razón, pues, nunca caerá: todas las
demás cosas se evacuarán, serán consumidas. Agotarse han las lenguas, las
ciencias y las profecías: quedan la fe, la esperanza y la dilección. La fe, que
la paciencia de Cristo introdujo; la esperanza, que la paciencia del hombre
espera; la dilección, que teniendo a Dios por maestro, acompaña la paciencia».
Luego
pruébase que sin paciencia no se puede gobernar la paz: porque no hay fe,
esperanza y caridad sin paciencia; y sin estas tres virtudes no puede haber
paz, ni gobierno pacífico, ni cristiano. Por esto los que quieren a los reyes
con paciencia para ellos solos, que ellos solos los sufran, y que a todos los
demás sean insufribles, en nada se ocupan tanto como en poner asco para la
grandeza real en la virtud de la paciencia. Dicen que los hace despreciables,
que los abate, que introduce pusilanimidad en su soberanía y abatimiento en su
respeto; que les borra la majestad, y se la vulgariza. Dicen verdad, si se
entiende de la paciencia con que los sufren a ellos solos.
Quiero
quitar a la paciencia estas máscaras abominables con que estos solicitadores de
la mentira desfiguran la paciencia, y que descubra la hermosura de su rostro
una acción del rey don Alonso el Sabio, rey de Aragón, de Nápoles y Sicilia;
rey que en los que le precedieron no tuvo de quien pudiese aprender ni ser
discípulo, y de quien todos los porvenir aprendieron y aprenderán. Refiérela el
libro citado de sus Dichos y Hechos,
en el fol. 9, pág. 1, al fin; y refiérela Antonio Panormitano, que la vio:
«Yendo que íbamos de Aversa para Capua, acaeció que el rey iba el delantero de
todos; acaso halló que a un pobre hombre se le había caído en el lodo un asno
cargado de harina, y él estaba en necesidad, sin haber quien le ayudase, dando
voces. Los que algo tras quedábamos vimos al rey apearse del caballo; vimos
luego al rústico asido de la una parte del asno, y al rey de la otra; de manera
que se lo ayudó a levantar del lodo. Nosotros entonces aguijamos y limpiamos al
rey del lodo que se le había pegado. El labrador que esto vio, y conociendo que
era el rey, estaba espantado, y temblando de miedo pedía perdón. Esto fue, como
veis, una muy poca cosa; mas sin duda fue causa la nueva que de aquí salió, para
que muchos pueblos de la Campania se dieran muy libremente al rey». Y añade en
su nota o glosa, Eneas Silvio, papa Pío: «El rey don Alonso, por haber ayudado
al asnero, concilió a sí los de Capua». Éstas son, fielmente trasladadas, las
palabras con que los refiere Antonio Rodríguez de Ávalos en la traducción de
este libro, que hizo e imprimió en Amberes en casa de Juan Steelsio, año 1554.
Señor,
considere vuestra majestad si puede haber acción de rey en que intervengan más
bajos interlocutores: un asno, un villano, una carga de harina, un pantano.
¿Quién duda que si estuvieran con el gran rey los que llegaron después a
limpiarle el lodo, que riñendo al villano por desvergonzado, procuraran manchar
con impaciencia aquel ánimo todo real? ¿Cuáles cosas dijera la retórica de la
adulación contra el villano? ¿Qué inconvenientes hallara en el lodo para la
grandeza coronada y en la vileza del asno para el decoro de la caballería? Lo
cierto es, Señor, que el rey lo hizo porque iba solo. ¿Qué le dio este asno
caído, y este lodo que le ensució, por medio de su magnánima paciencia? Muchos
lugares de la Campania, y a Capua, fortísima ciudad y cabeza de aquella
provincia. Más y mejor, muy poderoso monarca, conquistó el nunca bastantemente alabado
rey don Alonso con un borrico caído, que todo el poder de los griegos con el
caballo preñado de escuadras. Él, con lodo y sin sangre ganó una provincia:
ellos, con sangre y fuego y traición y engaño una sola ciudad. Juzgue vuestra
majestad si debió más aquel rey a su paciencia, que le apeó del caballo para
levantar al asno caído y le enlodó en el pantano, que a sus allegados, que
estregándole el lodo, no hacían otra cosa sino quitarle la tierra que
agradecida a tal acción, pegándose a su vestido, le dio posesión de sí misma. Nunca
se levantan más los reyes que cuando se bajan a levantar los caídos, aunque
sean bestias. Este rey (de quien se escribe que estudió tantas veces con sus
glosas toda la Biblia, que casi la tenía de memoria) sin duda de aquella
meditación se dispuso a imitar, como le fue posible, la paciencia de Cristo,
Dios y hombre verdadero; y esto le hizo rey poderosísimo, muy sabio, siempre triunfante
aun preso de sus enemigos, como se lee en su historia: en todo piadosísimo,
sabio en dichos y en hechos, católico en ejemplo a todos sus vasallos, padre en
el amor, rey y padre en la soberanía y gobierno, padre, rey y maestro en la
enseñanza.
He
dicho cómo en su vida y en su muerte todo lo obró Cristo nuestro Señor con
paciencia, y luego que resucitó. Resta decir cuánto y con cuál amor favorece la
paciencia de los suyos, y cuánto le merecen con la paciencia. Murió Cristo, y
fue su sacratísimo cuerpo sepultado; y en aquellos días que estuvo en el
sepulcro, bajó su sacratísima alma al limbo a sacar las almas de los padres,
que con tan larga y envejecida paciencia le estaban aguardando por tantos
siglos. Premió la paciencia antes de resucitar con su glorioso cuerpo: fineza,
Señor, llena de celestiales promesas a los que esperaren en su divina majestad,
y le esperaren con infatigable paciencia.
Seis
apariciones de Cristo, verdadero rey y rey de gloria, se leen después de su
resurrección, y en todas mostró su inmensa paciencia con la incredulidad de los
suyos, que no creían su resurrección y le tenían por fantasma, y oyendo a las
santas mujeres que había resucitado, lo tenían por burla.
De
suerte, Señor, que el ministro de que Cristo se servía para todos sus negocios,
vivo, y muriendo, y muerto resucitado, fue la paciencia. Bien encomendada queda
con estas meditaciones, para que el real ánimo de vuestra majestad y su
piadosísima inclinación, su santo celo, su justicia católica, no despache nada
sin ella, ni deje que se la usurpen, ni consienta que se la limiten, ni permita
que se la comenten. Esto es desear que vuestra majestad prosiga lo que siempre
ha hecho, y que siempre sea, como siempre ha sido, el mayor lugarteniente de
Dios entre los monarcas temporales, y el más obediente hijo de su vicario en la
universal y católica Iglesia romana.
Francisco
de Quevedo y Villegas: “Política de Dios, gobierno de Cristo” (1635), Capítulo
XX.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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