viernes, 16 de octubre de 2020

En defensa del Voto - Juan Manuel Palacio

 


Si el sufragio –sobre todo el sufragio universal- puede terminar con una sociedad, sólo el voto puede redimirla. Que la palabra voto se haya transformado en un sinónimo de sufragio no es una curiosidad, más o menos pintoresca, para esparcimiento académico. Es, más bien, un “voto a Satanás”, el fruto de una tendencia perversa que lleva –lenta y seguramente- a la disolución del lenguaje. Y la disolución del lenguaje que es ¡ay! una de las pocas cosas que nos distinguen de los animales, constituye un preámbulo de la disolución de lo humano. La diferencia específica entre el hombre y los animales es más bien la palabra que la razón: los tontos y los locos son hombres porque pueden hablar, aunque no razonen. Cuando los cristianos profesamos nuestra fe en la salvación, decimos que el Verbo –y no la Razón- se hizo carne.

 

La conspiración maligna

En todo atentado contra la palabra –que es algo sagrado- hay una conspiración maligna, una intención deshumanizante. Sobre todo, cuando no se trata de un mero cambio en la grafía o en la pronunciación –que normalmente quedan intactas- sino en el contenido. No tiene importancia que “blanco” se escriba con “ve corta”, pero que blanco comience a significar negro ya resulta alarmante. El desuso es la muerte natural de las palabras; el equívoco, en cambio, es la muerte violenta, el asesinato por mentira. La palabra entonces se envilece, se degrada, pierde el “sentido común”, se prostituye y se utiliza para mentir. En nuestros días, el lenguaje sufre un proceso universal de degeneración, coincidente con la decadencia de la poesía como arte, de la filología como ciencia y de la “palabra empeñada” –EL VOTO- como norma de vida. Paralelamente se da un auge de las disciplinas bíblicas que es plausible, en principio, pero que en muchos casos se encamina –por influencia del racionalismo naturalista- a relativizar el valor o la vigencia de la palabra de Dios. Toda teología puede ser cuestionada por un hebraísta sutil abandonado al libre examen de las palabras. La cizaña del equívoco ofrece, en este siglo, su cosecha más abundante desde los tiempos en que Adán recibió el mandato de NOMBRAR al mundo.

 

Un ataque diabólico

El asfixiante olor a azufre que despide este proceso de disolución del lenguaje es imperceptible para los narices incrédulas, para los pobres pulmones acostumbrados al “smog” sulfuroso de los tiempos, resignadamente sometidos a la dialéctica y, por lo tanto, a la contradicción –nuevo eufemismo de la mentira- como algo saludable, como condición de progreso. El ataque al lenguaje es diabólico porque sin lenguaje inteligible no puede haber razonamiento inteligible: el acceso racional a la verdad queda bloqueado por la falta de sentido –por la “insignificancia”- de las palabras. Sin lenguaje inteligible no hay entendimiento, ni paz, ni diálogo, ni promesa valederos. La corrupción del lenguaje es el método más directo de corromper a los hombres.

 

El respeto por la palabra fue una orden de Jesucristo a sus discípulos. “Que vuestro lenguaje sea ‘sí, sí, no, no’, en contraste con los circunloquios, las ambigüedades y las falacias de los paganos. De allí proviene el voto, que significa CONSAGRACIÓN. El voto es algo así como la consagración de la palabra para un cristiano. Y la DEVOCIÓN es la fidelidad a esa palabra empeñada ante Dios, la Virgen o los Santos. Sobre el voto y no sobre el “contrato” jurídico se basa el matrimonio indisoluble. Sobre el voto y no sobre el “contrato social” se basa la lealtad del ciudadano cristiano a su patria…

 

Una entereza inquebrantable

El voto, la palabra consagrada, supone una idea muy seria de la vida. Supone que la vida es una vocación a la que se debe fidelidad y que es RESPONSABLE DE ESA FIDELIDAD. Supone también, desde luego, una elección, pero una elección definitiva: el voto por excelencia es el VOTO PERPETUO de los religiosos. Ese compromiso vitalicio –que tanto horroriza al espíritu moderno- es tanto más obligatorio cuanto más libremente se formula como, por ejemplo, en el caso del matrimonio o del sacerdocio. Un hombre capaz de cumplir hasta el heroísmo un voto perpetuo es un hombre verdaderamente libre.

 

Esa entereza inquebrantable fue el ideal de la Cristiandad en sus buenas épocas. Los votos caballerescos, que obligaban de por vida, consolidaron el prestigio legendario de los antiguos caballeros cristianos. La palabra “caballeros” apenas significa hoy día otra cosa que un conjunto de modales agradables (o no), la pertenencia a determinados clubes sociales y la adhesión a unas pocas opiniones conservadoras y erróneas. Durante mil años significó, en cambio, la integridad más absoluta al servicio del ideal moral.

 

El significado del voto

Opuesto al capricho y a las veleidades del sufragio democrático, el voto significaría, en Política, la devoción por el bien común entendida como un compromiso vitalicio entre el ciudadano y su patria. El político DE-VOTO o “de voto” cumple así con su deber, aunque no tenga éxito, porque la obtención del poder o el mantenimiento en el poder no son –aunque se procure y desee- el objeto último de su lealtad. Si lo son, en cambio, para el maquiavélico.

 

Mientras vemos, por todas partes, que la carne se hace verbo y le comunica sus inexorables proclividades a la corrupción y a la muerte, intentemos restaurar el voto, que es la palabra humana hecha carne. El voto es la asunción espiritual de lo efímero, de lo carnal o temporal, para ser ofrecido, consagrado y pronunciado en ofrenda razonable y aceptable como homenaje VOTIVO al orden eterno.

 

JUAN MANUEL PALACIO


Fuente: Revista Verdad

 

Nacionalismo Católico San Juan Bautista

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