No le pidan elocuencia a un corazón atribulado por la
pena, ni cánones retóricos a quien acaba de perder un amigo, un maestro y una
guía de estilo y de conducta.
Se nos ha muerto Juan Olmedo. Se nos adelantó tras el
Cristo Adviniente, en este Adviento tenso y duro de un año sin albricias. Y la
conciencia de que el peregrino ya no estará físicamente procesionado entre la
tropa, nos atribula con legítima y comprensible angustia humana.
Fueron varias las décadas que transcurrimos a su lado,
unidos en una batalla común, en un anhelo convergente, en un empeño mancomunado
y afín. Fueron los tiempos de Cabildo,
cuyos lemas católicos y nacionalistas abrazó con parresía: <Por la Nación
contra el caos>. <Alguien tiene que decir la Verdad>.
Es que si el Orden le resultaba connatural a su talante
jerárquico –un Orden que reclama al Supremo Ordenador y no las cuadrículas de
un tablero- la Verdad le resultaba amable y custodiable sin reservas ni medidas.
Desde que la Verdad Encarnada dio su vida en la Cruz, un Viernes de Pasión, en
el Monte del Calvario.
Tenía Juan una capacidad especial para el trabajo arduo,
cuanto más arreciaban las peripecias. Que fueron, para ser honestos, casi todas
las veces. Una esperanza anclada en la certeza de la Parusía; y por eso mismo,
no sólo virtud teologal sino motor de iniciativas quijotescas, aquende Su
Regreso. Tenía Juan su genio y su ingenio, su sentido del humor y del honor, su
cuna hidalga, su catre de campaña siempre pronto, su genealogía patricia y en
consecuencia su desvelo genuino ante las llagas de La Argentina. Las cauterizó
con la palabra vívida, las purificó con la Fe, las alisó con manos hospitalarias
y solícitas. Y tenía, al fin, el buen Juan una caridad en el trato, que al
ponerse en acto frente a su interlocutor o destinatario, no podía éste sino
recuperar el sentido y el señorío de la existencia.
Es muy posible que quienes no lo conocieron puedan creer
que lo que diremos a continuación es sólo un simbolismo del idioma, permitido
en los obituarios. Pero lo diremos igual, para que conste a todos, los próximos
o los lejanos. Juan Olmedo era un caballero hispanocriollo. Parecía sacado de
una saga romancera cidiana, de las cuartillas de Lope o los alejandrinos de
Pemán. Y acaso o en consecuencia, de las décimas de José Hernández o de las
endechas de Santos Vega. Parecía recostado sobre un códice miniado, y no
costaba nada, al verlo llegar, imaginarse en su entorno el son de un bordoneo provinciano o un silbo de laud
medieval.
Ocasiones hubo –y
se las agradezco a Dios- en que pude visitarlo en el Cabildo de Buenos Aires,
donde ejerció alguna de sus muchas tareas. Entonces, el tiempo retornaba a su
quicio de historia y de memoria, de navíos y de potros; el cuadrante y las
agujas del reloj argentino, apuntaban a un cronos con cruces de borgoñas y
pliegos blanquicelestes recién inaugurados.
No faltaron cordialísimas bromas sobre esta explícita y
visible característica suya, que él sabía antes hijas de la admiración que de
la chanza. Pero la estampa de Juan, recostada en el casco histórico de San
Telmo –cuando desgranamos rosarios en Santo Domingo- o en una calleja antigua
de Altagracia, será tan imborrable como sus enseñanzas, sus lecciones, sus
escritos, y sus rezos.
Hace unos años recibí una de sus diarias llamadas
telefónicas. Eran tertulias gratísimas esas conversaciones breves pero
medulosas. Sin embargo, la llamada que refiero ahora tenía un acento dramático.
Había sido atacada la Catedral, de improviso, y Juan se reprochaba con un
llanto contenido no haber estado allí, en el lugar y la hora. Para dar su vida,
simplemente. Lo dijo sin bravatas, sin alardes ni altanerías, como quien fija
un lugar de encuentro para despedirse ante un viaje duradero. Sí; eso dijo. “Si
hubiera estado allí, al menos, algún católico hubiera sido aplastado como señal
y testimonio de que no es gratis ofender al Señor”. Así era el hombre que esa
jornada como ésta, la última de las suyas, quiso ser Viernes: luto de tierra y
combate; fervor de altar y de oblación consentida.
Y hace días, escasos días de este cuatro de diciembre en
que ha muerto, que volví a tener la postrimera comunicación telefónica. Fue
todo breve pero no lacónico. Acotado pero substancial. “Hay que visitarse”, me
dijo. “En estos tiempos de encerrona, los amigos deben visitarse”. Sé bien que
en su mente, la idea de visita tenía
más una connotación evangélica que sociológica; más una nostalgia de vivac que
una mera solicitud urbana.
Nos visitaremos, querido Juan. Más tarde o más temprano,
que el día y la hora ya se sabe no sabemos. Nos visitaremos y será otra vez,
perpetuamante, oír la gracia de tus relatos, la gloriosa quimera de tus planes,
el sueño de la Nave Invicta y la vigilia de un Cielo irrefragable.
Descansa en paz, camarada.
Ciudad de la Santísima Trinidad, diciembre 4, 2020
Antonio Caponnetto
ResponderBorrarotro más que se nos va...
http://www.labotellaalmar.com/vercorreo_lector.php?id=3510
ResponderBorrarBuenos Aires
22 de marzo del año 2011 - 3510
HIROSHIMA, por Juan Esteban Olmedo Alba Posse y conestación
21 de Marzo de 2011
Para Cosme Beccar Varela
"La botella al mar"
Querido amigo: Tu visión religiosa de la tragedia del Japón, acompañada de reflexiones sobre los tremendos crímenes cometidos desde el lado o con la complicidad de “Occidente”, pone las cosas en su sitio. Comparto la aflicción por el persistente paganismo del país azotado; aunque confío firmemente en la vías extraordinarias de la infinita misericordia del Señor, para salvación de tantos inocentes de buena fe. Esto sin perjuicio de lamentar que ahora mismo, en este mundo, los pobres sufrientes no tengan la confortación de nuestra Santa Fe; lo cual es ciertamente irreparable. El misterio de la evangelización trunca, que recuerdas, hace pensar que tal vez estas últimas pruebas contribuyan a reabrir el viejo camino de San Francisco Javier.
Desde otro ángulo, lo ocurrido lleva a repasar un hecho milagroso ocurrido en la hecatombe nuclear, monstruosa y sospechosa, de Hiroshima en 1945 (eligiendo las ciudades con mayor población católica). Como es sabido, una pequeña comunidad de padres jesuitas vivía en una casa próxima a la iglesia parroquial, situada a sólo ocho manzanas del estallido central de la bomba. Perecieron prácticamente todas las personas que se encontraban en el radio de un kilómetro y medio del centro de la explosión, pero los ocho sacerdotes quedaron ilesos. La casa donde vivían estaba en pie; la iglesia cercana, destruida. El padre Hubert Schiffer era uno de los ocho jesuitas supervivientes. Fue examinado por más de doscientos científicos que no podían explicar cómo, él y sus compañeros, habían sobrevivido entre los millares de muertos. El misionero simplemente lo atribuyó a la protección de la Santísima Virgen. Centenares de investigadores, tampoco podían explicar por qué la casa tan cercana al estallido fatal quedó ilesa. Pero él señaló una única diferencia: "En esa casa, todos los días, el Santo Rosario era rezado por todos en comunidad"… (Tomado de la revista Ave María).
Bien haces notar que han seguido los crímenes de “lesa humanidad”. La gente ignora por ejemplo los ensayos atómicos; con explosiones antes difundidas, como en los atolones de Bikini y de Mururoa. (La desaprensión inhumana llevó a denominar “Bikinis” a las prendas de la desnudez explosiva puesta de moda). El primer ministro francés Alain Juppé, en un momento se permitió sugerir una reconversión turística de Mururoa, cuando terminara la última tanda de ensayos nucleares. "Se podría instalar un Club Mediterranée", dijo alegremente desde París, mientras sus legionarios seguían vertiendo hormigón y alquitrán sobre las grietas de hasta tres kilómetros de longitud y medio metro de anchura en el atolón carcomido por 148 pozos de casi un kilómetro de profundidad, donde se almacena la ponzoña de otras tantas explosiones nucleares”… “Los habitantes de la Polinesia consideran que se han convertido en gente desechable”, concluía el relato como un epitafio (“El País”, 27.8.95). Con la misma ligereza, el ahora canciller Alain Juppé acaba de propulsar el bombardeo a Libia cumpliendo la resolución del Consejo de Seguridad internacional. Curiosamente a esta guerra “humanitaria” se la acaba de denominar “Guerra del Club Mediterráneo” ("Asia Times”,19.3.11).
En fin, mi querido amigo, el motivo de la presente era acompañar tu reflexión. Pero ahora más que nada sirva para recordar que en nuestra hecatombe innegable, nos debemos aferrar como en los días de la Reconquista, al santo Rosario.
Un abrazo,
Juan Esteban Olmedo Alba Posse
soy Juan esteban olmedo hijo soldado de la patria y de de las legiones de Cristo Rey.igial que mi padre.ellema de los escuadrones que me tocó mandar
Borrarera Joc justicia orden y combate. justicia divina orden natural combate del alma.si mi padre era un criollohispano un buen soldado
CONTESTACIÓN
ResponderBorrar22/3/2011
Querido Juan:
Muchas gracias por tu carta. Admirable el milagro de la Virgen que salvó a los ocho jesuitas en Hiroshima de la explosión atómica. Creo que el milagro es la única esperanza que nos queda frente al enorme poder de los enemigos de Dios y de la Justicia. Lo cual no quita que hagamos todo lo posible para resistir. San Ignacio decía que hay que luchar con todas nuestras fuerzas como si la victoria dependiera de nosotros pero sabiendo que no podemos nada sin la ayuda de Dios.
Un cordial saludo
Cosme Beccar Varela
La Virgen no hace milagros, solo Dios puede hacerlos.
Borrarahora resulta que Roma dice que la Virgen de Fátima habló del reseteo....uaaaaaaa
ResponderBorrarhttps://www.youtube.com/watch?v=e87XpHinyBk